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viernes, 22 de diciembre de 2017

[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "Una bella película" de Guillaume Apollinaire





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Una bella película, del escritor Guillaume Apollinaire (1880-1918), poeta, novelista y ensayista francés. Su verdadero nombre era Wilhelm Albert Włodzimierz Apolinary de Kostrowicki y había nacido en Roma de madre polaca. En 1901 viaja a Alemania como preceptor de la hija de la vizcondesa de Milhau. A su regreso a París, en 1902, trabaja como contable en la Bolsa y como crítico para varias revistas, desde las que teorizó en defensa de las nuevas tendencias del arte y frecuentó los círculos artísticos y literarios de la capital francesa, donde adquirió cierta notoriedad, además de escribir el texto que sirvió de manifiesto para el Cubismo. También fue el primero en utilizar los términos surrealismo y surrealista. Inventó el término en 1917 para expresar una forma de ver la realidad. Breton, en su Manifiesto de 1924, recuperó el vocablo. Les dejo con su relato.


UNA BELLA PELÍCULA
por
Guillaume Apollinaire

¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? -preguntó el barón d’Ormesan-. Por mi parte, ya no los cuento más. He cometido algunos que me produjeron bastante dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más bien a mis apetitos que a mis escrúpulos.

En 1901, en unión de unos amigos, fundé la Compañía Internacional Cinematographic, a la que para abreviar llamamos C.I.C. Nuestro propósito era producir una película de gran interés y pasarla luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República, en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir MalekPacha, quien, después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.

Sólo nos faltaba la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.

Desesperando de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizarlo por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar a suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría. Mas esta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.

Una noche decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.

Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.

La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras: despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de esmoquin, le dije:

-Señor: ni mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado de que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda de que usted logrará su propósito.

-Señor -repuso cortésmente el futuro asesino- no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, solo una: permítame cubrirme el rostro.

Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.

Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Esta se puso rápidamente de pie, saltando, con una fuerza duplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que se abatió de una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.

-¿Están ustedes conformes? -nos preguntó-. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?

Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje. Inmediatamente, la cámara se detuvo.

El asesino esperó a que termináramos de hacer desaparecer los rastros de nuestro paso por el lugar, porque la policía no dejaría de ir allí al día siguiente Salimos todos juntos. Se despidió de nosotros como un perfecto hombre de mundo, y se dirigió rápidamente a su club donde, seguramente, no habría de ganar esa noche una suma fabulosa, después de semejante aventura. Saludamos muy reconocidos a ese jugador y nos fuimos a acostar. Ya teníamos nuestro crimen sensacional, que provocaría un alboroto enorme, pues las víctimas eran la mujer del ministro de un pequeño estado de los Balcanes y su amante, hijo del pretendiente a la corona de un principado de Alemania del norte.

La casa había sido alquilada bajo nombre falso, y el administrador, para evitar complicaciones, declaró reconocer al inquilino en el joven príncipe. La policía estuvo atareada en el asunto durante dos meses. Los diarios publicaron ediciones especiales y, como nosotros comenzamos en ese momento nuestra gira, es de imaginar el éxito que tuvimos. La policía no sospechó ni un instante que ofrecíamos la realidad del asesinato del día. Sin embargo, nosotros lo anunciábamos con toda claridad. El público no se engañó: nos acogió de una forma entusiasta, y tanto en Europa como en América ganamos, al término de seis meses de exhibiciones, trescientos cuarenta y dos mil francos, que repartimos entre los miembros de nuestra asociación.

El crimen había suscitado demasiado revuelo como para permanecer impune, y la policía terminó por detener a un levantino que no pudo presentar una coartada admisible para la noche del crimen. A pesar de sus protestas de inocencia, fue condenado a muerte y ejecutado. Tuvimos, además, mucha suerte. Nuestro fotógrafo pudo, por un feliz azar, asistir a la ejecución, con lo que nuestro espectáculo se cerraba con una nueva escena, hecha a medida para atraer a las multitudes.

Cuando al término de diez años, por causas sobre las que no me extenderé, nuestra asociación se disolvió, yo había cobrado por mi parte más de un millón, que perdí en las carreras al año siguiente.


FIN








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4123
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 21 de septiembre de 2017

[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El marinero de Ámsterdam", de Guillaume Apollinaire






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de "Cuentos para la edad adulta" con el titulado El marinero de Ámsterdam, de Guillaume Apollinaire (1880-1918), poeta, novelista y ensayista francés. Su verdadero nombre era Wilhelm Albert Włodzimierz Apolinary de Kostrowicki y había nacido en Roma de madre polaca. En 1901 viaja a Alemania como preceptor de la hija de la vizcondesa de Milhau. A su regreso a París, en 1902, trabaja como contable en la Bolsa y como crítico para varias revistas, desde las que teorizó en defensa de las nuevas tendencias del arte y frecuentó los círculos artísticos y literarios de la capital francesa, donde adquirió cierta notoriedad, además de escribir el texto que sirvió de manifiesto para el Cubismo. También fue el primero en utilizar los términos surrealismo y surrealista. Inventó el término en 1917 para expresar una forma de ver la realidad. Breton, en su Manifiesto de 1924, recuperó el vocablo. Les dejo con su relato.


EL MARINERO DE ÁMSTERDAM
por 
Guillaume Apollinaire


El bergantín holandés Alkmaar regresaba de Java cargado de especias y otras mercancías preciosas. Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a tierra. Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.

Era a principios de primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que la luz de gas apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a Ámsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en donde vender tales mercancías exóticas.

En Above Bar Street, un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si buscaba comprador para su loro.

-Este pájaro -dijo- me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.

Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un precio que el desconocido aceptó.

-Sígame -dijo este-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede que haya entre ellas algunas que me gusten.

Muy contento por el trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el caballero, ante el cual, en la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el dueño.

Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.

Continuaron el camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién nacido, y el loro batía las alas.
Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:

-Nos acercamos a mi casa.

Habían salido de la ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.

El desconocido se paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la cancilla, que volvió a cerrar una vez Herdrijk la hubo franqueado.

El marinero estaba impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna. El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el desconocido vivía solo.

“¡Es un excéntrico!” pensó, y como un marinero holandés no es lo suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.

-Si tiene cerillas, ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la casa.

El marinero obedeció y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.

Hendrijk Wersteeg estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.

El desconocido, que acababa de salir del salón, volvió con una jaula:

-Meta aquí el loro -le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado y sepa decir lo que quiero que diga.

Después, tras haber cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda para extender las telas. Hendrijk Wersteeg obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba prisionero. Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le detuvo:

-¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!

Levantando la cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se detuvo. No le era posible luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde solo pasaba la mano que esgrimía el revólver.

-Escúcheme -le dijo el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas… Cójalo.

El marinero holandés obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro, gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:

-Hay una cortina al fondo de la habitación. Descórrala.

Descorrida la cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de desesperación.

-Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.

Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas ante el tragaluz, gritando:

-¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!

-No te creo -dijo secamente el desconocido.

-¡Harry, soy inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.

-Esas son tus últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda mi vida.

Y la voz del desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:

-Como todavía te amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me sería imposible, porque te amo…

Ahora, marinero, si antes de que haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres…

Y antes de que el desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fijamente. Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su blusón.

Al día siguiente, algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó rápidamente para forzar las puertas. Encontraron los cadáveres de la joven dama y del marinero. El mono, saliendo violentamente del blusón de su dueño, le saltó a la nariz a uno de los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo a él.

La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin problemas y todos se preguntaban cómo lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.

El propietario de la casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien podría ser falsa.

El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.

Después de estos acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensington, sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite sin cesar:

-¡Harry, soy inocente!

FIN



Ámsterdam, Países Bajos



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3847
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