Ruinas de Medina Azahara (Córdoba, Andalucía)
Buena parte de los españoles que nos declaramos de izquierda parecemos dar la impresión de avergonzarnos de nuestra condición de tales. Por eso nuestro aturdimiento y confusión al utilizar términos como pueblo, país, patria, nación, estado; todo para no utilizar la palabra España. Los españoles que nos declaramos de izquierdas no deberíamos acomplejarnos ni avergonzarnos del uso, y hasta abuso, de la palabra España. España es la patria y la nación común que a todos nos acoge y ampara. No es solo de la derecha, es también nuestra. Y para quitarnos ese complejo de encima puede ayudarnos la poesía.
De ahí, mi atrevimiento al haber traído al blog durante estas últimas semanas lo que algunos de los grandes poetas españoles contemporáneos, poetas del exilio exterior e interior, pero españoles todos hasta la médula, dijeron sobre su patria común, sobre la nuestra, sobre España y su añoranza.
Fue un gran poeta en lengua inglesa, el estadounidense Walt Whitman quien dijo que "el poeta es el instrumento por medio del cual las voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz".
Ahora que esta larga serie de entradas sobre el tema de España en la poesia española contemporánea está llegando a su fín, traigo hasta el blog al poeta Pablo García Baena.
Nace en Córdoba (Andalucía) en 1923. Estudia pintura e historia del arte en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad natal. Hace amistad con poetas locales y a los catorce años lee ya a San Juan de la Cruz, Proust, Juan Ramón Jiménez, Salinas, Jorge Guillén y, sobre todo, a Cernuda. Publica sus primeros poemas y dibujos en la prensa local y en revistas como Gaceta Literaria. En 1947 con otros poetas amigos funda la revista Cántico, en la que reivindica una mayor exigencia formal, estética y senual que enlace la poesía del momento con la Generación del 27. En 1984 recibe el premio Príncipe de Asturias de las Letras.
Les dejo con su poema "Río de Córdoba":
Pasas y estás como una pisada antigua sobre el mármol,
y hay en tu fondo un velo de argenterías fenicias,
y en la noche de la Albolafia
surgen de oscuro labio enamorado
las suras como negras palomas implorantes.
Eres el rey, turbio César que se desangra
sobre su propia púrpura de barros,
carne deshecha las rojizas gredas,
y flotas sobre tu huyente melancolía,
y fugaz permaneces
con tus manos de plateado exvoto acariciando
el toro, la columna, el santuario
y los petreos plegados de la estatua.
Tu cuerpo generoso se queda entre los juncos
como en un verde acetre de vegetales oros,
herido entre la zarzas por la voz y la noche
que la guitarra vierte sombría y encelada,
mientras los que se aman, de una orilla a otra orilla,
con la tendidas manos sollozantes hundidas en tu agua,
escuchan silenciosos tu bronco latido solitario
de astro centelleante entre los naranjales.
Brizas la inocente madera de las barcas
y abre un surco de congelado asombro
ante la esteva sacra que guía la bogante rueda de los molinos,
donde descansa erguida
la dorada y bermeja palmera de los Mártires:
el cielo ya en los ojos torcaces de Victoria
y Acisclo como un bello ostensorio labrado.
Tal audaz caminante
que un punto se detiene en la suave colina
y fija la mirada en la ciudad que adora y aleja para siempre,
así tú te remansas por los jardines tristes,
por las torre guardianas, por humildes tejares;
y tu rumor real, que baja victorioso
como guerrero esbelto de laureles
desde la áspera cueva de las sierras natales,
anida dulcemente en la cárdena adelfa
que tu mano intrumenta como roja viola apasionada.
Cuando sube la noche a su ajimez de luna
y el licuor de tus ópalos se agita intensamente,
los jóvenes ahogados del estío
levantan en silencio sus lívidas cabezas
que rotos ungüentarios perfuman de estoraque;
y sus miradas líquidas,
donde engastan los sábalos alhajas cinerarias,
contemplan el ciprés, la celosía, el patio,
los muros con la lepra verde de la alcaparra;
y suspiran y tejen coronas de amaranto,
de granadilla y mirto de hojas chorreantes
que van frescas, intactas, por tus crines undosas
hasta la sien vencida del amante que vive,
a tu orilla, la noche mortal del paraíso.
y hay en tu fondo un velo de argenterías fenicias,
y en la noche de la Albolafia
surgen de oscuro labio enamorado
las suras como negras palomas implorantes.
Eres el rey, turbio César que se desangra
sobre su propia púrpura de barros,
carne deshecha las rojizas gredas,
y flotas sobre tu huyente melancolía,
y fugaz permaneces
con tus manos de plateado exvoto acariciando
el toro, la columna, el santuario
y los petreos plegados de la estatua.
Tu cuerpo generoso se queda entre los juncos
como en un verde acetre de vegetales oros,
herido entre la zarzas por la voz y la noche
que la guitarra vierte sombría y encelada,
mientras los que se aman, de una orilla a otra orilla,
con la tendidas manos sollozantes hundidas en tu agua,
escuchan silenciosos tu bronco latido solitario
de astro centelleante entre los naranjales.
Brizas la inocente madera de las barcas
y abre un surco de congelado asombro
ante la esteva sacra que guía la bogante rueda de los molinos,
donde descansa erguida
la dorada y bermeja palmera de los Mártires:
el cielo ya en los ojos torcaces de Victoria
y Acisclo como un bello ostensorio labrado.
Tal audaz caminante
que un punto se detiene en la suave colina
y fija la mirada en la ciudad que adora y aleja para siempre,
así tú te remansas por los jardines tristes,
por las torre guardianas, por humildes tejares;
y tu rumor real, que baja victorioso
como guerrero esbelto de laureles
desde la áspera cueva de las sierras natales,
anida dulcemente en la cárdena adelfa
que tu mano intrumenta como roja viola apasionada.
Cuando sube la noche a su ajimez de luna
y el licuor de tus ópalos se agita intensamente,
los jóvenes ahogados del estío
levantan en silencio sus lívidas cabezas
que rotos ungüentarios perfuman de estoraque;
y sus miradas líquidas,
donde engastan los sábalos alhajas cinerarias,
contemplan el ciprés, la celosía, el patio,
los muros con la lepra verde de la alcaparra;
y suspiran y tejen coronas de amaranto,
de granadilla y mirto de hojas chorreantes
que van frescas, intactas, por tus crines undosas
hasta la sien vencida del amante que vive,
a tu orilla, la noche mortal del paraíso.
Y en la próxima ocasión nos vemos con el poeta Salvador Pérez Valiente. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt