jueves, 30 de julio de 2020

[TEORÍA POLITICA] El sentido de la política






"No hay plan ni planificación posible si por tal cosa entendemos la traslación mecánica, la necesaria e inmediata consecuencia de abrigar ciertas ideas o deseos, o, para el caso  que nos ocupa, «teorías» -comienza diciendo en Revista de Libros el profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo de Lora, reseñando el libro "Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política" (Madrid, Página Indómita, 2020) del profesor Félix Ovejero-. Esto nos quiso decir, con versos que arrebatan, el poeta Ángel González refiriéndose a su existencia misma —a la de todos, en el fondo— en el poema «Para que yo me llame Ángel González» (1955), un poema que Félix Ovejero recrea como trasunto del espíritu de este libro y que yo interpreto también como trasunto del constante esfuerzo intelectual que despliega Ovejero, un pensador que, de nuevo con el verso de González, «… se resiste a su ruina, que lucha contra el viento»; un intelectual decisivo desde que aparecieron sus primeros trabajos en la revista Mientras tanto a mediados de los 80 del pasado siglo.

También es imagen poderosa para sintetizar lo que anima a Sobrevivir al naufragio la célebre metáfora del economista y filósofo austríaco Otto Neurath, quien sostuvo que la falta de asideros firmes e inamovibles en el conocimiento del mundo (en el conocimiento científico en particular) hacía que esa tarea se asemejara a la de quienes, ya en altamar, tienen que reconstruir el navío sin posibilidad alguna de volver a tierra firme y reusando los materiales ya existentes. Entre otras cosas se trata, como bien nos explica Ovejero, de la mutua dependencia del marco teórico y las observaciones: no hay datos «pre-teóricos» como no hay conocimiento de la realidad sin lenguaje, y todo ello es de proverbial aplicación y recordatorio a quienes cultivan la que pasa por ser la más «científica» de las ciencias sociales: la economía. Sin embargo, nada de todo ello implicará que hayamos de abandonarnos a los cantos de sirena del relativismo. Resistirse a ese naufragio teórico y práctico es en buena medida el mayúsculo afán de esta obra por momentos densa y siempre sugerente. 

Pero basta de tratos preliminares: vayamos a la faena, la modestísima tarea de dar unas cuantas pinceladas superficiales y fugaces sobre algunas de las cuestiones abordadas en este ensayo con el único propósito de incitarles a su lectura.

¿Cómo diseñar instituciones que permitan la vida en común sabiendo que entre nosotros también habitan demonios?, se vino a preguntar Kant en La paz perpetua. Ese, no otro, sigue siendo el interrogante colosal que otorga sentido y sensatez al afán político de quienes han de representar la voluntad de la ciudadanía y actuar como gestores del bien común. Es también la viga maestra sobre la que Ovejero asienta sus reflexiones, construidas a partir de cuatro cimientos (las cuatro partes en que se divide el libro) empastados con el cemento de previas contribuciones aparecidas en publicaciones académicas diversas: la utilidad misma de la filosofía política («Perplejidades teóricas»), la relación entre el conocimiento y los valores («Certidumbres morales»), las plurales motivaciones de los seres humanos («Mimbres humanos») y la corrupción que supone el populismo («Patologías institucionales»). De todo esto hablará a continuación.

En la larga introducción que el propio autor caracteriza como «libro dentro de otro libro», Ovejero describe su epifanía —seguramente no la primera— al respecto de los usos bastardos de la ideología política y de su muy magra «utilidad práctica». Hablamos de la llegada al poder del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero (un don nadie parlamentario) y la necesidad sobrevenida que tuvo de insuflar chicha teórica al «proyecto socialista» en un momento crítico para el partido que había sido hegemónico en España durante más de una década. Y es que ocurría, narra Ovejero con una punta de nostalgia, que cualquier hueso ideológico parecía servir para el caldo que se quería ofrecer al electorado: de la llamada Nueva Vía —la «nada nadeando»— al «socialismo libertario» —el fruto de una confusión semántica, al modo de la designación de Julio Rodríguez como ministro franquista de Educación— y de ahí al «republicanismo», precisamente donde al autor le duelen prendas pues ha sido un firme propagador y defensor de ese corpus teórico, una concepción política que tiene también en el filósofo irlandés Philip Pettit —quien llegó a «auditar normativamente» al gobierno de Zapatero— a uno de sus valedores contemporáneos más conspicuos. El hecho es que, como el lector sabe bien, Zapatero logró la victoria en 2004 y se convirtió en presidente del gobierno, aunque no parece que fuera porque, cual Cicerón redivivo, nos lograra convencer de la necesidad de implementar la libertad como «no-dominación» (la divisa del republicanismo) sino por esa confluencia de azares, despropósitos y tragedias que supuso el terrible atentado del 11-M. También de algunos propósitos, qué duda cabe.

¿Qué relevancia tienen pues los idearios para la política? La pregunta se produce en ese contexto de, a juicio del autor, malbaratamiento del republicanismo, pero también en un momento en el que las Humanidades, entendidas en un sentido amplio que engloba la sociología, la ciencia política y la filosofía (y sus apéndices pintureros como «Racial Studies», «Women’s Studies» y análogos legatarios de los «estudios críticos»), se refocilan en unos modos que el autor no duda en calificar de oscurantistas. Es el diagnóstico, que no ha perdido vigencia, en que ya abundaron, entre otros, Alan Sokal y Jean Bricmont en Fashionable Nonsense, Roger Scruton en Fools, Frauds and Firebrands o, con mayor enjundia y alcance, Steven Pinker en The Blank Slate.

Tomen alguno de nuestros problemas sociales más acuciantes, en buena medida los de siempre, los relativos a la desigual distribución de recursos, oportunidades y poder entre los seres humanos, y comprobarán que el abordaje «crítico» hoy prevalente tendrá como ingrediente al menos alguno de los siguientes: la sospecha recelosa sobre la predicación de cualquier rasgo universal de la naturaleza humana (si es que no ésta misma) de la que se pueda dar cuenta como factor explicativo de los fenómenos sociales más allá de la perspectiva, intereses, posiciones o «relaciones de poder» que medien entre los sujetos; la consideración, derivada de lo anterior, de que toda realidad es un «constructo social»; una retórica que, cuando no es impenetrable, está poblada de términos fetiche («interseccionalidad», «estructural», «sistémico») raramente explicitados en su contenido y alcance semánticos, para los que nunca se dispone de métrica, pero que operan como necesaria aduana de la corrección académica y política del discurso; un afán siempre «práctico», que se manifiesta en la exacerbación de la célebre XI Tesis sobre Feurbach de Marx («no se trata de interpretar sino de transformar el mundo»), una forma de compromiso que hace imposible e indeseable la pretensión de «neutralidad». Con ello, la empresa intelectual acostumbra a padecer de una descomunal falacia «moralista»: como las cosas deberían/no deberían ser así (singularmente contrarias a un inflacionario catálogo de derechos humanos), las cosas son/no son así. La ciencia tirada por la borda. 

Se trata del género que Robert Nozick bautizó perspicazmente como «sociología normativa» y que hoy vemos tan abrumadoramente asumido en los departamentos universitarios y en las cámaras legislativas. Algunos ejemplos: la acción de X (hombre) de matar a Y (mujer y pareja o expareja de X) es siempre una instancia de la «violencia de género» (prohibido decir «doméstica» en España), es decir, de la violencia ejercida contra las mujeres «por el hecho de ser mujeres». Nunca lo es por ninguna otra razón, y la causación alternativa posible ni siquiera habría de ser susceptible de indagación. Y lo mismo si un policía blanco mata a un individuo de raza negra. O sea: el machismo «mata», así como «el racismo mata» porque EL machismo/racismo (no concretas instituciones, prácticas o actitudes individuales) o LA estructura o EL heteropatriarcado (no ose preguntar nada acerca de los detalles de tales constructos) existe; como el éter o el flogisto, me temo.

Se trata, nos recuerda Ovejero, de la misma mirada desabrida sobre los hechos, las ideas (y la compleja relación de causalidad que media entre ellos) que oficia cuando se denuncia que el comunismo «causó» 100 millones de muertos; o cuando se cree, con idéntico voluntarismo ideológico, que el actual Estado del Bienestar fue diseñado en la pizarra de Lorenzo Von Stein, o que la teoría marxista del valor-trabajo —falsada por lo demás— conlleva necesariamente el exterminio de los kulaks o la Revolución cultural en China.

Así pues, la teoría política se degrada por efecto de un uso meramente ornamental, o de una normativización inatenta a los hechos y a lo que la ciencia tenga que mostrar, o porque se abandona a la creencia de que la política se agota con la aplicación de principios morales, y que los buenos políticos son aquellos que albergan las buenas intenciones, una concepción —el «buenismo político»— que el autor resume y formula en doce tesis.

Ninguna de ellas es realizable por razones diversas: ni la Constitución española, ni ninguna otra, se redacta tras una discusión en un seminario de Princeton en el que los constituyentes actúan tras el velo de ignorancia rawlsiano, ni hay administración pública que pueda abdicar de la ética de la responsabilidad tratando de maximizar el bienestar agregado de la ciudadanía. No, la política adulta asume que nuestro barro cognitivo es el de la «bounded rationality», los sesgos, la adolescencia de muchos ciudadanos y su depredación interesada y a la vez calculadora. Con estos estos bueyes (no se me ofendan) tenemos que arar, siendo las apelaciones a «la educación» burdos consuelos infantiles cuando no la antesala de barbaries totalitarias del tipo de las cubanas Unidades Militares de Ayuda a la Producción en las que miles de gays fueron «reorientados».

Todo lo anterior no implica abrazar cínicamente la realpolitik y despachar todo principio, sino actuar cabalmente a partir de nuestras disposiciones y con el trasfondo, sí, de algunos ideales (que, de otra parte, siempre pueden entrar en conflicto), o sea, justo la senda que diverge del tipo de populismo que, como nuevo fantasma, domina la arena política en los últimos tiempos; una deriva inevitable, un «subproducto genuino de la democracia», nos advierte el autor, pero a la que en todo caso conviene resistirse. Y eso significa ser conscientes de que operamos políticamente bajo la «lógica de Juncker» (en referencia al que fue comisario europeo, quien afirmó célebremente: «sabemos lo que hay que hacer pero no sabemos cómo hacerlo y ganar las próximas elecciones»), al tiempo que no podemos permitirnos renunciar a la discusión racional sobre los principios, principios que, para el caso de Ovejero, siguen siendo los de la lectura republicana del ideal revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad (y unidad indivisible de la patria, aunque sea accidentalmente lograda). Y no habrá seguramente en esa tríada (o cuaterna) prioridad lexicográfica rawlsiana.

Toca ir concluyendo. Iniciaba estas páginas observando cómo la lectura de Sobrevivir al naufragio inevitablemente evoca la metáfora de Otto Neurath. A esa evocación se me ha sumado, al pasar la última página (de una edición cuidadísima, por cierto, como todas las de esta magnífica editorial que capitanea Roberto Ramos), la de aquellos característicos personajes de las viñetas de Forges: los náufragos sentenciosos. Ovejero bien pudiera ser uno de ellos, el Robinson que tras haber estado arremangado en el barco apretando las tuercas de la teoría y de la práxis, perfilando el materialismo dialéctico con la lija del marxismo analítico, limpiando el motor de la izquierda de las impurezas del nacionalismo etnicista, alertando de su deriva reaccionaria, después, incluso, de animar a la creación de un partido político en Cataluña que ha servido de tabla de salvación del constitucionalismo democrático y de tantos ciudadanos condenados a galeras por la hegemonía nacionalista, después de todo eso, digo, Ovejero se ha retirado a nado, y, desde la atalaya de esa isla en la que ahora oficia como observador y comentarista de la jugada, nos lanza este conjunto de reflexiones cual mensaje en la botella. Y lo hace como acostumbra: con un lenguaje preciso y bello por inusitado (¿en qué página encuentran ustedes hoy el adjetivo «amostazado»?) y una capacidad divulgativa prodigiosa. Sólo gentes como nuestro autor, que saben bien de lo que hablan y escriben, pueden introducir con tanta facilidad las implicaciones del equilibrio de Nash o el Teorema de Bayes en la bocana de nuestras entendederas. En esta nueva botella de Ovejero no encontrará el lector la fórmula precisa con la que lograr ese equilibrio que evita la resignación y no corrompe el alma o las ideas que valen la pena; pero sí los fragmentos de una posible hoja de navegación, incluso una línea de horizonte hacia la que seguir avanzando, aunque sea entre las sombras y las eventuales tempestades de esta polis nuestra de la que no cabe desanclarse del todo".




El profesor Félix Ovejero Lucas


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 30 de julio






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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miércoles, 29 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Sabiduría vital



El físico Albert Einstein


"San Agustín sabía lo que era el tiempo, pero no sabía explicarlo si alguien se lo preguntaba -comienza diciendo en el A vuelapluma de hoy [Mejor sabio que inteligente. La Vanguardia, 27/7/2020] el periodista Álex Rodríguez-. El tiempo pasa este año de extrañas maneras. Y su paso pesa. Atrás quedan 99 días de estado de alarma y 37 de lo que se ha convenido en llamar nueva normalidad. Hemos pasado de estar tutelados en confinamiento a recuperar espacios de libertad y ser corresponsabilizados: de tu conducta depende el destino de todos, como decía Alejandro Magno. De estar doblegando la curva de la Covid-19, a ver cómo proliferan los rebrotes y vuelven las fases. De planear qué haríamos al recuperar la libertad, a cancelar vacaciones o a acercar el destino a nuestro domicilio mientras el temor a pasarlas confinados como la Semana Santa pasada revolotea como un mantra por nuestra mente. Porque el virus ni se ha ido ni desaparecerá de la noche a la mañana. La gripe asiática y la de Hong Kong, las pandemias precedentes que más se asemejan a la actual, estuvieron dos años con nosotros: entre 1957 y 1959 y 1968 y 1970, respectivamente. Pero su eco mediático fue escaso pese a causar cuatro millones de muertes cada una.

Vamos a convivir mucho tiempo con el nuevo virus, y bueno es que lo asumamos. John Lennon decía que la vida es el tiempo que pasamos haciendo planes. Y, entre plan y plan, olvidamos vivir el presente, el tiempo que permite que exista el pasado y, al dejar de serlo, nos sitúa en el futuro. Un futuro que algunos científicos quieren prevenir, entre ellos quienes en el 2018 bautizaron a la hoy Covid-19 como Enfermedad-X. La veían venir. Y ven venir otras dos: la Enfermedad Y y la Enfermedad Z. Peter Daskak, uno de esos científicos, lidera el Proyecto Viroma Global, que tiene como objetivo crear un atlas de los virus que habitan en la Tierra para el 2028. Estima que hay 1,68 millones de virus escondidos en animales salvajes por descubrir, de los que entre 631.000 y 827.000 son potencialmente peligrosos para el ser humano porque podrían dar lugar a nuevas pandemias. Intentarán evitarlas para que la nueva normalidad no se convierta en un nuevo clásico en el ser humano. Ya lo dijo Albert Einstein: “Una persona inteligente resuelve un problema. Una sabia lo evita”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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[ARCHIVO DEL BLOG] Europa, über allen. Entrada publicada el 19 de junio de 2010




El filósofo Platón


En 64 años de vida da tiempo para bastantes lecturas. ¿Cuántas?: la verdad es que no tengo ni la menor idea, y tampoco me preocupa. En una de las secciones del blog: "Mis autores y libros favoritos", tengo puestos algunas de ellas. Sólo una mínima parte de las que recuerdo con especial cariño. Sí sé, en cambio, cuál fue mi primer libro leído del que tengo recuerdo: "La isla del tesoro", de Robert Louis.Stevenson, cuando tenía ocho años, y cuál el último, éste releído: "Infierno", de Dante Alighieri, concluido ayer mismo. También estoy seguro de cuál es el que más veces he leído: "La República", de Platón, tanto por placer como por obligaciones académicas.

Para algunos tratadistas, "La República" de Platón es un libro sobre el gobierno ideal de la "polis". Discrepo cordialmente de dicha opinión. Para mí, "La República", es un tratado sobre la educación; la de los gobernantes de la "polis", eso sí, pero de educación, no de gobierno. La tesis central del libro es la de que los filósofos, educados conforme a los preceptos expuestos por Platón, son los que deben gobernar las ciudades-estados: los reyes-filósofos. Esa es la teoría, claro está, porque cuando Platón pretendió convertirla en práctica real en la ciudad-estado siciliana de Siracusa, se salvó por los pelos de acabar vendido como esclavo. Mi conclusión personal es la de que a los filósofos hay que escucharlos y leerlos siempre con respeto, pero seguir sus consejos es harina de otro costal.

Pero hay excepciones: como la de Jürgen Habermas (1929), también filósofo, y premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2003. Con toda seguridad, uno de los más influyentes, sino el que más, de los filósofos vivos actuales. Y de los más leídos y escuchados. El pasado 23 de mayo publicó en el diario El País un artículo titulado "En el euro se decide el destino de la U.E.". Todo un lujo para el periódico, pero sobre todo para el lector, en el que analiza la crisis financiera que se ceba sobre los estados europeos y la propia Unión y las posibilidades de cohesión que sobre esa misma Unión desata. A pesar de ello, o quizá precisamente a causa de ello, es un texto eminentemente político, que ensalza las virtudes de una Unión más estrecha y de la necesidad de ir a un gobierno económico de Europa. Es un texto largo, pero no complejo. Se lee y se comprende con suma facilidad.

Un ejemplo: "Por lo que respecta a la doma del asilvestrado capitalismo financiero, nadie puede engañarse sobre la voluntad mayoritaria de las poblaciones. Por primera vez en la historia del capitalismo, en el otoño de 2008 sólo pudo salvarse la columna vertebral del sistema económico mundial, impulsado por los mercados financieros, gracias a las garantías de los contribuyentes. Y este hecho -que el capitalismo no pueda ya reproducirse por sus solas fuerzas- se ha fijado desde entonces en las conciencias de los ciudadanos que, como ciudadanos-contribuyentes, tuvieron que salir fiadores del fracaso del sistema.

Y una recomendación final: "En épocas de crisis, incluso los individuos pueden hacer historia. Nuestra enervada élite política, que prefiere seguir los titulares del Bildzeitung, no puede convencerse a sí misma de que son las poblaciones quienes impiden una unificación europea más profunda. Saben perfectamente que el retrato demoscópico de la opinión de la gente no es lo mismo que el resultado de la formación de una voluntad democrática deliberativamente constituida de los ciudadanos. Hasta hora, no ha habido en país alguno una sola elección europea o un solo referéndum en el que se haya decidido sobre algo que no sean temas y listas electorales nacionales. Sin mencionar siquiera la miopía nacional-estatal de la izquierda (y aquí no hablo sólo del partido alemán La Izquierda), hasta este momento todos los partidos políticos nos deben el intento de conformar políticamente la opinión pública mediante una Ilustración a la ofensiva. Con un poco de nervio político, la crisis de la moneda común puede acabar produciendo aquello que algunos esperaron en tiempos de la política exterior común europea: la conciencia, por encima de las fronteras nacionales, de compartir un destino europeo común."

¿Serán los gobiernos y los pueblos de Europa capaces de escucharle? Espero que sí, porque, al menos para mí, la esperanza se llama Europa: "Europa über allen". HArendt



El filósfo Jürgen Habermas



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 29 de julio





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martes, 28 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] La lengua de Europa



Terraza en Barcelona. Foto de Albert García para El País


En España debería practicarse la estima, sin excepción, por todas las lenguas, afirma en el A vuelapluma de hoy martes [La necesidad de traducir(nos). El País, 25/7/2020] la escritora y traductora Marta Rebón.

"Leo en un artículo de La Repubblica -comienza diciendo Rebón- que, según un estudio de Oxford, el 45% de los ingleses cree que el coronavirus es un arma biológica elaborada en China para destruir Occidente. En periodos de crisis —no es novedad— suelen surgir ideas conspirativas basadas en el repudio a lo extranjero.

Si algo he entendido al estudiar idiomas es que las identidades y los conceptos no son monolíticos, sino mutables. Lo que en una lengua parece una verdad indiscutible en otra requiere matizaciones. Al cambiar de código lingüístico nos bañamos en las aguas de otro río. Y eso inocula un sano escepticismo consustancial a la razón plurilingüe. Exponerse a un idioma distinto al propio —antídoto contra la banalidad de la simplificación— es un recordatorio de que el tuyo no es sino uno más entre muchos. El miope “yo” monolingüe ensancha así sus miras hacia un “nosotros” más complejo. Paul Auster admitió, sobre una antología de poesía francesa que editó en 1984, que traducir supuso para él “el primer paso para liberarme de los grilletes de mí mismo, de doblegar mi ignorancia”. En el esfuerzo por comprender otra cultura, se obra un cambio interior que representa un acto de resistencia contra el pensamiento único. Es una quimera concebir una lengua autosuficiente, capaz de plasmar por sí sola todos los matices de una realidad en perpetuo cambio. Lo mismo sucede con cualquier postura intelectual o política. Dice el pensador camerunés Achille Mbembe que es esencial formular un contraimaginario que se oponga a esa demente fantasía de una sociedad sin extranjeros. El elemento “foráneo” no debería quedar reducido a una nota exótica, sino ser visto como un medidor de salud democrática. Basta recordar que, en diferentes momentos de la historia, las mayores explosiones artísticas han coincidido con olas de emigrados que promovieron ricos intercambios en ciudades como París, Berlín o Nueva York. Que fue mano de obra extranjera la que ayudó a levantarlas y convertirlas en capitales del mundo.

Las épocas lúgubres coinciden con la censura de obras extranjeras. En busca del tiempo perdido se tradujo al chino íntegramente por primera vez hace tres décadas con un título de eco fluvial. “Perdido” se transformó en “como agua”, lo cual creó nuevas evocaciones: la definición confuciana del “tiempo” como “agua” o la asociación taoísta entre “agua” y “virtud”. El progreso de la literatura no se entiende sin esta lógica de vasos comunicantes. Fijémonos en la lengua literaria rusa: maduró con traducciones del francés y el alemán. Luego el ruso devolvió el favor cuando se pasaron a otras lenguas obras de Tolstói, Dostoievski o Chéjov. Gracias a ellos, los modernistas británicos descubrieron una nueva forma de plasmar la psique. Virginia Woolf se animó a aprender ruso y a firmar traducciones junto con un emigrado ucraniano. En época soviética, cuando Hemingway o Faulkner se tradujeron a la lengua de Pushkin, revolucionaron la generación de escritores de los años sesenta, etcétera. Viajes de ida y vuelta en el tiempo y el espacio que expanden los horizontes mentales de los territorios.

La lengua de Europa es la traducción, decía Eco. Una manera concisa de expresar que hay multitud de idiomas y que, cuando se traducen entre sí, se crea un diálogo enriquecedor basado en la hospitalidad. En un mundo cada vez más distraído, traducir exige una escucha atenta. O, por lo menos, intentarlo. Hoy, cuando es normal silenciar la opinión contraria con un clic, dar espacio para incorporar la alteridad significa ir a contracorriente.

Las lenguas se tutean con menos complejos que sus respectivos hablantes. Es la naturaleza viva de los idiomas: desoír imposiciones, cruzar fronteras, contaminarse. Y la traducción, como privilegiado puente de enlace, es una lección de convivencia. “Dos culturas, dos lenguas, dos países se traducen —se integran, discrepan, se mezclan— en esa traducción ideal permanente, que constituye la realidad de su relación”, afirma Claudio Magris. Hace poco la consellera de Cultura de la Generalitat declaró que en el Parlament se habla demasiado castellano. El diablo está en los detalles, y ese “demasiado” suyo me sorprendió, a 2.300 kilómetros de distancia, leyendo un pasaje de Leo Spitzer. Filólogo como la consellera, en 1933 tuvo que emigrar de Colonia, donde perdió su plaza de profesor universitario. Exiliado en Estambul, escribió sobre la desterritorialización de las lenguas: “Cualquier idioma es humano antes que nacional: las lenguas turca, francesa y alemana pertenecen primero a la humanidad y, luego, a los turcos, a los franceses y a los alemanes”. Demostrar estima por todas las lenguas sin excepción es algo que se espera primero de un filólogo y luego de un alto cargo de cultura. Se debería practicar siempre, también en el resto de España".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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