Tal y como pronosticó con acierto en una ocasión el ministro de Propaganda alemán, Joseph Goebbels, los nazis han monopolizado en gran medida el lugar reservado para la maldad humana en la imaginación occidental contemporánea. Y ese lugar, qué duda cabe, resulta merecido, escribe el historiador Álvaro Lozano, reseñando el libro de Sybille Steinbacher Auschwitz. Historia y posteridad (Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 2016). Me sumo a la celebración del Día Mundial de la Filosofía, el pasado 16 de noviembre, subiendo al blog un estremecedor texto sobre uno de los hechos más vergonzosos de la historia de la humanidad: el intento de exterminio del pueblo judío por el régimen nazi durante los años de la II Guerra Mundial.
En tan solo doce años del régimen de Adolf Hitler, comienza diciendo, cambiaron para siempre Alemania, Europa y el mundo; el mundo surgido de las cenizas de la guerra ya nunca fue igual. Se trata de uno de los pocos individuos del que puede decirse con absoluta certeza que, sin él, la historia habría sido completamente diferente. Su legado inmediato: la Guerra Fría, una Alemania dividida en una Europa partida en dos, en un mundo en el que dos superpotencias se enfrentaban con armas capaces de hacer desaparecer el planeta finalizó hace tan solo unos años. Su legado más profundo, el trauma moral, todavía permanece en el corazón de Europa. Su peor herencia, la de peores consecuencias, fue el pánico que apareció tras su muerte, ya que demostró lo que era capaz de hacer una persona a sus semejantes en la era de la industrialización. Desde entonces, existe una profunda grieta en la imagen que el ser humano se ha confeccionado de sí mismo, a pesar de los delitos que se han sucedido en la historia posterior. De ahí que no podamos comprender el mundo que nos ha tocado vivir sin el conocimiento de ese período en el que se rompieron los diques de la civilización.
Con más de cuarenta mil títulos publicados, cifra que aumenta sin cesar, nadie puede afirmar que el Tercer Reich alemán sea un tema desdeñado por los historiadores. Y, sin embargo, este fenómeno resulta ciertamente paradójico: por un lado, pocos períodos de la historia mundial, tan breves como éste, han sido sometidos a un escrutinio tan intenso y a una escala tan internacional. Por otro lado, existen pocos períodos sobre los que exista un consenso tan uniforme y tan poco distinguible por motivos de lealtad nacional. La pasión y la intensidad de los debates originados por la Revolución rusa –de la que ahora se conmemora el centenario–, por ejemplo, no se han suscitado en el caso de la Alemania nazi. Si descontamos a un irreductible grupúsculo de negacionistas del Holocausto, existe unanimidad sobre las atrocidades nazis, y no existen apenas apologistas ni defensores de la barbarie del régimen. En esas condiciones, resulta pertinente cuestionarse si todavía queda mucho campo para la investigación y el análisis.
La respuesta tiene que ser necesariamente positiva. Los historiadores se dedican principalmente a la explicación y la contextualización, no al juicio, y existe un enorme margen para los debates sobre lo que sucedió entre 1939 y 1945. Las cuestiones suscitadas son numerosas: ¿cómo pudo un partido que prometía tan poco en sus inicios surgir con tanta fuerza en el escenario político alemán tan solo unos años después? ¿Cómo logró Hitler maniobrar para sacudirse el tutelaje de la derecha conservadora alemana que pretendía utilizarlo para sus propios fines? ¿Cómo se explica la recuperación económica alemana? ¿Quién detentaba realmente el poder? ¿Quiénes fueron los principales beneficiarios de las políticas nazis? ¿Cómo pudieron las Iglesias llegar a un modus vivendi con un régimen incompatible con sus valores religiosos? ¿Cómo explicar los éxitos de política exterior de Hitler, que lanzaron a Alemania al centro de la política internacional? ¿Fue la guerra desatada en 1939 la culminación de la política exterior de Hitler o fue forzada por la marcha de la economía y las tensiones internas? ¿Cómo entender la figura de Hitler y el papel que desempeñó?
En principio, los instrumentos tradicionales de la historia deberían servir para responder a estas cuestiones. Sin embargo, es preciso añadir una cuestión fundamental: ¿cómo entender el violento programa «biopolítico» de ingeniería racial y eugenesia adoptado por el régimen nazi, con su culminación en la guerra de aniquilación contra los eslavos «subhumanos» y el paroxismo de aniquilación que acabó con la población judía europea? ¿Qué contextos de explicación pueden dar sentido al período sin relativizar, por tanto, su significado? Este es un dilema que oscurece todos los intentos de entender la Alemania nazi. Los crímenes contra la humanidad cometidos durante el Holocausto continúan evocando horror. Como resultado, el interés por el Holocausto sigue aumentando, tanto en Estados Unidos como en Europa. Incluso si descontamos las memorias de supervivientes, la literatura es ya abundantísima y creciente.
¿Por qué se produjo esa barbarie en un país europeo, acaso el más civilizado? La respuesta no es, en modo alguno, sencilla. A partir de espurios estudios de biología y antropología, los nazis consideraban que los judíos eran parásitos no humanos que amenazaban a la humanidad. Los líderes nazis consideraban el asesinato masivo de judíos no como un medio para un fin racional, sino como un fin en sí mismo. La decisión no tenía nada que ver con el comportamiento de los judíos, pues los nazis no se cuestionaban dónde vivían los judíos, en qué dios creían o incluso si ellos mismos se consideraban o no judíos: cualquiera que, según las leyes de Núremberg, fuera identificado como judío, era sentenciado a muerte. El hecho de que Alemania, donde los judíos habían recibido en general un trato amable, se convirtiese en el matadero de los judíos europeos resulta insólito. La explicación más coherente es que en el sur de Alemania y en Austria convergieron letalmente dos corrientes extremas de antisemitismo: una católica, que hundía sus raíces en la historia de Europa Central, y otra antimodernista, que odiaba a los judíos por considerarlos capitalistas, antipatriotas e intelectuales cosmopolitas que ponían en riesgo la sociedad tradicional y sus valores. Para los antisemitas, las supuestas «conspiraciones» judías iban, paradójicamente, y al mismo tiempo, dirigidas a ayudar al capitalismo mundial y a la revolución socialista internacional.
Los odios enraizados en la sociedad alemana no causaron el Holocausto; la historia del mundo está plagada de viejos prejuicios que no suelen desembocar en genocidios. Para convertir una hostilidad latente en asesinato sistemático es preciso, además, que exista liderazgo, voluntad política y manipulación de arraigados sentimientos populares. Las actitudes negativas extendidas no crean por sí solas un holocausto, pero son la condición necesaria para la persecución masiva. Un sector significativo de la población debe considerar a ciertos grupos como objetivos legítimos para que participen o toleren la agresión abierta. Los líderes nazis no podían haberse inventado una categoría nueva de enemigos (los pelirrojos o las personas de determinada edad, por ejemplo) y esperar que la mayoría de la población se volviese contra ellos. La identidad de aquellos que fueron objeto de persecución no era coincidencia: eran personas que desde hacía tiempo estaban siendo ya objeto de acoso. La revolución bolchevique de 1917 había creado un peligroso vínculo en la derecha radical alemana entre judaísmo y comunismo debido a que algunos líderes bolcheviques eran judíos. La generación de los antiguos y desilusionados combatientes fue fácilmente captada por grupos de extrema derecha que identificaban a los judíos como un «cáncer» en el cuerpo político alemán. Tan solo cuando fueran extirpados los judíos podría ser vengada la humillación de 1918.
La invasión alemana de Rusia en junio de 1941 supuso un acontecimiento decisivo en el proceso de genocidio. La invasión se consideró como una guerra racial librada por los grupos de las SS que se movían tras las tropas que avanzaban: los cuatro Einsatzgruppen estaban encargados de localizar a todos los judíos y asesinarlos en fusilamientos masivos. Durante el invierno de 1941-1942, se estima que habían asesinado ya a setecientos mil judíos en Rusia. Entre junio y noviembre de 1941, en los territorios capturados, las fuerzas alemanas habían atrapado a cuatro millones de judíos, lo que hizo imposible su transporte a los guetos, que se encontraban atestados, y, en consecuencia, sus comandantes reclamaban políticas alternativas. La fracasada campaña rusa hizo imposible poner en práctica soluciones de reasentamiento más allá de los Urales. El sangriento proceso de aniquilar a los judíos y el impacto que causaba en los hombres encargados de su ejecución suscitó la cuestión de encontrar una «solución final» al «problema judío». En algún momento de 1941 –las fechas siguen siendo objeto de debate–,las «ventajas» de un programa de exterminio superaron, para la cúpula nazi a la expulsión de los judíos de Europa o a mantenerlos en los guetos. Heinrich Himmler tuvo conocimiento de que ya existía la tecnología para llevar a cabo el exterminio por medio de gas, pues ese sistema ya había sido probado en el programa de eutanasia. El primer campo de exterminio fue construido en Chelmno (Polonia), donde se realizaron los primeros ensayos de exterminio con gas hacia el 8 de diciembre de 1941. Tal y como señala Sybille Steinbacher: Las primeras matanzas masivas en Auschwitz aún no formaban parte de la política del genocidio sistemático contra los judíos europeos. Más bien estaban relacionadas con los intentos de las SS de continuar a gran escala la llamada eutanasia en el marco de la «Operación 14 f 13», suspendida en agosto de 1941. En muchos campos de concentración se ensayaron para tal fin métodos de exterminio. En Buchenwald, las SS crearon la instalación del tiro en la nuca, en Mauthausen introdujeron el «baño letal», en Dachau los reclusos fueron víctimas de experimentos médicos a gran escala y en Auschwitz el personal de vigilancia utilizaba el ácido cianhídrico Zyklon B.
El historiador Raul Hilberg afirmó que si la «solución final» hubiese dependido de decisiones, nunca habría sucedido, expresando la idea de que el Holocausto evolucionó con impulsos e iniciativas desde arriba y desde abajo en el imperio de Hitler. En un fenómeno tan complejo, interactuaron diversos procesos autopropulsados en un círculo vicioso letal, donde los componentes se impulsaban unos a otros, provocando una aceleración de todo el sistema. Ya no puede seguir afirmándose que las diatribas antijudías de Hitler causaron el Holocausto. Con anterioridad a 1941, las pruebas de que Hitler estaba planificando el exterminio de todos los judíos europeos no resultan convincentes. El proceso del Holocausto fue demasiado errático como para reducirlo a una simple orden del Führer y debe ser analizado como un proceso evolutivo. El apoyo de Hitler a la «solución final» fue el motor del proceso, aunque se utilizaron diferentes vehículos para alcanzar un consenso de que la «solución final» equivalía al exterminio físico. La clave para comprender por qué sucedió el Holocausto se encuentra en la forma en que las diversas instituciones y los funcionarios del Tercer Reich interpretaron y pusieron en práctica los vagos designios de Hitler de «deshacerse de los judíos». Hitler mantuvo un odio virulento hacia los judíos durante su carrera política y esto condicionó el ambiente en que se produjo la radicalización de las políticas. Mediante su guerra por los objetivos interrelacionados de expansión territorial y pureza racial, los nazis fueron creándose a sí mismos dificultades a las que hicieron frente con soluciones cada vez más radicales. La idea de «trabajar en la dirección del Führer» sirve para explicar la radicalización de los líderes nazis en la cuestión judía. La mayoría consideraba que la puesta en práctica de políticas severas sería aprobada por Hitler en un claro ejemplo de «radicalización acumulativa», y esta visión fue adquiriendo un impulso propio. El diseño de políticas se convirtió no en una cuestión de cálculo racional, sino en una serie de respuestas improvisadas y contradictorias de diversas instituciones a los resultados de políticas previas.
A diferencia del terror estalinista, más imprevisible, en Alemania, si alguien no se encontraba entre el grupo de enemigos oficiales del Estado, corría mucho menos peligro. La gran mayoría de alemanes hicieron así «las paces» con el régimen a través de una mezcla de egoísmo y de indiferencia. Como señaló el historiador Ian Kershaw, «el camino hacia Auschwitz se construyó con odio, pero se pavimentó con indiferencia». Para los burócratas nazis implicados en la «solución final», el último paso fue progresivo: ya se habían comprometido con un movimiento y con una tarea, eran hombres que vivían en un ambiente de asesinatos que incluía no sólo los programas como el de la eutanasia o la destrucción de la intelligentsia polaca, sino también el hecho de presenciar asesinatos y represalias en la Europa ocupada. La invasión de la Unión Soviética en 1941 condenó a los judíos a partir de una lógica infernal. Dado que el nazismo establecía una conexión entre el comunismo y el judaísmo, los dirigentes nazis consideraban que las comunidades judías tenían que ser las que respaldaban el movimiento de resistencia. La decisión sobre la «solución final» estuvo probablemente ligada al espectro de un movimiento de resistencia judío-comunista de carácter paneuropeo.
Hoy podemos concluir, salvo que aparezcan nuevos documentos, que la decisión inicial de llevar a cabo la «solución final» fue improvisada. Hitler y los jerarcas nazis no contaron con un programa claro para solucionar la «cuestión judía» hasta 1941. No existía ningún plan concreto para el Holocausto antes de 1941: el régimen nazi era demasiado caótico. No se ha encontrado ninguna orden escrita de Hitler sobre la liquidación de los judíos, aunque, en enero de 1944, Himmler afirmó públicamente que Hitler le había ordenado otorgar prioridad a «la solución total de la cuestión judía». Resulta muy probable que, en el otoño de 1941, los jerarcas nazis decidiesen lanzar una política de exterminio, algo que se concretaría, en sus aspectos más prácticos, en la conferencia de Wannsee de 1942.
El Holocausto es un agujero negro de la historia que desafía nuestras presunciones sobre la modernidad y el progreso. El asesinato de millones de seres humanos en auténticas fábricas de la muerte, ordenado por un Estado moderno, organizado por una burocracia consciente, y apoyado por una sociedad patriótica respetuosa con la ley y «civilizada», carece de precedentes. «Esa ruptura irreparable en la historia de la civilización», en palabras de Günter Grass, ha dado lugar a una literatura abundantísima. En este contexto editorial, Sybille Steinbacher, profesora de Historia Contemporánea en la Universidad de Viena, ha publicado varios libros esenciales sobre la historia del nacionalsocialismo y el Holocausto, entre ellos «Musterstadt» Auschwitz. Germanisierungspolitik und Judenmord in Ostoberschlesien («La ciudad modelo» de Auschwitz. La política de germanización y el asesinato de los judíos en la Alta Silesia Oriental) (2000) y Dachau. Die Stadt und das Konzentrationslager in der NS-Zeit (Dachau. La ciudad y el campo de concentración en tiempos del nacionalsocialismo) (1993). La obra de la profesora Steinbacher sobre Auschwitz es una sorprendente y concisa aproximación al mundo del campo de concentración-aniquilación y de trabajo forzado de Auschwitz. Existen ya numerosas obras al respecto y, sin embargo, este libro viene a colmar una laguna, pues ofrece una visión insólita sobre la ciudad como entidad histórica escrita (originalmente para un público alemán) para refutar las tesis de negadores como Robert Faurisson y David Irving. Incluso con ese objetivo limitado, el libro logra iluminar y aclarar muchos puntos en relación al tristemente célebre campo de Auschwitz: La historia de Auschwitz es compleja y hasta la fecha no ha sido objeto de un estudio monográfico exhaustivo. Éste libro no puede suplir esta carencia. Su objetivo es presentar las facetas de la historia del campo de concentración y de exterminio nacionalsocialista de Auschwitz en sus dimensiones más relevantes, al tiempo que pretende enfocar la mirada en el momento histórico-político desde una perspectiva política, histórica y social más amplia que la que se tenía en la época en que ocurrieron los crímenes y esbozar la historia de lo que vino después, incluida la persecución y sanción judicial de los crímenes una vez finalizada la guerra, así como las actividades de quienes hasta el día de hoy siguen negando la realidad de Auschwitz.
La autora aborda el desarrollo de Auschwitz desde sus orígenes como asentamiento germano en el siglo XIII hasta su desarrollo como plataforma de la utopía alemana, tanto como ciudad «modelo» que atraía a jóvenes parejas con ansias de mejorar como «clúster» de la tanatopolíca nazi impulsado por técnicos y capataces de las fábricas de I. G. Farben Verlag, que llegaron a seis mil personas en 1943. Quizás el aspecto más sorprendente (y desconocido para muchos) de este estudio sea la vertiente de «ciudad modelo» de Auschwitz: Para fomentar el espíritu emprendedor y la generación de capital, y con el fin de atraer al Este a comerciantes autónomos, agricultores y profesionales libres, el Estado nacionalsocialista concedía generosos incentivos económicos. Existía la posibilidad de obtener facilidades fiscales para salarios y rentas; los impuestos municipales eran más bajos que en el antiguo territorio del Reich y, debido a la exención tributaria que se concedía en los territorios ocupados y en el Gobierno General a los alemanes del Reich y a los alemanes étnicos, el impuesto sobre el patrimonio apenas si tenía relevancia. A esto se añadían condiciones especiales para la concesión de créditos, ayudas a las familias y préstamos para recién casados.
Pero Auschwitz tenía también otra vertiente siniestra, que es la que todos conocemos. El campo de exterminio, que estuvo operativo entre mayo de 1940 y el 27 de enero de 1945, cuando fue liberado por las tropas soviéticas, encarna todo el sistema del Holocausto. El comandante de Auschwitz, Rudolf Hoess, intentaba que los asesinatos se produjeran en el «ambiente más tranquilo posible». Hoess confesaría, «por supuesto, que, a menudo, se daban cuenta de nuestras intenciones y, de vez en cuando, teníamos motines y dificultades. Muy frecuentemente las mujeres escondían a los niños bajo su ropa, pero, por supuesto, cuando los encontrábamos los enviábamos a ser exterminados». Hoess llegaría posteriormente a quejarse de su «enorme trabajo» en Auschwitz, teniendo que aniquilar a nueve mil judíos diariamente. Aunque se construyeron campos por toda Polonia, en Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka y Majdanek, Auschwitz ha pasado a simbolizar todo el horror del Holocausto. Auschwitz se ha convertido en el sinónimo del colapso de la civilización.
Para añadir aún más sufrimiento a los campos, el método de transporte de los judíos a los mismos era también brutal e, incluso aquí, operaba una lógica económica maligna: Los detalles sobre el exterminio masivo en el campo eran conocidos no sólo por las SS, sino también por los miembros de los ferrocarriles del Reich que dirigían los trenes de carga llenos de judíos de toda Europa rumbo a Birkenau. En los registros de planificación de los ferrocarriles del Reich, estos convoyes figuraban como trenes de pasajeros, pero se les despachaba en realidad como trenes de mercancías. Dependían de la Oficina Central de Seguridad del Reich (representada en algunos casos por la dependencia regional de la Gestapo), aunque la vigilancia era competencia del Ministerio de Transporte. Los ferrocarriles cobraban el viaje como transporte de mercancía común y corriente. El dinero con que se cubrían los gastos provenía de las mismas víctimas, que tenían que abonar un billete de tercera clase para el viaje al campo de la muerte: cuatro centavos por persona por cada kilómetro de vía férrea; los niños menores de diez años pagaban la mitad. El hecho de que los ferrocarriles concedieran a las SS un descuento por cantidad –a partir de mil personas el convoy valía la mitad− y de que los viajes de vuelta que realizaban los trenes vacíos les salieran gratis, es uno de los espeluznantes pormenores de la organización del genocidio.
Introducidos a la fuerza en vagones de transporte de mercancías donde apenas podían moverse, permanecían en los mismos durante días sin comida ni bebida. Cuando llegaban a sus destinos muchos habían fallecido. Al llegar tenían que esperar de pie durante horas mientras se les dividía en dos grupos: aquellos que podían trabajar y aquellos que, por edad o debilidad, eran inmediatamente enviados a las cámaras de gas. A los elegidos para trabajar se les registraba y se les tatuaba un número en el antebrazo, posteriormente los desnudaban y les afeitaban la cabeza. A continuación, se repartían los característicos uniformes con las rayas de color gris y eran conducidos a los barracones donde se les asignaba una litera y una manta, que serían sus únicas posesiones. Una vez que se priva a la gente de su humanidad, resulta mucho más sencillo matarlos (algo que han hecho todos los dictadores modernos). Los judíos que eran enviados a Auschwitz en vagones de carga llegaban tan degradados tras el viaje que ya no eran considerados Menschen, seres humanos, sino animales para el matadero. El personal de Auschwitz se aseguraba de que su conocimiento del horror se limitara al área de su competencia: la partida puntual de los trenes, el registro de llegadas, etc. Fue esta ignorancia la que les permitió ignorar las consecuencias morales de su trabajo.
La vida diaria en los campos era espeluznante. Los campos se encontraban plagados de ratas y piojos, que vivían de los raquíticos cuerpos de los prisioneros. Las ratas devoraban a los muertos y a los gravemente enfermos. Bernd Naumann, un superviviente del campo de Birkenau, señaló posteriormente que el hambre y la necesidad extrema convertían a los «prisioneros en animales». Según un testigo, la «normalidad» de la muerte en los campos hacía que ésta perdiese su carácter de terror. La supervivencia sólo era posible a través del egoísmo. Robar comida a otros prisioneros o conseguir trabajos más ligeros, cooperando con los guardias o acusando aquellos que rompían las normas del campo, era parte del proceso de deshumanización que los nazis buscaban en los campos de concentración.
La famosa línea férrea que pasa por debajo de la llamada Puerta del Martirio hasta las cámaras de gas no entró en funcionamiento hasta abril de 1944, fecha a partir de la cual fueron exterminadas el 60% de las personas asesinadas allí. El proceso desde que llegaban los prisioneros hasta que sus cuerpos eran destruidos requería menos de dos horas. Las cámaras de gas estaban disimuladas aparentando ser unas duchas. El temor de que fueran algo peor era negado por miembros de las SS que estaban presentes mientras los prisioneros se desnudaban. Las brigadas especiales integradas por prisioneros (Sonderkommandos) se encargaban de que los otros prisioneros se confiasen y, sobornados, aceptaban la tarea de la exterminación, pues de lo contrario ellos mismos eran gaseados. Los prisioneros desnudos eran conducidos desde la sala en que se habían desnudado a la cámara de gas, donde, según creían, serían duchados. Una vez en el interior de las salas, los guardianes se retiraban y los prisioneros quedaban encerrados. Mientras tanto, remolques marcados con la Cruz Roja llevaban el suministro del Zyklon B, del cual se extraía el gas que se inyectaba a través de unos respiraderos en el techo de la cámara de gas. Por una horrible coincidencia, el gas Zyklon B había sido utilizado ampliamente por los exterminadores de plagas en las casas y pisos de Europa Central:
El gas venenoso estaba almacenado en latas metálicas herméticas y fue empleado desde julio de 1941, primero como pesticida para desinfectar alojamientos y ropa. El fabricante era la Deutsche Gesellschaft für Schädlingsbekämpfung (Degesch), una filial de la compañía I. G. Farben, con sede en Fráncfort del Meno. El gas venenoso era suministrado por la empresa Tesch und Stabenow, de Hamburgo, cuyos empleados, protegidos con mascarillas, realizaban al principio las «desinsectizaciones», tarea que fue asumida luego por los enfermeros de las SS. A finales de agosto o principios de septiembre de 1941 –el momento no está claramente determinado–empezó a emplearse Zyklon B, primero de forma experimental, pero pronto de manera regular, para asesinar a presos. En contacto con el oxígeno y a una temperatura de 26 Co, los granos cristalinos de ácido cianhídrico se transforman en un gas que ya en cantidades bajas resulta mortal.
Tras esperar unos veinte minutos, un comando de prisioneros pasaba al interior llevando máscaras antigás. El espectáculo que encontraban allí dentro sobrecogía hasta los corazones más duros. La gran montaña de cuerpos reflejaba en sus posturas la última y desesperada luchar por respirar a medida que los cuerpos escalaban sobre los cuerpos de los muertos y moribundos para respirar la última cantidad de aire que poco a poco se iba agotando. Posteriormente, los cuerpos sufrían la última profanación: los dientes de oro eran arrancados y a las mujeres se les cortaba el pelo, que podía ser utilizado posteriormente. Nada era desperdiciado para el esfuerzo de guerra nazi. Los cuerpos eran finalmente arrojados a los crematorios. Según el comandante del campo, el olor era tan nauseabundo que los habitantes de la zona sabían que allí estaba llevándose a cabo un exterminio. El aspecto más espeluznante de los campos de exterminio fue que, a diferencia de las otras etapas de la persecución, e incluso asesinatos, la planificación, la administración y la puesta en práctica de los asesinatos se llevó a cabo como «un montaje en cadena». Unas ochocientas mil personas fueron exterminadas en Treblinka en trece meses, entre julio de 1942 y agosto de 1943. Sólo fueron necesarios cincuenta alemanes, ciento cincuenta ucranianos y mil judíos, obligados a trabajar con ellos para llevar a cabo esa gigantesca matanza.
Los aliados tuvieron conocimiento detallado del campo de concentración de Auschwitz gracias a la información proporcionada por judíos que se habían escapado del campo en 1944. En abril de 1944, dos judíos eslovacos, Rudolf Vrba y Alfred Wetzler, se escaparon del campo de exterminio de Auschwitz y consiguieron llegar a Eslovaquia, donde redactaron un informe de lo que sucedía en Auschwitz, incluyendo detalles sobre el funcionamiento del campo, el número de judíos que ya habían sido asesinados y los planes nazis para deportar y exterminar a ochocientos mil judíos húngaros y tres mil judíos checos, que habían sido transferidos a Auschwitz seis meses antes. El informe, denominado «Los protocolos de Auschwitz» (conocido como «Informe Vrba-Wetzler») llegó al Departamento de Estado norteamericano en junio de 1944. A pesar de los reiterados intentos por conseguir que se bombardeasen las líneas férreas que llevaban a Auschwitz, estos no fueron atendidos, señalando que era una dispersión de recursos militares que resultaban muy necesarios en ese momento debido al desembarco aliado en Normandía. En agosto de ese año, la fuerza aérea norteamericana bombardeó finalmente el complejo industrial de I. G. Farben en Monowitz, que se encontraba a corta distancia del campo de Birkenau. Durante el bombardeo los aviones pudieron fotografiar claramente las instalaciones crematorias de Auschwitz-Birkenau. La posibilidad de que un bombardeo aliado de las cámaras de gas y de los hornos crematorios de esos campos hubiese comportado el fin efectivo de su capacidad asesina es una cuestión que ha originado un gran debate, aunque sin una respuesta definitiva.
Steinbacher describe la historia de Auschwitz, centrándose en la unidad conceptual, temporal y geográfica, de la política de exterminio y la «conquista de espacio vital» germano. La autora se interroga sobre la percepción del acontecer asesino en la opinión pública y la situación de los presos, las posibilidades de resistencia contra las SS y el comportamiento de los aliados. Un capítulo está dedicado a la cuestión de la cifra de víctimas según lo que sabemos hoy día: El historiador polaco Franciszek Piper llega a conclusiones similares en su libro publicado a comienzos de los años noventa: mientras que Weller concluye que fueron un millón cuatrocientos mil los asesinados, Piper pudo precisar más, y sobre una base de fuentes más amplia, el número de prisioneros polacos matados. Piper deduce que fueron al menos un millón cien mil las víctimas mortales, pero no excluye que la cifra máxima pueda ser de hasta un millón y medio. Por fin se trata adecuadamente el tema de la persecución judicial de los crímenes después de la guerra y se rebate juiciosamente la «mentira sobre Auschwitz».
Existe, sin embargo, un reparo para una obra que desea esclarecer los hechos y hacer frente a las tesis negacionistas: no aporta referencias de fuentes primarias y tampoco contiene un análisis crítico de qué fuentes son más útiles (o de las que lo son en menor medida). Sin embargo, Steinbacher sí describe minuciosamente el universo de Auschwitz, ocupándose del estudio de las vidas y las muertes de sus habitantes, incluyendo los hombres de negocios y los de las SS y sus víctimas. «Auschwitz, en su destructivo dinamismo, era la encarnación física de los valores fundamentales del Estado nazi», escribió el historiador Laurence Rees. Steinbacher evita centrarse demasiado en cuestiones morales; el significado de Auschwitz se encuentra en sus espeluznantes detalles, que la historiadora aporta con precisión de microcirujano. Steinbacher intenta comprender el sistema del campo de concentración, su concepción, su funcionamiento social y económico, cómo se concibe Auschwitz como espacio, cómo evoluciona la ciudad que lo acoge. Una obra necesaria, tanto por formato como por claridad y que debe figurar entre las más destacadas para aproximarse al pavoroso mundo de ese campo que ha sido definido, con acierto, como la «capital del Holocausto».
El filósofo Theodor Adorno resumió bien el mundo después de Auschwitz. Se trataba de un mundo que sólo podía negarse, optando por la vía del no pensar o, utilizando su terminología, la dialéctica negativa: «Nada de poesía después de Auschwitz». La idea del progreso moral continuo de la humanidad, tan querida a los filósofos de la Ilustración, que se alcanzaría a través de la igualdad, de la justicia y de la educación de la población, quedó sepultada en aquel campo, símbolo de tantos otros. El Holocausto fue un fenómeno que expresó algunas de las tendencias más significativas de la civilización occidental en el siglo XX: la naturaleza destructiva de la guerra moderna, la expansión del poder estatal y los métodos organizativos de las empresas corporativas modernas. El Holocausto no fue un acontecimiento histórico excepcional que representara una regresión a la barbarie medieval: fue un acontecimiento central de la historia moderna que fue posible gracias a la ciencia más avanzada y a la organización racional burocrática de la sociedad industrial moderna. Estos medios no sólo proporcionaron los medios para cometer el genocidio, sino que ofrecieron también una moral moderna Ersatz que valoraba la disciplina organizativa por encima de la responsabilidad ética. En la Alemania nazi se produjo una yuxtaposición de la normalidad y la modernidad con la barbarie fascista que plantea cuestiones muy complejas acerca de las patologías de la modernidad y de las tendencias implícitas de autodestrucción de la sociedad industrializada.