Bosque de laurisilva (Islas Canarias, España)
Tras el 28 de abril solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías, escribe el periodista y exdirector del diario El País Antonio Caño.
Todos los pronósticos y cálculos electorales en España, comienza diciendo Caño, apuntan hacia un horizonte inestable e incierto, sin mayorías coherentes y, por tanto, con alianzas inconvenientes y un Gobierno débil. Acostumbrados a observar el mundo partido entre la derecha y la izquierda, solo parecen adivinarse dos bloques, uno a cada lado del espectro político tradicional, ambos igual de incongruentes y de peligrosos.
Pero lo cierto es que, según las encuestas, existe otra fórmula que garantiza un Gobierno fuerte, consistente y plenamente alineado con la Constitución. Me refiero, obviamente, a la suma del Partido Socialista, el Partido Popular y Ciudadanos. Esta es una solución que nadie quiere tomar en consideración, pese a las evidentes y múltiples ventajas que supone, la principal de ellas la posibilidad de hacer frente con plenas garantías y con amplio respaldo electoral al mayor desafío de la democracia española en la actualidad: el independentismo en Cataluña.
Vale la pena repasar, aunque solo sea como ejercicio teórico, las virtudes de esa alianza. España lleva casi tres años sin un Gobierno propiamente dicho, es decir, sin un poder Ejecutivo con resolución y capacidad para acometer las profundas reformas que se requieren para sacar al país de la crisis institucional en la que se encuentra inmerso —ojalá también una reforma constitucional para abordar la cuestión territorial—. Ningún partido democrático posee en estos momentos, como sería idóneo, el liderazgo y el respaldo para emprender en solitario ese proceso de reformas. Intentar hacerlo en compañía de socios que ponen en duda la Constitución o sencillamente quieren destruir el Estado por el que se sienten oprimidos, no solo sería suicida, sino que contribuiría a aumentar la división actual y nos conduciría a un largo periodo de revanchismo.
Solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional y que suman, según el promedio de las últimas encuestas, alrededor del 70% del electorado, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías.
Las condiciones de ese pacto son fáciles de definir. Lo prioritario es que los tres partidos se comprometan de antemano a cerrar el paso a las fuerzas que actualmente amenazan la democracia en Europa y otras regiones del mundo: el nacionalismo, el populismo y el radicalismo. Deben, por tanto, negarse a firmar acuerdos con los grupos independentistas catalanes, Bildu, Vox y Podemos. No se puede blanquear a las fuerzas que combaten el sistema invitándolas a sentarse en la mesa de mando del Estado. Bastante triste —aunque manejable dentro de las reglas de la democracia— es que consigan presencia parlamentaria significativa como para convertirlos además en los garantes de la estabilidad nacional.
Las características de la alianza entre los tres partidos constitucionales quedarían supeditadas a los resultados electorales. Los tres deben aceptar el papel preponderante del partido que obtenga los mejores resultados. Sí, en una situación política sin mayorías razonables, el partido más votado tiene una posición natural de privilegio, incluso en una democracia parlamentaria. Eso era válido en diciembre de 2015, en junio de 2016 y sigue siendo válido hoy.
Si la distancia entre el partido más votado y el segundo de los otros dos partidos constitucionales fuese amplia —digamos superior a los 50 escaños— se podría contemplar la posibilidad de un Gobierno en solitario con apoyos puntuales a las leyes y reformas pactadas en el Parlamento. Si la diferencia fuese menor, lo más recomendable sería un Gobierno de coalición.
Uno de los argumentos contra las coaliciones de las principales fuerzas constitucionales en el pasado había sido el de que resultaba peligroso dejarles el monopolio de la oposición a los partidos antisistema. Sin desestimar del todo ese riesgo, es mucho mayor el peligro que supone darle legitimidad de Gobierno a quien, en realidad, pretende el fracaso y la demolición de las instituciones. Como recuerdan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en el magníficoHow Democracies Die, “cuando el miedo, el oportunismo o un error de cálculo llevan a los partidos establecidos a elevar a los extremistas al primer plano institucional, la democracia está en peligro”.
La historia ha probado de forma dramática cómo han concluido todos los intentos de domesticar a las fuerzas radicales incorporándolas el sistema. Y los últimos ocho meses de Gobierno en España han demostrado igualmente que todas las concesiones hechas a los independentistas no han menguado su determinación rupturista ni han favorecido su reconocimiento de la ley. Este es un momento que requiere firmeza y convicciones sólidas. Es posible que con una respuesta más contundente al independentismo, Vox no sería hoy una preocupación nacional.
Otra de las fórmulas de Gobierno consideradas anteriormente ha sido la de la combinación de PSOE y Ciudadanos o PP y Ciudadanos, reservando la oposición para uno de los dos partidos principales. Desgraciadamente, ya es tarde para esa solución. No solo porque difícilmente sumarían el número de diputados que se requiere para gobernar, sino porque la crisis política ha alcanzado un punto que exige medidas urgentes y drásticas que únicamente pueden ser fruto de amplias mayorías.
Cabrían muchos más argumentos para defender esa alianza, que sería el mayor logro político de la España democrática desde la Transición, para una época que no le va muy a la zaga en cuanto a retos y amenazas a nuestra convivencia. El pacto sería un mensaje de confianza para la economía, un gran ejemplo para todos los países del mundo, una oportunidad para recuperar presencia política en Europa, un gesto de esperanza para los ciudadanos más escépticos y desanimados, una redención para la desacreditada clase política.
¿Por qué, entonces, no es una opción que se tome en consideración? Desafortunadamente, una sociedad cada vez más polarizada ha dejado de buscar soluciones en el centro. David Brooks recoge en su columna de The New York Times un estudio según el cual un 42% de la población de EE UU considera a su rival político “completamente perverso”, un 20% de demócratas y de republicanos creen que sus adversarios “no merecen ser considerados plenamente humanos, se comportan como animales”, y un 20% de demócratas y el 16% de republicanos afirman que el mundo estaría mejor si una buena parte de los miembros del partido contrario desapareciera. Por terrible que suene, es posible que la situación no sea muy diferente en España.
Todo lo sucedido en los últimos años ha ido en dirección a la polarización y el radicalismo. Las primarias del PSOE dieron la victoria a quien consiguió convencer a los votantes de que él odiaba al PP más que sus contrincantes. Poco después, el PP se movió en una dirección similar. Atrapado entre ese extremismo, Ciudadanos cometió el error de negarse a negociar con uno de los partidos centrales de la democracia española.
En estas condiciones, ciertamente, las esperanzas de una gran coalición constitucional son nulas. El autor del “No es no” carece de autoridad moral para pedir ahora sacrificios al mismo partido al que se negó a dejar gobernar. El PP, como en su día le ocurrió al PSOE con Podemos, está más preocupado por sobrevivir a la amenaza de Vox que por la gobernabilidad de España. Hay que ver si después del 28 de abril Ciudadanos conserva margen para desempeñar algún papel entre los dos partidos tradicionales, pero no será fácil.
Las perspectivas son las de la sustitución del viejo sistema bipartidista por un nuevo sistema de dos polos, mucho más radical, mucho más ingobernable, mucho más temerario.
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