martes, 23 de enero de 2024

De la boca muda que pronuncia la ley

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz martes. El crédito del sistema judicial, comenta en El País la jurista Mariola Urrea,  no solo exige garantizar la independencia del citado poder, sino que también es imprescindible que jueces y magistrados cuiden que sus actuaciones sean (y se perciban) como imparciales. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com







La boca muda que pronuncia la ley
MARIOLA URREA CORRES
20 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La máxima es de Montesquieu y cualquier estudiante de derecho se hartará de escucharla durante su paso por la facultad. Y es que nuestro modelo democrático, basado en la separación de poderes, determina claramente que corresponde al poder legislativo elaborar las leyes y al judicial su interpretación y aplicación. Ni más, ni menos. Para que la función jurisdiccional se desarrolle de manera adecuada la Constitución blinda la función de jueces y magistrados con algo tan valioso como la independencia y configura una pluralidad de mecanismos para hacerla efectiva. Este principio los protege frente a cualquier intento de injerencia de otros poderes del Estado. Todos los jueces tienen clara la necesidad de reivindicar este escudo de protección y lo expresan con determinación a través de su órgano de gobierno cuando entienden que puede estar siendo violentado.
En esta lógica de defensa corporativa debe interpretarse el posicionamiento que, por unanimidad y con exceso de celo, emitió ayer el Consejo General del Poder Judicial tras las declaraciones de Teresa Ribera en Televisión Española en las que llamaba la atención sobre “la querencia” de un magistrado por llevar a cabo actuaciones judiciales (volver a impulsar un caso después de cuatro años) en momentos políticos determinados (tramitación de la ley de amnistía) y con una calificación jurídica de hechos controvertida (terrorismo). Pues bien, ¿son estas palabras de la vicepresidenta un ataque a la independencia judicial? O, como dice en su comunicado el Consejo General del Poder Judicial, hablamos de una deslealtad institucional. Y en ese caso, ¿debe el Consejo General del Poder Judicial pronunciarse contra pretendidas deslealtades institucionales que no sean injerencias a la independencia judicial?
El crédito del sistema judicial no solo exige garantizar la independencia del citado poder. También, y como contrapeso, es imprescindible que jueces y magistrados cuiden que sus actuaciones sean (y se perciban) como imparciales. El juez no opera de oficio, ni por criterios de oportunidad, ni busca con su actuación subsumir de manera forzada hechos en tipos jurídicos con la consecuencia de dejar inoperante una ley en tramitación que previamente se ha criticado de manera pública. El juez no debe tener más agenda que la de resolver conforme a derecho problemas que le han sido sometidos por las partes. Y es que preservar la confianza en la actividad jurisdiccional exige de su titular un ejercicio permanente de autocontención especialmente sobre los instrumentos legislativos cuya elaboración le corresponde a otro poder del Estado ¿Acaso no compromete la imparcialidad de quien así se manifiesta cuando está llamado a juzgar hechos subsumibles en esa misma ley?
En las respuestas que demos a todas estas preguntas se configura, a mi entender, el espacio de crítica que admitiría la función jurisdiccional en una democracia plena como la española. Y es que parece claro que la independencia no puede convertirse en inmunidad de crítica para actuaciones judiciales que son jurídicamente controvertidas y generan dudas razonables de su auténtica intencionalidad. Tampoco sería propio de un sistema democráticamente depurado pretender que la única fórmula de cuestionar la función jurisdiccional pase por activar un proceso por prevaricación. Los jueces, sin necesidad de delinquir, también pueden dejar de ser esa boca muda que pronuncia la ley pervirtiendo con ello la noble función constitucional que tienen encomendada. Y en ese caso, resulta imprescindible disponer de espacios para la crítica. Mariola Urrea Corres es jurista.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Cultura de la cancelación. [Publicada el 09/12/2019]









Ya no importa que la persona se avergüence de sus acciones; queremos que sea cancelada, ajusticiada con la inexistencia. Deberíamos hablar de “derecho al olvido”, no de la imposibilidad de redención, afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Andrés Barba. 
Cada día -comienza diciendo- aprendemos a convivir un poco más con dinámicas digitales que hace no tanto nos llenaban de pavor. Nos asustamos menos y establecemos menos enmiendas a la totalidad cuando un Kevin Spacey desaparece de una serie por haber cometido abusos sexuales hace años o se cancelan conciertos de R. Kelly, como si lo primero fuera el justo castigo por lo segundo. Sospechamos que en el fondo no debería haber motivo para privarnos de un buen actor que ha cometido un delito siempre y cuando salde sus cuentas con la justicia, pero algo en nosotros ha acordado que en este estado de la situación, la lógica fluya por otros caminos, o tal vez ni siquiera la lógica sino algo más poderoso: lo inevitable. Sabemos también que por muy justos que en ocasiones sean esos ataques, en otras no dejan de ser perfectamente extemporáneos y hasta aleatorios. Los derechos de las minorías, la reivindicación de justicia o el simple deseo de defenestrar a alguien se confunden en las redes en un caos tan colosal que requeriría un trabajo a jornada completa distinguir lo trivial de lo serio. Tal vez por eso nos inclinamos cada día un poco más a pensar que éste es el signo de nuestros tiempos: ganar por goleada en el territorio del embrollo, hacer que la pelota de hilo sea tan grande, que la simple idea de desarmar la madeja parezca una utopía.
Casi genera cierta nostalgia acordarnos de cuando opinábamos que la cultura de la denuncia en las redes era una forma de regular mediante un sano oprobio social los comportamientos e ideologías que “debían ser corregidos”, cuando nos parecía una democratización oxigenante que se ampliara la autoridad que decidía a quién se ponía en la picota digital. Pensábamos que al fin y al cabo de lo que se trataba era de abrir el marco del sancionador, y que cuantas más voces estuvieran habilitadas a sancionar, más probable sería que dejaran de irse de rositas los de siempre. La cultura de la denuncia suponía la victoria de David frente a Goliat: garantizaba que las minorías pudieran visibilizar e interrumpir comportamientos abusivos, por eso entendíamos también que, como tales, esas minorías solo pudieran ser intransigentes: no solo necesitaban protegerse, sino también, y por encima de todo, tenían que cohesionarse como comunidad. Hoy empezamos a estar más acostumbrados, pero también menos seguros. Un grado de incertidumbre que varía según la edad y el grupo social al que se pertenezca.
Hace unas semanas se produjo un pequeño encontronazo que ilustra bien esa brecha generacional. Durante un encuentro de la Obama Foundation, el expresidente advertía a los jóvenes de los peligros de un comportamiento demasiado radical y judicativo en las redes: deberíais abandonar lo antes posible esa idea de la pureza y de que hay que estar siempre “alertas” políticamente. El mundo es un caos. Existe la ambigüedad. La gente que hace cosas buenas también tiene debilidades. Esas personas a las que atacáis también quieren a sus hijos. La réplica no tardó en llegar. Dos días después, Ernest Owens, un reportero millennial del New York Times recordaba al expresidente que había sido su generación, con su incompetencia, la que había obligado a los millennials a una franqueza radical en temas como el medio ambiente, el feminismo o los derechos LGTBI, y afirmaba que lo que el expresidente no puede o no quiere entender es que las generaciones jóvenes no atacan por deporte, sino para defender a la gente desprotegida del daño que los poderosos ya han infligido.
Los dos tienen razón, evidentemente, Obama con su consejo de abuelo en pantuflas, el millennial Owens con su hacha de guerra diciéndole al viejo que juzga la vida con unos términos obsoletos, y aunque en ese desencuentro queda también nítida una premisa fundamental: la de que cuando las figuras del establishment afirman que se debería “moderar” la libertad de expresión se refieren siempre a la de los demás, no a la de ellos, lo que está claro es que la verdadera declaración es: esto no se va acabar mañana. Esto ha llegado para quedarse.
Cada día se van afinando también más los términos. Allí donde antes bailaban los eufemismos comienza ahora a hablarse abiertamente de una “cultura de la cancelación”. Un término que nace con el movimiento Me Too precisamente para hacer un llamamiento al boicot de las celebridades que manifiesten una opinión cuestionable o hayan tenido una conducta delictiva, machista, racista u homófoba. Bill Cosby, Michael Jackson, Roseanne Barr o Louis C. K. son solo una minúscula punta de lanza en la que no se distingue a los vivos de los muertos. El boicot de la cultura de la cancelación no pretende solo un tirón de orejas digital o un bloqueo profesional, sino algo más radical y en cierto modo verdaderamente utópico, borrar literalmente a esas personas, programar un paso del ser al no ser. Ya no importa que la persona se avergüence públicamente de sus acciones, ni que pague en moneda de carne o de sangre por sus errores o sus delitos, queremos que sea ajusticiada con la inexistencia: que sea cancelada.
El exiliado y la víctima propiciatoria son también, no lo olvidemos, instituciones basales de la comunidad humana, antecedentes pretecnológicos de esta cultura de la cancelación. Uno de los asuntos más peliagudos de la condición humana es a quién tenemos que pasar a cuchillo o a quién debemos expulsar de la aldea para ser quienes somos. El problema de Internet no es tanto que genere episodios inéditos en nuestra condición natural, como que legitima comportamientos atávicos de los que nos habíamos protegido mediante la promulgación de derechos. Si algo deja claro la declaración de los derechos humanos es que seguimos siendo dignos por mucho que otras personas afirmen que hemos dejado de serlo, y que “esa imposibilidad de dejar de ser dignos” es la base del consenso —de la ficción, si uno se pone muy cínico— que hemos acordado creer para construir una sociedad más ecuánime. Es un tanto dudoso por tanto que, sea lo que sea lo que hayamos hecho, alguien pueda decidir que no existimos más.
Pero la verdadera cuestión que pone sobre la mesa la “cultura de la cancelación” es la imposibilidad de redención, la clausura de una restauración a la vida previa al delito. Una huida hacia delante peligrosa, cuyas repercusiones son más difíciles de mesurar en el caso de que se instauren en nuestra manera de juzgar la realidad. Más que sobre los términos en los que deben permitirse esas campañas de oprobio digital o sobre la efectividad de las mismas, más que el debate sobre las defensas de las minorías o hasta dónde les favorecen esas campañas, tal vez deberíamos empezar a preguntarnos hasta qué punto los términos en los que planteamos esta cultura de la cancelación no estarán provocando lo contrario de lo que pretendíamos: restaurar lo que ha sido dañado, hacer justicia. Tal vez de lo que deberíamos estar hablando no es de cultura de la cancelación, sino de derecho al olvido. Puede que las personas no sean solo sus virtudes, pero desde luego no solo son sus defectos. En cualquier caso, como aconsejaba Rilke, más que apresurarnos por encontrar la respuesta, tal vez lo que tendríamos que hacer es formular bien la pregunta.
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 22 de enero de 2024

De la vacuidad

 









Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz lunes. El estreno en X del nuevo primer ministro francés, Gabriel Attal, escribe en El País la periodista Carla Mascia, ha dejado perplejo a más de un analista político por la vacuidad de sus palabras, un vacío adornado de sarkozismo. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com







El vacío como horizonte político
CARLA MASCI​A
20 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

“Un horizonte: conservar el control de nuestro destino, liberar el potencial de Francia y rearmar nuestro país”. El estreno en X de Gabriel Attal como primer ministro, el más joven de la historia de la V República, ha dejado perplejo a más de un analista político francés como el periodista y politólogo Clément Viktorovich, especialista en descifrar las estrategias retóricas de los políticos, que incluso elaboró en Instagram un minucioso análisis de texto para intentar hallar en sus palabras algo de sentido en vano. ¿Acaso existen franceses que quieran perder el control de sus destinos y encerrar el potencial de Francia a favor de liberar la mediocridad?, se preguntaba irónicamente Viktorovich, que sintió que estaba contemplando el mismísimo abismo.
Pocas veces me había resultado tan evidente el concepto de vacío ―esbozado en 2016 por Jacques Attali, consejero de presidentes como Mitterand y personaje clave en la ascensión meteórica de Macron, para definir lo que encarnaba el entonces ministro de Economía de Hollande― como después de leer el proyecto de Attal. Creo incluso que, tras siete años de macronismo, quizá sea la idea que mejor permite entender esta corriente, como defiende el filósofo y politólogo Pierre-André Taguieff para quien el macronismo es el “reino del vacío”. El vacío como ausencia de horizonte político y como herramienta discursiva. De los eslóganes y de los position paper sin alma viven el marketing y las agencias de comunicación, pero de eso no puede alimentarse un Gobierno.
La idea de vacío es también lo que predomina cuando intentamos comprender la cuarta remodelación ministerial emprendida por Macron, que el Nouvel Obs ha calificado de “enésima operación de comunicación”, con un primer ministro “condenado al papel de superportavoz” del presidente. Más allá del arriesgado propósito de derechizar el Gobierno en un intento desesperado por reducir el avance del Reagrupamiento Nacional de cara a las elecciones europeas de junio, ¿qué visión política justifica que Attal, popular en las encuestas pero sin balance conocido a excepción de la prohibición de la abaya en la escuela, acabe siendo primer ministro de Francia? O que a la sarkozista Rachida Dati, imputada por un supuesto caso de corrupción, se le entregara, sin tener una competencia real en la materia, la cartera de Cultura, interrumpiendo el plácido descanso de un Malraux que debe estar retorciéndose en la tumba. ¿Es esta la regeneración democrática que prometía Macron?
El vacío, por fin, adornado de sarkozismo, es lo que desprendía este martes el discurso del mandatario a la prensa, con medidas como la introducción del uniforme escolar o el aprendizaje obligatorio de La marsellesa en Primaria, por hablar solo de educación, cuando los problemas que realmente afectan al sector residen en el cierre de clases en la educación pública a favor de la privada, la falta de profesores, la precariedad de sus condiciones de trabajo y su desprestigio social. En los 25 minutos que duró la alocución, no hubo ni una palabra sobre el desafío climático, el sistema sanitario y su personal al borde del colapso, la situación de extrema pobreza en la que se encuentran muchos estudiantes, o sobre la crisis de la vivienda. Lo que sí quedó claro es que “Francia tiene que seguir siendo Francia” ―copyright de Éric Zemmour―, y que para conseguirlo el país necesita “orden” y “autoridad”.
En Los ingenieros del caos, el escritor Giuliano da Empoli nos alertaba sobre el peligro que representan para nuestras democracias los líderes populistas que, como Trump o Salvini, adaptan su política al funcionamiento de las redes sociales con mensajes ultra emocionales y contundentes que les hacen ganar cada vez más devotos. Mienten, manipulan, pero dicen algo y el proyecto de sociedad que defienden es más claro que el agua. Para combatirlos, necesitamos algo más que las palabras huecas y la ausencia de visión política de los ingenieros del vacío.​ Carla Mascia es periodista.
 
































[ARCHIVO DELBLOG] ¿Solos y felices? [Publicada el 09/02/2019]











La cultura actual de la felicidad condena las emociones negativas y estigmatiza la soledad, y la literatura de autoayuda, que parte de la idea de que el carácter es moldeable, se presenta como el remedio, comenta la catedrática de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, Helena Bejar. ¿Pero de verdad es ese el remedio?
La modernidad tardía está creando dos fenómenos interrelacionados que apuntan en direcciones opuestas: el aumento de la soledad y del suicidio y el imperativo cultural de la felicidad. El primero ha llevado en Reino Unido a la creación de una secretaría de Estado. En España hay 10 suicidios diarios y el Gobierno prepara un plan para remediar cuestión tan alarmante. La escasa información solo señala que se produce entre mayores, personas sin techo y mujeres maltratadas. Pero España arroja cifras altísimas de consumo de ansiolíticos y antidepresivos en toda la población. Luego la depresión y el suicidio constituyen un horizonte posible en todo el espectro social. Vienen a la mente la crisis económica y la devastación que conlleva. Pero más allá de ella hay que analizar nuestra cultura.
La sociología clásica —Émile Durkheim— teoriza tres tipos de suicidios. El llamado altruista era propio de sociedades tradicionales donde las normas de la comunidad tenían un peso excesivo: así, la mujer hindú se suicidaba cuando enviudaba. Los otros dos tipos, el egoísta y el anómico, interesan más aquí porque son el producto de una individuación desintegrada, y de momentos de perturbación del orden colectivo y de crisis económica, respectivamente. En ambos, los individuos pierden los lazos sociales y se hallan insertos en una cultura individualista que avanza desde los albores de la sociedad industrial.
El aumento actual del suicidio es propio de una sociedad de solitarios, de hombres y mujeres en una precariedad de vínculos estables y nutrientes. La sociedad individualizada crea instituciones zombis, que no están ni vivas ni muertas porque permanecen, pero que han perdido sus contornos y la certeza que antaño proveían. Entre ellas destacan el matrimonio y la familia. A pesar de estar sumidas en continua mudanza, matrimonio y pareja contrarrestan el caos normativo de la modernidad líquida. Fuera de ellas es el desierto emocional y sexual, la soledad, la depresión y el abismo del suicidio. Dentro, el colchón económico en tiempos de crisis, el salvavidas afectivo, la energía emocional que nos dan los otros y que nos mantiene como seres vinculados. La literatura contemporánea muestra tal paisaje. Las novelas del último Philip Roth narran las vidas sin esperanza de ancianos rodeados de soledad, enfermedad y muerte. En Ampliación del campo de batalla, Houellebecq profundiza en una depresión y divide al mundo entre quienes tienen una vida sexual y quienes no. En Sumisión describe cómo un profesor universitario, expulsado de su trabajo y por ende desinstitucionalizado, se encuentra repentinamente solo. También el cine refleja la soledad contemporánea: The Visitor, La cour, Annalisa y sobre todo la excelente Her, donde un holograma encantador es la única compañía de un joven, completamente solo, que se enamora de la cálida voz de su ordenador, a falta de lazos estables. En ese futuro cercano de una sociedad tecnologizada no existen ni amigos ni familia ni pareja. La compañía del ordenador está programada para durar brevemente: el tiempo de sufrir una profunda decepción, dolor y de pensar en acabar esa vida tan miserable.
La modernidad tardía engendra soledad en una vida más larga y con un ocio —y desempleo— que se extienden en el tiempo. Pero además ha creado un mandato cultural bifronte: el imperativo de la felicidad, de ser “positivos” a toda costa. Por una parte, ofrece un camino a seguir que da sentido a una vida secularizada. Por otra, se impone como una nueva ideología que agudiza la desdicha. El imperativo de la felicidad forma parte del credo estadounidense basado en un voluntarismo radical por el cual con esfuerzo y determinación todo se puede conseguir: éxito y bienestar. También ser feliz. El voluntarismo se une a un individualismo que proclama el valor de la independencia por encima de la interdependencia y que condena la dependencia, del Estado y del prójimo. El credo americano anida en la literatura de autoayuda desde su fundación. Desde los pasados noventa, la psicología positiva en su vertiente científica y popular es el estandarte de dicha ideología. Se difunde por la autoayuda y ha penetrado el sentido común actual con gran éxito.
Su presupuesto es que el carácter es moldeable y ofrece el cambio del yo para conseguir la felicidad. Es un proyecto privado, propio de una cultura individualista que ha dejado atrás los colectivos, el llamado programa de emancipación. La oferta del cambio interno no es poco en una sociedad secular y desencantada. La literatura de consejos quiere construir un yo fuerte y autosuficiente e instaura un código frío con la autosuficiencia y el distanciamiento como valores centrales. La felicidad es cuestión de técnicas.
Según el cognitivismo sociológico, el pensamiento domina la emoción: cambie su “estilo negativo” de pensar por uno “positivo” y será feliz. La voluntad ha de vencer a la necesidad, en forma de herencia genética y de circunstancias sociales: no busque reconocimiento, sea usted la fuente de su propia valía, no se compare con los demás; afirme el “aquí y el ahora” y deje de lamentarse por su pasado, no tema al futuro, aunque sea incierto; sustituya a los amigos o amores que pierda; céntrese en su interior, único ancla de seguridad. Un mercado creciente de bienestar subjetivo le espera. Y si la dicha es cuestión de método, alcanzarla depende de uno. Solo el individuo es responsable tanto de hacerse como de deshacerse a sí mismo. Vuelve el budismo light de los sesenta, ahora llamado mindfulness, que ayuda a ser feliz. A aprender a suspender el deseo, la tristeza, el yo mismo. En la respiración está la clave de su vida. Líderes morales como David Lynch o Martin Scorsese practican la meditación, que se está extendiendo en los colegios como parte de una educación para ser feliz.
La cultura actual de la felicidad condena las emociones y actitudes “negativas” —tristeza, duda, queja— mientras que la soledad se estigmatiza. Si uno carece de lazos sociales será por su culpa, por su estilo negativo. Por carecer de flexibilidad, valor ya incontestable, y no poder adaptarse al mercado, al trabajo, a los otros. La soledad se ha convertido en la nueva cara del fracaso y ha de ocultarse, porque la depresión que puede conllevar es contagiosa y “tóxica”, según el credo positivo. La psicología popular recomienda la interacción social como un recurso, los otros renovados: redes sociales, páginas de encuentros, grupos de intereses comunes.
Pero hay que recordar que en España carecemos de tradición asociativa, sea cívica, política o de autoayuda. Tenemos solo las redes sociales, hechas de contactos inestables y efímeros, guiados por una lógica mercantil donde todos somos intercambiables en una ilusión de infinitas opciones. La adaptación a las nuevas formas de integración social es signo de ductilidad, de “estar abiertos” a ese interior plástico y optimista. El imperativo de la felicidad hace responsables de la desdicha. El ascenso de la ideología positiva deja más solos a los que fracasan en el cambio del yo. Y con la suspensión de las causas sociales de la soledad —y del suicidio— avanza el progreso de la conciencia psicológica, el declive de las instituciones y la colonización de la moral por parte de la cultura psicoterapéutica. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt