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sábado, 27 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Seguro qué no pasarán?





¿Seguro que no pasarán?... Me espanta observar cómo el estilo agresivo, faltón, arrogante, despreciativo es el que hoy se celebra, comenta la escritora Elvira Lindo. Cuando se enfrentaron Trump y Clinton en la campaña de 2106, comienza diciendo, hubo un célebre debate en el que se traspasó la peligrosa barrera de la grosería. Trump zascandileaba a espaldas de Hillary cuando ésta tomaba la palabra; en uno de estos paseos payasescos, más propios de su reality show que de un debate político, Trump exclamó, “¡qué señora tan desagradable!”. Disgusting, el adjetivo que empleó, tiene un recorrido amplio, entre aborrecible y repulsiva. Una vez que los resultados de las elecciones mostraron que no sólo no se castigó su zafiedad sino que resultó premiado, deberíamos estar avisados de que de un ambiente descalificatorio y bronco no se sale fácilmente. Dejarse caer por la rampa de la vulgaridad puede resultar tentador, incluso estimulante, pero tiene consecuencias negras para la convivencia de los ciudadanos que luego esperas gobernar. Dice la Unión Europea que teme por la futura estabilidad de España tras unos resultados demasiado ajustados entre los bloques. ¿Somos los españoles ingobernables? No lo creo, dadas las barbaridades que sueltan por su boca los políticos en campaña, yo diría que la mayoría contemplamos la jugada con una deportividad pasmosa, y que los que están absolutamente desmadrados y con ansias de destrozarse son ellos.

Aunque aliviados los votantes por la providencial Semana Santa, que entrega a unos a la fe procesionaria y a otros al sagrado solaz, el móvil nos sigue soltando balas, más que perlas, de lo que por esos mítines de Dios se va gritando. La pregunta que nos asalta a algunos observando el nivel es si, de vuelta a casa, vamos a reunir suficiente ánimo como para enfrentar los debates u optaremos por seguir viviendo en este casi limbo informativo vacacional.

Se viene acusando a la izquierda de hacer uso del pasado a beneficio del presente, con ese poquito de burla que a veces se dedica al dolor de los que no pudieron enterrar a sus muertos. Por eso sorprende que habiendo sostenido con firmeza que Franco y su dictadura deberían desaparecer del debate político, se haga uso con inusitada frecuencia de un lenguaje guerracivilesco. Casado, por ejemplo, que cuando considera que se ha topado con un hallazgo verbal lo repite como sorprendido de su propio ingenio, suele nombrar al “Frente Popular” para referirse al posible Gobierno de coalición liderado por Sánchez. Sin decirlo a las claras, responsabiliza al histórico Frente Popular de liarla parda y advierte del parecido entre una situación y otra. Es desasosegante. De igual manera, al presidente de su partido en Cataluña, Alejandro Fernández, no le tembló la voz cuando aludió al mítico “No pasarán” que animaba al pueblo de Madrid en su defensa de la ciudad sitiada por las tropas de Franco. Mitineaba Fernández recordando aquellos tiempos: “Empezaron a cantar ‘No pasarán’. Y vaya si pasamos. Y volveremos a pasar: esa es la libertad”. Yo me pregunto, ¿fue consciente de lo que decía o se trató de un acto fallido? Porque resulta ilógico andar quejándose del abuso de las palabras fascista o franquista, ciertamente abaratadas en el combate político, y luego recurrir sin pudor a una victoria franquista, glosada por Celia Gámez tras la guerra, para describir un posible futuro triunfo en unas elecciones democráticas: “Ya hemos pasao, decimos los facciosos/ ya hemos pasao, gritamos los rebeldes”. No estaría de más recurrir a ejemplos más democráticos.

Me espanta observar cómo el estilo agresivo, antipático, faltón, arrogante, despreciativo es el que hoy se celebra. ¿Cuánto tiempo hace falta para que esas maneras burlescas y revanchistas se nos contagien? ¿O estamos ya en ello?



El presidente del PP de Cataluña, Alejandro Fernández



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 3 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Prefiere ser comensal, o parte del menú?





Los votos que entran en la urna para generar representación son ciegos a la condición del votante, pero debe tener en cuenta que si decide no acudir a votar y quedarse en su casa, se convertirá en parte del menú y no en comensal de la cita electoral. 

La pelota del 28 de abril está en el aire, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid, Pablo Simón. Por muy pocos votos de diferencia, comienza diciendo, la balanza se puede decantar de un lado o del otro, de la continuidad del Gobierno actual o de una coalición a la andaluza. Cosa especialmente cierta, además, en las provincias de menos de nueve diputados, donde los escaños pueden bailar por márgenes pequeños. De ahí el consenso sobre el papel clave que jugará la participación electoral.

¿Por qué votar? Desde una perspectiva egoísta, el acto encierra una paradoja: parece que difícilmente un solo voto será el decisivo en el resultado último. Sin embargo, si seguimos participando masivamente en los comicios es porque para muchos ciudadanos subyace la idea de que hacerlo es un deber cívico. Es verdad que las investigaciones de Carol Galais y André Blais señalan que la Gran Recesión ha debilitado algo ese sentimiento en España, especialmente entre los jóvenes, pero incluso en lo más crudo de la crisis este compromiso ciudadano siguió siendo crucial.

Al fin y al cabo, no debería olvidarse que votar tiene dos propiedades únicas. Por una parte, se trata de un sistema de influencia totalmente igualitario. Mecanismo muy barato de participación (apenas acercarse unos minutos un día al colegio electoral), cuando los votos entran en la misma urna para generar representación son ciegos a la condición del votante. La papeleta de un rico o un pobre, de un sabio o un necio, todas cuentan lo mismo. La idea radicalmente democrática de que cada ciudadano es soberano identificando lo que más le conviene a él y al país.

Por otra parte, el voto que permite a los ciudadanos elegir privadamente y en libertad, sin coacción, aquella opción política que prefieren. Otras formas de participar como una protesta, una manifestación o una queja con frecuencia implican el coste de mostrarse al público. El voto, por el contrario, es un acto anónimo, lo que protege contra la represalia de los poderosos. No es casualidad que la conquista de este derecho y sus propiedades (universal, libre, igual, directo y secreto), estuviera encabezada por el obrerismo, el feminismo o los grupos raciales de muchos países. Los más vulnerables frente al poder.

La participación electoral fue baja en 2016 ya que el agotamiento de la repetición electoral y la baja competitividad desmovilizó a ciertos votantes. Ahora, el escenario está abierto.

Una polarización importante en la campaña debería moverla al alza, pero es cierto que las encuestas no son congruentes y tan lejos de las elecciones cualquier previsión es osada. Eso sí, solo hay una certeza para los ciudadanos que aún dudan si participar: si con su voto no se sientan a la mesa, serán parte del menú.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 30 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Los votantes huérfanos del PSOE





Los votantes huérfanos del PSOE son fantasmas desorientados, atrapados, como en las películas del género, en otra dimensión, dice de ellos, de nosotros, José Ignacio Torreblanca, profesor de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). 

Por el día observan desde el otro lado de la puerta las vicisitudes de los dueños de la mansión, comienza escribiendo Torreblanca. Y por la noche dan golpes en las puertas, baten las ventanas y hacen crujir los suelos para llamar la atención de los habitantes de la casa. Pero sus quejidos son ignorados ("no hay que dar importancia a los ruidos", dicen los gerifaltes, "saldremos adelante").

Son los votantes huérfanos del PSOE, los de toda la vida, los del centroizquierda moderado, los progresistas sin estridencias, los pragmáticos que abjuran de los radicalismos y las exageraciones ideológicas, los que prefieren que su partido haga mucho y diga poco a que diga mucho y haga poco. No tienen problemas con la Constitución del 78 y se sienten moderadamente patriotas, más por orgullo por lo logrado por este país en los últimos 40 años que por un fervor identitario y esencialista. Querrían una discusión pública racional sobre educación, pensiones, sanidad, sí, pero rechazan que se les hurte un debate territorial en el que tendrían mucho que decir.

Porque, a su manera, e incluso con más justificación que la derecha, se sienten traicionados por los nacionalistas. Pensaban que estaban haciendo un gran país que superara sus diferencias históricas y que articulara (por fin), una nación cívica compatible con la integración en Europa (por fin) y con el reconocimiento de la pluralidad de identificaciones nacionales (por fin). Pero en los últimos años han descubierto que aquello era una ficción: que algunos aprovecharon para construir una identidad nacional sobre la que asentar una demanda de estatalidad que dividiera y enfrentara a la ciudadanía. Y se sienten tan decepcionados por la doblez de sus aliados de la Transición como humillados por tener que soportar que, para colmo, la culpa es suya por, al parecer, ser una mera reencarnación del autoritarismo franquista contra el que muchos se dejaron la piel.

A los votantes fantasma del PSOE les espanta Vox, les preocupa el giro a la derecha del PP y temen que Ciudadanos cierre las puertas a una reconstrucción de un centro político tan necesario como, al parecer, por ahora imposible. Pero tanto como temen un tripartito entre Vox, el PP y Ciudadanos que agudizaría la polarización y generaría una enorme tensión social (incluso riesgos de retroceso en derechos adquiridos), les provoca escalofríos que su PSOE de toda la vida pudiera, justo en el momento en el que Podemos está finiquitado, conformar un Gobierno de coalición que diera una Vicepresidencia y ministerios clave a Iglesias, Montero y los suyos, amén de predisponerse sobre la base de silencios, omisiones y sobreentendidos a ganarse los votos de los independentistas. En su retina está fijada la escalofriante rueda de prensa coral de Iglesias en enero de 2016 reclamando la Vicepresidencia, el CNI y el BOE. Como lo está el no de Podemos a la primera investidura de Pedro Sánchez, porque fue ese no el que verdaderamente llevó a Rajoy a La Moncloa.

Los votantes fantasma del PSOE penan todos los días por los diales de las radios, los editoriales de su periódico de referencia y las parrillas de las televisiones buscando una señal tranquilizadora, una brizna de esperanza, un atisbo de firmeza. A veces imaginan a su líder proclamando solemnemente: "nunca aceptaré los votos de los independentistas para seguir en La Moncloa". Pero, acto seguido, se despiertan sobresaltados en la oscuridad para descubrir que todo ha sido un sueño. Y, a la mañana siguiente, vuelven a comprobar que el discurso de campaña de su partido está más centrado en cavar trincheras y alimentar una política de bloques contra la derecha que está enfrente que en confrontar a la izquierda radical y el independentismo que queda detrás de sus líneas que, sin duda, no dudará en apuñalar a su partido por la espalda a la menor ocasión.

Otras veces, los votantes fantasma dejar volar su imaginación y, como quien adivina formas de animales en las nubes, fabulan sobre lo que pasaría si dentro del PSOE existiera una alternativa, una mínima disidencia, aún sin fuerza, que por débil que fuera sirviera para dejar testimonio de que no todo el mundo se entregó al oportunismo, de que no todo el mundo prefirió el poder a toda costa, que hubo quien prefirió perder hoy para ganar mañana que ganar hoy para perder mañana. A los votantes fantasma del PSOE les desespera el conformismo de los barones territoriales y de los supuestos disidentes, que rehúyen la confrontación con una política que saben equivocada a cambio de salvaguardar sus cuotas de poder autonómico, municipal y personal. Recuerdan con nostalgia aquellos años en los que el PSOE era un partido vibrante, en los que el secretario general, lejos de controlar el partido, tenía que soportarlo, un partido con grandes figuras de referencia, corrientes internas que expresaban una sana disidencia y un aparato orgánico que intentaba impulsar y controlar la acción de Gobierno. Pero hoy, los votantes fantasma del PSOE echan de menos a alguien que, sin temer las consecuencias inmediatas sobre su futuro político, pusiera pie en pared e hiciera un discurso, modesto pero firme, que al menos enseñara a votantes y militantes la existencia de una alternativa, de otro camino. Sin duda sería derrotado, pero habría sembrado la semilla de una futura reconstrucción.

Por desgracia, del pasado solo queda nostalgia, acompañada, eso sí, del reconocimiento del cúmulo de errores cometidos por el PSOE en la incompetente gestión de la sucesión de Zapatero, incluido el feroz aplastamiento de Eduardo Madina sirviéndose de Pedro Sánchez y la paradójica victoria del que primero fue candidato del aparato para luego presentarse como inmaculado candidato de las bases. De aquellos tejemanejes del aparto y comités federales delirantes queda hoy un PSOE arrasado orgánicamente, sin referencias intelectuales ni pesos ni contrapesos internos. Un partido que ha enterrado sus instituciones e historia organizativa e importado las prácticas caudillistas y de hiperliderazgo de aquellos populistas a los que quería combatir.

Pero ante todo, y de forma más preocupante, queda un partido sin pulso orgánico ni capacidad de debate interno en la principal cuestión que preocupa a los votantes de este país: la cuestión catalana. Porque, tras un comportamiento ejemplar en esa crisis, conduciéndose como un leal socio con visión de Estado a lo largo del otoño de 2017, el PSOE cayó en la tentación de apoyarse en los votos de los independentistas para llegar al poder. Y, aunque en un primer momento pudiera afirmar que los recibió sin contrapartidas, desde el instante en el que decidió continuar en el poder en lugar de convocar elecciones, se obligó a contemporizar con el independentismo: de ahí las propuestas de libertad provisional para los acusados del procés; las rebajas en la calificación de los delitos por parte de la abogacía del Estado; las especulaciones sobre futuros indultos; la búsqueda de fórmulas negociadoras basadas en extraños relatores; la tolerancia con la reapertura de la red de Embajadas en el exterior; la dejación de funciones respecto al abuso que de la educación y los espacios públicos e institucionales hace la Generalitat. Cierto que de ello quedó finalmente poco en términos prácticos. Pero sembró en el votante socialista la percepción, alimentada por las reuniones entre Pablo Iglesias y Oriol Junqueras en la cárcel de Lledoners, de que después de unas elecciones, Sánchez estaría más que dispuesto a formalizar, ahora sí, esa coalición con Podemos y con los apoyos (visibles o subterráneos) de los independentistas.

Así que el 28 de abril, el votante fantasma del PSOE arrastrará sus pesadas cadenas hasta las urnas para decidir cómo se debe gobernar este país: si con el PSOE apoyado por Podemos y los independentistas o por el PP en coalición con Ciudadanos y el apoyo de Vox. ¿De verdad no hay nadie que pueda aliviar a los socialistas de esa pesada carga y dejarles votar en paz por su partido de toda la vida?



Dibujo de LPO



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4822
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