El arzobispado de México recibió en 1777 el encargo de realizar un padrón, cuenta en El País [España y la idea de vivir juntos, 18/10/2024] el escritor José Andrés Rojo. La autoridad imperial pretendía ver reflejadas sus posibilidades fiscales para afinar en la recaudación de los distintos tributos y quería que se le ofreciera un conteo de cuántos españoles residían en aquellos dominios suyos, cuántos indios y cuántas castas para así proceder en el cobro con más eficacia. La cosa se complicó, no resultaba tan simple colocar a gentes de tan distintas identidades en tan pocas categorías, así que al final el arzobispado tuvo que utilizar una clasificación que llamo de calidades, mucho más elaborada: “españoles, castizos, mestizos, indios, mestindios, mulatos, negros, moriscos, lobos, albinos, coyotes y chinos”. La relación es una muestra de cuán plural era México entonces, no parece que existieran solo los españoles y los indios, como dos masas puras y compactas que se miraran de reojo y se enseñaran los dientes. El imperio iba a esquilmar a cuantos pudiera, y allí donde pudiera, pero la tarea de emanciparse de su yugo no iba a ser una batalla que fuera a librarse entre dos unidades puras y sin fisuras (los buenos y los malos).
“Una de las maneras posibles de definir la modernidad es como un complejo proceso de emancipaciones”, escribe el historiador José M. Portillo Valdés en la primera línea de Una historia atlántica de los orígenes de la nación y el Estado (Alianza), donde se ocupa —como reza el subtítulo— de España y las Españas del siglo XIX. El libro se publicó hace un par de años, pero resulta útil para tomarse con distancia el burdo episodio que ha escenificado la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, para lucir músculo patriótico al no invitar al jefe de Estado de España a su reciente investidura, pero sirve también para volver a las viejas cuitas que enredan la convivencia en este país, ahora con la financiación singular prometida a Cataluña y el momento de extrema e indigesta polarización.
Los procesos de emancipación son complejos, pero aun más difícil que rebelarse contra el opresor resulta a veces el propio desafío de tener que inventarse como nuevo sujeto político. A veces, a una dominación le sucede simplemente otra dominación, o un cúmulo de desórdenes que no tienen fin, nuevas guerras, inestabilidad, miseria. El proceso de emancipación de España —su proceso de construcción como nación soberana y como Estado—, explica Portillo Valdés, tuvo que ir realizándose en varios frentes, con avances y retrocesos, con un sinfín de peculiaridades.
“España no es España prácticamente hasta el siglo XX”, apunta. La de hoy, en la que la soberanía reside en el pueblo, tuvo que ir independizándose de sus distintas identidades para poder jugar en el tablero de la modernidad. Le tocó dejar de ser una monarquía del Antiguo Régimen, un imperio y una nación católica, y nada queda ahora de esas viejas Españas. Es cierto que Franco procuró imponer “una idea monoidentitaria de España”, pero fue un fracaso. Durante su dictadura, le tocó a la España peregrina, la del exilio, mantener vivo el proyecto de una España democrática, plural, abierta. Portillo Valdés se acuerda del historiador Pere Bosch Gimpera, que instalado en México sostuvo que a “la verdadera España había que buscarla por debajo de la superestructura de sus reinos, monarquía e imperio”. “Estaba en los pueblos que la conformaban y que habían mostrado históricamente una férrea voluntad de vivir juntos no gracias si no a pesar de la monarquía y del imperio”. Ahí queda esa idea: con ganas de seguir viviendo juntos. José Andrés Rojo es escritor.