"El Gobierno de Sánchez-Iglesias representa para todos los demócratas europeos una enorme y frágil esperanza -escribe el filósofo y director de la revista MicroMega, Paolo Flores d’Arcais-. También supone una oportunidad de aprendizaje, si es que de la historia y de la crónica se sabe aprender algo (por lo general, en cambio, suelen repetirse los errores cometidos por otros).
Es una esperanza porque va a contracorriente respecto a la marea de revanchismo de derechas, rayano en el prefascismo, que desde hace ya demasiados años parece extenderse incontenible por Occidente, con Orban en Hungría, Kaczynski en Polonia, Vox en España (propiciado por los años de Rajoy), AfD en Alemania, Salvini+Meloni en Italia, una Le Pen ya permanentemente competitiva en Francia, por no hablar de Holanda y de los países nórdicos, donde hasta ayer mismo estas derechas eran simplemente impensables (y sin mencionar a Trump, por supuesto).
Es una esperanza porque el programa acordado entre el PSOE y Podemos trata de afrontar la raíz de la marea derechista: la creciente desigualdad de ingresos y de estatus que desde hace décadas no ha dejado de crecer en las sociedades occidentales, con los pobres cada vez más pobres, los muy ricos cada vez más cresos, y las clases medias cada vez más en peligro, con la estela de ansiedad y miedo que la falta de políticas de izquierda ha regalado a las derechas más extremas. Unas derechas antidemocráticas que reemplazan tradicionalmente los problemas con los chivos expiatorios, la omnipotencia de la finanza sin regulación y del empresariado desenfrenado, que es la causa principal de los problemas que están doblegando a las democracias occidentales, con el miedo a los inmigrantes, un chivo expiatorio perfecto, dado que bucea en las profundidades psíquicas del nosotros/ellos presentes en cada Homo sapiens y que solo el bienestar, la igualdad y la educación pueden mantener bajo control, pues de lo contrario resurge la pulsión premoderna de la identidad de “fe, sangre, suelo”.
El programa de Gobierno es muy detallado, los defensores del statu quo lo tacharán de mera “lista de sueños”, demasiado ambicioso, demasiado radical. Muy al contrario, se trata de un preciso catálogo de todo lo que resulta absolutamente necesario hoy para poder hablar de reformismo. Si parece radical es solo porque en Europa nos hemos acostumbrado durante décadas a considerar que el reformismo no es lo opuesto al conservadurismo sino lo contrario a la revolución, y nada más.
El programa Sánchez-Iglesias, por el contrario, vuelve a vincularse con la tradición reformista, y a situar en el centro no la “empresa” en abstracto sino a los trabajadores, poniendo entre paréntesis de manera significativa la “reforma laboral”, es decir, las leyes contra los trabajadores de Rajoy, y anunciando al contrario un nuevo Estatuto de los trabajadores que represente una garantía para todo el variado mundo del trabajo posfordista que, privado de la gran fábrica como un lugar de agregación y organización, se encuentra cada vez más a menudo a merced de una indecente hiperexplotación, a la que la desregulación liberalista y la globalización han dado legitimidad hasta ahora.
También trata de dar una centralidad no declamatoria, sino concretamente operativa, de manera gradual pero partiendo de hoy mismo, a la urgencia ecológica, a la que en los foros internacionales muchos Gobiernos hacen zalamerías para no tomar después las medidas energéticas (¡radicales!) que la emergencia climática en el acto exige. E intenta revertir esa tendencia que ha visto crecer enormemente en el último medio siglo la brecha entre ricos y pobres a través de medidas como el aumento del salario mínimo (¿hasta 1.200 euros? Un sueño, en Italia), el incremento significativo de los impuestos para los ingresos más altos y las grandes empresas, la ampliación de las prestaciones del servicio de salud pública (con la introducción del dentista), el control del aumento de los alquileres, la extensión de la educación a la franja de cero a tres años y una vuelta de tuerca a las escuelas privadas, una fuente de desigualdad muy a menudo subestimada.
Por último, la derogación de la ley mordaza indica una voluntad de defensa de las libertades que alimenta esperanzas de que el aumento de las libertades civiles involucre también a otros sectores, incluido el tan acuciante como arduo, especialmente en países donde ha resultado sofocante el peso del poder católico, de las cuestiones bioéticas: el derecho de cada persona a decidir sobre nacimiento, vida sexual, muerte.
Sin embargo, es una esperanza frágil, como hemos subrayado. La mayoría que la sustenta se basa en una “nimiedad” en términos de votos. Un par de ausencias en el Parlamento la pondrían en peligro. O el chaqueteo de un par de parlamentarios, propiciado acaso por el poder de la máquina corruptora o intimidatoria del que siempre dispone el establishment económico y sus ramificaciones políticas.
Y aquí llega, inevitable, la primera enseñanza. Hace solo unos meses, en las elecciones de abril de 2019, la misma coalición de hoy habría tenido, y de hecho tenía, una mayor consistencia y, por lo tanto, menos fragilidad. Pero Sánchez optó en ese momento por el egoísmo de partido, el espejismo de ganar votos sustrayéndoselos a Podemos, en lugar de dar coherencia a la vocación reformista, con la que además había derrotado en el seno del PSOE a Susana Díaz, el alma del establishment, la Blair del partido.
La enseñanza es aquí doble. Errare humanum est, perseverare autem diabolicum, y, por lo tanto, cuando se comete un error, ha de tenerse el valor de admitirlo para remediarlo. Afortunadamente, Sánchez lo ha hecho (lo cual es raro entre los políticos) e Iglesias no se lo ha hecho pesar (tampoco este generoso realismo es habitual en la izquierda, por desgracia). Pero la enseñanza de fondo es que carece de sentido una izquierda que no actúe como tal, que compita con la derecha en su terreno, que considere la “moderación”, es decir, someterse al estado de cosas vigente para administrarlo, como la más alta virtud de reformismo.
Debería ser obvio, lo es incluso etimológicamente, que reformismo significa re-formar, dar una forma nueva a las relaciones de poder político, económico y cultural. Inyectar dosis masivas de igualdad (MASIVAS), allá donde los automatismos del mercado impulsan el crecimiento del privilegio y la hybris de la explotación. Para una política democrática, redistribuir la riqueza es tan importante como producirla, a menudo incluso más importante.
Al fin y al cabo, solo una política de justicia y libertad, fuertemente social en lo económico y fuertemente liberal (por lo tanto, estrictamente laica) en términos de derechos civiles individuales, podrá evitar que la cuestión nacional, principalmente la de Cataluña, se imponga como el problema dominante y, de hecho, único, para celebrar elecciones/plebiscitos que oscurezcan los problemas sociales, como esperan los reaccionarios y los privilegiados.
La cuestión catalana merece obviamente un análisis por separado. Aquí, sin embargo, es de rigor subrayar al menos la lucidez y el coraje político (y también personal) de Oriol Junqueras, que ha conducido a Esquerra Republicana por una ruta de colisión con los conservadores independentistas de Puigdemont con tal de evitar el fantasma del regreso de las derechas al poder.
La permanencia en prisión de Junqueras y de todos los demás condenados sigue siendo una vergüenza y un obstáculo, y es de esperar que un Gobierno capaz de acrecentar rápidamente los consensos mediante su política social y de defensa de las libertades sepa encontrar las herramientas legales para ponerle fin. De lo contrario, la fragilidad podría derivar en desplome".
El filósofo Paolo Flores D'Arcais
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