lunes, 23 de octubre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy lunes, 23 de octubre





El Diccionario de la lengua española defin

e humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; Sciammarella, Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 22 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Los sentimientos en política





Los sentimientos son cuestionables. No es verdad que la emoción nacional sea indiscutible. Si los afectos políticos fueran inmunes a la crítica, todos gozarían de un valor equivalente. Para el nacionalista, la política se agota en preservar lo propio y levantar fronteras frente al otro, escribe en El País el profesor Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía moral y política de la Universidad del País Vasco.

Uno de los acuerdos (o, mejor, prejuicios) más generales e indiscutidos hoy entre nosotros es que el mundo de los sentimientos ocupa un reducto íntimo del individuo que nadie debe allanar y todos han de respetar, comienza diciendo e profesor Arteta. Se supone, además, que son poco menos que naturales e inmunes a la razón y sus argumentos. Trasladadas estas premisas al terreno político, tal vez se permita a regañadientes el intento de persuadir al adversario mediante mejores razones, pero habrá que detenerse en cuanto rozan sus emociones. Este es un umbral que no hay que traspasar, no vayamos a herir sus sentimientos. ¿Pondremos a prueba tales supuestos, por ejemplo, en nuestra respuesta al desafío de los nacionalistas catalanes?

La ocasión nos la brindan unas recientes reflexiones a propósito de ese conflicto que hoy nos tiene en vilo. Sostenían que la democracia es un principio que puede defenderse racionalmente, mientras que la nación no. La nación señala algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales más profundos. “Esta es, pues, una cuestión de sentimientos. Y los sentimientos sólo pueden ser respetados, no discutidos”. Que se me permita discrepar frontalmente de tesis tan rotunda. Si no deben cuestionarse las emociones nacionales de nadie, todas serán admisibles y hasta las más alejadas entre sí gozarán de un valor equivalente. No ha lugar a dilucidar lo apropiado o inapropiado de esas emociones, que nos enfrentan sin remedio. Al final impondrán las suyas quienes den rienda suelta a las más acendradas, o sea, los más fanáticos o los más brutos. Y la cobardía, la pereza o la incapacidad crítica muchos quedarán ocultas tras la digna máscara del respeto.

Pero el caso es que esos sentimientos no son los datos últimos e irrebasables del problema. ¿O acaso no tocará preguntarse de dónde emanan tales afectos? No parece descartable suponer que muchos arraiguen en infundadas obstinaciones de sus sujetos, ya sean frutos de dislates familiares o sociales transmitidos de generación en generación. Sería normal asimismo que tales convicciones procedieran de la imposición o del simple contagio de la mayoría. O que se incubaran en otros sentimientos, como el temor a ser condenados a la soledad por atreverse a discrepar de los dogmas dominantes en el grupo. O que se apoyaran en supuestos inventados acerca de su propia nación o comunidad étnica imaginaria, que acostumbra a estar bien lejos de ser la real. Y viniendo a la Cataluña del presente, ¿en cuántas cosas habrán sido engañados por sus gobernantes, propiciando así una arrogante conciencia nacional? ¿Cuánto habrán pesado en ella las décadas de educación escolar a cargo de ese nacionalismo de manual? ¿Alguien supone que la barbaridad moral de la inmersión lingüística no conlleva la transmisión de creencias nacionalistas tenidas por indubitables ?

Además de ser resultado de variables como ésas, las emociones son asimismo causas o motores de la acción privada y pública. Los sentimientos engendran convicciones y deseos que, a su vez, son órdenes de acción. ¿Cómo no habremos de poder (y de deber) enjuiciar la consistencia de tales intenciones individuales o colectivas, las medidas públicas que de ahí se derivan y los derechos que se consagran? Parece claro que el valor de tales emociones deberá medirse entonces por el grado de justicia de la causa política que impulsan, por la singularidad del momento y circunstancia a los que se apliquen.

No es verdad, pues, que cualesquiera sentimientos sean legítimos y dignos de respeto, un absurdo paralelo a la majadería de que todas las opiniones son respetables. Descorazona tener que repetirlo una vez más. Respetable será siempre el sujeto, pero no siempre su sentimiento; mejor dicho, con frecuencia ese sujeto será respetable a pesar de su particular sentimiento. Pues se admitirá que no valen lo mismo el amor que el odio, la admiración que la envidia, la benevolencia que la sed de venganza. Ni es cierto tampoco que la razón práctica deba abstenerse de cuestionar la calidad de los afectos en liza y, llegado el caso, de procurar transformarlos o erradicarlos. ¿Acaso unos sentimientos no conducen a cierta acción política y otros a la contraria? No es menos falso que la razón nada pueda contra ellos, como si no hubiera conexión entre lo que pensamos y lo que sentimos, así como entre lo que sentimos y lo que decidimos hacer. ¿O es que el cambio de convicciones dejará intactas nuestras emociones? En suma, somos responsables de nuestros sentimientos porque somos responsables de cultivar o rechazar las ideas que alientan esos sentimientos y sus consecuencias.

De suerte que el dictamen sobre la justicia o injusticia del ‘procès’ secesionista y la congruencia de las emociones que lo acompañan variarán según las creencias del sujeto. A tal creencia, tal idea de justicia y tales sentimientos nacionales. ¿Cómo superar el relativismo ante las pasiones y opiniones en liza, si no entramos a dilucidar con argumentos qué sea lo fundado o infundado en ellas? No bastará que el sujeto sienta que a su Pueblo le arrebatan su presunto derecho a decidir, porque antes habrá que discutir si goza de tal derecho. Como tampoco bastaba la emoción que hace pocos años un obispo vasco —y nacionalista— predicaba, a saber, “la conciencia cálida de pertenecer al mismo pueblo”. La cierto es que, mientras cultivemos diferentes afectos y aspiraciones nacionales, no somos un mismo pueblo ni sería posible que lo fuéramos. Formamos más bien una sociedad cultural y políticamente plural. Y esa sociedad sólo puede vivir en paz si instaura el pluralismo político y la tolerancia para las diversas ideologías —las tolerables, claro está— de sus miembros.

A una mirada nacionalista el sentimiento de pertenencia a su nación es la pasión política originaria e intocable. Por si alguien lo ignorase, el nacionalismo declara que la política es sobre todo la exaltación de la propia nación y, a fin de cuentas, un combate entre intereses, ideologías y pasiones nacionalistas. ¿Que eso contradice el significado de democracia? Eso lo dirá usted, replicará el fanático, yo estoy en mi derecho de sentir (y pensar) lo que quiera. No querrá usted convencerme. Nada cuenta el peso de las razones ni nada puede la deliberación racional contra la liberación nacional. “El nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía”, concluyó el filósofo Santayana. En pocas palabras, para el nacionalista la política se agota en preservar lo propio y levantar fronteras frente al otro. Para el demócrata, en cambio, toda pertenencia individual —ya sea a una etnia, una iglesia o un partido— ha de someterse a la común ciudadanía. Y los únicos sentimientos políticos universalmente respetables serán sólo los nacidos de esa conciencia que nos considera a todos sujetos de iguales derechos, concluye diciendo.



Dibujo de Eulogia Merle para El País




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[Tribuna de prensa] Lo mejor de la semana. Octubre, 2017 (III)





Les dejo con los Tribuna de prensa que durante esta semana pasada he ido subiendo a Desde el trópico de Cáncer. Espero que les resulten interesantes, y que como decía Hannah Arendt les inviten a pensar para comprender y comprender para actuar. La vida, a fin de cuentas, no va de otra cosa que de eso. Se los recomiendo encarecidamente. Son estos:

Domingo, 15 de octubre
El artículo 155, sin emociones, por Soledad Gallego-Díaz
¿Y ahora qué pasa? ¿Ya somos una república?, por Manuel Jabois
Puigdemont no hizo al decir, por Álex Grijelmo
Un mundo infeliz en Alemania, por Joschka Fischer
Entre flores, por Manuel Vicent
Cataluña, las ofensas y el desconsuelo, por José Andrés Rojo
Una jugada maestra, por Fernando Sánchez Dragó
Sí o no, por Arcadi Espada
Lo fácil que es engañar, por Javier Marías
¿Qué hacemos con el independentista accidental?, por Lluís Bassets
La desconocida biblioteca del "president" Companys, por Margot Molina
La muerte del amigo, por Mario Vargas Llosa

Lunes, 16 de octubre
Enséñame a pensar, por Ferrán Caballero
¿Qué son todas esas banderas?, por J.J. Gálvez
Cuando la historia se cuenta para convencer, por Marta Fernández
Regocijo y peligros de los paralelismos del procés, por Juan Cruz
Unidos en la incertidumbre, por Cristián Segura
En caso de duda, fianza, por Xavier Vidal-Folch
La política de Don Drapper, por Sergio del Molino
Molt honorable president, por Miguel Satrústegui
El modelo de Bélgica, por Béatrice Delvaux
Cataluña y Gil de Biedma, por Máximo Díaz-Cano del Rey
La guerra de las banderas, por Antonio Navalón
Los españolistas catalanes salen del armario, por Gonzalo Suárez
Serpientes y avispas en la Generalitat, por Rubén Amón
El sí, el no y la insinuación, por Álex Grijelmo

Martes, 17 de octubre
La deriva a la griega del Brexit, por Pablo R. Suances
Boca seca, por Arcadi Espada
El president, ni héroe ni traidor, por Raúl del Pozo
El volksgeist catalán, por Enrique Krauze
Antipeperismo, por Víctor Lapuente
Fachada, por David Trueba
Secesionismo, genética e irracionalidad, por Jesús Mota
Tarde y mal, por Félix de Azúa
Carrera para mostrar el mejor perfil, por Xavier Vidal-Folch
Un cambio, pero sin rumbo, por Paul Schmidt
Las cuatro fases del procés, por Joaquim Coll
Otro día no decisivo, por Teodoro León Gross
Imaginarios contra la paz, por Heriberto Cairo Carou
1X2, por Pedro Simón
Pareja de ocasión para después de un golpe, por Francisco Rosell

Miércoles, 18 de octubre
¿Europa como solución?, por Sandra León
Déjalo estar, por Manuel Jabois
El circo, por Leila Guerriero
¿Choque de modernizaciones?, por Xulio Ríos
Entre la impunidad y el martirio, por Santiago Sánchez
Raro, raro, raro, por Carmen Rigalt
La muerte triste de Vida y Carrie, por Jan Martínez Ahrens
Los bribones de Dios, por Raúl del Pozo
Fin del trayecto, por Iñaki Gabilondo
Pasión por el procés, por Rubén Amón
La ruptura nacional-populista, por Santos Juliá
Otro vídeo, por Antonio Lucas
Tirar de la manta, por Patricia Soley-Beltrán

Jueves, 19 de octubre
300 palabras, por Luz Sánchez-Mellado
Fascismo de andar por casa, por José Ignacio Torreblanca
Doctor B, por Javier Sampedro
Demasiado tarde en "OK Corral", por Berna González-Harbour
¿Una democracia digital?, por Gloria Lomana
¿Hay salida?, por Josep Ramoneda
Diálogo, por Antonio Elorza
Xi, por Lluís Bassets
El "pacto del nazareno", por Pablo Martín de Santa Olalla
Cataluña: Luchar por la verdad, por José Luis Villacañas
La solución Borrell, por Luis María Ansón
E-lecciones, por Arcadi Espada
155, adoquines y mamarrachos, por Raúl del Pozo
El CIS y la lotería, por Emilia Landaluce
Esperando a atreverse, por Iñaki Gabilondo
Jacqueline du Pré, una violonchelista irrepetible, por Pablo L. Rodríguez
La dialéctica del corte de mangas reflexivo, por Jorge Marirrodriga
Puigdemont hace trampas a las cartas, por José Ignacio Torreblanca

Viernes, 20 de octubre
La alianza nacional-populista, por Daniel Gascón
Extremos, por Manuel Hidalgo
País malpensado, por Antonio Lucas
Comunismo de sangre azul, por Ricardo F. Colmenero
Cataluña: 98 interior, por Raúl del Pozo
Los viejos acuerdos, por Jorge Galindo
Navegar, por Jorge M. Reverte
Describir, por Juan José Millás
Prietas las filas, por Félix Ovejero
Totalitarismos y totalismos, por Antonio Elorza
Ciegos, con bastones muy cortos, por Ignacio Martín Blanco
Qué pase algo (por favor), por Francisco Pomares

Sábado, 21 de octubre
La gran mentira, por Lluís Bassets
Los burdos bulos del secesionismo, por Javier Rivas
Aferrados a los tópicos, por Maite Rico
Presentimientos del malestar, por Juan Cruz
Harto de todos nosotros, por Teodoro León Gross
Democracia cultural, por Máriam Martínez-Bascuñán
El rebelde siglo XXI, por César Antonio Molina
Regálate un capricho, por Manuel Jabois
Rajoy abandona el no ser, por Lucía Méndez
Help democracy, por Manuel Arias Maldonado
La ley y el chándal batasuno, por Luis Miguel Fuentes
Elecciones y sentimientos, por María Vega
Carlismo de cacerola, por Jorge Bustos
Entra en escena la política, por Rafa de Miguel
Una decisión constitucional y prudente, por Javier García Fernández

Y desde los enlaces de más abajo pueden acceder a algunos de los diarios y revistas más relevantes de España y del mundo, actualizados continuamente. Espero que los disfruten:

The Washington Post (EUA)
El País (España)
Le Monde (Francia)
The New York Times (EUA)
The Times (Gran Bretaña)
Le Nouvel Observateur (Francia)
Chicago Tribune (EUA)
El Mundo (España)
La Vanguardia (España)
Los Angeles Times (EUA)
Canarias7 (España)
El Universal (México)
Clarín (Argentina)
L'Osservatore Romano (Vaticano)
La Voz de Galicia (España)
NRC (Países Bajos)
La Stampa (Italia)
Frankfurter Allgemeine Zeitung (Alemania)
Le Figaro (Francia)
Tages Anzeiger (Suiza)
Komsomolskaya Pravda (Rusia)
Excelsior (México)
Die Welt (Alemania)
El Nuevo Herald (EUA)
Revista de Libros (España)
Letras Libres (España)
Claves de Razón Práctica (España)
Cuadernos para el diálogo (España)
Litoral (España)
Jot Down (España)
Real Instituto Elcano (España)
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (España)
Der Spiegel (Alemania)
The New Yorker (EUA)
Política Exterior (España)
Cidob (España)
Concilium (España)
Le Monde Diplomatique (Francia)
Le Nouvel Afrique (Bélgica)
Time (EUA)
Life (EUA)
Revista Española de Ciencia Política (España)
Cambio16 (España)
Jeune Afrique (Francia)
Tiempo (España)
Historia y Política (España)
Newsweek (Estados Unidos)
Nature (Estados Unidos)
Historia National Geographic (España)
Paris Match (Francia)
Instituto Nacional de Estadística (España)
Para terminar, les dejo con los reportajes de El País con las mejores imágenes del 2016, las treinta fotos más representativas de los 40 años de vida del periódico, las fotos ganadoras del World Press Photo 2017, y las 12 fotos del año de National Geographic. Y como siempre, las mejores fotos de la semana que termina en El País. 



Bajo los tilos (Hanóver, Alemania)



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[Humor en cápsulas] Para hoy domingo, 22 de octubre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 21 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Especial Cataluña: La llave de la casa es de todos, no solo vuestra





Tsevan Rabtan es el seudónimo de un polemista y polémico escritor y jurista español, inclasificable dentro de la fauna escribidora nacional. Hace unos días publicaba en el diario El Mundo un valiente artículo sobre la democracia, la libertad y el concepto de ciudadanía que comparto plenamente. Ni que decir tiene que es el mejor análisis que he leído en mucho tiempo sobre lo que está pasando en Cataluña. Y por supuesto, de la solución del problema, que no es otra que garantizar el imperio de la Constitución y de la ley, sin contemplaciones, componendas ni paños calientes. Caiga quien caiga. Y cuando se haya garantizado lo anterior, cambiamos todo lo que haya que cambiar, pero todos juntos, porque como dice el autor del artículo la llave de la casa, de España, es de todos los españoles, no del gobierno, ni del parlamento, ni de los políticos, ni mucho menos de los independentistas catalanes, ni de los pirómanos lunáticos de Podemos y sus compañeros de viaje: ¡ES DE TODOS! ¿Queda claro? ¡DE TODOS!...

Luis Felipe I de Francia, comienza diciendo, pocos meses antes de la revolución que lo destronó, era como el hombre que se niega a creer que su casa está en llamas porque lleva la llave en el bolsillo. Esta frase de Tocqueville, descripción de la inacción del monarca, podría valer para el Gobierno de Rajoy, si no fuera porque ni la casa es de Rajoy, ni el presidente del Gobierno, por importante que sea su puesto, tiene la única copia de la llave. Esa es una más de las ventajas de la democracia, aunque los ciudadanos nos olvidemos a menudo de ello. El Estado democrático nos pertenece, nuestra escritura se llama Constitución y ordenamiento jurídico, y los poderes públicos son sus administradores. No son los diputados, ni los ministros, ni los líderes de los partidos, ni los jueces los que deciden sobre qué se puede hablar o cómo o sobre qué se puede decidir. Son los ciudadanos. Pero cuidado con la simplificación. El de ciudadano es un concepto a menudo malinterpretado. Muchos creen que se identifica sin más con los individuos concretos, hombres y mujeres. Pero esto es un error. La ciudadanía no es simple resultado del nacimiento, de la existencia, sino que es algo más: es un producto de la ley. Sin el edificio legal, no somos ciudadanos. La ley democrática nos protege del Estado, a los unos de los otros y a todos de las veleidades de las tiranías mayoritarias, de la turba. Por eso son ciudadanos, lo siguen siendo, aquellos que trabajaron para construir nuestra democracia, aunque hayan muerto; por ello se comportan como si no lo fueran los que nos pretenden expropiar del derecho a que cualquier cambio legal se efectúe únicamente conforme al procedimiento establecido en la propia ley. Nuestros padres siguen vivos en lo que construyeron y nosotros, como sus herederos, asumimos todos los derechos y todas las obligaciones que nos legaron: entre ellos el de hacer política, incluyendo el cambio de la ley, solo dentro de la ley. Nuestra obligación es ceder este patrimonio intacto y enriquecido a nuestros hijos. Por desgracia, llevamos mucho tiempo permitiendo que el ácido corroa los cimientos. Los primeros que lo esparcieron fueron los políticos corrompidos que se creían impunes, hasta el punto de trasladar esa creencia a muchos de nuestros conciudadanos. El daño ha sido terrible. Más tarde se unieron los que vieron en la última crisis la oportunidad de destruir el sistema desde dentro, utilizando la mentira, la exageración y la propaganda sentimental al hacerse pasar por la supuesta voz del pueblo o de la gente, esa inexistente construcción populista. Los últimos han sido los secesionistas, los seguidores fanáticos de la religión nacionalista, el peor cáncer padecido por Europa, causa de la muerte de millones de personas.

En todos los casos citados, hay un elemento común: el incumplimiento de la ley. Pero en los dos últimos, el incumplimiento no es vergonzante. El corrupto intenta que no le pillen, es clandestino. Cuando le cogemos con las manos en la masa y actúa la justicia, la enfermedad no contamina al sistema sino que lo hace más fuerte. Pero esta profilaxis es imposible cuando el que lo socava se enorgullece de ello y actúa abiertamente. Por esta razón, si la discrepancia no es simplemente ideológica o programática dentro de los límites de las instituciones que nos amparan, sino que afecta a su misma existencia, el diálogo no solo es peligroso, sino que es moralmente reprobable. El diálogo político y civil solo debería admitirse con quien nos reconoce como iguales, como ciudadanos, con quien no se atribuye privilegios. Si hoy hay un golpe de Estado en Cataluña y una masiva comisión de delitos y tropelías, no lo es por falta de diálogo, sino por la corrupta idea de que es admisible discutir y pactar con los que incumplen abiertamente la ley. Esa idea se ha ido instalando y llevando a la práctica, y ha alimentado un proceso en el que unos diseñaban una voladura de nuestro sistema, mientras los otros se parapetaban atemorizados detrás de simples declaraciones de intenciones, aplazando la respuesta. La casa es nuestra. Las normas que nos dimos los españoles no pertenecen a los políticos sino a todos. Todos, uno a uno, somos los dueños del proceso de cambio constitucional y de las libertades que nos protegen. Por eso, los que queremos que la ley se cumpla teníamos y tenemos derecho a que no se utilizase tácticamente, como una simple posibilidad cuando es un imperativo. Sin embargo, muchos han jugado al realismo para aparentar una cínica sofisticación: nos han dicho que una ley inconstitucional puede ser constitucional si nadie la recurre, aunque hieda. O que un Gobierno puede utilizar, en fraude de ley, por la puerta trasera, mecanismos abiertamente inconstitucionales como un referéndum que tuviese por objeto una modificación de la propia Constitución, sin utilizar el procedimiento previsto, para construir una legitimidad amorfa que justificase una especie de automatismo posterior. 

Esa discrecionalidad ya ha sido una corrupción de baja intensidad. Si el Gobierno de España y el Senado hubieran cumplido su obligación hace dos años, cuando se aprobó en el parlamento de Cataluña un plan secesionista y golpista, y hubieran aplicado el artículo 155 de la Constitución, no habríamos tenido que presenciar como algunas autoridades del Estado y servidores públicos se apropiaban, el infame 1 de octubre pasado, de nuestra casa común, que no es el territorio, las piedras, los ríos o las cordilleras, o una parte de ellas, ni siquiera sus lenguas, sus tradiciones o sus costumbres. La casa común es una idea, una patria intelectual, un reglamento para la discusión ordenada y civilizada.

En Vencedores o vencidos, la película de Stanley Kramer, el arrepentido juez nazi, Ernst Janning, le pide al hombre que lo ha condenado a prisión que le crea cuando dice que nunca quiso que se llegase a eso, a los millones de muertos del nazismo. «Se llegó a eso, Herr Janning, la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre sabiendo que era inocente», responde el personaje protagonizado por Spencer Tracy. Esta frase es falsa porque es literatura. Sin embargo, nos dirige hacia una verdad: cada vez que cedemos y aplicamos laxamente o inaplicamos la ley porque pensamos que conviene o porque alguien pide que se atienda a sus sentimientos o deseos, debilitamos la estructura. Un día, el edificio no resiste más y se hunde, aplastándonos. Ese día dejamos de ser ciudadanos y nos convertimos en tribu.

Si queremos que nuestra patria intelectual resista no podemos ceder a la tentación de pactar que la ley no se aplique para evitar supuestos males mayores, convirtiendo a los golpistas en interlocutores y cediendo al chantaje. Se supone que esta enseñanza la habíamos comprado pagando un enorme precio histórico, pero la infantilización galopante producto de las expectativas frívolas de generaciones que no han tenido una experiencia directa del autoritarismo han extendido paradigmas estúpidos y peligrosos. Naturalmente, la inercia de la realidad siempre se impone, pero la pregunta es si vamos a dejar que se imponga por su empuje bruto o vamos a encauzarla. En ambos casos habrá sufrimiento. Esto no es un videojuego; no va a salir gratis. Lo único que aún podemos limitar es el coste. Si aplicamos la razón y restauramos la ley ya, sin concesiones, el coste será menor aunque inmediato. Si dejamos que la gangrena aumente y enviamos el mensaje de que alguien va a beneficiarse de saltarse la ley, el coste será mayor y se extenderá por generaciones. Yo defiendo que actuemos como adultos.Tsevan Rabtan es autor de Atlas del bien y del mal 



Dibujo de Javier Olivares para El Mundo


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