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jueves, 8 de marzo de 2018

A VUELAPLUMA] Lenguas, Ley y Constitución





Goethe decía que "un hombre vale por tantos hombres cuantos idiomas posea" y, desde luego, no seré yo quien le contradiga. De ahí que los ciudadanos españoles residentes en comunidades autónomas con lengua propia puedan ser unos seres privilegiados si llegan a ser bilingües. Por consiguiente, todo lo que se haga en este sentido deber ser alabado y alentado, siempre que una política lingüística determinada no signifique a la larga la sumisión de una lengua a la otra, desvirtuándose así el objetivo del bilingüismo, escribe en El Mundo el profesor Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de ese diario.

Precisamente fue esta condenable orientación la que prevaleció durante el régimen anterior, en dónde estuvo vigente aquel estúpido eslogan de «habla la lengua del Imperio», comienza diciendo. Acabar con semejante estulticia fue uno de los objetivos que se trazaron los redactores de nuestra Constitución, cuyo Preámbulo señala ya que "la Nación española proclama su voluntad de proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones". Razonamiento que viene perfilado ya más concretamente en el artículo 3º. Y otros artículos se refieren también, directa o indirectamente, al uso de las diferentes lenguas españolas (Arts. 2, 14, 20.3, 27.8, 148.1.17, 149.1.1 y Disposición Final).

Pues bien, en este contexto es en el que hay que plantear la solución al conflicto entre el castellano y el catalán que, como continuación a una serie de protestas, acaba de plantear el Tribunal Supremo. En efecto, ante la duda de la constitucionalidad de la Llei 7/83 de normalizació lingüística a Catalunya, aquel ha elevado ante el TC la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad. Así, un conflicto pleno de connotaciones políticas y emocionales se trata de resolver en términos estrictamente jurídicos y, por tanto, sin perjuicio de lo que acabe resolviendo el Tribunal, la argumentación que sigue se limita a un razonamiento exclusivamente conforme a Derecho. Para ello, conviene delimitar el problema: saber si, desde el punto de vista constitucional, es posible que la enseñanza, en sus diversos grados, se imparta exclusiva o fundamentalmente en catalán, lesionándose los derechos de los castellanoparlantes.

La política de inmersión lingüística que lleva a cabo actualmente la Generalitat se basa sobre todo en el artículo 14, apartados 1,2 y 5 de la citada Llei y, en consecuencia, es el precepto que debe centrar nuestra atención, cuyos contenidos los podemos exponer así: "El catalán es la lengua propia de la enseñanza en todos los niveles educativos", "los niños tienen el derecho a recibir la enseñanza primaria en su lengua habitual, ya sea ésta el catalán o el castellano", y "la Administración deber tomar las medidas para que la lengua catalana se use progresivamente a medida que todos los alumnos la vayan dominando". Es decir, la finalidad de esta política es llevar a cabo un bilingüismo desequilibrado en favor de la preponderancia del catalán, basándose sobre todo en la enseñanza en esta lengua de todas las materias. ¿Es constitucionalmente posible?

Sinceramente, tengo mis dudas, basándome tanto en lo que dice la Constitución como en lo que señala el propio TC interpretando la misma. En primer lugar, la Constitución establece sin ambages que todos los españoles tienen el deber de conocer el castellano, mientras que es únicamente un derecho usar las otras lenguas españolas en el ámbito de la comunidad autónoma propia. La concreción constitucional de este deber se deriva no sólo de que el castellano es la lengua oficial del Estado, sino sobre todo de que, según el artículo 27.8 CE, "los poderes públicos inspeccionarán y homologaran el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes". Y precisamente la homologación básica en la enseñanza consiste en que se haga en el idioma oficial del Estado, lo que no implica, ni mucho menos, que no se enseñe también la lengua propia de las diferentes comunidades. Ciertamente, es un derecho constitucional la enseñanza del catalán, pero no la enseñanza en catalán. Y, por si hubiese dudas, el artículo 148.1.17 CE lo aclara definitivamente, al establecer que las Comunidades Autónomas podrán asumir competencias en las siguientes materias... "el fomento de la cultura, de la investigación y, en su caso, de la enseñanza de la lengua de la Comunidad Autónoma".

Se dice, pues, enseñanza de la lengua y no enseñanza en la lengua, porque se trata así de una competencia exclusiva del Estado, según el artículo 149.1.1º, por lo que entonces éste deberá "regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales". La conclusión, con la Norma Fundamental en la mano, estriba en que, reconociendo al catalán como lengua propia de Cataluña, la enseñanza debe ser impartida en castellano, sin perjuicio de las horas que se decida consagrar al aprendizaje del catalán. Semejante razonamiento es el que ha venido sosteniendo hasta ahora el Constitucional, con alguna evidente equivocación, según vamos a ver. En efecto, en una primera sentencia (STC 6/82) establece que es competencia del Estado "garantizar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales", por lo que la "Alta Inspección puede ejercitarse legítimamente para velar por el respeto a los derechos lingüísticos (entre los cuales está eventualmente, el derecho a conocer la lengua peculiar de la comunidad autónoma) y, en particular, el de recibir enseñanza en la lengua del Estado".Posteriormente, el TC en otras sentencias (SSTC 87/83 Y 88/87) indica que "de acuerdo con los arts. 27 y 149.1.30 de la Constitución la competencia para establecer las enseñanzas mínimas del ciclo medio de EGB corresponde al Estado, y la finalidad de tal competencia es, con toda evidencia, conseguir una formación común en un determinado nivel de todos los escolares de EGB, sea cual sea la comunidad autónoma a que pertenezcan". Y acaban señalando que "el Gobierno ha fijado unos horarios mínimos para todo el territorio nacional, y en materia lingüística los ha fijado sólo en relación con el castellano, ya que al referirse a enseñanzas mínimas en todo el Estado se ha limitado correctamente a regular la enseñanza de la única lengua que es oficial en todo su territorio y que, por tanto, debe enseñarse en todo él con arreglo de unos mismos criterios concernientes tanto al contenido como a los horarios mínimos...". Igualmente, otra sentencia (STC 82/86) vuelve a reiterar esta cuestión: «En virtud de las competencias asignadas por el artículo 149.1.1ª, el Estado puede regular las garantías básicas de la igualdad en el uso del castellano como lengua oficial ante todos los poderes públicos, así como las garantías del cumplimiento del deber de conocimiento del castellano, entre las que se halla la obligatoriedad de enseñanza en este idioma...».

Por último, dos sentencias más (SSTC 195/89 y 19/90) no reconocen sendos recursos de amparo en los que se reivindicaba el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación en la lengua de su preferencia, en este caso, el valenciano. Sentencias que resultan incongruentes con la doctrina anterior, porque dan por hecho la legalidad de que en la Comunidad de Valencia coexistan centros públicos de enseñanza en castellano y en valenciano cuando el Tribunal Constitucional ha venido manteniendo, como he demostrado, que la enseñanza debe realizarse siempre en castellano, sin perjuicio de que se enseñen también las otras lenguas españolas en el ámbito de la Comunidad Autónoma propia. En definitiva, si nos atenemos exclusivamente al criterio de la Constitución, de los Estatutos y de la jurisprudencia constitucional, la enseñanza no puede sino impartirse en la lengua oficial del Estado, lo que no impide que se enseñen también las otras lenguas españolas. Por supuesto, se pueden alegar criterios respetabilísimos para adoptar otro sistema diferente, tanto por razones políticas como emocionales, pero desde el punto de vista constitucional, a mi juicio, no hay más interpretación que la que se ha expuesto aquí.--- El texto anterior es literalmente el mismo de un artículo que publiqué aquí el 28 de febrero de 1994, es decir, hace 24 años. Si me he decidido a republicarlo en estas horas cruciales para Cataluña y, en definitiva, para España, ha sido para demostrar que la crisis actual no es sólo la consecuencia del interés descerebrado de los separatistas catalanes, sino sobre todo de la pasividad de los distintos Gobiernos españoles, que han dejado que el golpe de Estado avanzase irremediablemente a causa de su dejadez y miopía política o, lo que es peor, en razón de que todos los Gobiernos desde 1983 hasta la fecha han puesto sus intereses particulares por encima de los nacionales. En este tiempo, los diversos Ejecutivos no se han preocupado de hacer cumplir la Constitución, las leyes y las sentencias del TC, pero, en cambio, se han doblegado a las exigencias de los nacionalistas vascos y catalanes cuando han necesitado sus votos. Lo que nos lleva a la raíz de este problema que no es otra que la anormalidad de que en el Congreso de Diputados haya en la actualidad solo tres partidos nacionales, incompletos en toda España, mientras que hay más de media docena de partidos nacionalistas que solo representan a unas fracciones regionalistas o separatistas de ciudadanos. En consecuencia, salir de la actual crisis solo será posible mediante un gran revulsivo político. Pero eso es harina de otro costal. 


Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4352
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 4 de julio de 2013

Treinta años no son nada..., para una Constitución (Reedición de la entrada publicada el 2/7/2008)





Monumento a la Constitución (Madrid)



El próximo 29 de diciembre se cumplen treinta años de la promulgación de la Constitución española. Y pasado mañana, 4 de julio, hace treinta años que el Congreso de los Diputados iniciaba el debate del dictamen elaborado por la Comisión Constitucional sobre el proyecto de texto constitucional durante los meses de mayo y junio anteriores. A algunos les parecerá historia pasada, pero la realidad es que, como dice el tango, treinta años no son nada... Son fechas propicias para el recuerdo y la rememoración. De ahí que se multipliquen artículos y libros que con mayor o menor fortuna recrean e intentan explicar acontecimientos y situaciones que tienen que ver con ese momento histórico. Uno de ellos es el papel jugado en la transición del régimen franquista a la democracia por algunos de los que, desde dentro de ese mismo régimen, se manifestaron por eso que se llamó en su día "reformismo".

El catedrático de Historia Social y Pensamiento Político de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, el profesor Santos Juliá, comenta en un interesante artículo que se publica en el último número de Revista de Libros correspondiente al bimestre julio-agosto, titulado "Lo que a los reformistas debe la democracia española" (que reproduzco más adelante) lo relatado al respecto en varios libros de reciente publicación de Gabriel Elorriaga ("El camino de la concordia. De la cárcel al Parlamento", Debate, Barcelona), Pablo Hispán ("La política en el régimen de Franco entre 1957 y 1969. Proyectos, conflictos y luchas por el poder". Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid), Carme Molineros y Pere Ysàs ("La anatomía del franquismo. De la supervivencia a la agonía, 1945-1977". Crítica, Barcelona), Cristina Palomares ("Sobrevivir después de Franco. Evolución y éxito del reformismo, 1964-1977". Alianza, Madrid), y Salvador Sánchez Terán ("La Transición. Síntesis y claves". Planeta, Barcelona).

Con muy buen acierto a mi modesto juicio, el profesor Santos Juliá crítica algunas de las afirmaciones expuestas en los libros citados, argumenta que el "género memorial" no es precisamente el más idóneo para "justificar" algunas actuaciones, y que frente a la reinvención del pasado está la incontrovertible realidad de los documentos... Merece la pena leerlo. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt 




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El rey promulga la Constitución de 1978




"Lo que a los reformistas debe la democracia española", por Santos Juliá
Revista de Libros, núm. 139-140, julio-agosto de 2008

Al comentar las «Cenas de los Nueve», iniciadas en 1957 por un gupo de monárquicos de diversa procedencia, Cristina Palomares recoge en Sobrevivir después de Franco el testimonio de uno de los asistentes, Alfonso Osorio, según el cual «la causa común» de todos los reunidos, con la única excepción de Jesús Fueyo, era la evolución del régimen hacia un sistema democrático. Naturalmente, la autora de un libro en el que Manuel Fraga aparece calificado en múltiples ocasiones como progresista, muestra en esta ocasión su escepticismo: es difícil de creer –escribe– que un grupo conservador como aquel propugnase un sistema democrático a finales de los años cincuenta.

¿Difícil? Bueno, es una manera amable de decirlo, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellas cenas compartían mantel Federico Silva, Florentino Pérez Embid y Gonzalo Fernández de la Mora, tres personajes del régimen que nunca destacaron por su apego a la democracia. Pero que fuera Alfonso Osorio el origen de la confidencia muestra bien la propensión de la memoria a reinventar el pasado. De los participantes en esas cenas ninguno había dejado en 1957 el más mínimo resquicio para creer que su causa era la democracia. Más aún, todos pensaban que en España un sistema democrático al estilo occidental significaría un desvío suicida de su verdadera esencia. España estaba destinada a consolidar un sistema propio de gobierno que no tenía más relación con el sistema democrático que la representación orgánica: bastantes desgracias había ocasionado el liberalismo y la democracia a la nación española para intentarlo de nuevo.

¿Cuándo comenzaron a cambiar las cosas? ¿Cuándo puede hablarse de un reformismo que implicara, si no un cambio de régimen, al menos algunos cambios en el régimen que posibilitaran su apertura? La respuesta dependerá de las fuentes que se utilicen. Si se trata de memorias y recuerdos personales, lo más habitual es encontrar lo que nos cuenta Gabriel Elorriaga en El camino de la concordia cuando traza una línea recta entre los días de la rebelión universitaria de 1956 y la transición que se pondrá en marcha veinte años después. Conocido por formar parte de la primera lista de detenidos que la Dirección General de Seguridad tuvo la delicadeza de publicar anteponiendo el tratamiento de «don» a sus nombres y apellidos, Elorriaga recuerda que todo lo ocurrido entre 1956 y 1976 –nombramiento de Manuel Fraga como delegado nacional de la Familia, batalla entre el Movimiento Nacional y los tecnócratas del Opus Dei, interminable debate en torno a las asociaciones, creación de Reforma Democrática y su casi inmediata incorporación a Alianza Popular– fueron fases de un proceso que, como el río va a la mar, vino a desembocar en la Constitución de 1978.

Y es que el género memoria tiende a establecer, por la necesidad de reconstruir una continuidad psicológica que sirva como fundamento a la identidad personal, un hilo rojo entre lo que se fue ayer y lo que se es hoy, proyectando anacrónicamente lo que se ha llegado a ser en el presente sobre lo que se fue en el pasado. Si se lee lo que por entonces escribían, demócratas, dentro del régimen, no los había en 1956: los que se acercaban a la democracia, como Dionisio Ridruejo, sólo comenzaron a romper vínculos en torno a esa fecha y enseguida pasaron a la oposición. Ni siquiera Ruiz-Giménez, que perdió el ministerio por los mismos días en que Elorriaga conoció la cárcel, trabajaba entonces por la democracia. No hay más que ver la correspondencia que mantuvo con su amigo Alfredo Sánchez Bella –consultada por Pablo Hispán– para tomar la medida de los proyectos acariciados por el ya ex ministro cuando se acercó a José Solís con el propósito de hacer frente desde las instituciones del Movimiento al imparable avance de los tecnócratas.

No fiarse de la memoria y hurgar en la correspondencia: ésta es la principal aportación de Hispán Iglesias de Ussel al conocimiento de la política en el interior del régimen desde la llegada de distinguidos socios del Opus Dei al Gobierno en la crisis de 1957 hasta la formación del llamado Gobierno monocolor en la de 1969. Para saber qué fueron, qué defendieron, con quiénes y para qué se aliaron, las cartas constituyen una fuente incomparablemente superior a las memorias, tan edulcoradas por lo general, tan autocondescendientes. Y a la vista de lo investigado en los archivos personales de destacadas figuras políticas del régimen, depositados hoy en la Universidad de Navarra, Hispán tiene toda la razón cuando califica de luchas por el poder los diferentes proyectos de reforma que surgieron entre la clase política del franquismo a partir de la remodelación del Gobierno de 1962. Luchas por el poder cuyo objetivo no era en absoluto echar los fundamentos para una ordenada transición a la democracia, sino garantizar la continuidad del mismo régimen.

No es muy afortunada, sin embargo, su sugerencia de calificar de tradicionalistas los dos principales proyectos entonces enfrentados, el defendido por el grupo Fraga-Solís-Castiella para reforzar el Movimiento Nacional y el elaborado por Carrero Blanco-López Rodó para culminar la institucionalización del régimen con la Ley Orgánica del Estado. Pero definirlo con un nombre u otro, aunque no carezca en sí mismo de importancia, es un elemento algo marginal al extraordinario interés de la documentación manejada. Serían más o menos aperturistas, querrían llevar más o menos lejos las reformas, se agruparían en clubes o asociaciones, se mostrarían más o menos liberales en políticas económicas, cenarían con unos o con otros, pero el caso es que todos estaban convencidos de que el sistema, convenientemente reformado o abierto, estaba llamado a perdurar. Por eso, no tiene mucho fundamento afirmar que la reforma, «en los últimos tiempos del régimen» –como escribe Sánchez Terán en La Transición. Síntesis y claves– pretendía la evolución desde el mismo régimen para llegar a una «nueva y verdadera situación democrática».

Tal vez nada exprese mejor los límites o, más exactamente, los propósitos de ese reformismo dentro del sistema que la trayectoria política de Manuel Fraga, que ocupa un lugar central en los recuerdos de Elorriaga y a quien Palomares dedica la parte del león de un libro necesitado de revisión en algunos datos y conceptos. Si Ruiz-Giménez fue aperturista en los cincuenta, Fraga lo será en los sesenta. Pero aperturista, ¿de qué? Pues del traje del Movimiento Nacional, que con el tiempo había encogido y se había quedado estrecho para quienes tanto gustaban de vestirlo en las ceremonias oficiales. En aquel entonces, ser aperturista equivalía a dejar correr un aire muy dosificado por las habitaciones de un caserón que olía a humedad. Abrir algunas ventanas, cambiar el mobiliario, ensanchar la base, reforzar los cimientos. Y para eso, si no se quería emprender el camino a la democracia, como Ridruejo en los cincuenta, como Ruiz-Giménez metido ya en los sesenta, los reformistas no veían más que un camino: el que pasaba por las asociaciones.

Así comenzó la más larga, enconada y, en sus tramos finales, patética lucha en las entrañas del régimen para dilucidar si el Movimiento Nacional podía abrirse con la legalización de asociaciones de... Primer combate: no pudieron ponerse de acuerdo en torno al arduo problema metafísico sobre la naturaleza de las asociaciones de las que cada cual hablaba, y así lo dejaron, sin calificar, o dándole nombres risibles: asociaciones para la ordenada concurrencia de pareceres; otros, en lugar de concurrencia, decían contraste, pero el resultado era idéntico. En ese fantástico combate, en el ir y venir de la concurrencia al contraste, perdió la facción Movimiento frente a la facción Opus-Tecnocracia. Un triunfo pírrico, pues los vencedores gastaron en la batalla todas las defensas para una guerra que se anunciaba larga. El desconcierto y la confusión que se instalaron en el régimen con el Gobierno de 1969 obligaron al almirante Carrero a proceder a una nueva remodelación en junio de 1973 para reequilibrar la balanza. Y vuelta a empezar: otra vez las asociaciones, segundo asalto. Cuando por fin terminó la lucha, ya con Arias de presidente tras el asesinato de Carrero, todos quedaron exhaustos, y las asociaciones, inservibles. Nadie las quería, ni los del Opus, ni los católicos oficiales, ni siquiera los del Movimiento. Un fiasco que ponía de manifiesto no ya el agotamiento de una fórmula que nunca fue practicable, sino del mismo régimen.

Para seguir esa marcha hacia la nada no hay más elocuente documentación que las actas de los debates mantenidos en los plenos del Consejo Nacional del Movimiento, rescatadas para la historia por Carme Molinero y Pere Ysàs en su Anatomía del franquismo. Como la correspondencia archivada en Navarra es imprescindible para entender las luchas de los sesenta, estas actas, conservadas en el Archivo General de la Administración, son documentos de excepcional importancia para seguir paso a paso la agonía del régimen. Tal vez nunca se haya gastado tanta palabra y tan inútilmente como la que dilapidaron los consejeros nacionales del Movimiento en su intento de encontrar una salida al régimen frente a la subversión, que por todas las esquinas veían acechante. Además de plúmbeo, lo que transcriben los autores es desolador. ¡Qué gente tan obcecada! ¡Lo que les costó entender que el armatoste al que se aferraban desesperadamente estaba condenado al naufragio y el hundimiento! Una y otra vez dando la vuelta sobre lo mismo, cegando a conciencia cualquier salida que no fuera la represión de la ululante subversión.

¿Y Fraga? ¿Qué fue del príncipe de los reformistas mientras giraba la noria del Movimiento? Derrotado sin paliativos en 1969, bebió durante un tiempo los aires y esponjó el espíritu con las lluvias de Londres mientras elaboraba un plan diseñado para responder al enigma que, por derecho, había planteado Santiago Carrillo: Después de Franco, qué. Situándose en el centro de un espacio político en el que faltaba la izquierda, Fraga se tomó por un Cánovas redivivo: después de Franco, había que mantener firmemente las riendas del poder mientras se ampliaba el campo de la participación política a aquellos que el poder, fortalecido, decidiera. Autoritarismo seguido de turno pacífico, con exclusión de la tríada formada por terroristas, separatistas y comunistas: éste era el plan de alguien que se creyó ungido por el destino para ser algún día presidente del Gobierno. Y como instrumento, y puesto que las asociaciones por fin aprobadas en diciembre de 1974 no servían, inventó una especie de partido vergonzante, un partido que no dice su nombre, aunque pretenda cumplir su función: primero GODSA y luego Reforma Democrática.

Casi montándose sobre esta primera opción, aparece en todos los relatos un político autoubicado en el centro, pero dispuesto a sumergir su partido recién nacido en una coalición de grupos y asociaciones lideradas por viejas glorias de la derecha más inmovilista. ¿Fue la creación de Alianza Popular en octubre de 1976 un «radical giro político», como sostiene Palomares? ¿Fue, más que una derechización, «una necesidad estratégica», como pretende Elorriaga? Podría ser cualquiera de esas dos cosas o ninguna: depende de cómo se mire. Unos meses antes, la reforma Fraga había encallado en las aguas que bajaban algo embravecidas de las Cortes. De resultas, el Rey prescindió de una sola tacada del aperturismo y del reformismo o, dicho de otro modo, del Estatuto de Asociaciones y del plan de reformas de las Leyes Fundamentales; en resumen, y por personalizar, prescindió a la vez de Arias y de Fraga y, en passant, de Areilza, y de lo que representaron como encarnación, en sucesivos momentos, de la apertura y de la reforma del régimen.

Nadie, ni los mismos afectados, pudo sospechar lo que vendría a continuación: un Gobierno presidido por el secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, no especialmente acreditado como reformista, con una fórmula nueva que consistía, por una parte, en la convocatoria de elecciones generales por sufragio universal de un Congreso y un Senado que serían los encargados de proceder a la consabida «reforma constitucional», y, por otra, en el desmantelamiento de las instituciones del régimen, empezando por la Organización Sindical, cuyos funcionarios fueron reabsorbidos a principios de octubre de 1976 en una llamada Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales. Si reformismo significaba, como así era desde que tal concepto salió a la superficie, abrir el sistema reformando sus Leyes Fundamentales, lo que el nuevo Gobierno traía en sus albardas no era exactamente un reformismo: era desmantelar el Movimiento con toda su parafernalia mientras se preparaba una convocatoria de elecciones generales. Con esa iniciativa, el dilema ruptura-reforma dejaba, como apunta oportunamente Sánchez Terán, de ser capital.

La respuesta de Fraga a la iniciativa del Gobierno fue inmediata: reforzar su posición en las agonizantes instituciones del régimen para que el control de la nueva fórmula no se le escapara del todo de las manos. Apeado del poder ejecutivo, y sin moverse de donde estaba, Fraga apareció encabezando a los mismos que antes había combatido por inmovilistas. Y eso fue así porque el campo político se amplió a medida que la reforma de las Leyes Fundamentales se desvanecía en el horizonte. Pero en esa ampliación del campo no tuvo nada que ver ni el último pleno del Consejo Nacional, por más que Sánchez Terán le rinda un sentido homenaje, ni el voto favorable de las Cortes al proyecto de ley presentado por Suárez. El campo se amplió porque las huelgas, las manifestaciones por la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía, las movilizaciones de miles de trabajadores, de asociaciones de vecinos, de colegios profesionales, de funcionarios y de artistas empujaron decisivamente en esa dirección. La salida de la clandestinidad, antes de la conquista de la legalidad, de sindicatos y partidos desbordó, como puede comprobarse en las actas de los plenos del Consejo Nacional, las últimas trincheras en las que era fuerte la derecha inmovilista. Y así, con la izquierda en movimiento, a la derecha de Fraga, y sin haberse movido él del centro, sólo se abría un abismo. Por eso se convirtió en flamante secretario general de una coalición de partidos en la que se refugiaron Fernández de la Mora, Thomas de Carranza o López Rodó, por una u otra razón adversarios suyos cuando él se definía como aperturista a la búsqueda del centro.

Por los días en que Fraga encontraba nuevo acomodo en la Alianza Popular de los «Siete Magníficos», el Consejo Nacional aprobaba el preceptivo informe sobre el proyecto de ley para la reforma política presentado por el Gobierno. En la jerga particular que revela la investigación de Molinero e Ysàs –democracia como método, no como fin; inserción del proyecto dentro del desarrollo político iniciado el 18 de julio–, los consejeros no podían ya aspirar a otra cosa que a poner puertas al campo: el Gobierno no hizo caso al informe y los licenció prometiéndoles un hueco en las nuevas instituciones. Y por lo que a las Cortes se refería, con un despliegue de promesas y advertencias, Suárez y los suyos se aseguraron el voto mayoritario de los procuradores, entre los que no faltaron voces proféticas de inminentes catástrofes. José María Fernández de la Vega, citado también por Molinero e Ysàs, fue de lo más apocalíptico: «¿Qué tormenta ideológica, qué revolución solapada o qué golpe de Estado se ha producido para que, un año después de que las instituciones políticas españolas entronizaran la continuidad, estemos asistiendo ahora a sus funerales con el corpore insepulto del Régimen entre los cirios de este proyecto de ley?». Ni el más ardiente libreto de una ópera escrita en una borrascosa noche de invierno habría producido semejante escena: en el centro del hemiciclo, el catafalco del régimen entre los cirios de la reforma.

¿Triunfo entonces del reformismo, como asegura en español el subtítulo del libro de Palomares, que en el original inglés define el proceso como lento camino hacia a las urnas? Hay motivos para dudarlo. El reformismo a lo Fraga había naufragado cuando los procuradores en Cortes cortaron en seco la reforma del Código penal que habría permitido la legalización de los partidos políticos. Meses después, triunfaba el proyecto de Suárez para la reforma política, que atribuía la iniciativa de «reforma constitucional» al Gobierno con otras Cortes, elegidas por sufragio universal. El Tribunal de Orden Público fue disuelto, el Movimiento Nacional y las Cortes orgánicas desaparecieron y las elecciones se celebraron, pero de la «reforma constitucional» que el Gobierno y las nuevas Cortes debían acometer nunca más se supo. La última trinchera del reformismo quedó desarbolada cuando las Cortes elegidas en junio de 1977, en el ejercicio de su soberanía, decidieron encerrar las Leyes Fundamentales bajo siete llaves e iniciar un proceso constituyente que el Gobierno, por carecer de mayoría absoluta o porque entendió los signos de los tiempos, o por ambas cosas, no pudo o no quiso bloquear. Hoy, todos los que en su día fueron aperturistas o reformistas nos certifican que ésa era precisamente su meta desde los años sesenta y hasta desde los cincuenta. Pero lo que en realidad les debe la democracia no es que hayan trabajado por ella desde su juventud, sino que, en la hora de su madurez, empujaran al régimen exactamente hasta el punto en que se hizo evidente para todo el mundo que aquello que pretendían reformar era, por su propia naturaleza, irreformable. 




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Madrid, 6/12/1978. Los reyes, votando en el Referéndum




Cronología de la Constitución de 1978

* 1975, 20 de noviembre. Muerte del general Franco
* 1975, 22 de novimebre. Don Juan Carlos es proclamado Rey de España.
* 1976, 18 de noviembre. Las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política
* 1977, 15 de marzo. Aprobación del Decreto-ley Electoral
* 1977, 15 de junio. Realización de las primeras elecciones generales desde la II República
* 1977, 1de agosto. Se constituye la ponencia de la Comisión Constitucional
* 1978, 5 de enero. Publicación del Anteproyecto de la Constitución
* 1978, 10 de abril. La Ponencia Constitucional firma y hace entrega del proyecto de Constitución
* 1978, 5 de mayo. Se inician los debates públicos de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados
* 1978, 4 de julio. Comienzan en el Congreso de los Diputados las sesiones plenarias para el proyecto constitucional
* 1978, 18 de agosto. Comienza el debate del proyecto constitucional en la Comisión Constitucional del Senado
* 1978, 25 de septiembre. Comienza el debate constitucional en el Pleno del Senado.
* 1978, 11 de octubre. Se constituye la Comisión Mixta Congreso-Senado para el examen del Texto Constitucional
* 1978, 31 de octubre. Las Cortes aprueban el Texto Constitucional
* 1978, 17 de noviembre. Las Cortes aprueban el proyecto de Constitución
* 1978, 6 de diciembre. Aprobada la Constitución en referéndum
* 1978, 29 de diciembre. Promulgación y publicación de la Constitución española.

Fuente: Jorge de Esteban: "Las Constituciones de España". Madrid : Boletin Oficial del Estado, 1998 / Luis Sánchez Agesta: "Historia del constitucionalismo español : (1808-1936)". 4ª ed. rev. y ampl. Madrid : Centro de Estudios Constitucionales, 1984.




Constituciones españolas(1812-1978)





Entrada núm. 1900
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)