lunes, 29 de agosto de 2022

De la realidad social

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del principio de contradicción en la realidad social, porque como dice en ella la filósofa Aurora Freijo, suspender a alguien es quitarle voz, y quitarle la voz es expulsarle de lo social, es desterrarle, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo, y que convierte a un individuo en un fantasma, en alguien que no posee nada. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Yo te cancelo
AURORA FREIJO
23 AGO 2022 - El País

Uno de principios fundamentales de la lógica tradicional es el de no contradicción, que afirma que nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Aristóteles lo consideró, por su rango, el primer principio, aquel del que derivarían los demás. Como todo buen principio, su verdad nos resulta evidente, tanto que cualquiera diría que es casi una perogrullada. Pero el asunto es más complejo de lo que parece. Este superprincipio conlleva como elemento inadmisible, dentro del razonamiento, la existencia de la contradicción, afirmando que lo que la contiene debe ser rechazado como falso, o bien resuelto en el modo de la síntesis dialéctica. Gracias a él la ciencia, la tecnología y el razonamiento lógico han avanzado a niveles inimaginables.
Existe, sin embargo, un peligro, parecido al de la falacia naturalista que denunciaba Hume, que es el de cometer el error de pasar la validez de este principio a campos que no le corresponden, como puede ser el del arte, la moral o los afectos. Difícil imaginar una literatura a la que se le exija claridad y firmeza (la autentica poesía es hija de la paradoja, dice Pessoa), desestimar a un pensador por sus discordancias, requerir a un director de cine desarrollos lineales y congruentes o desestimar a un artista plástico por sus propias confrontaciones. En cuanto a los afectos —amor y deseo, y sobre todo en el caso de este último— lo propio es en muchos casos precisamente la convivencia de los contrarios y la dificultad de la armonía. Pueden preguntarles a los grandes místicos, a Bataille —conviene releer su texto El erotismo—, a Lacan o a Sade. En el terreno de la moral, el escenario se vuelve aún más complicado por las consecuencias obvias que de ello podrían derivarse, es decir, la complejidad de sentenciar sobre el bien y el mal. Exigir que en esos registros tan propiamente humanos se eliminen o resuelvan los contrasentidos es cuando menos una actitud necia, pero incluso puede llegar a ser, en algunos aspectos, sospechosa de intransigencia y de propensión al juicio ligero. Y, sin embargo, contamos con innumerables intolerantes con las contradicciones, sobre todo ajenas, enemigos de las paradojas y militantes de los enunciados apofánticos, que se posicionan sin vacilaciones en los parámetros que la norma social popular exige, que se convierten en poseedores de la verdad —la única, la suya— , y se indignan ante la coexistencia de lo aparentemente irreconciliable. Aborrecen que pueda ocurrir que una proposición no sea ni verdadera ni falsa, estado que es una deriva de ese principio de no contradicción con el que comenzábamos. Son incapaces de tener la mirada prudente, de entender que la contradicción es jugosamente inevitable en gran medida y en muchos casos es incluso exuberantemente fecunda, si se la deja brotar en su tirantez. A estos amantes de los dualismos extremos y de la verdad monolítica les alteran las zonas intermedias, hasta tal punto que, cuando las detectan, llaman a la acción, convocando hordas de justicieros que castiguen con el arma de la cancelación a los discordantes. Cancelar a alguien es quitarle voz, y quitar la voz es expulsar de lo social, es desterrar, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo. Cancelar a un individuo es convertirlo en un fantasma, en un subalterno, en alguien que no posee nada. Desgraciadamente, nos estamos acostumbrando a la barbaridad de la cancelación cultural, borrando de las redes y de los ámbitos públicos a los que han cometido la falta de la inconsistencia, exigiéndoles además la humillación de perdón público, como en los peores momentos de la historia. Pero además, desgraciadamente, esta práctica se va extiendo a ámbitos más privados, más pequeños. Mantener que un sí quizá sea un no, o viceversa, o que incluso se den a la vez, que convivan ambos en un mismo tiempo o a lo largo del decurso del mismo, convierte a quien lo hace en un pecador laico, un terrorista moral, merecedor de la condena a ser cancelado e incluso linchado. Porque la cancelación es un linchamiento, el que lleva a cabo la horda de los necios jueces populares que pululan por las redes. Es muy osado hacer de la afirmación que dice que el sí no puede ser no a la vez una proposición universal, es decir, que posea una validez para todos los casos. Hacer de la afirmación que dice que solo el sí sea sí debería darnos miedo.
Dada nuestra co
ndición humana, podemos correr el peligro de afiliarnos a las líneas de los verdugos de cierta inmadurez mental, la de los sumisos con sed de autoridad que, en aras de la razón y la verdad, sentencian, cancelan y linchan. Cuidémonos de ello.




Y las viñetas de hoy...

















domingo, 28 de agosto de 2022

Del paso de las generaciones

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del paso de las generaciones, porque como dice en ella el escritor Martín Caparrós, hay una zona ambigua en la Historia en la que las generaciones conviven sin mezclarse, se reparten en capas y lo que para algunos es su vida para otros es, si acaso, una nota al pie de un libro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt



Crueldades del tiempo
MARTÍN CAPARRÓS
22 AGO 2022 - El País

Fue hace 50 años: exactamente 50 años, el 22 de agosto de 1972. Una semana antes, un grupo de más de 100 militantes de diversas izquierdas encarcelados en un penal patagónico, viento y frío, el páramo arenoso al sur del sur, había intentado fugarse. No era un simple escape: el plan incluía la toma de la cárcel y el traslado de los fugitivos en tres camiones hasta un aeropuerto cercano; allí se subirían a un avión que llegaba de Buenos Aires y que otros militantes habrían copado en vuelo. Funcionó a medias: los camiones y las comunicaciones fallaron y, cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Rawson, solo siete fugitivos habían conseguido llegar hasta allí. Se subieron y, tras un rato de espera infructuosa, despegaron hacia Santiago de Chile, donde el Gobierno de Salvador Allende los recibió con inquietud y solidaridad. Semanas más tarde seguirían su viaje hasta La Habana.
Otros 19 militantes consiguieron llegar al aeropuerto poco después. Lo coparon y decidieron esperar la llegada de otro avión de línea previsto para esa mañana, pero las autoridades lo desviaron y mandaron cientos de soldados. Los 19 —14 hombres y cinco mujeres— entendieron que no tenían salida. Tras una breve negociación se rindieron frente a las cámaras que ya empezaban a aparecer, pidiendo garantías para sus vidas; efectivos de la Infantería de Marina los acarrearon hasta una base naval llamada Almirante Zar, en la ciudad de Trelew, no muy lejos de allí.
Argentina llevaba, en ese momento, más de seis años bajo una dictadura militar, que entonces encabezaba el general Alejandro Lanusse. La evasión había expuesto sus debilidades: fue una vergüenza que no quisieron soportar. Así que una semana después, el 22 de agosto, hacia las tres de la mañana, los oficiales de Marina a cargo de la base despertaron a los presos, les ordenaron salir de sus celdas y formarse en el pasillo y los ametrallaron. Nueve murieron en el acto; siete murieron de sus heridas —que nadie atendió— en las horas siguientes; tres sobrevivieron, y se pasaron el resto de sus vidas contando aquella madrugada. Ninguno de los muertos tenía más de 30 años; una mujer estaba embarazada.
Esa tarde el Gobierno militar informó que un intento de fuga en Trelew había sido reprimido a tiros, causando la muerte de 16 “subversivos”; durante tres o cuatro días Buenos Aires y otras ciudades del país fueron una sucesión de manifestaciones callejeras, peleas con la policía, velatorios reprimidos con tanques. Yo lo recuerdo bien: tenía 15 años, simpatizaba con esos grupos y hervía de indignación y de esperanzas.
La masacre de Trelew, como se la llamó, pareció un hito en la historia argentina. Juan Gelman, Julio Cortázar, Tomás Eloy Martínez, Paco Urondo y tantos más escribieron sobre ella —y ya pasaron 50 años—. Todo el recuerdo me impresiona, pero nada tanto como esa constatación del tiempo: medio siglo. Ahora Argentina está llena de personas para quienes eso sucedió en otra dimensión, solo en ciertos manuales y ni siquiera mucho. Un cálculo simple: la distancia entre ahora y 1972 es la misma que había entre aquel momento y 1922. Para cualquier joven actual estos hechos están tan lejos como estaban entonces, para mí, el fin de la Primera Guerra Mundial, la prohibición del Ulysses de James Joyce, las grandes colonias inglesas y francesas en Asia y África, el cine mudo, los inicios de la radio, el primer voto femenino —en Holanda—, la fundación de la Unión Soviética, la llegada al poder de Benito Mussolini, un mundo sin penicilina.
Es lo raro de la Historia. Hay hechos que nos son ajenos a todos: no queda, por supuesto, vivo nadie que haya peleado en Trafalgar. Pero hay una zona ambigua, donde las generaciones conviven sin mezclarse, se reparten en capas: lo que para algunos es su vida para otros es, si acaso, una nota al pie de un libro que nunca leyeron. ¿Cuántos españoles recuerdan como un recuerdo propio la muerte de Luis Carrero Blanco, digamos, o la de Salvador Puig Antich? ¿Cuántos tienen que reconocer que aquello que les parecía tan decisivo sea, para la gran mayoría, un borrón mal contado? ¿Cuántos pueden, entonces, entender que es una buena idea poner los hechos presentes en un contexto histórico, tomar con pinzas la importancia de “la actualidad”, pensarla en esos términos? ¿Quienes quieren preguntarse qué eventos que marcaron sus vidas serán, pronto, la sombra de una sombra? ¿Cuál es, en cada momento, la historia de un país, si un país está hecho de todas esas capas?
Y, al mismo tiempo, ¿qué pasa cuando la propia vida se transforma en Historia? ¿Qué hacemos, nosotros los vetustos, con esas experiencias que se van deshaciendo? ¿Qué deberíamos hacer? Supongo que nada —o nada más que contarnos batallitas con un vaso de vino— pero es, de algún modo, una pérdida triste: otra especie, entre tantas, que se extingue sin ruido. Es, supongo, lo que hacen las especies.






Y ahora, las viñetas...





















sábado, 27 de agosto de 2022

De lo que cabe esperar de la política

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de lo que cabe esperar de la política, pues como dice en ella el filósofo Bernat Castany, no deberíamos exigirle más de lo que nos puede dar: menos seguridad e intransigencia, y más diálogo y más pactos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt





Pequeñas grandes esperanzas
BERNAT CASTANY PRADO
22 AGO 2022 - El País

En matemáticas, uno más uno son dos. En la realidad, un león y un cordero no dan dos animales. O al menos no por mucho tiempo. El conocimiento no es un país homogéneo, sino una confederación de regiones con costumbres y leyes diferentes. Las verdades de la ciencia aspiran a la univocidad; las de la poesía se basan en la polisemia; las de la filosofía avanzan hacia atrás como los árbitros; y las de la política son pragmáticas e incompletas. Ninguna de estas formas de conocimiento es superior a las demás, sino que todas ellas sirven, a su manera, al deseo de comprender y potenciar la vida.
El equilibrio entre las diferentes regiones cognoscitivas no siempre es fácil. A veces se producen choques entre ellas. Tras ser elegido alcalde de Chitry, Jules Renard dijo: “Como alcalde, soy responsable del mantenimiento de las carreteras rurales; como poeta, prefiriría que las descuidaran”. Otras veces, alguna de las regiones intenta colonizar a las demás con su lógica particular. Pero, por mucho que un economista sepa de economía, nunca estará más capacitado que otro ciudadano para tomar decisiones políticas. Al menos no en tanto que economista. Ni un médico para tomar decisiones morales. Ni un filósofo para diseñar la república ideal. Ni un poeta para expresar la voluntad del pueblo.
El problema es que, en las últimas décadas, la política ha tendido a disfrazar sus decisiones, legítimamente pragmáticas e incompletas, bajo el manto de la ciencia de la economía (o de una versión ideológica de la economía que ha permitido que la mano invisible del mercado nos dé una bofetada nunca vista). Todo lo cual nos ha acostumbrado a esperar de la política una seguridad y una pureza que esta no puede dar, pues el suyo es el ámbito de la ambigüedad, el diálogo y la concesión.
No es cierto, pues, que todos los políticos sean mentirosos o cínicos (aunque algunos lo sean, como algunos ciudadanos lo son), sino que nos hemos acostumbrado a juzgarlos con unos criterios inadecuados. Pues ceder, conceder o pactar, no es cinismo, sino democracia. Mientras tanto, la decepción que nos provocan las grandes esperanzas que nos hemos acostumbrado a depositar en la política (a la que paradójicamente minusvaloramos porque la sobrevaloramos) agravan la desafección política y la sensación de crisis moral. Como diría Borges: “A la desaforada esperanza sucedió, como es natural, una depresión excesiva”. No deberíamos exigirle a la política nada más, ni nada menos, de lo que esta nos puede dar. Esto es: menos seguridad e intransigencia, y más diálogo y más pactos. Son pequeñas grandes esperanzas.





Y ahora, las viñetas...















 





 





viernes, 26 de agosto de 2022

De la imagen del hombre público

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Retomo el blog dos años justos después de su abandono, pero con una perspectiva mucho más sencilla: la de subir hasta él, diariamente, en la medida de lo posible, aquellas lecturas de prensa que me hayan impresionado especialmente por el interés de su contenido. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la imagen del hombre público y las corbatas. La corbata morirá —o no— sola, dice en ella el escritor Ignacio Peyró, quizá convertida, para algunos, en un signo de esnobismo autosatisfecho, pero otros, la seguiremos llevando cuando toque, contentos de no transigir con la vejación de los grandes de este mundo al jugar a ser cercanos cuando sabemos que no lo son. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt






Sombreros de Kennedy, corbatas de Sánchez
IGNACIO PEYRÓ
19 AGO 2022 - El País

De la pelambrera romántica a la gomina joseantoniana y del bigote facha a las barbas progres de la Transición, no ha sido inhabitual lucir la ideología como quien lleva un sombrero. Galdós nos habla incluso de aquellos elegantones madrileños que —en tiempos de la Restauración— se perfilaban patillas y bigotes para emular a los Sagasta y a los Cánovas. Y en nuestro propio tiempo hemos visto todo lo que va de la pana fatigada del felipismo a las corbatas rosas del primer Gobierno Aznar o el guardarropa del Alcampo de Podemos. Hubo un alcalde heavy del PP que, justamente, se hizo famoso por ser heavy y del PP, pero —ya lo lamento— algo tiene la militancia que lleva a la uniformidad: el cuadro ideal de Ciudadanos parece siempre venir de pedir un crédito para su start-up, igual que el de Vox —pulseras y pecho español al descubierto— tiene aire de venir de una capea.
Nuestro tiempo ha elevado estas observaciones costumbristas a la altura del análisis semiótico, pero semiotas hay ya en todos los bandos, ante todo en la cantera de la asesoría política, y cada día hay que elegir el tuit y el vestuario. Pensemos en el vértigo existencial del diputado medio de la CUP por la mañana ante su armario: ¿qué camiseta con mensaje elijo hoy? Vestirse debe de ser un trámite angustioso cuando de nuestra ropa dependen cuestiones de tanta trascendencia como, qué sé yo, la soberanía alimentaria o la prosperidad del Kurdistán. Llegamos siempre a lo mismo: ninguno discreparemos de que lo importante va por dentro, pero es signo de la época sentirse empoderado al lucir nuestra propia santidad —tantas veces conformidad— ideológica por fuera. En el Madrid político, que todavía tiene tanto del Miau de Galdós, debe de ser cosa notable observar cuántos, tras el anuncio de Pedro Sánchez, han consignado la colección de corbatas al trastero. Está por ver que la electricidad y Sánchez no terminen con la corbata, como terminaron con los sombreros a medias entre Kennedy y los coches.
En algo han tenido razón los semiotas: la Venus de Milo no es un trozo de mármol ni la corbata es solo una tira de seda. Permitía trazar distinciones entre un sábado de boda y un domingo de resaca. Alimentaba ritos de paso, de la escena padre-hijo en el espejo del baño a una cierta rebeldía adolescente. Alimentaba la autoestima laboral del que había llegado a —palabra de otro tiempo— chupatintas. Alimentaba también las lealtades: leo que hasta la asociación de productores de huevos de Yorkshire tenía su propia corbata, con estampado de gallinas ponedoras. En política ha servido para todo: Clinton alababa las corbatas de sus invitados para romper el hielo conversacional; Cossiga las regalaba como una manera de expander el Made in Italy. Hubo incluso estudios sobre la orientación del voto parlamentario según los diputados lucieran lunares más pequeños —rasgo conservador— o más audaces y lustrosos. Ahí la corbata actuaba como signo civilizador: permitía mostrar un rasgo de individualidad en un espacio mutuamente aceptable, tan escaso que nunca se impondría o avasallaría la individualidad de los demás. Había algo sabio en la corbata, sí: la comprensión de que la vida en sociedad no es el gran teatro para la expresión de nuestro yo, sino el lugar donde cada uno se vincula y se obliga a los demás según convenciones forjadas por consenso del tiempo. Todo lo contrario de la camiseta-mensaje.
Quizá Sánchez ignoraba que la corbata permite, a físicos menos normativos que el suyo, la mínima cuota de vanidad que cualquiera necesita. El ascenso de las temperaturas o la crisis energética son asuntos de una trascendencia que —esperemos— vaya más allá de ese postureo ético y del exhibicionismo moral que requiere la autenticidad contemporánea. La corbata morirá —o no— sola, quizá convertida, para algunos, en un signo de esnobismo autosatisfecho frente a la humanidad común. Otros la seguiremos llevando cuando toque, contentos de no transigir con la vejación de los grandes de este mundo —políticos, CEO, tantos jefes— al jugar a descorbatarse y ser igualitarios y cercanos cuando sabemos bien que no lo son. Es llamativo que prestemos atención a las multinacionales que nos dan de comer o de leer pero que no nos estemos resistiendo a la uniformidad de quienes quieren vestirnos: al fin y al cabo, hay mil maneras de llevar corbata y solo una de no llevarla. Pero quizá sea este un debate mal emplazado: como ocurre tantas veces en la vida, uno se siente oprimido con la corbata, cuando tal vez sólo se ha equivocado de camisas.





Y las viñetas de hoy...
















sábado, 6 de agosto de 2022

Pregunta a una persona que se siente ofendida

Hola, buenos días. Retomo el blog para pedir a la persona que lleva días denunciando ante la plataforma Blogger antiguas viñetas de humor publicadas en el mismo que me diga en que le ofenden las publicaciones concretas denunciadas. El humor no debería ofender a nadie. Y si lo hacen, en su caso, mis publicaciones, le agradecería en extremo que me dijera en qué y por qué. Supongo que no tiene usted intención de responderme; lo entiendo, pero le ruego que si no le gustan mis publicaciones entienda que hay otras personas que sí pueden disfrutarlas. 

P.S.: Gracias también a la plataforma Blogger por atender tan rápida y efectivamente mis reclamaciones y restablecer las publicaciones denunciadas en su integridad. Quizá sea momento de volver. Veremos...

HArendt



HArendt


 

martes, 25 de agosto de 2020

[PERSONAL] Despedida y adiós...



Fotografía de HArendt


Vicisitudes personales varias, ninguna grave por fortuna, cierto indisimulable cansancio, y un desencanto profundo sobre la marcha de la "res-publica", me llevan por respeto a los lectores de este blog y a mí mismo, a su abandono. Gracias y adiós. Ha sido un inmenso placer compartir con ustedes esta página que el pasado día 2 de agosto cumplió catorce años de vida y 6271 entradas. Lo dejo abierto para quienes deseen seguir visitándolo, y si lo desean, podemos seguir en contacto en Facebook o Twitter. O quizá por aquí de nuevo, un día... Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos míos. Y hasta siempre.  HArendt





Caricatura de HArendt





Entrada núm. 6271
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 31 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Élites y gentes corrientes



Deberíamos evitar que las élites nos impongan conflictos ilusorios; es la única forma de empujarlas a solucionar los reales, afirma en el A vuelapluma de hoy viernes [Infectarse de odio. El País Semanal, 26/7/2020] el escritor Javier Cercas.

"Yascha Mounk -comienza diciendo Cercas- constataba hace poco en este diario la existencia, en Estados Unidos, de un contraste cada vez más acusado entre una mayoría de gente corriente, que está de acuerdo en lo esencial, y unas élites cada vez más enfrentadas. “¿Infectará el odio mutuo que se tienen las élites a la gente corriente?”, se preguntaba el politólogo. “¿O la tolerancia hacia los demás de la mayoría obligará a las élites a tranquilizarse?”.

La pregunta también es pertinente en otras democracias, empezando por la nuestra. Permítanme que vuelva a hablar de mí, que es lo que más cerca me pilla. Durante gran parte del año vivo en un pueblecito del Ampurdán, en la provincia de Girona; aquí, en todas las elecciones, los vecinos votan por mayoría aplastante candidaturas secesionistas, el alcalde es secesionista (de la CUP) y en la calle abundan los símbolos secesionistas; de modo que, como un servidor no se ha caracterizado por ocultar su escasa simpatía por el secesionismo, cada vez que un periodista se pierde por aquí me pregunta cómo es posible que viva en un sitio como éste un tipo al que la élite político-mediática secesionista sitúa más o menos al nivel de Jack el Destripador. Siempre me veo obligado a defraudarles: la verdad es que mantengo una relación excelente con todos mis vecinos, empezando por el alcalde. Mi caso no es excepcional. Semanas atrás aludía Javier Marías a su experiencia de confinamiento en una localidad catalana y nacionalista, entre cuyos habitantes tampoco había encontrado él, conspicuo detractor del secesionismo y para colmo madrileño, más que “amabilidad, buena educación y cordialidad”. Líbreme Dios de incurrir en el cliché más tóxico del nacionalpopulismo, según el cual las élites son malvadas y corruptas, y el pueblo, puro y bondadoso; lo único que digo es que, a pesar de la división que el procés ha instaurado en la sociedad catalana, en Cataluña la convivencia civilizada es lo habitual. La razón es que, aquí como en todas partes, la gente corriente bastante tiene con tratar de salir adelante, para lo cual es indispensable un mínimo de concordia; las élites, en cambio, prosperan a menudo en la discordia. Sólo esa prosperidad letal explica que, mientras España se hundía en la crisis económica más profunda desde la Guerra Civil, conspicuos representantes de nuestras élites políticas se enzarzasen en agrias discusiones parlamentarias sobre si no sé quién era condesa o marquesa y no sé quién era hijo de un terrorista. Hay quien piensa que “cuanta más sangre retórica corra por el salón de plenos (del Congreso), menos peligro habrá de que riegue las calles”; ingenioso, pero falso: si fuera cierto, no hubiera estallado la Guerra Civil, ni tantas otras calamidades precedidas por debates parlamentarios de pirómanos. Sea como sea, ignoro si los protagonistas del estúpido rifirrafe que acabo de evocar sabían que la discusión sobre su linaje nos importa un rábano a todos (y mucho más cuando tanta gente está muriendo), pero lo que no podían ignorar es que serviría para enconar la vida pública y monopolizar las portadas de los medios de comunicación; estos, por su parte, también sabían que iban a gozar de una audiencia más nutrida si reproducían en sus portadas aquella reyerta de chulos que si la ignoraban o minimizaban. Así inyectan o intentan inyectar las élites político-mediáticas el odio y la discordia en la sociedad; por eso lo hacen: porque les sale a cuenta. Por eso y, claro está, porque pueden: porque, como ocurrió en el otoño catalán de 2017 —cuando un puñado de irresponsables prendió un incendio cuyas brasas tardarán mucho tiempo en apagarse—, nosotros les permitimos hacerlo.

No deberíamos permitírselo. Quiero decir que deberíamos evitar que esas élites nos impongan conflictos ilusorios, porque es la única forma de empujarlas a solucionar los reales. Esas élites son nuestro reflejo, de acuerdo; las necesitamos y las votamos, sí; pero no hay que tolerar que confundan sus intereses particulares con los generales, sobre todo no hay que aceptar que nos infecten con su odio. Aunque sólo sea porque el odio destruye mucho antes a quien odia que al odiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog.  








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







HArendt




Entrada núm. 6270
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