viernes, 20 de abril de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy viernes, 20 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo, que no soy humorista, me quedo con la primera acepción, así que en la medida de lo posible iré subiendo al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos" (G.W.F. Hegel)

jueves, 19 de abril de 2018

[A VUELAPLUMA] Sobre el ejercicio de la política como un vicio solitario





La publicación a finales del pasado año por la editorial Galaxia Gutenberg de Las cosas como son. Diarios de un político socialista (1980-1994), de Carlos Solchaga, da ocasión al profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y Visiting Senior Fellow en el IDEAS Centre de la London School of Economics, para realizar una interesante reseña en Revista de Libros de la publicación de Solchaga que merece la pena subir al blog.

Disponemos ya, comienza diciendo Juan Francisco Fuentes, de un buen número de memorias y diarios de la transición democrática y de los gobiernos socialistas presididos por Felipe González entre 1982 y 1996. A esta etapa corresponden, al menos en parte, las memorias de Alfonso Guerra, Joaquín Almunia, Fernando Morán, Julio Feo, Pablo Castellano, Pedro Solbes y Jorge Semprún, que escribió una amarga crónica de sus tres años como ministro de Cultura entre 1988 y 1991 (Federico Sánchez se despide de ustedes, 1993). Por su parte, José Bono recogió en el primer volumen de sus diarios (Les voy a contar), que arrancan en 1992, sus impresiones a vuelapluma sobre el final del felipismo y el tránsito al posfelipismo, en un proceso convulso y seguramente mal resuelto, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. María Antonia Iglesias es autora, además, de una voluminosa obra, titulada La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas (2003), compuesta de entrevistas a los principales dirigentes del socialismo español, incluido Felipe González, cuyo testimonio en este libro es lo más parecido que nos quedará seguramente a unas memorias del principal protagonista de aquellos años.

Los diarios que acaba de publicar Carlos Solchaga, ministro de Industria entre 1982 y 1985, y de Economía y Hacienda entre 1985 y 1993, coinciden con los testimonios de Semprún y Almunia en ofrecer una imagen descarnada de la situación interna del PSOE en una etapa marcada por las disputas entre Alfonso Guerra y sus adversarios en el partido y en el gobierno. Si los métodos de Guerra gozaron durante años del apoyo de un nutrido grupo de incondicionales –«guerrismo es», dijo uno de ellos, «ganar las elecciones por mayoría absoluta»–, sus oponentes, conocidos en su momento como «renovadores», actuaron a menudo en orden disperso, sin la eficacia y la disciplina que caracterizaron al aparato guerrista en sus buenos tiempos. Esa dificultad de los adversarios de Guerra para formar un grupo tan cohesionado como el suyo se pone claramente de manifiesto en estos diarios, en los que afloran también, aquí y allá, las desavenencias que el autor mantuvo con potenciales aliados suyos en la lucha contra el guerrismo. De ahí que la liquidación del viejo aparato guerrista sin una alternativa sólida capaz de tomar el relevo produjera en la militancia una sensación de vacío de poder y desgobierno, agudizada cuando, en 1997, Felipe González anunció su renuncia a la dirección del partido.

A Carlos Solchaga no podrá reprochársele, desde luego, que esté poseído por un espíritu gregario o por una tendencia a capitanear grupos y banderías. Sólo el apoyo de González, su único pero poderoso valedor, explica su larga presencia en los gobiernos socialistas pese a sus malas relaciones con la dirección del PSOE y, sobre todo, de la UGT, que lo convirtió en su bestia negra. El título elegido, Las cosas como son, refleja esa fama de hombre soberbio que le crearon sus enemigos y con la que él se sintió siempre cómodo. Nada tiene de particular que el autor de unos diarios, memorias o autobiografía defienda a capa y espada su versión del pedazo de historia que le tocó vivir y, en parte, protagonizar. Para eso se escriben estos libros. Pero el título, en lo que tiene de declaración de intenciones, parece ir más allá de los códigos establecidos por el género y advertir al lector sobre el grado de autocrítica que puede esperar de estas páginas. El autor no es alguien dispuesto, por decirlo suavemente, a negociar «su verdad».

La extensa introducción que precede a estos diarios sirve para contextualizar esos catorce años de anotaciones cotidianas, que se inician en abril de 1980, cuando la renuncia de un diputado socialista por Álava convirtió a Solchaga en diputado de las Cortes elegidas en 1979, y terminan en junio de 1994, tras abandonar su escaño, meses después de salir del gobierno, al verse afectado indirectamente por alguno de los casos de corrupción que salieron a la luz pública en la agonía del felipismo. A lo largo de esos catorce años se sucedieron cuatro elecciones generales, tres presidentes del gobierno, un golpe de Estado, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, el referéndum de la OTAN, varias huelgas generales –una de ellas, la del 14-D, de gran impacto–, los fastos del año 1992 y, fuera de España, la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética y de la Guerra Fría. Carlos Solchaga fue, sin duda, testigo cualificado de esa trascendental etapa histórica. Es interesante observar, sin embargo, cómo en sus diarios los problemas más inmediatos prevalecen sobre los cambios de más largo aliento, eclipsados por la vorágine diaria de la lucha política y de la acción de gobierno, como «esas batallas» con Guerra y los suyos a las que él mismo alude en la introducción y a las que dedica tal vez las páginas más jugosas del libro.

La importancia de esta cuestión obliga a interrogarse sobre la razón última del antagonismo feroz, permanente, casi cósmico, que mantuvieron Alfonso Guerra y sus oponentes en el PSOE. Hay una explicación genérica que remite a la naturaleza autodestructiva de los partidos y a la tendencia al canibalismo político que se atribuye a sus miembros. «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!», exclamó Pío Cabanillas en cierta ocasión para expresar la desazón que le producía la compañía de los suyos en un partido (UCD) que fue paradigma, y finalmente víctima, de ese síndrome cainita. El PSOE no ha llegado a esos extremos, pero en su larga historia ha dejado también momentos memorables de divisiones internas y enfrentamientos personales que habrían de tener graves consecuencias. El que protagonizaron Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto condujo, según la exagerada opinión de Salvador de Madariaga, nada menos que a la Guerra Civil. Cabe preguntarse en qué medida la lucha entre caballeristas y prietistas sirve como precedente para entender lo ocurrido en los años ochenta y noventa, según un elemental paralelismo que convertiría al guerrismo en ala izquierda del partido, una especie de caballerismo redivivo, y a Solchaga y su entorno en la encarnación de aquel socialismo liberal representado en su día por Prieto. La analogía es tentadora, pero tiene una utilidad muy limitada, y acaso engañosa, para entender el enfrentamiento Guerra-Solchaga, verdadero choque de egos en el que la posición ideológica de cada cual tuvo una importancia secundaria. No parece, en efecto, que el eje derecha/izquierda aclare mucho las cosas. El papel que Guerra desempeñó en el referéndum de la OTAN y en el conflicto con la UGT o sus excelentes relaciones con la Corona –al contrario que Solchaga– obligan a relativizar su imagen como guardián de las esencias del socialismo español. La polarización política del PSOE en los años del felipismo se entiende mejor a partir de un eje populismo/elitismo (o tecnocracia, si se prefiere) que explicaría, por ejemplo, la «grave disputa» que, en palabras del autor, se produjo entre ellos en un consejo de ministros celebrado en junio de 1983, apenas seis meses después de la victoria socialista, a cuenta de una compra de acciones de CAMPSA por el Estado: «Su ignorancia es de tal magnitud ‒afirma al consignar en su diario aquel encontronazo con Alfonso Guerra‒ que no tengo paciencia para entrar en mayores explicaciones». «Tanto su pose de intelectual como su populismo de izquierdas», dirá cinco años después, tras la incorporación de Semprún al ejecutivo, «no le duran a Semprún ni un asalto». Guerra, por su parte, utilizó las conexiones de Miguel Boyer y Carlos Solchaga con una cierta elite financiera, conocida como beautiful people, para desacreditarles ante la opinión pública y la militancia socialista.

En diciembre de 1982, recién formado el primer gobierno de Felipe González, Solchaga se hace eco ya de las andanzas de ese grupo de amigos de Claudio Boada «a los que de manera más bien desafortunada la prensa llama “beautiful people”». La frase, que figura entre paréntesis, podría haber sido incorporada al original mucho después, tal vez al preparar la edición del libro, como un inciso destinado a poner al lector en antecedentes de un fenómeno llamado a tener enorme trascendencia. Ocurre que, según los archivos digitales de ABC y La Vanguardia, la expresión no empezó a ser utilizada con ese sentido hasta cuatro o cinco años después, por lo que parece poco probable que, ya en diciembre de 1982, Solchaga la recogiera en su diario. Hay otras frases o expresiones manifiestamente anacrónicas: en abril de 1983, octubre de 1984 y febrero de 1986 alude al «PP», entonces AP (Alianza Popular), cuyo cambio de nombre no se produjo hasta 1989, y en octubre de 1988 se refiere a Erich Honecker como «último presidente de la República Democrática de Alemania». Naturalmente, en aquel momento era imposible saber que el fin de la RDA convertiría a Honecker en el último (en realidad, penúltimo) presidente de su historia. Más allá de estos casos fácilmente detectables, resulta aventurado determinar hasta dónde llegan los posibles retoques introducidos a posteriori en el manuscrito original y hasta qué punto afectan a cuestiones sustanciales del texto, como ciertas apreciaciones tempranas sobre cosas (la corrupción, por ejemplo) y personas (como Ricardo García Damborenea) que darían mucho que hablar.

Aunque se trata de un testimonio de carácter político, con escasas referencias a la vida personal, el autor esboza en él un autorretrato probablemente bastante fiel al original. Hombre inteligente y culto, con tendencia a la misantropía, representa a una generación de servidores públicos con una preparación, unas inquietudes y unas lecturas que hoy en día serían inimaginables en la mayoría de los políticos en el poder o en la oposición. De la variedad y enjundia de sus aficiones literarias sirve de muestra la lista de los autores que amenizaron sus vacaciones en 1982: Canetti, Döblin, Torrente Ballester, Sciascia, Le Carré, Asimov y Galdós. Si estas lecturas veraniegas dan la medida de su bagaje cultural, se entiende que la visita del ministro de Economía alemán, Otto Lambsdorff, en marzo de 1984, le llevara a hacerse esta acuciante pregunta: ¿sería este Lambsdorff descendiente del conde del mismo nombre que fue ministro de Asuntos Exteriores de la Rusia zarista antes de la Primera Guerra Mundial? La cuestión de sus lecturas y saberes es menos tangencial de lo que puede parecer si recordamos lo que afirmó en su día Leopoldo Calvo-Sotelo, personaje también de vasta cultura y larga experiencia política: «El político no tiene que leer». La diferencia entre Solchaga y Calvo-Sotelo es que, frente a la limitada vocación política de este último, la del exministro socialista fue clara y rotunda, y le llevó a postularse para más altos empeños a medida que el escalafón gubernamental fue despejándose de adversarios o competidores. Así, cuando dimitió Guerra en 1991, acarició la idea de ocupar su lugar y cuando, un año después, murió Francisco Fernández Ordóñez, se ofreció para la cartera de Asuntos Exteriores. En este caso, su «falta evidente de entusiasmo monárquico», como él mismo reconoce, habría frustrado su nombramiento para un puesto que, según Felipe González, requería una estrecha colaboración con la Casa Real.

Por una cosa o por otra, siempre se encontró algún obstáculo, alguna fatalidad o algún rival inesperado que le impidieron alcanzar el protagonismo que creía merecer. Fue algo más que una secreta fantasía personal: en junio de 1992 recoge en su diario el rumor de que figura, junto a Narcís Serra y Javier Solana, en una hipotética terna de aspirantes a la sucesión de Felipe González. El ocaso del guerrismo, que, según Solchaga, «perdió prácticamente todo su poder entre 1994 y 1995», aumentó sus posibilidades de tener un papel determinante en el posfelipismo. Pero la falta de apoyos en el partido, y el relevo generacional que se produjo tras los intentos fallidos de Borrell y Almunia, lo dejaron sin opciones reales de continuar en el primer plano de la política española. Fue un digno exponente de una etapa histórica en la que abundaron políticos altamente cualificados que en pocos años pasaron, como Solchaga, de la extrema izquierda, en su caso del trotskismo, a una socialdemocracia bastante tibia. En él se da, sin embargo, una circunstancia singular: una vocación de corredor de fondo, de llanero solitario, que casa mal con su ambición política, forzosamente supeditada al aparato de su partido. Entre los cuadros y dirigentes socialistas nunca disfrutó de grandes simpatías y, llegado el momento, González tampoco le vio las hechuras necesarias para sucederle al frente de un PSOE que debía prepararse para una larga travesía del desierto. Tenía más condiciones para presidente del gobierno que para líder carismático. En todo caso, sus diarios serán a partir de ahora un testimonio insoslayable para conocer aquellos años de vino y rosas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 18 de abril de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "El inquisidor", de Francisco Ayala





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El inquisidor, de Francisco Ayala (1906-2009), escritor español que destacó en su faceta de narrador —cultivando tanto el relato corto como la novela— y de ensayista. Fue, además, un notable traductor. Su trayectoria literaria comienza a con los relatos de prosa vanguardista de El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930). Tras marchar al exilio a consecuencia de la Guerra Civil comienza una nueva etapa en Argentina con su colección de relatos Los usurpadores (1949), cuyo tema es el poder ambientado en la Historia. Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962) abordan las dictaduras. El jardín de las delicias (1971), de tono autobiográfico, culmina con un estilo lírico. Jurista, profesor de Literatura, sociólogo y ensayista, fue elegido miembro de la Real Academia Española de la lengua en 1983. En 1988 obtuvo el Premio Nacional de las Letras Españolas; en 1991 fue galardonado con el Premio Cervantes​ y en 1998 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Les dejo con su relato.



EL INQUISIDOR

de 
Francisco Ayala


¡Qué regocijo! ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.

Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.

Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posteriori con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.

Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a la Corte, estuvo en Roma y, antes de pasados ocho años, ya su sabiduría, su prudencia, su esfuerzo incansable, le proporcionaron por fin la mitra de la diócesis desde cuya sede episcopal serviría a Dios hasta la muerte. Lleno estaba de escabrosísimos pasos -más, tal vez, de lo imaginable- el camino elegido; pero no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera llegó a vacilar por un instante. El relato actual corresponde a uno de esos momentos de prueba. Vamos a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí lo tenemos, trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un bocado apenas, sin levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el cubierto a la punta de la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea. A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora la blanca hogaza de cuyo canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato, restos en otro de carne fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin abrir… Como era tarde, el señor obispo había despedido al paje, al secretario, a todos, y se había servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así; muchas noches solía quedarse hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente hubiera podido soportar la presencia de nadie; necesitaba concentrarse, sin que nadie lo perturbara, en el estudio del proceso. Mañana mismo se reunía bajo su presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados, abajo, aguardaban justicia, y no era él hombre capaz de rehuir o postergar el cumplimiento de sus deberes, ni de entregar el propio juicio a pareceres ajenos: siempre, siempre, había examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de cada expediente, había compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta formarse una firme convicción y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella. Ahora, en este caso, todo lo tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente ordenado y relatado ante sus ojos, folio tras folio, desde el comienzo mismo, con la denuncia sobre el converso Antonio Maria Lucero, hasta los borradores para la sentencia que mañana debía dictarse contra el grupo entero de judaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la detención de Lucero, sorprendido en el sueño y hecho preso en medio del consternado revuelo de su casa; las palabras que había dejado escapar en el azoramiento de la situación -palabras, por cierto, de significado bastante ambiguo- ahí constaban. Y luego, las sucesivas declaraciones, a lo largo de varios meses de interrogatorios, entrecortada alguna de ellas por los ayes y gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo anotado y transcrito con escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento, en las diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había negado con obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban retorciendo los miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre imploraciones, entre lamentos; negaba siempre. Mas -otro, acaso, no lo habría notado; a él ¿cómo podía escapársele?- se daba buena cuenta el obispo de que esas invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo, entre tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se mostraba en circunstancias más tranquilas…

Al repasar ahora las declaraciones obtenidas mediante el tormento -diligencia ésta que, en su día, por muchas razones, se creyó obligado a presenciar el propio obispo- acudió a su memoria con desagrado la mirada que Antonio María, colgado por los tobillos, con la cabeza a ras del suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía él lo que significaba aquella mirada: contenía una alusión al pasado, quería remitirse a los tiempos en que ambos, el procesado sometido a tortura y su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal, eran aún judíos; recordarle aquella ocasión ya lejana en que el orfebre, entonces un mozo delgado, sonriente, se había acercado respetuosamente a su rabino pretendiendo la mano de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en vida, y el rabino, después de pensarlo, no había hallado nada en contra de ese matrimonio, y había celebrado él mismo las bodas de Lucero con su cuñada Sara. Sí, eso pretendían recordarle aquellos ojos que brillaban a ras del suelo, en la oscuridad del sótano, obligándole a hurtar los suyos; esperaban ayuda de una vieja amistad y un parentesco en nada relacionados con el asunto de autos. Equivalía, pues, esa mirada a un guiño indecente, de complicidad, a un intento de soborno; y lo único que conseguía era proporcionar una nueva evidencia en su contra, pues ¿no se proponía acaso hablar y conmover en el prelado que tan penosamente se desvelaba por la pureza de la fe al judío pretérito de que tanto uno como otro habían ambos abjurado?

Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó ahora el obispo- cuál podía ser su lado flaco, y no dejaban de tantear, con sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No había intentado, ya al comienzo -y ¡qué mejor prueba de su mala conciencia! ¡qué confesión más explícita de que no confiaban en la piadosa justicia de la Iglesia!-, no habían intentado blandearlo por la mediación de Marta, su hijita, una criatura inocente, puesta así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo suscitaba en él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lo más respetable: el candor de los pocos años. Disculpada por ellos, Marta había comparecido a interceder ante su padre en favor del Antonio María Lucero, recién preso entonces por sospechas. Ningún trabajo costó establecer que lo había hecho a requerimientos de su amiga de infancia y -torció su señoría el gesto- prima carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita Lucero, aleccionada a su vez, sin duda, por los parientes judíos del padre, el converso Lucero, ahora sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras quizás aprendidas, había suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica; pues, ¿no son, acaso, palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí?

En alto la pluma, y perdidos los ojos miopes en la penumbrosa pared de la sala, el prelado dejó escapar un suspiro de la caja de su pecho: no conseguía ceñirse a la tarea; no podía evitar que la imaginación se le huyera hacia aquella su hija única, su orgullo y su esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa, que ahora, en su alcoba, olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del sueño, descansaba, mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la noche. Era -se decía el obispo- el vástago postrero de aquella vieja estirpe a cuyo dignísimo nombre debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico de Cristo, y cuyos últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada la hora, y casada -si es que alguna vez había de casarse- con un cristiano viejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada, laboriosa y alegre, una prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de esta anhelada perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido por el afán de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla, libre de acechanzas, aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su pureza de alma en provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta, no menos que si la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus plantas, veía a la niña decirle: «Padre: el pobre Antonio María no es culpable de nada; yo, padre -¡ella! ¡la inocente!-, yo, padre, sé muy bien que él es bueno. ¡Sálvalol» Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente, salvar a los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por la muñeca, averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la intriga, urdida toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica Lucero; y todos los parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la escena que, como un golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la conciencia del dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero está dicho que si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti. El obispo mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino más bien por cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden, retirándose él mismo a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su hija que comparece a presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano, le implora a favor de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco, que, pese a toda su diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en cuanto a la educación de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de imprudencia.

Resolvió entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que del buen juicio.

El obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija … » Y le contó la escena sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas, señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría… ¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción- prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito, indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar, pensó: ¡bruto!) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo, sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales, paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería, habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que, desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma, dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su Pastor?

-Y, sin embargo, si el Mesías había venido y se había hecho hombre y había fundado la Iglesia con el sacrificio de su sangre divina ¿cómo podía consentirse que perdurara y creciera en tal modo la corrupción, como si ese sacrificio hubiera sido inútil?

Por lo pronto, resolvió el obispo separar al Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No era con maestros así como podía dársele a una criatura tierna el temple requerido para una fe militante, asediada y despierta; y, tal cual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el de hoy, se sentía molesto, recordando la mirada límpida que en la ocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones, no había mostrado ni desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había resultado increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor había mirado al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás, irónico, acatando sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas cumplidas durante tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del Prelado. La misma conformidad asombrosa con que había recibido la notificación, confirmó a éste en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera gustado poder revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones, discutir, alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía del ardor indispensable para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las propias lágrimas que derramó la niña al saberlo fueron testimonio de suaves afectos humanos en su alma, pero no de esa sólida formación religiosa que implica mayor desprendimiento del mundo cotidiano y perecedero.

Este episodio había sido para el obispo una advertencia inestimable. Reorganizó el régimen de su casa en modo tal que la hija entrara en la adolescencia, cuyos umbrales ya pisaba, con paso propio; y siguió adelante el proceso contra su concuñado Lucero sin dejarse convencer de ninguna consideración humana. Las sucesivas indagaciones descubrieron a otros complicados, se extendió a ellos el procedimiento, y cada nuevo paso mostraba cuánta y cuán honda era la corrupción cuyo hedor se declaró primero en la persona del Antonio María. El proceso había ido creciendo hasta adquirir proporciones descomunales; ahí se veían ahora, amontonados sobre la mesa, los legajos que lo integraban; el señor obispo tenía ante sí, desglosadas, las piezas principales: las repasaba, recapitulaba los trámites más importantes, y una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que debía abocarse mañana el tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la sentencia contra los procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda severidad, no era lo más penoso; el delito de los judaizantes había quedado establecido, discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos, procesados y jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo faltaba perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido contactos, conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo después de abandonar el servicio del prelado, sino ya desde antes. El prelado mismo, por su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al referirle él, en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío, Lucero, había concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la niña. Tal actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones, adquiría un nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no hubiera podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una investigación a fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era testigo de cuánto le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto parecía tener una especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se extendía y amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo hubiera pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios que tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia; aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de rechazo a su propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria -y habían pasado tres años, durante los cuales creció la niña a mujer-, nunca más había vuelto Marta a hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como él creía, abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había preguntado, no había pedido -que él supiera- ninguna explicación. Y, por eso mismo tampoco el obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a prohibirle que siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien -para lamentar ahora su debilidad de entonces- seguir una táctica de entorpecimiento, pues que no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin, el mal estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y generosa criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su confesor, su maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de doctrina? -lo que, de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que había sido su educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado preceptor de su hija… Los pecados de los padres… -pensó, enjugándose la frente.

Una oleada de ternura compasiva hacia la niña que había crecido sin madre, sola en la casa silenciosa, aislada de la vulgar chiquillería, y bajo una autoridad demasiado imponente, inundó el pecho del dignatario. Echó a un lado los papeles, puso la pluma en la escribanía, se levantó rechazando el sillón hacia atrás, rodeó la mesa y, con andar callado, salió del despacho, atravesó, una tras otra, dos piezas más, casi a tientas, y, en fin, entreabrió con suave ademán la puerta de la alcoba donde Marta dormía. Allí, en el fondo, acompasada, lenta, se, oía su respiración. Dormida, a la luz de la mariposa de aceite, parecía, no una adolescente, sino mujer muy hecha; su mano, sobre la garganta, subía y bajaba con la respiración. Todo estaba quieto, en silencio; y ella, ahí, en la penumbra, dormía. La contempló el obispo un buen rato; luego, con andares suaves, se retiró de nuevo hacia el despacho y se acomodó ante la mesa de trabajo para cumplir, muy a pesar suyo, lo que su conciencia le mandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando, casi al rayar el alba, se quedó, sin poderlo evitar, un poco traspuesto, sus perplejidades, su lucha interna, la violencia que hubo de hacerse, infundió en su sueño sombras turbadoras. Al entrar Marta al despacho, como solía, por la mañana temprano, la cabeza amarillenta, de pelo entrecano, que descansaba pesadamente sobre los tendidos brazos, se irguió con precipitación; espantados tras de las gafas, se abrieron los ojos miopes. Y ya la muchacha, que había querido retroceder, quedó clavada en su sitio.

Pero también el prelado se sentía confuso; quitóse las gafas y frotó los vidrios con su manga, mientras entornaba los párpados. Tenía muy presente, vívido en el recuerdo, lo que acababa de soñar: había soñado -y, precisamente, con Marta- extravagancias que lo desconcertaban y le producían un oscuro malestar. En sueños, se había visto encaramado al alminar de una mezquita, desde donde recitaba una letanía repetida, profusa, entonada y sutilmente burlesca, cuyo sentido a él mismo se le escapaba. (¿En qué relación podría hallarse este sueño -pensaba- con la celebrada historieta de su pariente, el falso muecín? ¿Era él, acaso, también algún falso muecín?) Gritaba y gritaba y seguía gritando las frases de su absurda letanía. Pero, de pronto, desde el pie de la torre, le llegaba la voz de Marta, muy lejana, tenue, mas perfectamente inteligible, que le decía -y eran palabras bien distintas, aunque remotas-: «Tus méritos, padre -le decía-, han salvado a nuestro pueblo. Tú solo, padre mío, has redimido a toda nuestra estirpe» En este punto había abierto los ojos el durmiente, y ahí estaba Marta, enfrente de la mesa, parada, observándolo con su limpia mirada, rnientras que él, sorprendido, rebullia y se incorporaba en el sillón… Terminó de frotarse los vidrios, recobró su dominio, arregló ante sí los legajos desparramados sobre la mesa, y, pasándose todavía una mano por la frente, interpeló a su hija:

-Ven acá, Marta -le dijo con voz neutra-, ven, dime: si te dijeran que el mérito de un cristiano virtuoso puede revertir sobre sus antepasados y salvarlos, ¿qué dirías tú?

La muchacha lo miró atónita. No era raro, por cierto, que su padre le propusiera cuestiones de doctrina: siempre había vigilado el obispo a su hija en este punto con atención suma. Pero ¿qué ocurrencia repentina era ésta, ahora, al despertarse? Lo miró con recelo; meditó un momento; respondió:

-La oración y las buenas obras pueden, creo, ayudar a las ánimas del purgatorio, señor.

-Sí, sí -arguyó el obispo-, sí, pero… ¿a los condenados?

Ella movió la cabeza:

-¿Cómo saber quién está condenado, padre?

El teólogo había prestado sus cinco sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho; asintió. Le dio licencia, con un signo de la mano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin, salió de la pieza.

Pero el obispo no se quedó tranquilo; a solas ya, no conseguía librarse todavía, mientras repasaba los folios, de un residuo de malestar. Y, al tropezarse de nuevo con la declaración rendida en el tormento por Antonio María Lucero, se le vino de pronto a la memoria otro de los sueños que había tenido poco rato antes, ahí; vencido del cansancio, con la cabeza retrepada tal vez contra el duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en él silencio de la noche, había querido -soñó- bajar hasta la mazmorra donde Lucero esperaba justicia, Para convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se reconciliara con la Iglesia implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se aplicaba a abrir la puerta del sótano, cuando -soñó- le cayeron encima de improviso sayones que, sin decir nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo en vilo hacia el potro del tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin que nadie se lo hubiera dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían tomado por el procesado Lucero, y que se proponían someterlo a nuevo interrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos son a veces los sueños! El se debatía, luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como los de un niño, entre los brazos fornidos de los sayones. Al comienzo había creído que el enojoso error se desharía sin dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero cuando quiso hablar notó que no le hacían caso, ni le escuchaban siquiera, y aquel trato tan sin miramientos le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se sintió ridículo entonces, reducido a la ridiculez extrema, y -lo que es más extraño- culpable. ¿Culpable de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba inevitable sufrir el tormento; y casi estaba resignado. Lo que más insoportable se le hacía era, con todo, que el Antonio María pudiera verlo así, colgado por los pies como una gallina. Pues, de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza para abajo, y Antonio María Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un desconocido; se hacia el distraído y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus protestas. Él, sí; él, el verdadero culpable, perdido y disimulado entre los indistintos oficiales del Santo Tribunal, conocía el engaño; pero fingía, desentendido; miraba con hipócrita indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, ni suplicas rompían su indiferencia hipócrita. No había quien acudiera a su remedio. Y sólo Marta, que, inexplicablemente, aparecía también ahí, le enjugaba de vez en cuando, con solapada habilidad, el sudor de la cara…

El señor obispo se pasó un pañuelo por la frente. Hizo sonar una campanilla de cobre que había sobre la mesa, y pidió un vaso de agua. Esperó un poco a que se lo trajeran, lo bebió de un largo trago ansioso y, en seguida, se puso de nuevo a trabajar con ahínco sobre los papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por un rayo de sol fresco, hasta que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo Oficio.

Dictándole estaba aún su señoría el texto definitivo de las previstas resoluciones -y ya se acercaba la hora del mediodía- cuando, para sorpresa de ambos funcionarios, se abrió la puerta de golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la sala. Entró como un torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con la mirada reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia del subordinado ni más preámbulos, le gritó casi, perentoria:

-¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardó en un silencio tenso.

Los ojos del obispo parpadearon tras de los lentes. Calló un momento; no tuvo la reacción que se hubiera podido esperar, que él mismo hubiera esperado de sí; y el Secretario no creía a sus oídos ni salía de su asombro, al verlo aventurarse después en una titubeante respuesta:

-¿Qué es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor Pérez va a ser.. va a rendir una declaración. Todos deseamos que no haya motivo… Pero -se repuso, ensayando un tono de todavía benévola severidad-, ¿qué significa esto, Marta?

-Lo han preso; está preso. ¿Por qué está preso? -insistió ella, excitada, con la voz temblona-. Quiero saber qué pasa.

Entonces, el obispo vaciló un instante ante lo inaudito; y, tras de dirigir una floja sonrisa de inteligencia al Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se puso a esbozar una confusa explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas formalidades que, sin duda, imponían molestias a veces injustificadas, pero que eran exigibles en atención a la finalidad más alta de mantener una vigilancia estrecha en defensa de la fe y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un largo, farragoso y a ratos inconexo discurso durante el cual era fácil darse cuenta de que las palabras seguían camino distinto al de los pensamientos. Durante él, la mirada relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la sala, se enredó en las molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse, vibrante como una espada, cuando la muchacha, en un tono que desmentía la estudiada moderación dubitativa de las palabras, interrumpió al prelado:

-No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi padre hubiera estado en el puesto de Caifás, tampoco él hubiera reconocido al Mesías.

-¿Qué quieres decir con eso? -chilló, alarmado, el obispo.

-No juzguéis, para que no seáis juzgados.

-¿Qué quieres decir con eso? -repitió, desconcertado.

-Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de Marta era irritada; y, sin embargo, tristísima, abatida, inaudible casi.

-¿Qué quieres decir con eso? -amenazó, colérico.

-Me pregunto -respondió ella lentamente, con los ojos en el suelo- cómo puede estarse seguro de que la segunda venida no se produzca en forma tan secreta como la primera.

Esta vez fue el Secretario quien pronunció unas palabras:

-¿La segunda venida? -murmuró, como para sí; y se puso a menear la cabeza. El obispo, que había palidecido al escuchar la frase de su hija, dirigió al Secretario una mirada inquieta, angustiada. El Secretario seguía meneando la cabeza.

-Calla -ordenó el prelado desde su sitial.

Y ella, crecida, violenta:

-¿Cómo saber –gritó- si entre los que a diario encarceláis, y torturáis, y condenáis, no se encuentra el Hijo de Dios?

-¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse el Secretario. Parecía escandalizado; contemplaba, lleno de expectativa, al obispo.

Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía, lo que estás diciendo?

-Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si quieres, mandarme presa.

-Estás loca; vete.

-¿A mí, porque soy tu hija, no me procesas? Al Mesías en persona lo harías quemar vivo.

El señor obispo inclinó la frente, perlada de sudor; sus labios temblaron en una imploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!», e hizo un signo al Secretario. El Secretario comprendió; no esperaba otra cosa. Extendió un pliego limpio, mojó la pluma en el tintero y, durante un buen rato, sólo se oyó el rasguear sobre el áspero papel, mientras que el prelado, pálido como un muerto, se miraba las uñas.

FIN







Vista parcial de "Auto de fé", por Pedro Berruguete (1445-1503)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4415
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (Hegel)