domingo, 18 de mayo de 2025

DE LA GRAN MENTIRA. ESPECIAL 3 DE HOY DOMINGO, 18 DE MAYO DE 2025

 






Mark Zuckerberg alardea de defender la libertad de expresión, pero hace todo lo posible por censurar un libro que retrata su megalomanía, comenta en El País [Gente sin escrúpulos, 17/05/2025] el escritor Antonio Muñoz Molina. Sarah Wynn-Williams, comienza diciendo Muñoz Molina, estaba trabajando en su escritorio, en la oficina de espacios abiertos donde todo el mundo se mezclaba en una especie de risueña hospitalidad, con máquinas gratuitas de café y refrescos, tarros de chucherías, grifos de los que manaba a voluntad vino espumoso italiano, cuando oyó un golpe como de alguien que se desplomaba y luego gritos y jadeos. Cerca de ella, una empleada se estaba retorciendo en el suelo, víctima de un probable ataque de epilepsia, los ojos desorbitados, una espuma blanca de saliva en la boca. Al ir hacia ella queriendo auxiliarla, observó que nadie a su alrededor parecía advertir lo que estaba sucediendo. La gente de la oficina, en su mayoría hombres y mujeres jóvenes muy cualificados, con ese aire informal favorecido por las empresas tecnológicas, siguió absorta en las pantallas de sus ordenadores y de sus teléfonos, sin que los gritos y las patadas y golpes que la mujer daba contra el suelo y los muebles les hicieran volver instintivamente la cabeza.

La escena sucede hacia 2015 en Silicon Valley, en la sede corporativa de la compañía que entonces se llamaba Facebook. Sarah Wynn-Williams, directora de políticas públicas, consiguió llamar a una ambulancia para que la mujer fuera atendida, pero nadie de la sección de personal llegó a decirle su nombre ni se hizo responsable de ella. Y Wynn-Williams se preguntó una vez más durante cuánto tiempo podría seguir trabajando en una empresa en la que el colapso de un ser humano no hacía que alguien emergiera durante al menos unos segundos de su burbuja de ensimismamiento y ambición competitiva. Al cabo de siete años en Facebook, su determinación de marcharse quedaba siempre frenada por el miedo a no encontrar pronto otro trabajo y, por lo tanto, a perder el seguro médico. Tenía dos hijas pequeñas y había sufrido graves hemorragias cuando nació la segunda. El día del parto, ya en el paritorio, su marido había tenido que arrancarle de las manos el portátil en el que seguía respondiendo alguno de los mensajes urgentes que estaban enviándole siempre sus superiores, entre ellos Mark Zuckerberg, el más exigente de todos.

A ella y a todo el mundo que tenían a su servicio, Zuckerberg y sus máximos ejecutivos la trataban con el mismo desprecio que sentían hacia la mayor parte de los seres humanos, los miles de millones situados muy por debajo de ellos, a los que extraían sus datos y violaban sus intimidades para amasar montañas inconcebibles de dinero, a costa de lo que fuera, alentando adicciones destructivas y campañas de odio y mentira que se volvían más rentables cuanto más se expandían. Sarah Wynn-Williams encontró la manera de calificarlos en un pasaje de El gran Gatsby, cuando el joven Nick Carraway vuelve a encontrarse con Daisy, el amor perdido de Gatsby, y su marido, el brutal Tom Buchanan. “Eran gente despreocupada”, dice Nick, en la traducción de María Luisa Venegas. “Destrozaban cosas y criaturas y luego se refugiaban en su dinero o en su vasta despreocupación o en lo que fuera que los mantenía unidos, y dejaban que otros limpiaran el destrozo que habían causado…”.

La cita está al principio del libro que Wynn-Williams publicó hace unos meses, Careless People, una memoria de sus años en Facebook que sus antiguos patronos han hecho todo lo posible por boicotear, incluso solicitando judicialmente su retirada de las librerías. Ya Delia Rodríguez llamó la atención sobre el libro en estas páginas. Zuckerberg, admirador de emperadores antiguos y ahora cortesano del aspirante a autócrata Donald Trump, alega siempre que la libertad de expresión está por encima de cualquier límite que la decencia o el respeto a la verdad pudieran imponer a su red antisocial, pero sus abogados y sicarios están haciendo todo lo posible por evitar que el libro de Wynn-Williams se difunda, y por desacreditarla personalmente a ella, llegando al extremo de acosar con llamadas intimidatorias a periodistas que iban a publicar reseñas.

Como en todas las historias de gente enajenada por un poder excesivo, en Careless People se alternan lo grotesco y lo trágico, la máxima banalidad y el horror. En su jet privado Mark Zuckerberg se alimenta de hamburguesas de McDonald’s y cubos grasientos de Kentucky Fried Chicken, pero cuando ve que otros milmillonarios se ufanan de sus sofisticaciones gastronómicas elige solo restaurantes con tres estrellas Michelin en cada capital que visita. Adopta el corte de pelo del emperador Augusto y llega a tanto su admiración por el mundo romano que encarga una estatua de cuerpo entero de su mujer imitando la de una emperatriz. Sarah Wynn-Williams le dice que va a acabar pareciéndose al Ciudadano Kane de Orson Welles, y de inmediato teme haberlo ofendido, pero por la mirada y el gesto inexpresivo de él se da cuenta de que no le suenan ni el nombre del director ni la película. En un viaje a Colombia, le organiza un encuentro oficial con el presidente Juan Manuel Santos, pero tiene que llamar al palacio presidencial para que se retrase la cita de media mañana porque Mark se levanta tarde y no tiene humor para hablar con nadie antes de las 12. En los viajes del jet privado el equipo directivo se distrae con videojuegos, y Mark gana siempre; pero si un subordinado se descuida y le hace perder, Mark se enrabieta y lo acusa de hacer trampas.

El joven pálido y torpe que se quedaba sin saber qué decir al encontrarse con una celebridad de la política se transforma en unos pocos años en una especie de impasible gurú omnipotente que en los grandes foros internacionales se ve rodeado por presidentes y primeros ministros aduladores y capaces de cometer las mayores indignidades por hacerse una foto con él. Saben que los algoritmos de Facebook combinados con la ignorancia y la irracionalidad humana pueden hacerles ganar o perder elecciones. Ingenieros de la compañía se incorporan en 2016 al equipo de campaña de Donald Trump y le ayudan a identificar con toda exactitud los peores instintos y los prejuicios de cada grupo de electores, y a explotarlas en su beneficio.

Cuanto más poderosos se vuelven, dice Wynn-Williams, mayor es su irresponsabilidad. Con la ayuda de políticos corruptos rompen las normas internacionales que haga falta para pagar menos impuestos y eludir regulaciones que limiten en algo el crecimiento de una riqueza muy superior a la de muchos países. Mark, que no bebía más que Coca-Cola, se aficiona a los vinos más caros del mundo. Nada vale nada si no es exclusivo y desmedido. En Myanmar, donde los servicios de internet solo llegan a través de Facebook, la red social se convierte en un medio de mentira y extremismo, y a continuación de matanza. En cuentas de Facebook se publican noticias falsas sobre delitos y violaciones cometidos por miembros de la minoría musulmana, y a continuación llamadas públicas al exterminio, que cobran rápidamente una sanguinaria realidad. Cada bulo que multiplica el fanatismo y el crimen aumenta los beneficios de la compañía.

Al bueno de Mark y a su núcleo dirigente, lo que ocurra en esos países de hojalata (tin pot countries, dicen) no les merece la menor atención. Ingenieros muy especializados han ideado un sistema para detectar ciertas expresiones clave en las publicaciones de chicos y chicas adolescentes entre los 12 y los 17 años: sobrepeso, inseguridad, sentimiento de inferioridad, falta de atractivo. Esos datos los empaquetan y los venden a fabricantes de productos de belleza, o a proveedores de dietas dudosas de adelgazamiento, que envían a esas personas tan vulnerables anuncios a la medida de sus fragilidades. Llega un día en que Sarah Wynn-Williams se ve colmada de vergüenza y decide que tiene que marcharse. Pero no le da tiempo porque le toman la delantera y la despiden. Así ganó el derecho a no vender su alma y la libertad de no callar. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la RAE.





















DEL AYER QUE PASÓ. ESPECIAL 2 DE HOY DOMINGO, 18 DE MAYO DE 2025

 






Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo, dice en El País [Los bancos del tiempo, 17/05/2025] la escritora y periodista argentina Leila Guerriero. Íbamos en auto por la ciudad en la que me crie, comienza diciendo Guerriero, y el hombre con quien vivo dijo: “Hay menos banquitos, ¿no?”. Era verdad: había menos. Cuando yo era niña, casi todas las casas tenían en el frente un banco de mármol o de granito. Al caer la tarde, los vecinos se sentaban allí y conversaban con los de enfrente y con los de al lado. La costumbre del banquito nunca me gustó. No me interesan los chismes, me deprimen las conversaciones banales, y tengo un prejuicio feo: veo en esos ritos el reflejo de existencias rumiantes que, más que vidas plenas, son un puñado de hábitos que se repiten sin pensar. Pero de pronto pensé que aquellos hombres y mujeres eran capaces de sostener un tiempo sin fragmentaciones. El tiempo no estaba todo roto por la obligación de que cada instante fuera productivo. En el verano se espantaban las moscas con ramas de un árbol al que le decíamos acacio bocha y ponían espirales para ahuyentar mosquitos. Los chicos pasábamos en bicicleta y saludábamos: “Buenas tardes, don Antonio”, “Hola, Sara”. Ese circuito vecinal y callejero funcionaba como una red de informantes bonachona: “Recién pasó Fabián, está con los chicos jugando al fútbol”, “Cecilia se fue a la plaza con Marita”. La partitura de los atardeceres era ese susurro colectivo: estaban el chisme y la conversación banal, pero también una red comunitaria que hacía que los niños de unos fueran los de todos. El hombre con quien vivo dijo: “Los banquitos eran como las redes sociales”. Yo creo que eran lo contrario de ese universo espástico. El filósofo Byung-Chul Han escribió: “El tiempo de vida ya no se estructura en cortes, finales, umbrales ni transiciones. La gente se apresura, más bien, de un presente a otro”. Quizás solo quienes saben detenerse saben cómo seguir. Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo. Pero todo eso parece ir camino a la extinción. O ya haberse extinto. Leila Guerriero es escritora.

















DE LA POLARIZACIÓN EN LA ESPAÑA DEMOCRÁTICA. ESPECIAL 1 DE HOY DOMINGO, 18 DE MAYO DE 2025

 







Dado que la polarización es un fenómeno complejo a la vez que un rasgo destacado de la política española desde principios de siglo, no deberíamos descuidar ningún enfoque que intuyamos fértil para su comprensión, escribe en Revista de Libros [Polarización y cultura política en la España democrática 1977-2025), 09/05/2025] el periodista y politólogo Fran Jurado. Uno de ellos puede ser el que analiza la cultura política y su evolución, esto es, los valores y orientaciones políticas de la ciudadanía, así como la percepción que esta tiene sobre su propio papel como actor democrático. Explorar la relación entre polarización y cultura política puede brindarnos claves sobre actitudes y comportamientos en el actual sistema político español.

En 2025 se cumplen sesenta años de la edición de un texto seminal de la politología, La cultura cívica, de Gabriel Almond y Sidney Verba, comienza diciendo Jurado. En él, los dos autores estadounidenses proponían una original vía para entender los sistemas políticos: se trataba de situar la psicología política en el centro de la investigación, de ver la relación entre esa psicología colectiva y las realizaciones de las democracias. La cultura política —que caracterizaron como el conjunto de orientaciones cognitivas, afectivas y de evaluación del sistema por parte de la ciudadanía— se convertía, en su esquema, en nexo entre psicología y política: en sus palabras, en la infraestructura de la democracia.

Concretemos: ver cuál ha podido ser la incidencia de la polarización en nuestra cultura política y en qué medida su posible transformación apunta, a su vez, a hipotéticos cambios estructurales en nuestra democracia, se antoja un ejercicio de interés, y ello aunque operemos de modo tentativo y preliminar. De forma que podemos plantearnos algunas preguntas: ¿qué efecto han tenido las distintas oleadas y formas de polarización en la cultura política a lo largo del período democrático? ¿Qué tipos de polarización han sido influyentes? ¿En  qué condiciones se ha dado esa influencia diferencial? ¿En qué ha cambiado nuestra cultura política debido a la polarización? ¿Se trata de cambios inestables y transitorios o bien han cristalizado en una realidad duradera? ¿La evolución de la cultura política española puede hacer mutar elementos estructurales en el sistema político?

Partamos de un supuesto: el motor fundamental de la polarización en nuestras democracias occidentales es, hoy como ayer, la competencia partidista. Algunos agentes se alinean en la dinámica, la refuerzan y la hacen difícil de revertir: fundamentalmente el sistema mediático y las plataformas de comunicación que conocemos como redes sociales. En relación con lo primero, baste recordar el ya célebre estudio de los expertos en comunicación política Daniel C. Hallin y Paolo Mancini, Sistemas mediáticos comparados: tres modelos de relación entre los medios de comunicación y la política (2004). En este texto, España encaja en el grupo de los sistemas comunicativos del sur de Europa, con medios caracterizados por su pluralismo polarizado, lo que implica un fuerte alineamiento con partidos e ideologías, así como la usual dependencia clientelar de los poderes públicos mediante prácticas de concesión de licencias y publicidad institucional. Respecto a las redes sociales, en contra del inicial optimismo sobre el papel de las nuevas tecnologías de la información, hoy es evidente que uno de los efectos de X, la principal plataforma de comunicación de la política, es, por su naturaleza y diseño, la contribución al refuerzo de los bloques políticos enfrentados. La otra cara de la democratización de la esfera pública es que el negocio de las plataformas reside en explotar nuestro tribalismo político, la tendencia innata a definirnos en oposición a un otro. Una condición que se traduce en mayor tráfico y visualizaciones ―en más negocio― de los mensajes que se valen del populismo y la aproximación emocional y que, por ello, polarizan.

Para aventurar conclusiones, necesitaremos trazar el recorrido básico de los diferentes momentos polarizadores a lo largo de la democracia española, desde su reinstauración a finales de la década de 1970. Es posible sintetizar tales periodos a partir del análisis que el sociólogo Juan Jesús González hace de las sucesivas elecciones en Las razones del voto en la España democrática. 1977-2023. Esquemáticamente: tras la llegada al poder del PSOE de Felipe González en 1982, hay un arranque polarizador al nacer la década de 1990, protagonizado en gran medida por la acción opositora del nuevo líder del PP, José María Aznar. Un enconamiento en las formas que se apoyó, de un lado, en graves problemas de corrupción política que empezaron a acorralar al ejecutivo socialista y, del otro, en un sistema mediático crecientemente alineado con uno u otro partido y al cual se añadieron, como actores influyentes, las nuevas cadenas privadas de televisión. Los comicios de 1993 ―ganados in extremis por el PSOE, ya sin mayoría absoluta― y la legislatura 1993-1996 constituyen la primera ola polarizadora de nuestra democracia.

La legislatura 1996-2000, con victoria sin mayoría absoluta del PP de Aznar, supondrá un descenso de la polarización debido a la fluida relación del Gobierno con los agentes económicos. Sin embargo, la conflictividad retornará en la segunda legislatura del centro-derecha, inaugurada en 2000 con mayoría absoluta. El estilo de gobierno se modifica y la división social empieza a acentuarse debido a decisiones polémicas, como el alineamiento con Estados Unidos en la guerra de Irak. Esta es la época en que se normaliza la polarización como rasgo permanente de la política española: sobre esa base se añadirán sucesivas capas durante las siguientes dos décadas para reforzar la animadversión entre los partidos mayoritarios, hasta hoy.

Los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid serán uno de esos ingredientes básicos en el recrudecimiento del desgarro afectivo entre la izquierda y la derecha surgidas de la Transición, toda vez que cada una recriminó a la otra su comportamiento, recurriendo a argumentos de moralidad, durante los tres días transcurridos entre los ataques y la celebración de elecciones generales el 14M. Ese radical trasfondo de resentimiento entre PP y PSOE permeó la legislatura y la actitud polarizadora fue puesta en práctica por ambos partidos. Como señala González en su obra, varios elementos con gran potencial divisivo sobrevinieron para condicionar la agenda del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero durante su primer mandato: la negociación con la banda terrorista ETA, el nuevo Estatuto catalán y la Ley de Memoria Histórica de 2007, impuesta por los aliados parlamentarios —Izquierda Unida y los nacionalistas catalanes de ERC—. Temas que serían presentados por la derecha del PP como debilidad gubernamental y cesiones del Estado en un permanente ambiente de crispación.

La Gran Recesión, iniciada en 2008, sentará las bases para un nuevo impulso polarizador con la aparición de dos partidos que encarnaron lo que se conoció como la nueva política. Por un lado, Podemos, a la izquierda del PSOE en el espectro ideológico, que, sin embargo, en su inicio implementó una estrategia populista basada no en su ubicación en el eje ideológico, sino en la búsqueda de implantación transversal mediante una retórica divisiva de inspiración latinoamericana ―en la obra del politólogo argentino Ernesto Laclau, fundamentalmente―. Célebres fueron las categorías de oposición casta vs. pueblo o los de arriba vs. los de abajo. El otro joven partido, Ciudadanos, saltó desde Cataluña ―había nacido como resistencia al nacionalismo catalán― y, tras la crisis secesionista de octubre de 2017, se hizo popular en todo el país, donde se acreditó como alternativa para una política vista esos días como estéril por la incapacidad de los viejos partidos frente a los efectos de la crisis económica. Sin embargo, ambos malograron sus promesas regeneradoras y alimentaron, de un modo u otro, la división: Podemos, tras ubicarse como partido de extrema izquierda percutió en su retórica de deslegitimación del sistema. Los centristas liberales de Ciudadanos se adscribieron a la política de bloques cristalizada tras la vuelta al poder del PSOE en 2018 y malograron la opción de aplicar una agenda reformista al negar su papel de partido bisagra y desechar una coalición gubernamental con sus vecinos ideológicos socialdemócratas en abril de 2019.

La oportunidad de esa nueva política se esfumaría con la repetición electoral de noviembre de 2019: desaparición de la opción liberal de Ciudadanos y resultado menguante de Podemos, mutado en izquierda radical con la denominación de Unidas Podemos. Pero la aritmética electoral permitirá a esta fuerza ser socio minoritario de un gobierno de coalición con el PSOE y porfiar, desde el Ministerio de Igualdad, por la hegemonía sobre las agendas política y mediática mediante el lanzamiento de controvertidas leyes, características de la nueva izquierda posmoderna o progresismo woke (Ley de garantía integral de libertad sexual, Ley trans y de igualdad LGTBI). La disputa en la esfera pública entre este partido y su nueva némesis, Vox, fuerza de derecha radical emergida en las mismas elecciones que supusieron la caída de Ciudadanos, es un vector fundamental en el incremento de la polarización política desde entonces, en este caso un alineamiento en bloques alrededor de los temas divisivos de la guerra cultural.

Finalmente, deben citarse otros dos factores de polarización: el reto secesionista del nacionalismo catalán durante 2012-2017 y la opción de alianzas de gobierno inaugurada en 2018. Mientras que el procés dividió Cataluña por la mitad, la elección por parte de Pedro Sánchez de los distintos grupos de izquierda e independentistas como socios parlamentarios trazó en la política nacional la línea divisoria principal, línea que dura hasta hoy.

Esta breve pero ineludible pincelada sobre los diferentes momentos y agentes políticos divisivos servirá de base para relacionar polarización y cultura política. Un par de constataciones previas: durante nuestra democracia han contribuido a esa polarización muy distintos actores políticos. Izquierda y derecha, nacionalistas y centristas, no todos a la vez ni con las mismas estrategias, pero prácticamente la totalidad del espectro político. Y, simplificando de un modo casi excesivo, se puede afirmar que la derecha fue predominante en el arranque de la acción polarizadora en España, mientras que, tras un periodo central —desde 2004 hasta la vuelta al poder del PP en 2011— en que tanto derecha como izquierda se entregaron al juego, durante los últimos quince años, las izquierdas y el nacionalismo catalán han llevado la iniciativa. Sin embargo, desde 2020 hechos como el rechazo a la gestión de la pandemia por buena parte de la población occidental, el combate a un wokismo ya cuestionado y, últimamente, el aplauso a la sacudida del tablero internacional propiciada por Donald Trump en el arranque de su segundo mandato, hacen que la derecha radical se eleve como factor de polarización clave, internacionalmente y también en España.

¿Cómo caracterizar la cultura política nacida del pacto entre sectores reformistas de la dictadura y los distintos grupos demócratas durante la Transición? González, en la obra citada, lo hace de la manera más gráfica: la democracia futura fue imaginada por sus impulsores como contramodelo de la democracia republicana de 1931. La memoria de la guerra posterior les hizo entender que el sustrato de valores emergente debía corresponderse con el canon para el funcionamiento de una democracia liberal. Así, se diseñó un terreno de juego común con la implicación efectiva de las distintas familias políticas. La moderación se tradujo en una obligatoria renuncia a las aristas más polémicas de cada ideología, ninguna de las cuales podía pretender la representación exclusiva del sistema. La cultura política subyacente incorporaba la infraestructura liberal básica que, en su análisis sobre la actual crisis de la democracia estadounidense en Cómo mueren las democracias, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, sintetizan y ven hoy erosionada: el reconocimiento del rival político y la disposición a la autocontención en el ejercicio del poder. El corolario a la moderación entre las elites fue la concepción del papel reservado a la ciudadanía: en el diseño constitucional y en los pasos iniciales quedó fijada una cultura de relativa desmovilización, de politización baja y circunscrita en lo básico a la participación en las sucesivas citas con las urnas.

¿Cuál fue el efecto de las primeras oleadas de polarización sobre este sustrato? En realidad, la cultura política liberal no fue impugnada en lo esencial durante casi las tres primeras décadas de democracia. La polarización partidista practicada, primero por la derecha y luego con la incorporación de la izquierda, operó sobre la base de un sistema bipartidista imperfecto que, alternativamente, producía mayorías absolutas del PSOE o del PP o bien gobiernos de uno u otro partido que precisaban del apoyo de los nacionalismos periféricos. Aunque se percibía al PSOE menos escorado hacia la izquierda que el PP hacia la derecha, ambos aspiraban al electorado central, estrategia correcta dado que, repetidamente, se constataba que los votantes de ambos partidos coincidían en gran parte de sus valores culturales y políticos. Las estrategias polarizadoras se circunscribían a la refriega electoral en la medida en que aún no se generaba una polarización afectiva sustancial en la ciudadanía. Aunque a principios de siglo aparecieron voces críticas con la Transición —en algunos casos la impugnación escondía una incomodidad inconfesada con la democracia liberal—, el efecto era minoritario al no haber altavoces en forma de partidos políticos que las trasladaran con eficacia a la conversación pública.

Este escenario solo pudo empezar a virar en 2004, fecha de arranque de una fase transitoria en el deslizamiento hacia la situación actual. El trauma por los atentados terroristas derivó de modo abrupto en enconamiento inédito entre Gobierno y oposición, con una izquierda y una derecha que se dedicaron, como nunca desde 1977, recíprocas acusaciones de inmoralidad: la izquierda en la oposición trasladó la idea de que una derecha capaz de mentir en tales circunstancias era una opción indigna; la derecha, sin encajar aún la derrota en las inmediatas elecciones, acusó de modo simétrico a la izquierda: esta habría demostrado su carencia de principios al propiciar que se acabara responsabilizando al gobierno popular de los crímenes, tras plantar de modo implícito en la opinión una relación de causa-efecto para los atentados, con su origen en la implicación de España en la guerra de Irak decidida por el presidente Aznar.

Aunque no desdeñable, el efecto de esta polarización con origen en el desempeño político tras el atentado aún puede verse como parcial. A la polarización partidista quedará adherida una dosis de polarización afectiva, en gran medida, en su forma negativa: animadversión hacia el rival ideológico más que afinidad al partido propio. Esa hostilidad, sentida de forma creciente en parte del electorado, debió traducirse en la irrupción de elementos novedosos: por ejemplo, la percepción de riesgo sentida ante la eventualidad de victoria de la opción rival y, con ello, el consiguiente debilitamiento de un presupuesto esencial de la cultura democrática, la posibilidad de alternancia en el poder como valor de base compartido y estimado por una gran mayoría.

Para una erosión más severa de la base cultural de la democracia aún habría que esperar unos años. La Gran Recesión, con inicio en 2008, propició, en España como en otros lugares, el surgimiento o la reconversión de partidos y movimientos que abrazaron estrategias polarizadoras mediante la explotación de estilos y técnicas populistas. Aquí fueron dos los agentes políticos fundamentales: Podemos, la fuerza emergida para capitalizar el joven movimiento protestatario de los indignados del 15M —con la paralela crisis de representatividad padecida por el bipartidismo— y el nacionalismo catalán, transmutado en tiempo récord en movimiento unitario orientado a la secesión.

La diferencia crucial entre esta polarización de la segunda década del siglo y la vista antes no es otra que el uso sistemático del populismo como herramienta deliberada —y depurada—, con el objetivo de dividir el cuerpo político y atacar de forma implícita el componente liberal de la democracia. La acción de PP y PSOE tras los atentados del 11M de 2004 había producido un incremento de la polarización y una erosión aún moderada de ese componente liberal (aumento de la intolerancia ante el rival, caída de la idea de alternancia en los más politizados), pero el sustrato consensual permanecía mayoritariamente vigente, el bipartidismo no fue impugnado, la percepción global de la democracia seguía siendo exitosa. Todo ello cambiará con la irrupción de la nueva izquierda y el secesionismo, que iniciaron en sus ámbitos respectivos —la arena española unos, la catalana los otros— eficaces tareas de construcción de un discurso radicalmente transformador de la cultura política y, a través de ella, de los valores y la psicología del votante.

Aunque en sus orígenes Podemos incidía en la implantación de las categorías divisivas citadas arriba, será el nacionalismo catalán quien elaborará de la forma más sofisticada, durante el periodo 2012-2017, un marco que no es que retratase la democracia española como algo defectuoso o insuficiente, sino que la asimiló abiertamente al peor de los autoritarismos. La estrategia, diseñada mediante una inagotable proliferación de eslóganes e ideas —el dret a decidir, el mandat del poble, volem votar, votar és democràcia, som el 52%, la oposición entre pueblo y ley o entre democracia y ley, la inexistencia de fractura social en Cataluña, la soberanía del Parlament catalán, etc.— consiguió inocular en la esfera pública catalana un sentimiento político fundamental: la mitad secesionista de la población interiorizó la democracia de mayorías y la legitimidad plebiscitaria como únicas formas de democracia y de legitimidad verdaderas.

Esa oposición de valores entre la Cataluña secesionista, partidaria de una democracia plebiscitaria, y la mitad constitucionalista, apegada a la norma y al Estado de derecho, se irá deslizando a la esfera pública nacional a medida que se naturalice la presencia cotidiana de la voz del nacionalismo durante el posprocés y su convergencia discursiva con la miríada de marcas autonómicas de nueva izquierda agrupadas, primero alrededor de Podemos, después en el proyecto Sumar. En la sensibilidad de esa izquierda de nuevo cuño, la opción confederal del estado, del agrado de los secesionistas, va paralela a una compartida concepción mayoritaria —por ende, iliberal— del ideal democrático.

La fase última en la consolidación del deslizamiento de valores se ha dado dentro del propio partido mayoritario de la izquierda, el PSOE. En parte como efecto lógico del trayecto compartido con la izquierda radical y el nacionalismo durante seis años de gobierno y de apoyos parlamentarios, las retóricas exhibidas acaban teniendo elementos en común y aquí el factor clave es la dependencia del Gobierno respecto de sus socios, factor que marca el sentido del deslizamiento, de lo liberal a lo iliberal y no viceversa. El otro elemento a tener en cuenta es la incómoda situación del presidente del gobierno Pedro Sánchez, la de su entorno personal y la de miembros de su Gobierno, ahora bajo escrutinio público ante la revelación de hechos que podrían tener recorrido judicial. El resultado es que la polarización de bloques, impulsada casi mecánicamente tras la llegada al poder del PSOE, ha derivado en retóricas iliberales desde el propio poder ejecutivo. Estas, sin tener la naturaleza deliberada y sistemática desplegada durante el procés o en el arranque de Podemos, sí que menudean en invectivas al Poder Judicial (sugiriéndose la existencia de conatos de guerra sucia judicial o lawfare, noción popularizada en la órbita de regímenes de inspiración socialista en América Latina y explotada por el secesionismo catalán), contra la prensa ideológicamente no afín o, incluso, en declaraciones que remedan fórmulas habituales del mismo secesionismo —la afirmación de que la soberanía nacional reside en el Congreso de los Diputados—. Por ello, ha habido una modificación en los valores del votante socialista en pocos años —sin que sea apenas consciente de su significado—: es lo que subyace a la afirmación de que el PSOE ha mutado en un partido de militantes.

De este modo, el balance a día de hoy es que, tras casi tres décadas con episodios de fuerte polarización que no erosionaron de gravedad el componente liberal de la democracia, constatamos un panorama distinto: si tomamos la categoría que Almond y Verba presentaban como posibilidad real, se da en la democracia española una escisión subcultural, una separación que ha originado una cultura política dual reconocible, en este caso, en relación con ese componente liberal. Por eso, nociones como la sujeción de poderes públicos y ciudadanos al imperio de la ley, el Estado de derecho, la separación de poderes, la independencia judicial o la intangibilidad de ciertos derechos y libertades pierden legitimidad y, al aludirse a ellas, son soslayadas, minimizadas o despreciadas con ironía por una parte no desdeñable de la ciudadanía. Es significativo que tal deslizamiento se dio de entrada, de manera diferencial, entre el votante de izquierdas. La amalgama parcial de valores entre las izquierdas y los nacionalismos afecta especialmente a este aspecto, con lo que se deja un terreno expedito para que la familia política del centro-derecha pueda ejercer la defensa retórica de esos principios. Hoy, esa sensibilidad —junto a un tipo de elector de centro-izquierda que ha retirado su apoyo a la actual coalición de gobierno— es la que milita contra la deriva iliberal del sistema democrático. Un caso aparte lo constituye la derecha radical de Vox, una fuerza que alimenta la polarización, pero que de inicio jugó esa baza mediante otros medios, no a partir de la erosión sistemática de los valores liberales de la democracia. Al menos, fue ambivalente: a una retórica de defensa del Estado de derecho, de la independencia judicial y valores similares, contraponía una dialéctica amigo-enemigo para fijar a la izquierda hegemónica en la psicología de su clientela. El foco solía recaer en otros aspectos: el problema migratorio o la guerra cultural contra elementos woke del oficialismo progresista, como el nuevo feminismo. Sin embargo, al escribir estas líneas, la reacción de ese partido ante las propuestas de Trump para zanjar la guerra de Ucrania, su cercanía a líderes europeos iliberales y amigos de autócratas, dejan ver a las claras que aquella retórica en defensa de la legalidad y del Estado de derecho era sobre todo táctica para uso interno, favorecida por la deriva iliberal del actual Gobierno. Más impactante ha sido constatar que la crítica a los excesos del progresismo escondía en una parte no desdeñable de la ciudadanía una sensibilidad iliberal: emerge —en imagen especular de nuestros extremistas de izquierda y de los nacionalismos periféricos— una derecha desacomplejadamente nacionalista e impugnadora de la idea de Europa, del globalismo y del modelo de democracia occidental: de toda la amalgama de desgracias a las que achacan la ruina del país.

No hay indicios de que esta escisión cultural sea fácil de revertir. Las élites nacionalistas y la nueva izquierda, que han logrado activar la psicología política de un número apreciable de ciudadanos, seguirán alimentando idénticos marcos, lo que propiciará el mantenimiento de la fractura. Lo mismo cabe esperar en la incorporación de esta nueva derecha radical. Una variable que, hipotéticamente, podría jugar en contra de esta división sería el eventual giro futuro en la fuerza mayoritaria del centro-izquierda, su viraje hacia otro tipo de liderazgo que promoviera el retorno consciente de su electorado al terreno compartido de los valores liberal-democráticos. De momento, el refuerzo, encaje y retroalimentación de los recientes impulsos polarizadores dan como resultado, ahora ya sí, un aparente alejamiento en valores y actitudes entre votantes de los dos partidos mayoritarios, así como la evidencia de que cualquier tema que salta a la conversación pública provoca, sistemáticamente, dos sensibilidades en radical oposición fácilmente reconocibles. Por el lado de la derecha, el nuevo radicalismo fija en el iliberalismo a una parte de la población que hasta hace poco no se manifestaba. No hay, por otra parte, el menor rastro de reivindicaciones de un mayor nivel de participación ciudadana en la política, del estilo que se vieron durante la crisis económica de inicios de la segunda década del siglo.

Finalmente, el futuro próximo nos dirá si la polarización ha generado un desajuste entre cultura política ciudadana y principios liberales suficientemente disruptivo como para legitimar cambios sustanciales en el futuro modo de gobernar. ¿La escisión favorecerá un cambio, no ya coyuntural, sino duradero, en las formas del poder, en cómo los líderes se conducen, en su actitud futura hacia las instituciones de la democracia constitucional? Fran Jurado es periodista y politólogo.






















sábado, 17 de mayo de 2025

De las entradas del blog de hoy sábado, 17 de mayo de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 17 de mayo de 2025. No hemos abandonado a Dios por Kant, dice en la primera de las entradas del blog de hoy el politólogo Víctor Lapuente, sino por los vampiros, y los alienígenas, los fantasmas, las reencarnaciones y el karma cósmico. En la segunda un archivo del blog de mayo de 2017, el investigador de la Universidad de Ginebra se preguntaba que suponiendo que un nuevo líder gana unas elecciones, alcanza la cúspide del ejecutivo, y está dispuesto a atacar la estructura del Estado, sea para mantenerse en el poder, sea para conseguir réditos personales a través de acciones corruptas. En caso de necesidad, ¿qué puede hacer la sociedad para protegerse a sí misma? En la tercera el poema del día se titula Teoría de la distancia, está escrito por el poeta bosnio-herzegovino Izet Savajlic, y comienza con estos versos: "La teoría de la distancia la han inventado los estrictos,/aquellos que no quieren arriesgar en nada./Yo pertenezco a aquellos/que creen que del lunes/se debe hablar el lunes". Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt












La batalla perdida de las religiones

 






No es solo contra la Ilustración contra quien lucha la Iglesia católica; también contra el auge del nuevo paganismo, lo afirma en El País [El Papa contra los vampiros, 13/05/2025] el politólogo Víctor Lapuente. No hemos abandonado a Dios por Kant, comienza diciendo Lapuente, sino por los vampiros. Y los alienígenas, los fantasmas, las reencarnaciones y el karma cósmico. Las personas que creen definitivamente (no “tal vez, aunque no estoy seguro”) que los vampiros existen superan en número a la suma de todos los judíos, mormones, musulmanes y testigos de Jehová. Y quienes creen poder comunicarse con los espíritus de sus familiares muertos son más que toda la población católica junta. Lo dice el sociólogo Christian Smith y son datos de EE UU. Como el nuevo Papa.

León XIV sabe el reto al que se enfrenta. La iglesia católica, y las religiones tradicionales, se asemejan cada vez más a la industria tabaquera: ganan adeptos en el Sur Global pero se quedan sin consumidores en los países más ricos. Como señala Smith, la religión de toda la vida se ha quedado obsoleta, como el fax o los DVD. La mayoría de la ciudadanía ha dejado de considerarla práctica.

Pero la derrota de la religión no implica el triunfo de la secularización. Solemos ver el gran combate cultural desde la Ilustración como un partido de fútbol entre la religión y el ateísmo: lo que gana la una lo pierde la otra. Pero, de unos años a esta parte, ha saltado a la cancha un tercer equipo, una especie de neopaganismo.

Como en la Edad Media, cuando se acuñó el término pagano para englobar a los variopintos politeísmos que quedaban fuera del paraguas del judeocristianismo, el neopaganismo está compuesto por creencias diversas, del poder maléfico de las mordeduras en el cuello al curativo de los cristales mágicos, pasando por todo tipo de encantamientos y energías corporales. Como en el pasado, el paganismo se vive con intensidades muy distintas, de los cultos siniestros más absorbentes a los entretenimientos populares más livianos. La mayoría de bestsellers y series exitosas versan sobre la magia y lo sobrenatural. La gente quiere seguir indagando en las fuerzas ocultas. Solo que ahora ese anhelo no lo llena la religión.

El desafío del nuevo Papa es titánico. No debe luchar contra Richard Dawkins o Javier Cercas, por nombrar a dos conocidos ateos; sino contra True Blood, Stranger Things, los ovnis, el espiritualismo new age, el neochamanismo, la curación ayurvédica, y los videntes, entre otros. Cada una de estas piezas culturales es única, pero tienen un foco común: el individuo y sus necesidades presentes; no el bienestar futuro de la comunidad. Como el padre de la Iglesia que da nombre a su orden, Robert Prevost tendrá que demostrar que todavía es posible una ciudad de Dios.























[ARCHIVO DEL BLOG] La democracia contra sí misma. Publicado el 25/05/2017













Jorge Galindo es un profesor e investigador español en el Departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra, donde trabaja principalmente en el ámbito de la economía política comparada. Le interesa sobre todo la relación entre crecimiento, redistribución y elecciones políticas hechas por los distintos actores sociales, con especial atención a su posición en la estructura del mercado laboral. Miembro fundador del grupo de análisis Politikon y columnista habitual en El País, publicaba hace unos días una breve e interesante reflexión sobre la vigencia de la división de poderes en las democracias liberales contemporáneas.
Consideremos una democracia, comienza diciendo. Una cualquiera, con Estado de derecho, con todas las garantías de libertad, y con poderes (ejecutivo, legislativo, judicial) diferenciados sobre el papel. Supongamos que un nuevo líder gana unas elecciones, alcanza la cúspide del ejecutivo, y está dispuesto a atacar la estructura del Estado, sea para mantenerse en el poder, sea para conseguir réditos personales a través de acciones corruptas. En caso de necesidad, ¿qué puede hacer la sociedad para protegerse a sí misma?
En teoría, añade, son precisamente las leyes y las instituciones las que se interpondrán en su camino. Para eso existen el legislativo y el judicial, entre otras cosas, ¿no? Para controlar al ejecutivo. La norma escrita es la protección de la que se dota una democracia contra el posible tirano.
Pero las leyes están huecas si nadie está dispuesto a defenderlas, afirma. En realidad, la estructura institucional es solo una ventana de oportunidad que puede ser aprovechada (o no) por individuos con diferentes motivaciones, principalmente tres: el deber moral de proteger la democracia; los incentivos para hacer bien el propio trabajo (como juez, fiscal, diputado, senador) y ser recompensado por ello; o la rivalidad partidista. Todos ellos están contemplados en los preceptos fundacionales de la democracia, pero la supervivencia del corrupto depende de que el público solo observe el tercero.
Un ejemplo (no tan) azaroso, señala: hoy, Trump cuenta con un 84% de aprobación entre los votantes republicanos, pero solo un 9% entre los demócratas. Números que apenas han variado desde enero. Así, es probable que cualquier ataque sobre el presidente por parte de un juez, un fiscal, o un senador, así sea de su propio partido, sea leído de manera radicalmente opuesta por ambos lados del espectro.
Consideremos de nuevo nuestra democracia cualquiera, continúa diciendo. El conflicto y la oposición son su razón de ser, pero al mismo tiempo de ahí emana su riesgo de deterioro. Pues un político lo suficientemente polarizador y carente de brújula moral puede confiar en una minoría mayoritaria y movilizada para volver la democracia contra sí misma. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















Del poema de cada día. Hoy, Teoría de la distancia, de Izet Savajlic

 






TEORÍA DE LA DISTANCIA




La teoría de la distancia la han inventado los estrictos,


aquellos que no quieren arriesgar en nada.



Yo pertenezco a aquellos


que creen que del lunes


se debe hablar el lunes;


es probable que el martes sea demasiado tarde.




Obviamente es difícil estando en la cantina,


mientras caen los proyectiles,


escribir poesía.




La única cosa más difícil es no escribir.




***



TEORIJA ODSTOJANJA



Teoriju o odstojanju izmislili su strogi, 

oni koji ni u čemu ne žele da rizikuju.


Ja spadam u one 

koji smatraju da o ponedjeljku 

treba govoriti u ponedjeljak,

utorkom je vjerovatno već kasno. 


Naravno, teško je u kantini,

dok padaju granate,

pisati poeziju. 


Jedino teže od toga je ne pisati je.



***




IZET SAVAJLIC (1930-2002)

poeta bosnio-herzegovino