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jueves, 3 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Insert coin



La redacción del diario El Mundo. Foto de Alberto di Lolli


En ocasiones, escribe el periodista Pedro Simón, la vida te pide bajarte del metro, olvidar el destino y dejar que se pasen los trenes. Tan llenos de gente y de prisa.

El otro día, comienza diciendo Simón, calculé cuánto tiempo me tiro al año metido en el metro para ir a trabajar. Cuánta parte de mi existencia se va en ir y venir y esperar sin ver la luz del sol, allí abajo, a 25 metros de profundidad y a 30 kilómetros por hora.

Restando el tiempo de vacaciones, los días en que me puede la pereza y cojo el coche o cuando me quedo a escribir en casa, la cifra total ronda los 20 días anuales.

Veinte días enteros sólo en un año, no vayan a creerse, con sus 24 horas cada uno. Como si todo el Tour de Francia -desde la salida hasta los Campos Elíseos- te lo pasases sentado en un vagón de la línea uno o haciendo un trasbordo en Plaza Elíptica sin salir ni una vez a la superficie.

Por eso en ocasiones la vida te pide bajarte en una estación en la que nunca te has bajado, subir a una calle que nunca has pisado, olvidar el destino y dejar que pasen los trenes. Tan llenos de gente y de prisa.

Puedes estar feliz en tu lugar de trabajo, sentirte querido y querer, poner los pies en la mesa de la redacción como en el salón de tu casa. Sólo que el cuerpo te pide cambiar de postura y de ruta por un breve tiempo.

Te pasas media vida buscando seguridad y horario fijo y columna y luego llega un momento en que los hijos tienen bigote y te has acostumbrado a estar enterrado en el metro.

Hasta los 40 o así creo que no te enteras de algo importante: la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere. La libertad tiene más que ver con negarse a hacer lo que uno no quiere hacer.

(...)

Veinte días. 480 horas. Casi 30.000 minutos...

Soy consciente de la vida que quemo anualmente embalado en el metro. Y también de todo ese otro tiempo con luz y sin codazos que no he calculado cuando llego al periódico. Porque hay gente incalculable que dejo por un tiempo.

Cuántas enseñanzas suman al año las historias de la gente que me vino a contar. Cuántos días los minutos de terapia con Elena o Amelia. Cuántos las crisis internacionales que me ha solucionado Silvia en los postres. Cuántos las clases de humanidad de Rafa y Antonio. Cuántos las aventuras en ese barco de papel con Lucía, Iñako, Ana María, Sacri, José, Teresa, Rebe, Gonza, Jorge, Rodrigo y más..

Me bajo un rato de la línea circular y luego regreso, familia. Seguid siendo plurales e incorregibles. Dad la vida si es preciso para que nadie nos quite el pollo a la plancha del comedor. Y hacedme un último favor: que alguien se ocupe de regarme las plantas.






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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miércoles, 3 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Prefiere ser comensal, o parte del menú?





Los votos que entran en la urna para generar representación son ciegos a la condición del votante, pero debe tener en cuenta que si decide no acudir a votar y quedarse en su casa, se convertirá en parte del menú y no en comensal de la cita electoral. 

La pelota del 28 de abril está en el aire, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid, Pablo Simón. Por muy pocos votos de diferencia, comienza diciendo, la balanza se puede decantar de un lado o del otro, de la continuidad del Gobierno actual o de una coalición a la andaluza. Cosa especialmente cierta, además, en las provincias de menos de nueve diputados, donde los escaños pueden bailar por márgenes pequeños. De ahí el consenso sobre el papel clave que jugará la participación electoral.

¿Por qué votar? Desde una perspectiva egoísta, el acto encierra una paradoja: parece que difícilmente un solo voto será el decisivo en el resultado último. Sin embargo, si seguimos participando masivamente en los comicios es porque para muchos ciudadanos subyace la idea de que hacerlo es un deber cívico. Es verdad que las investigaciones de Carol Galais y André Blais señalan que la Gran Recesión ha debilitado algo ese sentimiento en España, especialmente entre los jóvenes, pero incluso en lo más crudo de la crisis este compromiso ciudadano siguió siendo crucial.

Al fin y al cabo, no debería olvidarse que votar tiene dos propiedades únicas. Por una parte, se trata de un sistema de influencia totalmente igualitario. Mecanismo muy barato de participación (apenas acercarse unos minutos un día al colegio electoral), cuando los votos entran en la misma urna para generar representación son ciegos a la condición del votante. La papeleta de un rico o un pobre, de un sabio o un necio, todas cuentan lo mismo. La idea radicalmente democrática de que cada ciudadano es soberano identificando lo que más le conviene a él y al país.

Por otra parte, el voto que permite a los ciudadanos elegir privadamente y en libertad, sin coacción, aquella opción política que prefieren. Otras formas de participar como una protesta, una manifestación o una queja con frecuencia implican el coste de mostrarse al público. El voto, por el contrario, es un acto anónimo, lo que protege contra la represalia de los poderosos. No es casualidad que la conquista de este derecho y sus propiedades (universal, libre, igual, directo y secreto), estuviera encabezada por el obrerismo, el feminismo o los grupos raciales de muchos países. Los más vulnerables frente al poder.

La participación electoral fue baja en 2016 ya que el agotamiento de la repetición electoral y la baja competitividad desmovilizó a ciertos votantes. Ahora, el escenario está abierto.

Una polarización importante en la campaña debería moverla al alza, pero es cierto que las encuestas no son congruentes y tan lejos de las elecciones cualquier previsión es osada. Eso sí, solo hay una certeza para los ciudadanos que aún dudan si participar: si con su voto no se sientan a la mesa, serán parte del menú.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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