sábado, 9 de diciembre de 2023

De la palabra igualdad

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Martín Caparrós, va de la palabra igualdad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











La palabra igualdad
MARTÍN CAPARRÓS
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Sí, hay palabras así: que se divierten confundiéndonos. Que consiguen un lugar de privilegio y se pronuncian y se repiten con denuedo y, sin embargo, nadie sabe bien qué dice cuando va y las dice; nadie, menos aún, cuando las oye. En ese juego la palabra igualdad no tiene igual.
Seamos francos, es francesa: igualdad también empezó allí, 1789. Era el jamón del sándwich: entre liberté y fraternité había algo que parecía indispensable, la famosa égalité. Entonces estaba claro lo que significaba: la igualdad de los burgueses parisienses de la Revolución era la igualdad ante la ley, que ningún hombre tuviera más derechos que otro por su mero nacimiento, que desaparecieran los privilegios feudales medievales y todos los hombres fueran dizque iguales. Decía hombres y debería haber dicho hombres blancos: al principio ni se les ocurrió que los negros esclavos tuvieran esos derechos, ni que las mujeres los tuvieran. Pero era una idea fuerte y empezó a difundirse.
Medio siglo después la Revolución Francesa parecía haber fracasado y había, en cambio, movimientos que pedían otra igualdad: aquellos socialistas pretendían que todos los hombres fueran iguales social, económicamente. Que no hubiera unos pocos potentados y millones de pobres, que cada cual pudiera disfrutar por igual de su vida, que cada quien aportara lo que podía y recibiera lo que necesitaba.
La idea fue locamente seductora: durante buena parte del siglo XX, millones murieron con la esperanza de que sus muertes sirvieran para concretarla. Pero, ya hacia fines, fue evidente que sus concreciones eran sus fracasos, que esa supuesta igualdad era el disfraz para el poder concentrado de unos pocos, radicalmente desiguales.
Tras ese fracaso —”el fin de la historia”— la igualdad perdió toda defensa y las grandes fortunas se apoderaron de más y más y conocimos —conocemos— una de las épocas más desiguales que se recuerden. Era tan exagerado que muchos empezaron a preocuparse: los grandes capitalistas dijeron que esa desigualdad no era buena para los negocios; los bienintencionados dijeron que era intolerable para la moral. De distintas maneras muy distintos sectores empezaron a condenar la desigualdad. El problema es que no saben cuál es su contrario.
Sería obvio decir que lo contrario de la desigualdad es la igualdad: tras el fracaso de los sistemas “igualitaristas”, casi nadie lo dice. Entonces, para el ala derecha, la igualdad ha recibido un apellido con ínfulas: “De oportunidades”. Lo que reclaman y proclaman es la “igualdad de oportunidades”, una entelequia inverosímil. Esa igualdad debería consistir en que, al principio, todos tengan las mismas chances: que la línea de salida sea una para todos. Para empezar, la metáfora de la carrera es triste: supone que su partida es igual solo para legitimar las desigualdades que se puedan ir produciendo en ese recorrido. O sea: que el fin de esa igualdad es legitimar la desigualdad resultante. Y, por otro lado, esa supuesta igualdad de inicio es falsa: por más que un joven acceda a escuelas públicas o becas o ayudas nunca podrá recuperar la ventaja de quien tenga unos papás educados y ricos, libros y contactos, charlas y viajes y acomodos —los productos de la desigualdad.
Para el ala ¿izquierda?, en cambio, la igualdad se ha reducido mucho. Así como “memoria” se volvió el recuerdo de las atrocidades cometidas por alguna dictadura, “igualdad” es la necesidad de igualar el trato y las opciones entre mujeres y hombres. Es indispensable; es reductor. En España, sin ir más lejos, hay un “Ministerio de Igualdad” que se ocupó básicamente de eso: no de la igualdad de los obreros con sus patrones, no la de los parados sentados en un banco con los dueños y dueñas de los bancos; no, casi todo se ha vuelto una cuestión de género. Es lógico que, siendo las mujeres la mitad de la población, ocupen la mitad de los sillones parlamentarios. Sería lógico, entonces, también, que siendo los inmigrantes el 10%, uno de cada diez fuera para ellos. Y lo mismo para los obreros, los ancianos, los ensillados y demás comunidades nada autónomas. El Congreso estaría lleno de miembros y, para reducirlo y que cupieran, habría que trabajar los cruces: una mujer gitana y coja de origen rumano que limpia casas tendría todas las chances de ser diputada, como bien sabemos.
O quizá no. Entre géneros y oportunidades, el resultado es que nunca, desde 1789, la palabra igualdad fue tan poquito. Si no conseguimos recargarla, volver a darle un valor fuerte, terminará por no significar casi nada. Y el problema no será suyo sino nuestro.





































[ARCHIVO DEL BLOG] Las Lolitas nuestras de cada día. [Publicada el 02/03/2018]











La obra de Vladimir Nabokov debe ser leída, analizada y utilizada para entender cómo el patriarcado manipula en su beneficio, y para nuestra desgracia, la cultura. Pero en ningún caso la novela debe ser sacralizada, escribe en El País la novelista y ensayista Laura Freixas.Miedo y hostilidad: es la reacción de muchos ante el movimiento #Metoo, es decir, ante el feminismo aplicado a la cultura, comienza diciendo Freixas. Creadores, intelectuales, se inquietan por la libertad de creación; temen que la ideología se imponga a la calidad como criterio supremo; y afirman el derecho del arte de representar el mal.
Este último argumento me parece el más interesante y en él me voy a concentrar. No podemos exigir, nos dicen quienes así piensan, a las novelas, películas, óperas... que pinten un mundo edulcorado, políticamente correcto, con personajes positivos y acciones moralmente irreprochables. El arte que así lo hiciera sería falso. Tomemos, por ejemplo (es de hecho su ejemplo favorito) Lolita: la historia de un hombre maduro, Humbert Humbert, al que le gustan las niñas. El mundo, nos dicen, está lleno de Humberts. ¿Qué ganaríamos censurando su reflejo literario?
Acepto el reto: tomemos Lolita. Y lo primero que veo es que es una historia de violencia ejercida por un hombre contra una mujer. Qué curioso: quienes defienden la legitimidad de representar artísticamente el mal, nunca reparan en el detalle de que el mal en cuestión suele ser el de los poderosos (varones, occidentales, blancos, de clase media o alta) contra los subalternos (mujeres, colonizados, de otras razas o pobres). ¿Quizá si esos intelectuales tan preocupados por la libertad del arte para mostrar la violencia, no pertenecieran al grupo de los potenciales artistas sino al de las potenciales víctimas, lo verían de otra manera?... Pero Dios me libre de ser tan mal pensada. Sigamos con el argumento: es necesario que el arte hable del mal.
Por supuesto, estoy de acuerdo. El mal existe y el arte debe reflejarlo. La cuestión es cómo. Comparemos, por ejemplo, dos cuadros que nos muestran la violencia de un hombre contra una mujer. En el de Tiziano La violación de Lucrecia, un hermoso joven, ricamente ataviado, blande un puñal ante una hermosa mujer, sugestivamente desnuda y enjoyada. Es un cuadro muy bello, que evita lo escabroso (no hay sangre, ni la violación es explícita)... y muestra una constante de la cultura patriarcal: la que consiste en estetizar, erotizar, edulcorar, la agresión masculina y el sufrimiento femenino, desde los bellos raptos, violaciones y suicidios mostrados en pintura y escultura (Dido, Lucrecia, las sabinas...), hasta la modelo semidesnuda con una soga al cuello en un desfile de David Delfín, pasando por las heroínas suicidas del belcanto y los simpáticos violadores de Almodóvar. Muy distinto es Unos cuantos piquetitos de Frida Kahlo, en el que un hombre sonríe satisfecho ante el cadáver desnudo (solo lleva un zapato) de una mujer. La fatuidad de su sonrisa, el baño de sangre, la incongruencia del zapato... todo provoca en el espectador un escalofrío que no suscita la obra de Tiziano.
En su novela, Nabokov nos presenta la violación de Lolita como Tiziano la de Lucrecia en su cuadro. ¡Qué atractiva es Lolita, qué erótica su indefensión! ¡Qué seductor es Humbert! ¡Qué enamorado está! Pobre, no le queda más remedio que casarse con la (insoportable) madre de Lolita para acercarse a su amada, y cuando por fin la madre muere, él rapta a la niña y la viola cada noche. Es reprobable, claro, pero el pobre Humbert está tan enamorado... (Sí, ya sé. Nabokov condenaba a Humbert. Pero aquí no analizo las opiniones del ciudadano Nabokov, sino la novela, fuera cual fuese la intención consciente de su autor). Hasta la Providencia parece estar de su lado: él planea asesinar a la madre de Lolita, pero no necesita mancharse las manos, pues el azar la hace morir atropellada; es detenido y juzgado, pero un oportuno infarto le hace escapar a la humillación de una condena... Humbert resulta, en fin, un caballero encantador, y quienes se oponen a sus designios, intentando proteger a la niña, nos son descritas (se trata siempre de mujeres mayores) como personajes odiosos y ridículos. O aunque no intenten proteger a nadie: en Lolita, las mujeres mayores, especialmente si tienen algún poder, siempre resultan ridículas y odiosas. Otra constante de la cultura patriarcal.
¿Lolita representa el mal, pero en nombre de la libertad y de la calidad artística (nadie niega que sea una gran novela), debemos abstenernos de criticarla, como nos piden sus defensores? Ay, qué pena, hay un problema: la novela está escrita de tal modo que consigue hacernos olvidar que está mal violar niñas. No es casual que haya sido y siga siendo casi unánimemente definida como “una historia de amor”. Recordemos que claramente, Lolita no desea tener relaciones sexuales con ese hombre que cuadruplica su edad y que ha sido el marido de su madre. Recordemos que él la tiene en su poder (es su tutor legal), la vigila, impide que pida ayuda y la somete a violencia física. Recordemos que Lolita llora amargamente cada noche después de que él la viole. ¿“Amor”?...
Llegados a este punto, no puedo evitar formular una pregunta que sonará a provocación, pero que me parece pertinente: quienes defienden Lolita, ¿lo hacen porque es una obra de arte y a pesar de que muestra, e implícitamente justifica, la violación de una niña, la reducción del ser humano femenino a la condición de objeto para el placer masculino, la ridiculización y burla de cualquier mujer no sometida... o lo hacen porque su condición de obra de arte la sacraliza y nos prohíbe por lo tanto criticar todo lo anterior? (como piensa Lola López Mondéjar: véase Cada noche, cada noche, su interesante novela-ensayo sobre Lolita). Por cierto, quizá no está de más recordar (es este otro detalle en el que los defensores de Lolita raramente reparan) que el mundo está lleno no solo de Humberts, sino de Lolitas: de niñas y mujeres maltratadas y violadas. Que esto preocupe solamente al 1,8 % de los españoles algo tendrá que ver con una cultura, de la que Lolita no es más que un ejemplo, que banaliza esa violencia. Y que del 1,8 hayamos pasado en unos meses al 4,6 % (última encuesta del CIS), algo tendrá que ver a su vez con la campaña #metoo.
Retomo la pregunta del título: ¿qué hacemos con Lolita? A la luz de lo que llevo dicho, se comprenderá mi conclusión: leerla, sí, porque es una gran novela. Pero también analizarla. Criticarla. Usarla para entender cómo el patriarcado manipula en su beneficio, y para nuestra desgracia, la cultura. Buscarle alternativas: leer y dar a leer otros textos, que en vez de reproducir ad nauseam la visión patriarcal del mundo, nos ofrezcan un nuevo punto de vista, como hace Frida Kahlo. Cualquier cosa, en fin, menos sacralizarla. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 8 de diciembre de 2023

De la incomprensión lectora

 






El incordio de no enterarse de nada
JOSÉ ANDRÉS ROJO
08 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Todavía se lee mucho en el metro y en los trenes. Los vagones van de una estación a otra, y los que se han sumergido en un libro o, ahora con más frecuencia, en el móvil, realizan al mismo tiempo otro trayecto. El mundo ha quedado suspendido ahí afuera, no hay manera de seguir interviniendo en lo que toca (el trabajo, llevar a tus hijos al colegio, hacer la compra, ir al médico), así que hay un paréntesis, vas solo, te enganchas a las palabras. En una exposición que se pudo ver hace unos meses en Madrid en la Fundación Mapfre había un montón de fotografías de Louis Stettner de gente que viajaba en el metro o en el tren en los años cincuenta, y en alguna de ellas muchos leían. Tenían delante esos antiguos y enormes periódicos que obligaban a hacer una verdadera pirueta para pasar de una página a otra sin descomponer el artefacto, y estaban totalmente absortos. Vaya usted a saber lo que había llamado tanto su atención: una guerra, la crónica de un crimen, el resultado de un partido de béisbol, los anuncios de pisos vacíos. Iban de camino para hacer una gestión trivial o quizá se dirigían a una cita más importante: repartirse una herencia, conseguir un empleo, hacer el amor. Y, mientras tanto, abrieron el periódico, y desconectaron.
Tratamos con la realidad de esa manera. A veces resulta que hay que implicarse y otras, simplemente dejar que pase el tiempo. La lectura está con frecuencia en ese terreno de nadie. Muchas veces no es una obligación, pero tampoco necesariamente un placer (por lo menos, en ese momento). Digamos que te pones a leer porque no hay más remedio: vas en el metro, quedan unas cuantas paradas. Sería francamente un incordio que no comprendieras, pongamos por caso, lo que cuenta esa noticia sobre el resultado de la negociación de los sindicatos con una poderosa multinacional que va a dejar a algunos miles de empleados en la calle. Pues en esas andamos: los resultados del informe PISA no han dejado bien a España, hemos bajado de nota en comprensión lectora (va a resultar más cómodo quedarse como un pasmarote que entretenerse con la lectura).
No es una buena noticia, porque seguramente lo más importante de una buena formación es que te enseñe a leer y que te entrene a hacerlo. Y a hacerlo bien, comprendiendo lo que las palabras dicen y, de paso, la realidad a la que hacen referencia. Lo que cuenta es que al final leer te resulte casi tan fácil como respirar, que en ningún caso vayas a atorarte al hacerlo, que fluyan las letras y que fluya tu entendimiento de las cosas. Al cabo, gracias a la lectura se echan raíces en la tierra, pero incluso te ayuda a tratar con tus propios demonios, a mirar las estrellas o a abrirte a otros mundos.
En los cincuenta se leían esos periódicos inmensos y hoy ya casi solo se utilizan los teléfonos móviles. Levantas la vista en el metro y todo el mundo está absorto en sus pantallas. Muchos leen, e inician así otro tipo de trayecto que los lleva a un sitio distinto de aquel al que los está conduciendo el tren en el que se desplazan. Otros caminos, otras realidades, otras ventanas desde las que mirar lo que está pasando. Y por eso es un desastre que las cosas vayan mal en comprensión lectora. La vida se nos escapa. José Andrés Rojo es escritor.















De la normalización política vasca

 






El aviso de Bildu sin la ‘generación Otegi"
ESTEFANÍA MOLINA
8 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Bildu podría ganar las elecciones vascas de 2024 y, al día siguiente, habría voces afirmando que la sociedad vasca es filoetarra. Algunos no han entendido aún la evolución de las actuales Cataluña o Euskadi. La realidad es que la renuncia de Arnaldo Otegi como candidato a lehendakari demuestra que Bildu está dispuesta a soltar símbolos del pasado en aras de su normalización política. Y ello no solo tendrá implicaciones autonómicas a corto plazo; también lanza un aviso a Pedro Sánchez y a la derecha en España.
La coalición abertzale vivía hasta la fecha entre dos aguas, fruto de la brecha generacional que atraviesa ese espacio. De un lado, estaban los viejos cuadros como Otegi, que apelaban a asuntos como el acercamiento de los presos de ETA, algo que evocaba los años de plomo. Del otro, está esa Bildu a la que votan las nuevas generaciones vascas: su referente es Oskar Matute hablando de frenar a la ultraderecha o apoyando en el Congreso medidas relativas al salario mínimo o a los alquileres. No es que toda la juventud vasca actual desconozca el horror del terrorismo etarra, sino que, por edad, no pueden darle las mismas implicaciones que sus padres. Para ellos, la izquierda abertzale es su opción nacionalista, con un Podemos hundido y un PSE que actúa como la muleta del PNV, la derecha nacionalista vasca.
Así que Bildu tenía que elegir si futuro u Otegi y ha elegido dar un paso decisivo para llegar alguna vez a ser el partido de gobierno en Euskadi. A la pujanza de la coalición abertzale en las elecciones municipales —superó al PNV en concejales—, se sumaba el haberse quedado el 23-J a 1.100 votos de los peneuvistas en el Congreso. Bildu se ha convertido en una eficaz máquina electoral, capaz de mimetizarse con el cambio sociológico tras el fin de ETA. Cabe preguntarse, pues, cuándo desembarcará en la Lehendakaritza.
A corto plazo, hay teorías sobre que la renuncia de Otegi facilitaría un acuerdo con el PSE si lograran sumar tras los comicios del año que viene. De lo contrario, el riesgo para los socialistas vascos sería el desgaste por sus alianzas con el PNV, dado que hay corrientes jóvenes de Bildu que son en la actualidad incluso más comunistas que nacionalistas en sus postulados. Es decir, remesas de votantes que empujan hacia la izquierda en lo económico, por encima de lo identitario.
Sin embargo, la estrategia de Bildu se perfila de más largo alcance. La coalición es consciente de que el PSE está cautivo del PNV en esta legislatura, debido a sus acuerdos en varios municipios o en las diputaciones forales, lo que hace más probable que acaben reeditando el Gobierno autonómico. Por eso, la estrategia abertzale podría ir más allá, buscando rentabilizar esa decadencia asistida de los peneuvistas. No sería raro ver a Alberto Núñez Feijóo apoyando externamente un acuerdo entre el PSE y el PNV para impedir el ascenso de los abertzales, como ya hizo el PP tras los comicios municipales y forales del 28-M. Frente al triunvirato de peneuvistas, socialistas y populares, partidos bunquerizados en torno al viejo sistema, Bildu podría aparecer a cuatro años vista como opción renovadora, a la contra, que movilizara más activos ante la voluntad de un cambio.
El caso es que Bildu no tiene prisa para alcanzar el poder: su único afán en esta fase es institucionalizarse. Prueba es que aupara a María Chivite como presidenta de Navarra, aun siendo excluida de las negociaciones de gobierno y después de que el PSN hubiera negado semanas antes a los abertzales la alcaldía de Pamplona. Eran los tiempos del “que te vote Txapote”: el PSOE no podía aparecer de la mano de quien venía de incluir a candidatos con delitos de sangre en sus listas, pese a que luego rectificaran ante la indignación desatada.
La figura de Otegi ha cumplido una función en estos años, pese al lastre que supone para Bildu en términos de imagen: cerrar filas en el espacio de la izquierda abertzale ante el miedo a que algunas facciones radicalizadas se escindieran y se presentaran a las elecciones por su cuenta. De ahí los equilibrios de su coordinador general: unos días, atacando al “Estado español”; otros, apoyando al Gobierno en varias votaciones parlamentarias.
Con todo, la jugada de Bildu lanza varios mensajes a la política española. De un lado, su completa normalización seguirá allanando la relación con Pedro Sánchez, pero obligará al PSOE a darle a la izquierda abertzale algo más que reconocimiento a cambio de sus votos, tanto en Navarra como en el Congreso o en Euskadi. No es casual que el grupo vasco apoyara la reciente investidura del líder socialista solo a cambio de una foto con Mertxe Aizpurua, fruto de su todavía necesidad de legitimación política. Del otro lado, una formación que deje atrás a la generación Otegi planteará a la derecha el desafío de dejarle de considerar un partido paria. Aunque el afán de Bildu de mirar hacia las generaciones futuras, asumido que hoy le pesa más mantener en primera fila a sus viejos cuadros que apartarlos, solo puede entenderse ya como otra victoria de la democracia en España. Estefanía Molina es politóloga.











De la mirada del otro

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Irene Vallejo, va de la mirada del otro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Los ojos del enemigo
IRENE VALLEJO
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Al mirar el mundo, captamos algo más que un caos de cosas. Reconocemos árboles, casas y nubes a pesar de sus innumerables formas y variedades. Nuestra mente es capaz de agrupar una infinitud de imágenes en un concepto. Aristóteles habló de categorías y los lingüistas actuales definen este proceso como generalización composicional. Una habilidad clave en el desarrollo del lenguaje, donde tropieza la inteligencia artificial, y que quizá nos acerca a lo esencialmente humano. Sin embargo, esta proeza neuronal tiene también sus peligros, sobre todo al aplicarla a personas: la generalización, la simplificación, la tendencia a aprisionar a los demás en nuestras herméticas hormas mentales.
En la antigua Grecia, el teatro nació para debatir en público sobre las tensiones y la pugna de voluntades. La tragedia escenificaba conflictos éticos y bélicos, esas disputas feroces donde lo más tentador es negarse a entender los motivos del adversario. En los orígenes, sin embargo, surge un texto insospechado: Los persas, de Esquilo, la primera obra teatral europea conservada, y la única existente de asunto histórico. En vida del autor, el Imperio Persa intentó invadir varias veces aquel enjambre de mi­núscu­las ciudades que era Grecia. En Atenas sentían la amenaza constante de ese poderoso adversario sobre su democracia y su libertad. Esquilo luchó en varios campos de batalla, entre ellos Maratón, donde cayó su hermano. La guerra era muy distinta en aquellos tiempos: sin aviación ni misiles, se enfrentaban cara a cara. Los combatientes se miraban a los ojos mientras hundían en la carne del enemigo lanzas y espadas, mutilaban cuerpos, pisaban cadáveres, escuchaban aullidos de muerte, se manchaban de barro y vísceras.
Con la victoria griega aún fresca en la memoria, Esquilo relató la sanguinaria batalla de Salamina. Podría haber escrito un panfleto patriótico, pero el poeta veterano decidió ser audaz: adoptó el punto de vista del enemigo. La acción sucede en Susa, la capital persa, y ningún personaje griego toma la palabra. Se inicia con la llegada de un mensajero a la explanada del palacio para anunciar la derrota, y termina cuando el rey Jerjes regresa andrajoso, con su arrogancia pisoteada y una inútil carnicería a sus espaldas. La mirada es insólita: no describe a los persas como encarnación del mal ni como criminales natos. Esquilo plasma la impotencia de los ancianos consejeros que se oponían a la guerra y fueron desoídos, la angustia de quienes esperan en casa el retorno de sus seres queridos, las divisiones internas entre halcones y palomas del imperio, el dolor de las viudas y las madres, las calamidades de los soldados arrastrados al matadero por la megalomanía de su rey. Fascina pensar que Esquilo, tras luchar contra los persas cuerpo a cuerpo, mirándolos a los ojos, y después de ver cómo mataban a su hermano en combate, llevara al escenario el sufrimiento del otro bando, sus matices y motivos, sin convertir a todos en malvados culpables.
El filósofo Emmanuel Lévinas, cuya familia fue casi aniquilada en el Holocausto, afirmó que el rostro del otro —el diferente— define el comienzo de la ética: “La epifanía del rostro introduce la humanidad”. En momentos de dilemas y conflictos, no hay ejercicio más difícil —y quizás, más esencialmente humano— que preguntarse por las razones y emociones del adversario. Reconocer que la línea divisoria entre barbarie y civilización no es una frontera territorial, sino un trazo ético oscilante dentro de cada país, de cada grupo, de cada individuo. Rebatir el espejismo de la aparente unanimidad. Engañados por esa falacia, contemplamos a los desconocidos, enemigos o extranjeros como grupos monolíticos con posiciones hostiles nítidas. Encajamos a los demás en un molde único que justifique nuestra enemistad, cuando ni siquiera nosotros mismos logramos poner de acuerdo nuestras propias contradicciones y polifonías interiores. Quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no son nosotros. Alertados sobre los perjuicios de nuestros prejuicios, en el teatro griego aprendimos que todas las personas son excepciones a una regla inexistente.


































[ARCHIVO DEL BLOG] Mayo del 68, ahora. [Publicada el 26/02/2018]











En vez de recurrir a las previsibles fanfarrias de un aniversario podríamos recuperar la furia irónica y convertir París en una Comuna desde la que decir al mundo que todos somos judíos alemanes, iraníes libres o turcos rebeldes, escribe en El País el filósofo francés Bernard-Henri Levy.
El 50º aniversario de mayo del 68 se aproxima a galope tendido, comienza diciendo. ¿Y si la celebración eludiera las previsibles fanfarrias, los doctos estudios y los relatos de los antiguos luchadores? ¿Y si —aunque solo fuera por una noche, o una hora, o el tiempo que dura una ensoñación— acudiera a beber en las fuentes de la conmemoración, en la cascada de la impertinencia, la furia irónica y la fraternidad erudita que presidieron, hace cincuenta años, aquellas barricadas mágicas, aquellos anfiteatros rebeldes y aquellos días de locura completa en los que París recuperó una atmósfera de educación sentimental?
La insumisión dejaría de ser privativa de un partido y los inquilinos de la vieja izquierda, la de las ideas de plomo, se exiliarían, de manera definitiva, a Baden-Baden. Los socialistas se dedicarían más a los sueños que a presentar mociones. Los zadistas [activistas para una ZAD, una Zona A Defender en sus siglas francesas] que ocupan Notre-Dame-des-Landes se convertirían en la protagonista de Zazie en el metro, y de su no-aeropuerto se elevarían bengalas de esperanza.
Los hombres y las mujeres dejarían de ir cada uno por su lado y los enamorados, las enamoradas y los amigos del deseo y la pasión arrojarían no cerdos, sino adoquines a los instigadores del nuevo orden moral que se nos viene encima. Explicaríamos a las feministas juramentadas que Catherine Deneuve, con sus películas, ha contribuido a aflojar el yugo de las mujeres más de lo que puedan ellas hacer jamás con sus artículos llenos de reprimendas y sus invitaciones a la delación. Repartiríamos con gran alborozo un librito rojo con fragmentos de Marivaux, una canción de Ronsard y las páginas más eróticas de En busca del tiempo perdido. Recordaríamos que las largas marchas siempre acaban dando vueltas sin fin y que cada uno de sus timoneles es un Timón de Shakespeare, alejado de la realidad por la falsa amistad de sus cortesanos.
Paul Ricoeur, resucitado, comprobaría que un hijo de mayo, discípulo suyo, parece haber adquirido el arte de hacer respirar a una sociedad. El Parlamento ya no estaría en marcha, sino deambulando; se desviaría por caminos transversales y sin aduanas ideológicas; en él no solo se leerían los informes del Tribunal de Cuentas, sino también a Rimbaud, Baudelaire y Romain Gary.
Preferiríamos vivir en Montevideo con el recuerdo del poeta Lautréamont que morir en Caracas en defensa de Maduro. Gritaríamos a los birmanos, a los egipcios, a los argelinos, que la voluntad general es más importante que la voluntad de cualquier general. Interpelaríamos a Estados Unidos, a los empresarios corruptos y los fósiles de la energía para invitarles a que volvieran a leer a Günther Anders o André Gorz; quizá así conseguiríamos make the planet great again. Disiparíamos, en todos los Barrios Latinos del mundo, los gases lacrimógenos pegajosos y las fumarolas de las ideas del nacionalismo extremista: se prohibiría a Orban, se gritaría: “¡Ni patria ni Putin!” y “¡FSB igual a SS!”, quedaría claro que un Donald no vale ni un Mickey Mouse y pediríamos a Erdogan que hiciera el amor con la paz y no la guerra con los kurdos de Afrin. Los profesores y estudiantes de la Sorbona serían más partidarios de Kundera que del Che Guevara. Erigiríamos un monumento al novelista y activista homosexual Guy Hocquenghem delante de los locales del movimiento Manif pour tous. Los nanterrianos de hoy y los odeonistas de siempre ocuparían la rue Sébastien-Bottin hasta que Gallimard se decida a incluir a Françoise Sagan en la colección de la Pléiade. La gente leería más a Lacan que a Laclau y bailaría en el bulevar Saint-Michel sin dejar de reírse de los populistas, los arraigados y otros “franceses de pura cepa” encantados de haber nacido en alguna parte.
Venderíamos a China esos libros que hemos leído demasiadas veces y entonces, tal vez, las misiones diplomáticas volverían con los brazos llenos, no de contratos, sino de disidentes liberados. Se cerrarían las televisiones propagandistas para abrir los ojos a las tragedias del mundo (otra posibilidad sería obligar a Russia Today, con amenaza de una multa gigantesca, a difundir de forma continua imágenes de las guerras de Chechenia, Ucrania y Siria). En Twitter ordenarían a los trols que se dieran a conocer y salieran de su antro anónimo y 2.0. Seríamos astutos como zorros frente a esas otras policías que son las GAFA, las grandes empresas de Internet.
Repartiríamos adhesivos de “Te quiero” entre los policías de toda la vida, esos que vigilan el edificio de Charlie Hebdo, las sinagogas y las estaciones, y también entre los paisanos de París, caminantes genuinos de las revoluciones, no en un clic de Instagram; el sombrero de Louis Aragon entraría en el Panthéon; y todos preferirían morir a los 30 años que renunciar a sí mismos a los 60. El fondo del aire volvería a ser rojo, y dejaría de tener el gris antracita de nuestras pasiones más tristes. Recordaríamos a los corsos que las fronteras, en cualquier caso, no existen. Y a los catalanes, que Mario Vargas Llosa vale más que Carlos Pousse-Démon.
París se convertiría en una segunda Comuna, desde la que diríamos al mundo que todos somos judíos alemanes, iraníes libres, turcos rebeldes, iraquíes soñadores y rohingyas en peligro.
Haríamos barricadas con las bicicletas municipales; disfrazaríamos la rue des Écoles de plaza Maidan o de Parque Gezi para decir que los verdaderos insumisos son siempre cosmopolitas; en la plaza de la Concordia, proyectaríamos en una pantalla gigante imágenes de solicitantes de asilo a los que se ha rechazado injustamente; las calles que bordean el río volverían a abrirse para dar paso a desfiles de psicoanalistas y parados indignados, patronos foucaldianos y defensores del derecho a la pereza, ecologistas californianos, carnívoros irredentos, lectores de Abdelwahab Meddeb que marcharan gritando “Ni yihad ni pañuelo”, admiradores de Rushdie y de Polanski.
Seamos realistas, pidamos lo imposible. De esa forma, en vez de invocar a los manes extintos de los tres contestatarios de los Treinta Gloriosos, en vez de ver una y otra vez las diapositivas en blanco y negro de nuestros Gavroche [niño abandonado de la novela Los miserables], esos mocosos que hoy peinan canas, en vez de comportarnos como un país viejo y diseccionar lo mejor que tenemos, recuperaríamos la emoción de aquellas santas semanas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













jueves, 7 de diciembre de 2023

De neorrancios y melancólicos

 







Entre neorrancios y melancólicos
MANUEL CRUZ
07 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

En nuestros días, una de las expresiones más frecuentes de la ignorancia del pasado en el espacio público la encontramos en tantas propuestas y manifestaciones que, presentándose como disruptivas y novedosas, no van más allá de constituir un remake involuntario de propuestas y manifestaciones ya experimentadas en etapas pretéritas. No deja de ser curiosa la paradoja. En la actualidad, sobre quien ose declarar su añoranza por algún momento del pasado y, por la razón que sea, considere que en la comparación con el presente aquel sale ganando en un determinado aspecto, caerá con absoluta seguridad el anatema de neorrancio. La paradoja reside en que la sentencia condenatoria muy probablemente la emitirá alguien que, declarando ser el representante más perspicaz y cualificado del presente, se sirve de categorías, discursos e incluso consignas de otro tiempo (desde la obsoleta categoría de progreso hasta un leninismo de mercadillo, pasando por consignas tan vintage como “alerta antifascista”).
Pero todavía cabe darle una vuelta de tuerca más a esta actitud tan desdeñosa hacia lo que hubo. Y si algunos de los que en su momento se presentaban como nuevos dedicaban el mencionado reproche de neorrancios a quienes añoraban el pasado que se vivió en este país hace ya unos cuantos años (durante la Transición, para ser precisos), esos mismos desdeñosos, ahora devenidos exindignados, descalifican como melancólicos a quienes últimamente experimentan idéntica añoranza, pero respecto a un pasado más reciente, el de la segunda década del presente siglo (en la estela del 15-M). La verdad es que esta nueva descalificación hacia lo casi recién ocurrido no le anda a la zaga, en lo que a contradicción argumentativa se refiere, de la que ellos mismos, cuando irrumpieron en la escena pública, le dedicaban a sus mayores.
En todo caso, habría que empezar por diferenciar entre los destinatarios de ambos reproches. Porque mientras el acusado de neorrancio manifiesta añorar una realidad pasada, que evoca siendo capaz de especificar los rasgos de ella que echa en falta en nuestros días, el melancólico lo que añora es lo que pudo haber sido y no fue, por atenernos a la definición clásica de la melancolía. A la diferencia en la naturaleza de los respectivos reproches le corresponde una réplica defensiva diferente. Así, se supone que el neorrancio se encuentra en condiciones de contraargumentar señalando aquellos elementos realmente valiosos por cuya recuperación cree que valdría la pena batallar. Al melancólico, en cambio, le cumple una tarea radicalmente distinta. En concreto, la de intentar explicar las razones por las que aquello que pudo haber sido, finalmente no fue.
Sin duda, tiene mucho que explicar, habida cuenta del calado de su radical impugnación (a la totalidad de los representantes públicos, que no desarrollaban adecuadamente la función para la que habían sido elegidos), de la rotundidad con la que planteaba sus expectativas (tuteladas por el convencimiento de que de cualquier cosa que se reivindicara, por dificultosa que fuera, cabía predicar el “sí se puede”) y del efectivo poder político que en un momento dado sus representantes alcanzaron a tener (incluida la destacada presencia en el Ejecutivo de la nación). Sin embargo, lejos de proporcionar la necesaria explicación, el mensaje que algunos de los que se presentaban como la viva encarnación de la novedad transmiten ahora a los ciudadanos (aunque tal vez a quienes realmente se dirijan sea a los suyos) viene a ser parecido a este: olvidaos de todo aquello, porque recordarlo sería melancolía.
Con todo, valdrá la pena recordar que lo que se nos está instando a olvidar era considerado en su momento como literalmente inolvidable. ¿O no eran quienes ahora sostienen que un ciclo de la política en España se puede dar por finiquitado los mismos que decían hace no tanto que ellos anunciaban lo nuevo y —Gramsci mediante— nos prevenían de que, hasta que eso nuevo terminara de nacer y lo viejo terminara de morir —y ya se sabe que tales nacimientos y defunciones históricas siempre se toman su tiempo— surgirían los monstruos? ¿Han caducado todas esas campanudas afirmaciones? Se supone que no pueden haberlo hecho, en la medida en que no se trata de afirmaciones coyunturales, sino de tesis acerca de la lógica profunda por la que se mueve la historia. Formulemos esto mismo desde otro ángulo: el pasado reciente que ahora algunos nos invitan a olvidar era precisamente el que, según ellos mismos, anunciaba un cambio de rumbo en el devenir histórico.
Pues bien, ahora resulta que de lo dicho, nada, como tantas veces ocurrió en ese pasado que algunos hasta hace bien poco declaraban querer superar. Entiéndaseme bien: no creo que resulte ni tan siquiera aceptable hablar, en sentido propio, de que la historia se repite. El problema no es que la historia se repita, sino que sus inquilinos, aunque se revistan con ropajes inaugurales, a menudo se empeñan —básicamente por ignorancia, sin que quepa descartar la mala fe— en repetir los peores comportamientos de quienes les precedieron. Manuel Cruz es filósofo. 













De los diversos tipos de democracia

 






¿Mayoría progresista?
ADELA CORTINA
07 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Cuando Pedro Sánchez se dirigió al jefe del Estado español, el rey Felipe VI, asegurando que contaba con la mayoría necesaria para presentar su candidatura a la presidencia del Gobierno con probabilidad de éxito, la calificó con un adjetivo que parecía contener la razón contundente por la que no solo era suficiente desde el punto de vista cuantitativo, sino también inapelable desde el cualitativo: era una mayoría progresista. Ese ha venido siendo el mantra repetido hasta la saciedad, el argumento al parecer irrefutable para el triunfo.
Como algunas teorías del lenguaje aseguran que no puede asignarse a los términos un significado preciso, sino que el hablante debe utilizarlos teniendo en cuenta el efecto que van a causar en el público al que se dirige, de modo que vaya a crear adhesiones, nos encontramos entonces con términos vacíos, con lo que siempre se llamó flatus vocis. Pero este proceder manipulador, tan viejo como la mala retórica, no es progresista, sino retrógrado. Por eso es necesario aclarar qué es lo progresista en asuntos esenciales de la vida compartida, por ejemplo, si es progresista optar por un modelo agregativo de democracia, como se está haciendo, o si esa opción es reaccionaria.
En efecto, en los años noventa del siglo pasado se produjo lo que dio en llamarse “el giro deliberativo de la democracia”, que defendieron un buen número de autores, a los que se consideró por ello progresistas. Entendían que la democracia es el gobierno del pueblo y que se expresa a través de la regla de la mayoría, pero también que el modo de llegar a esa mayoría es esencial. Y en ese punto se enfrentaban sobre todo a los partidarios de la democracia agregativa, quienes consideraban que el individualismo es insuperable, que los individuos no construyen sus intereses socialmente, sino que ya los tienen y no pueden modificarlos a través del diálogo y la deliberación para intentar forjar una voluntad común. Por tanto, el único modo de alcanzar una mayoría consistiría, según ellos, en sumar, en agregar los intereses individuales a través de votaciones, sin molestarse en intentar entablar diálogos que permitieran generar acuerdos. Esta era la propuesta de un neoliberalismo trasnochado, convencido de que es imposible ir más allá de lo que Rousseau entendía como “voluntad de todos”, que es a la que se llega cuando cada quien persigue su propio interés, mientras que la voluntad general, clave para la democracia, es aquella en que los ciudadanos toman sus opciones buscando el bien común y no solo su propio bien. Desde esta perspectiva, no intentar el diálogo sería regresivo; la votación sería el fracaso de la deliberación.
Naturalmente, unas décadas más tarde estas afirmaciones parecen infantiles, y más aún en países como el nuestro. El Gobierno no tiene el menor interés en generar una voluntad común, hasta el punto de que el presidente ha dicho que el objetivo de la legislatura es construir un muro frente a un conjunto de españoles, a los que excluye como posibles interlocutores. Esos interlocutores representan a la mayor parte del país, como mostraron las últimas elecciones, pero ni siquiera es eso lo más importante. Lo peor es excluir a priori del diálogo a una parte sustancial del pueblo para tener las manos libres y comprar las voluntades particulares del número de grupos imprescindible para continuar gobernando, caiga quien caiga, pactando bilateralmente con unos y otros; diseñando acuerdos secretos que ya respaldará un Parlamento formado por aquellos que han vendido su voto, porque son las propuestas que ellos mismos han redactado a espaldas del resto.
El riesgo que se intenta eludir es bien claro: ¿y si hablando abiertamente con esos grupos vetados por definición resulta ser que hay más acuerdo del que al Gobierno le conviene para seguir en el poder? ¿Y si la ciudadanía española es mayoritariamente de centro, se siente identificada con su país y con su comunidad autónoma y está dispuesta a intentar descubrir acuerdos básicos que le permitan construir la vida juntos, dentro del marco de un Estado de derecho, con separación de poderes, que es una conquista de progreso irrenunciable?
Siempre los autócratas han encontrado una añagaza para cortar el diálogo con una parte de los interlocutores potenciales: son judíos, son palestinos con Hamás infiltrado, son ucranios nazis. Pero un Gobierno no tiene ningún derecho a excluir del diálogo a una parte de la población, menos aún a construir un muro frente a ella. Eso es aporofobia en estado puro: tener en cuenta solo a los que pueden dar votos a cambio de prebendas. Porque la aporofobia, el rechazo al pobre, no se refiere solo al que no tiene dinero, sino también al que no puede dar a cambio votos ni favores. Por eso interesan aquellos que tienen con qué intercambiar sus exigencias, y en esto los partidos y los grupos que hoy por hoy representan a las comunidades autónomas más poderosas llevan las de ganar. Los partidos y los grupos de poder, no la gente de a pie. Las consecuencias son inevitables: ciudadanía de primera y de segunda, según la región. La quiebra de la igualdad y la solidaridad, que siempre fueron los valores del progreso, junto a la libertad.
Hasta el punto de que se exige no “judicializar” los asuntos, cuando la figura del juez ha significado el paso del estado de naturaleza, de lucha de todos contra todos, al Estado de derecho, en que las contiendas no se dirimen mediante la guerra, sino mediante la ley. Eludirlo es un retroceso de siglos, la vuelta al mundo de la fuerza, que puede convertirse en guerra abierta o en violencia encubierta. En ella siempre salen perdiendo los más débiles.
Una ley de amnistía es injusta, entre otras razones, porque para que no lo fuera debería extenderse a cuantos han delinquido y no tienen la fuerza suficiente para obligar a borrar el delito. No hay equidad entonces, y eso es letal para un país.
En el fondo, tal vez la imposibilidad de una democracia deliberativa consista en que para ponerla en marcha y mantenerla hay que entender y sentir la sociedad política como un modelo de cooperación, como “un sistema equitativo de cooperación a lo largo del tiempo, desde una generación hasta la siguiente”, como decía John Rawls. No un modus vivendi, sino un sistema de cooperación, en que todos deben conseguir ventajas de forma equitativa.
Pero cuando se toma la comunidad política como un lugar del que sacar provecho individual o grupal, polarizando las posiciones para ganar poder, aunque con ello se consiga que la ciudadanía ni siquiera se atreva a expresar sus opiniones en la vida amistosa y familiar por miedo a que se produzcan disensiones violentas, entonces se han destrozado la democracia y la más elemental amistad cívica.
Ojalá que la mayoría verdaderamente progresista, la que defiende el espíritu de concordia de la Transición, tanto desde la sociedad civil como desde el compromiso político, sea capaz de desactivar la apuesta por el frentismo y de propiciar la cooperación equitativa. Que no anula las discrepancias, por supuesto, pero las articula en el marco de un Estado social y democrático de derecho, que es a fin de cuentas un Estado de justicia. Adela Cortina es filósofa.












Del informe PISA y los medios

 







Ni la o con un canuto
IDAFE MARTÍN PÉREZ
07 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Les voy a contar un cuento, hoy sobre educación. La mayoría de los medios han publicado desde el lunes que en el último informe PISA los bachilleres (palabra bonita a recuperar) obtenían peores resultados que en anteriores informes. Es una tendencia generalizada a nivel mundial que los expertos achacan principalmente a los efectos de la pandemia en la vida educativa.
EL PAÍS tituló que “España obtiene su peor resultado, pero resiste el batacazo global mejor que su entorno”. A Rubén Arranz, editor de Medios del digital Vozpópuli, le pareció mal, muy mal, que EL PAÍS titulara así y cree que si no gobernara el PSOE... Ya saben, como si el problema no afectara por igual a autonomías gobernadas por socialistas y por populares. Como si no afectara a medio mundo.
El informe PISA nos ha traído sobre todo una ristra de titulares supercalifragilisticoespialidosos, mugre mediática. Carlos Magro, experto en políticas educativas, escribe en Twitter (uno no acaba de acostumbrarse a llamar X a la red social de los trinos) que “da igual lo que digan los datos del informe, lo importante es que nada estropee tu relato”, en relación a esos titulares fachosféricos. Este indignado experto cree que lo que confirman muchos titulares es el nivel subterráneo de bastantes medios. Cuenta que, “salvo excepciones, los artículos están llenos de interpretaciones abusivas, deducciones más que dudosas y mentiras flagrantes mezcladas con algún dato correcto. Todo en un lenguaje de catástrofe y ruina”.
Repasemos los disparates. El Mundo tituló que “los alumnos españoles caen en todas las áreas del Informe PISA y logran los peores resultados de la historia en Ciencias y Matemáticas”. En su subtítulo asegura que “los malos datos no sólo se explican por la covid. El 33% de los adolescentes admite que se distrae con las pantallas en el aula”. El Periódico señala que “el PISA poscovid confirma el descalabro en matemáticas y lectura en España y el resto del mundo”. Abc: “La inmersión lingüística pasa factura a los alumnos de Cataluña y el País Vasco en el informe PISA”. Magro señala lo que para un experto educativo puede ser una sorpresa, pero para servidor es el pan de cada día: que los medios usan la educación en sus guerras culturales y antes de informar se dedican a reforzar sus obsesiones.
Denuncia este experto cómo la OCDE (responsable del informe PISA) y los medios han convertido “la complejidad de la educación” en unas clasificaciones “de apariencia sencilla que se leen como si se tratase de una competición deportiva”, cuando “la realidad es que los datos del informe son complejos y casan mal con análisis simplistas y burdos”. En esa guerra cultural, las cabeceras más conservadoras se han puesto desde el principio en contra del aprendizaje por competencias, pero después usan el informe PISA, basado en una prueba de competencias, como un libro sagrado.
Manuel Fernández Navas y Jordi Adell desmontan en las redes la información de El Mundo. El texto de la noticia dice que “los alumnos españoles de 15 años […] han tocado fondo en Matemáticas y Ciencias”. Nadie tocó fondo; es una expresión que busca vender un relato de desastre absoluto que es falso. Fernández Navas también explica cómo El Mundo habla de “excelencia” cuando quiere decir “segregación” del alumnado, y denuncia que el periódico que dirige don Joaquín Manso entrecomilla un artículo propio de opinión como si fuera parte del informe PISA. De primero de tergiversación periodística. De periódico que cree que tiene lectores tarugos.
La mayoría de los medios no pueden ni leerse el informe PISA, para empezar porque lo tienen en sus redacciones apenas 24 horas antes de su publicación y suma 261 páginas. No lo necesitan porque quieren simplificar, buscar el enfoque que sea afín a su línea editorial y dar con titulares llamativos. Lo último que quieren es informar. Y no hacen falta revistas especializadas en periodismo educativo; hace falta simplemente un poquito de periodismo decente y no agarrar esas 261 páginas con la única intención de atizar en la cabeza al político de turno o a un sistema inclusivo que no les gusta porque no separa a los niños en función de los ingresos de sus padres. Idafe Martín Pérez es periodista.