lunes, 19 de agosto de 2024

Del desprecio al otro

 






Cuando el rey Lear, comenta en El País la psicoanalista Lola López Mondéjar [Despreciar al otro: la derrota del diálogo - 16/08/2024], decide preguntar a sus hijas si lo aman por encima de todas las cosas para repartir entre ellas su reino, las mayores le responden con panegíricos, pero la honesta Cordelia afirma que ama a su padre, pero ofrecerá a su esposo la mitad de su amor. Defraudado, el iracundo Lear la aleja de inmediato de sí. Ya no eres mi hija, afirma, Fuera de mi vista. Con su gesto impulsivo, continúa diciendo, Lear responde como hiciera el hombre premoderno: actúa, y al hacerlo recupera la omnipotencia que la respuesta de Cordelia ha herido, pero niega también el sufrimiento de esa decisión: la hija amada es repudiada, y Lear ha escindido el amor del odio que la herida narcisista le produjo, borrando aquél. La ira, ya dijo Homero, es más dulce que la miel.

La modernidad consistió, entre otras cosas, en intentar suprimir esas respuestas inmediatas, y los ideales ilustrados apuntaban en la dirección contraria. Aquel sapere aude kantiano, Freud lo colocó como ideal de la cura psicoanalítica al afirmar: “Allí donde estaba el ello, el yo debe advenir”. O lo que es casi sinónimo: allí donde reinaba el inconsciente, la sinrazón, la irreflexividad impulsiva de la ira de Lear, el yo, la razón y la demora, debe advenir. Hamlet es el personaje que ejemplifica el paso del soldado actuador medieval que representan Lear o Macbeth al hombre ilustrado, que duda, habla y demora la acción.

Es buena costumbre dudar, requiere fortaleza, soportar la incertidumbre, tolerar las palabras de Cordelia y asimilarlas, admitir que no eran una afrenta, sino la consecuencia lógica de su honestidad. Aceptar la duda exige escucha y consideración, tomar en cuenta las opiniones del otro, explorarlas y reflexionar sobre ellas, aunque esto nos aleje de nuestra anterior certeza. Tolerar la duda es fruto de una madurez personal y social que supone el ejercicio de la diplomacia, de la negación y de la pérdida de omnipotencia, poder aceptar que nuestros deseos no se cumplan o que nuestras opiniones estén equivocadas.

La psicoanalista Melanie Klein, preocupada por los mecanismos más primitivos del ser humano, describió dos posiciones que hoy nos servirán para explicarnos a Lear y el mundo: la posición esquizoparanoide y la posición depresiva. En la primera, el niño organiza su universo mediante una ingenua separación entre buenos y malos, de forma que puede agredir a los malos sin temer la pérdida de los buenos, pues todavía no observa que aquellos que le frustran son también quienes le aman y le proporcionan los cuidados necesarios para su supervivencia. Los cuentos infantiles dan cuenta de esta disociación, y están llenos de madres buenas y madrastras malas, hadas y ogros, bien separados. Después nos damos cuenta de que la madre buena es también la que nos hace mal, aunque solo sea porque nos educa mediante el ejercicio del trauma benéfico del límite, aunque solo sea porque frustra algunos de nuestros deseos. Poco a poco, el niño y la niña comprenden que las experiencias buenas y malas se las proporciona la misma persona, que dañar a quien lo frustra lleva consigo perder también a quien nos da su amor, a quienes amamos, y aprende a controlar la ira entrando en la posición depresiva, más reflexiva, más diplomática, llamémosla así, dialogante. A lo largo de nuestra vida nos esforzaremos por sostener esta posición evolucionada, pero que siempre estará en peligro, porque cuando la incertidumbre y el miedo se hacen fuertes, el retorno a la escisión esquizoparanoide es una tentación demasiado fuerte, como nos ha enseñado la historia y como hoy nos lo sigue, lamentablemente, enseñando. El miedo y la inseguridad a la que el neoliberalismo depredador ha condenado a amplias capas de la población, sometiéndolas a la pobreza, han incrementado el odio, y con este el regreso a posiciones escindidas, donde lo malo se proyecta en un objeto construido (inmigrantes, palestinos, homosexuales, mujeres, históricamente los judíos; para Israel, ahora, los palestinos), al que alejamos de nosotros con un gesto rotundo, Fuera de mi vista, como le ordena Lear a Cordelia.

La posición esquizoparanoide es contraria a la diplomacia, pues esta apela a una premisa previa, el reconocimiento de la vulnerabilidad y dependencia mutuas. Hablamos y negociamos porque partimos del sentimiento de que nos necesitamos mutuamente, de que somos interdependientes y, por tanto, el bien de uno es también, aunque de distinto modo, el bien del otro. Reconocer la vulnerabilidad propia y ajena inhibe la agresividad, pero sin el reconocimiento de esta interdependencia la diplomacia se hace innecesaria y la ley del más fuerte se impone: si creo que no te necesito, eres superfluo para mí, no me molesto en considerarte. Lo vemos en el actual genocidio de Gaza, en el supremacismo sionista de Netanyahu, en la xenofobia de Trump.

La ultraderecha, en ascenso en Europa, no reconoce la interdependencia, pretende destruir derechos sociales que protegían a los más débiles, privatizar la sanidad y la educación, mantener un orden patriarcal que asesina a mujeres y niños, porque niega la fragilidad. Y esta negación es profundamente antidiplomática, pues huye de la reflexión de la posición depresiva y del argumento y practica el insulto. Cuando Abascal grita “más muros y menos moros”, ejerce un populismo simplificador que niega los derechos humanos de los más vulnerables, así como que la envejecida Europa necesita 60 millones de inmigrantes para superar sus bajas tasas de natalidad y el envejecimientos de su población, una población longeva que es cuidada, precisamente, por esos moros que Abascal reduce a un objeto malo, escindido, maniqueísta y violento, propio de la Edad Media en la que parece instalar sus propuestas, como los niños de pocos meses, como el rey Lear. Y sus votantes, angustiados, secundan ese odio.

Por el contrario, “el compromiso del diplomático, las exigencias que asume su práctica, las obligaciones que le ponen en riesgo, lo convierten en representante no de un ideal general y hueco de paz universal, sino de una paz posible, siempre local, precaria y cuestión de invención”, escribe Isabelle Stengers.

Reconocer nuestra interdependencia nos ayuda a explorar el terreno de lo posible, porque no tenemos un planeta b, no podemos decir al distinto, convertido en chivo expiatorio, Fuera de mi vista, sino que estamos obligados a compartir este mundo.

Los totalitarismos se basan en el desprecio del otro, en la convicción de que sólo los ciudadanos que se consideran de los nuestros tienen derecho a existir, y el capitalismo extractivista se comporta como un totalitarismo desmesurado que en su afán de riqueza traspasa cualquier límite, y en su soberbia autárquica consume autofágicamente el planeta que le sirve de sostén. Anselm Jappe lo compara con el mito de Erisictón, el rey que al talar un árbol sagrado fue castigado a experimentar un hambre insaciable y, cuando acabó con todas sus riquezas, comenzó a devorar su propio cuerpo. En esas estamos hoy.

El capitalismo, junto a las ideologías de ultraderecha que lo defienden, no reconoce la necesidad de esa diplomacia de las interdependencias de las que nos habla Baptiste Morizot, basada en una ética de la consideración que respete las vidas de todos los seres vivos de la Tierra; una diplomacia que hoy es más necesario que nunca practicar. Lola López Mondéjar es psicoanalista y escritora.











Romper el hechizo. [Archivo del blog - Publicado el 07/08/2019]








Hay que romper el hechizo. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Pero el mundo es hoy más ancho y rico, comenta el escritor Jorge Freire. Ya nada es lo que era, comienza diciendo Freire: ni el ciclismo, ni nuestro barrio, ni la democracia siquiera. Los tomates han perdido el sabor, el cine abusa de los remakes y los domingos ya no son los de nuestra infancia… ¡Ni siquiera el kilo es ya un cilindro de platino iridiado! A uno se le ensombrece el ánimo oyendo estas jeremiadas, variaciones del adagio manriqueño que rezaba que todo tiempo pasado fue mejor. Sigue cundiendo la nostalgia una vez que los científicos han puesto rostro a un agujero negro, algo que solo parecía posible en la ciencia ficción, y han enviado una sonda más allá de Neptuno, hasta un asteroide apodado Ultima Thule que rebasa con mucho lo que los romanos imaginaron al acuñar dicho término. ¿Por qué nos dejamos llevar por la melancolía?
No es una actitud nueva. La retórica del “desencantamiento del mundo”, por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición intelectual, surgida al rescoldo de la Revolución Industrial y afianzada sobre el viejo pesimismo político. Keats lamentaba en su poema Lamia que se hubiera destejido el arcoíris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida.
Lo cierto es que toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y en ese momento el misterio se desvanece. Quienes protestan contra esto no tratan de recuperar la inocencia, una empresa cuanto menos ímproba, sino que más bien ejercen su derecho al pataleo. Ocioso es tratar de recomponer el hechizo una vez que se ha roto. Sería, en expresión de Wittgenstein, como intentar reparar una tela de araña con los dedos.
Tampoco el mercado laboral es ya lo que era. Sostienen los expertos que, de cara a la Cuarta Revolución Industrial, nuestras sociedades van a requerir de propuestas creativas que garanticen la protección de los más desamparados. Como ha escrito Lucía Velasco, no basta con oponerse a la tecnología, como al calor del maquinismo hicieron los luditas y los conmilitones del “capitán” Swing, rompiendo telares mecánicos y trilladoras agrarias. Dormirse en los laureles del pesimismo, la más irresponsable de todas las actitudes, sería a este respecto como ponerse a quemar almiares mientras el tren de la historia nos pasa por encima.
Mantenernos despiertos es un imperativo moral. En un artículo de 1945, Josep Pla escribió acerca de la perplejidad que le causaba la contemplación de gorriones en su Palafrugell natal: a su juicio, estos realizaban una serie de expediciones que parecían contravenir su naturaleza sedentaria. Ocho décadas después, no es poco lo que hemos descubierto acerca de las migraciones de las aves estacionarias, que ocupan una extensión mucho mayor de lo que intuíamos.
Entretanto, ¿se ha roto definitivamente el hechizo? Quizá, pero hoy el mundo es más ancho y más rico. Sirvan de ejemplo los pájaros de Pla, considerados entonces autómatas sin raciocinio, cuya función consistía en regalarnos el oído con “esa música numerosa como el espacio pero aledaña al día”, en expresión de Emily Dickinson. Hoy sabemos que el exiguo tamaño de su cerebro se debe a motivos de aerodinámica, y que la evolución les ha permitido prescindir del neocórtex igual que prescindieron de la vejiga. ¿Cómo explicar, si no, que el propio carbonero, con su cerebro de medio gramo, sea capaz de recordar los miles de apostaderos en que esconde las semillas? Hasta hemos conseguido averiguar el funcionamiento del vuelo en bandada, un bellísimo misterio que, a pesar de los denodados esfuerzos de un sinnúmero de ornitólogos, permanecía sin esclarecer.
Al arrimo de la ilustración y la ciencia, el mundo se recompone a la luz de nuestra mirada, como si de un caleidoscopio se tratase. Desaparecen los arcanos indescifrables, pero no los motivos para el asombro: basta con observar un nido de golondrinas, oculto bajo un alféizar o sobre un aparato de aire acondicionado, y pensar que sus inquilinos lo han localizado después de un viaje de 3.000 kilómetros. Sostiene Menno Schilthuizen en Darwin viene a la ciudad (Turner), que para apreciar la evolución de las aves urbanas basta con fijarse en el pájaro carbonero de Barcelona: resulta que la estrechez de su corbata, una mancha de color negro relacionada su virilidad, no es un asunto meramente ornamental, sino que denota que la ciudad es refugio para los machos menos agresivos y más débiles. ¿Quién lo hubiera imaginado? Nos rodea un mundo fascinante que exige una mirada atenta. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 














El poema de cada día. Hoy, Conjuro, de Pere Gimferrer (1945)

 




CONJURO

Los guerreros más augustos ya son sombras
bajo la sombra del viejo encinar.
Cárdena crepita la noche.
Latigazos, ladridos, remotos rayos.
Chirrían las cornejas en el pozo ciego.
Guiarán al manso corcel de hielo.
La tormenta. El sol verde de aguas negras.
No me conozco. Es un lago el pecho muerto.
Bajel de oro, cadalso prieto del día.
Mi cuerpo, como la cuerda de un arco.
Ya labora el invierno, cuando rasga
las cortinas, teatro del mar.
Se enmascara tras las nieblas densas.
Arquero negro, detén tu paso.
Petrifícase el arquero de azabache.
La saeta conoce el derrotero.
Palmo a palmo mensuramos la fosa.
Fango y hojas nos daban la yacija.
Arde y arde el guante de oro del barquero.
La laguna, de nieve y azafrán.
No pensabas que fuera así de blanca.
Ahora vienen las huestes. Cielo allá,
las huestes vienen. Verdor de la encina
en los ojos vacíos, de cal llenos.

Pere Gimferrer (1945). Poeta español





 




Las viñetas de hoy lunes, 19 de agosto de 2024

 





















domingo, 18 de agosto de 2024

De las entradas del blog de hoy domingo, 18 de agosto de 2024

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 18 de agosto de 2024. "Yo, más que una pregunta, tengo un comentario": La frase, dice en la primera de las entradas del blog de hoy la periodista cultural Pilar Gómez Rodríguez, se repite al término de cualquier conferencia o mesa redonda cuando el público se anima a participar y los ponentes, ante la irrupción de este sujeto, se echan a temblar. En la segunda, un archivo del blog de agosto de 2018, Rafael Bachiller, astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (ING), nos decía que los físicos saben bien que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. La tercera recoge el poema Ciudad cero, del laureado poeta español Ángel González. Y la cuarta, como siempre, cierra las entradas de hoy con algunas de las viñetas de humor de la prensa diaria nacional. Espero que todas ellas les resulten de interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la  diosa Fortuna lo permite. Tamaragua,  amigos míos. harendt.blogspot.com










Del arte de escuchar

 







Porque tan importante (o más) que saber hablar es saber escuchar, por Pilar Gómez Rodríguez 

12 jul 2024 - Nueva Revista - harendt.blogspot.com

Reseña del libro El arte de saber escuchar, según Plutarco, de Daniel Tubau. Barcelona, Rosamerón, 2024,


«Yo, más que una pregunta, tengo un comentario». La frase se repite al término de cualquier conferencia o mesa redonda cuando el público se anima a participar y los ponentes, ante la irrupción de este sujeto, se echan a temblar. Todo por no leer a los clásicos, a Plutarco en este caso, que caló a esta especie comentarista y le dedicó uno de sus epígrafes en su tratado sobre la escucha: «Las preguntas al orador no deben emplearse para el lucimiento propio», se lee en la edición que acaba de presentar Rosamerón. Se titula Cómo escuchar. Sabiduría clásica en tiempos de dispersión, está cuidada por el escritor y profesor de literatura, experto en el mundo grecolatino, Daniel Tubau, y demuestra que, dejando de lado la técnica, pocas cosas se han inventado en lo humano desde aquellos siglos. A quienes van a hacer «un comentario más que una pregunta» Plutarco les diría que allí se va a escuchar, no a escucharse.

Porque este libro trata de una escucha específica. No del toma y daca que se establece entre amigos o en conversaciones familiares… Se trata, primero, de escuchar a los filósofos, a los que saben, y, después, de que su charla sea nutritiva, alimente y se reciba en beneficio propio. En este sentido, cabe recordar la paideia griega, una educación integral que, más allá de los conocimientos escolares, trata de formar personar solventes desde el punto de vista moral y cívico. Estaba muy presente en la literatura de Plutarco, donde, por otro lado, y como se cita en la obra, resulta evidente «la intención moralizadora, el empeño es convertir cualquier anécdota, poesía o relato en un aprendizaje».

El libro está dirigido a un destinatario concreto y en un momento crítico: el joven Nicandro acaba de dejar atrás la niñez y ha de comenzar a determinarse a sí mismo. Ese cambio no significa, como consideran otros jóvenes, «dejar libres de sujeciones a los deseos», sino que se trata más bien de un «cambio de mentor». El nuevo mentor, la guía definitiva de la vida es la razón: «[…] solo quienes la siguen merecen el nombre de libres; y es que solo viven como quieren quienes han aprendido a querer lo que deben».

En esta nueva etapa no estará solo, el oído le brindará una ayuda inestimable. Es una vía de entrada a la virtud… o todo lo contrario. Por eso es conveniente cuidarlo, guardarlo de las malas palabras y educarlo: tan importante es aprender a escuchar como aprender a hablar. Y es que en el uso de la palabra «recibirla correctamente es previo a emitirla, como concebir y gestar son previos a alumbrar un ser viable». Por ello el consejo es enseñar a los niños a «escuchar mucho y no hablar mucho». La prueba de ello la encuentra Plutarco en la naturaleza que nos ha dado «dos orejas y una sola lengua porque debemos hablar menos que escuchar». Aliado de la buena escucha es el silencio. Solo el que sabe esperar al término del discurso sin interrupciones, sin aspavientos, «guarda las palabras benéficas, pero las inútiles o falsas las distingue y reconoce con facilidad, dejando claro que es amigo de la verdad, pero no aficionado a las disputas ni apresurado ni peleón». En relación con esto, una imagen que se repite en varias ocasiones en la obra es la del necesario vaciamiento de los jóvenes, vaciamiento de «presunción y engreimiento […] si se quiere verter en ellos algo útil, pues de lo contrario, mientras estén llenos de ampulosidad y jactancia, no les cabe otra materia».

Enemiga de la escucha (y un «obstáculo para todo lo bueno»), como precisa el libro, la envidia que hace nacer «modos de ser groseros y perversos»: impide la atención, retuerce lo dicho, pone a competir al envidioso con el orador y se enfada si este encuentra la aprobación del auditorio… Plutarco recomienda cierta dosis de generosidad y benevolencia cuando se va a escuchar porque «oponerse al discurso pronunciado no es difícil, sino muy fácil, pero oponerle otro mejor es sumamente costoso». Recuerda asimismo que lo importante no es la persona ni la brillantez de la elocución sino el provecho obtenido de la sesión. ¿Ha sido transformadora? ¿Ha tenido efecto? Pone un ejemplo inolvidable: salir de una disertación se parece a salir de una peluquería porque, así como nos miramos al espejo y nos tocamos el pelo y la cabeza revisando lo que allí ha pasado, después de una disertación es preciso examinar «cuidadosamente si el alma se ha vuelto más ligera y agradable tras despojarse de algo de lo inoportuno y sobrante. Porque, como dice Aristón, “ni el baño ni el discurso son de utilidad si no limpian”».

¿Qué hacer, entonces, si hay preguntas o dudas tras la lectura? Plutarco recomienda centrar la cuestión, no reclamar al ponente posiciones que no vienen al caso, «cosas en las que ni tiene dotes naturales ni se ha ejercitado». También se debe evitar «formular muchas preguntas o formularlas muchas veces, pues también estos son modales propios del pedante». En el capítulo de los modales, ojo con los comentarios y los jaleos: «Las disertaciones filosóficas no son espectáculos». Recomienda moderación en la alabanza, puesto que si en vez de someter a juicio personal crítico lo que allí se está exponiendo se ensalza a cada paso el contenido, ese comportamiento «ni siquiera agrada a los mismos participantes en el debate y molesta siempre a los oyentes». Hay que mantener la compostura. De igual manera que el ánimo se prepara para recibir lo que de provecho pueda ofrecer la charla (y discriminar lo que no), el cuerpo también ha de prepararse para la escucha atenta: «Deben ser evitadas no solo la gravedad del ceño y el desagrado en el rostro y el desinterés en la mirada, como la postura descuidada del cuerpo y la separación inapropiada de los muslos». Toda una sorpresa, como indica Daniel Tubau en la segunda parte del libro —donde explica, comenta y amplía el texto de Plutarco— que el autor estuviera llamando la atención ya en el siglo I de nuestra era «sobre lo que hoy llamamos manspreading o despatarre».

Y es que escuchar una conferencia no es una actividad pasiva en la que el orador comparece «tras haber meditado y haberse preparado el discurso» mientras los asistentes pueden sentarse «despreocupadamente a pasarlo bien mientras otros trabajan», no. Existe un deber de escucha que pone en juego la actitud, la atención, la corporalidad… «[…] igual que al jugar a la pelota el que la recibe ha de desplazarse moviéndose de acuerdo con el que la tira, así también en el caso de los discursos hay cierta armonía entre el que habla y el que escucha, si cada uno de ellos atiende a su deber».

Finalmente, el capítulo 18 es una especie de recopilatorio sobre la actitud que hay que llevar al asistir a esas sesiones donde el conocimiento entra por el oído. «Rechazando toda esa estupidez y fanfarronería» hay que ir a aprender y, sin perder de vista ese objetivo, ser consciente de que «como dice Focílides, no solo hay que “fallar muchas veces intentando destacar”, sino que además muchas otras hay que ser objeto de burla y tener mala reputación y, tras ser objeto repetidamente de chanzas y bromas, seguir adelante con toda el alma y vencer a la ignorancia». Hay que tomarse la escucha como una tarea que implica dificultad y molestias y estar dispuestos a aceptarla, digiriendo sus enseñanzas con responsabilidad y no como «pollitos que aún no vuelan, siempre con el pico abierto en busca de otra boca y pretendiendo constantemente obtenerlo todo preparado y elaborado por otros». El método no es ese ni el de las preguntas sin fin. Se trata de captar la esencia mediante el raciocinio, establecer relaciones, atar cabos y tomar el mando de la investigación hasta conseguir hacer propio el discurso ajeno y que este se a la vez «principio y simiente». La tarea será entonces alimentarlo y hacerlo crecer. Se despide Plutarco con la imagen de la vasija, que le es tan querida: «La mente no es como una vasija estrecha, que solo necesita llenarse, sino que más bien, como la madera, solo requiere una llama que prenda para crear impulsos descubridores y ansias de verdad». Pilar Gómez Rodríguez es periodista cultural.
















El futuro imprevisible. [Archivo del blog - Publicado el 11/08/2018]











No se alarmen ustedes que no hablo del futuro, machaconamente incierto aunque no tenebroso, de España, y lo que es más importante, de los españoles. Hablo del futuro del Universo, o para ser precisos, lo escribe en el diario El Mundo, Rafael Bachiller, astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (ING). Y es que los físicos saben bien ya desde hace un siglo que estrictamente hablando el futuro no es predecible. No es que nos falten datos suficientes de las condiciones iniciales para calcular la evolución de un sistema; es que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. 
Aprender a ser mortal, comienza diciendo Bachiller, es el significativo subtítulo de un libro del filósofo Javier Gomá -Aquiles en el gineceo (O aprender a ser mortal), Pre-textos- que sostiene que lo más distintivo del ser humano es su segura mortalidad y que no existe nada más grandioso en lo humano que la aventura de vivir y envejecer y la conciencia de la propia mortalidad (y aquí pone énfasis en la distinción entre muerte y mortalidad). Modestamente añado yo: ¿quizá esta conciencia de la mortalidad pudiera extenderse a la de nuestra civilización, a la de todas las civilizaciones y, por qué no, al universo en su conjunto? 
Para examinar posibles respuestas a tal pregunta, para aprender a ser mortal en sentido más amplio o cósmico, no nos queda más alternativa que adentrarnos en las arenas movedizas de la predicción del futuro. Y es que los físicos sabemos bien, ya desde hace un siglo, que estrictamente hablando el futuro no es predecible. No es que nos falten datos suficientes de las condiciones iniciales para calcular la evolución de un sistema; es que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. El principio de incertidumbre de Heisenberg expresa los límites impuestos por la realidad para conocer con precisión la posición y el movimiento de las partículas subatómicas. Tan solo podemos estimar la probabilidad de su presencia en un punto dado del espacio-tiempo. Así, las condiciones iniciales de cualquier sistema están dominadas por innumerables incertidumbres infinitesimales que harán que su comportamiento sea literalmente caótico.
Además, conocer las características de sus componentes no nos permite calcular cómo será la evolución de un sistema complejo, en el que las interacciones entre ingredientes es otro elemento básico. Por ejemplo, a partir de las propiedades de los gases hidrógeno y oxígeno resulta prácticamente imposible deducir el comportamiento del agua. Sin embargo, en sistemas macroscópicos, en los que es posible ignorar su compleja estructura subyacente, y en los que los cambios tienen lugar de manera lenta y progresiva, sí que es posible hacer predicciones fiables. Por ejemplo, es fácil conocer el tiempo que tardará un vehículo en llegar a su destino cuando conocemos la distancia y la velocidad. Incluso es fácil calcular la fecha de los eclipses futuros y el paso de los cometas periódicos. De hecho, el ser humano hace predicciones continuamente, aunque no siempre con el mismo fundamento y acierto. Economistas, meteorólogos, corredores de Bolsa, e incluso farsantes de toda calaña (como astrólogos y otros adivinos) ganan su vida tratando de saber qué es lo que nos deparará el porvenir. Pero hay muchos futuros. 
En su obra Mapas del tiempo, David Christian sugiere estructurar los tiempos venideros en tres escalas temporales sucesivamente más amplias. El futuro inmediato se extendería sobre decenas de años, el futuro medio sobre siglos o milenios y, finalmente, el futuro lejano abarcaría millones o miles de millones de años. La primera escala, el futuro inmediato, es particularmente importante, pues el ser humano tendría la posibilidad de influir en los acontecimientos previstos para ese lapso de tiempo. Tratar de imaginar qué sucederá en las próximas décadas - adelantarse, por ejemplo, al cambio climático, al gravísimo deterioro ecológico, a las guerras y otros conflictos potenciales- debería hacernos tomar medidas encaminadas a prolongar, a sostener, según la terminología de moda, nuestro futuro como civilización. Por eso es importante estudiar las tendencias demográficas, controlar el consumo de las materias primas y desarrollar los métodos de obtención de energía más eficaces y perdurables. Para el futuro medio, sobre escalas de varios siglos o milenios, las predicciones se hacen tan sumamente especulativas que quizá no merezca mucho la pena dedicarles esfuerzo. Ciertamente las tendencias tecnológicas -por ejemplo, en ingeniería genética, en inteligencia artificial, o en el desarrollo de nuevas fuentes de energía, como la fusión del hidrógeno- pueden darnos una idea del impacto que tales innovaciones pueden acabar teniendo en el devenir de la humanidad, pero las posibilidades teóricas que se abren son prácticamente infinitas. 
Difícilmente puede ayudar en las predicciones el mirar hacia los milenios pasados pues el desarrollo tecnológico es ahora exponencial y resulta muy poco plausible imaginar para el futuro largos períodos de estancamiento como los que acaecieron en el pasado. Gracias a las nuevas y futuras tecnologías, la Tierra podría acabar acogiendo a unos 10.000 o 15.000 millones de seres humanos progresivamente más sanos, más longevos y con excelentes condiciones de vida. Después cabría quizás pensar en la colonización de otros cuerpos del sistema solar (principalmente Marte) pero, como digo, entramos en un terreno de enorme incertidumbre, en el que -además- los acontecimientos catastróficos, como la caída de un asteroide, o inesperados, como el eventual contacto con civilizaciones extraterrestres (si existiesen), empiezan a tener mayores probabilidades.
Para el futuro lejano, las predicciones vuelven a ser mucho más fiables, pues la astrofísica y la cosmología tienen hoy un nivel de conocimiento que nos permite prever, con poco margen de error, lo que sucederá en nuestro entorno en unos miles de millones de años. Sabemos, por ejemplo, que al Sol le quedan unos 5.000 millones de años de vida y que acabará estallando en forma de una gigante roja. Será el fin para la Tierra tal y como la conocemos hoy: los océanos se evaporarán y las condiciones se harán insoportables para toda forma de vida. Quizá sea posible prolongar la vida en el sistema solar emigrando a las lunas de Júpiter o Saturno, pero al final cuando el Sol quede sin energía, tampoco aquello será habitable. Por otra parte, quizá antes de que el Sol estalle, dentro de unos 3.200 millones de años, la colisión de la Vía Láctea con la galaxia Andrómeda, que se dirige por el espacio hacia nosotros a toda velocidad, ya haya ocasionado algún desastre, pues podría suceder que, en la colisión, la Tierra saliese despedida de su órbita para tomar un rumbo errático. El Universo sobrevivirá a la muerte del Sol, pero al cabo de 100 billones de años el hidrógeno, combustible primordial en las estrellas, se habrá consumido, y las estrellas irán convirtiéndose en astros inertes: enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. 
A más largo plazo, cabe prever que el universo se convierta en un oscuro gas, muy poco denso, constituido por fotones y partículas subatómicas muy ligeras en el que se encuentren inmersos innumerables agujeros negros. Ese universo futuro, apagado y tenue, continuará su expansión de manera indefinida, diluyéndose cada vez más en el fin de los tiempos. Decía Gomá que el individuo es la forma más excelente de los entes y que "la muerte representa la destrucción objetiva de esa dignidad individual y un empobrecimiento objetivo del mundo, que se convierte en algo injusto". Pero, afirma también el filósofo, ese indigno morir, que a todos y a todo nos aguarda, se ve compensado por una mortalidad indefinidamente prorrogada. Creo que es éste un clavo de esperanza ardiente al que a todos nos conviene asirnos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día. Hoy, Ciudad cero, de Ángel González (1925-2008)

 









                                          CIUDAD CERO


Una revolución.

Luego una guerra.

En aquellos dos años -que eran

la quinta parte de toda mi vida-,

yo había experimentado sensaciones distintas.

Imaginé más tarde

lo que es la lucha en calidad de hombre.

Pero como tal niño,

la guerra, para mí, era tan sólo:

suspensión de las clases escolares,

Isabelita en bragas en el sótano,

cementerios de coches, pisos

abandonados, hambre indefinible,

sangre descubierta

en la tierra o las losas de la calle,

un terror que duraba

lo que el frágil rumor de los cristales

después de la explosión,

y el casi incomprensible

dolor de los adultos,

sus lágrimas, su miedo,

su ira sofocada,

que, por algún resquicio,

entraban en mi alma

para desvanecerse luego, pronto,

ante uno de los muchos

prodigios cotidianos: el hallazgo

de una bala aún caliente

el incendio

de un edificio próximo,

los restos de un saqueo

-papeles y retratos

en medio de la calle...

Todo pasó,

todo es borroso ahora, todo

menos eso que apenas percibía

en aquel tiempo

y que, años más tarde,

resurgió en mi interior, ya para siempre:

este miedo difuso,

esta ira repentina,

estas imprevisibles

y verdaderas ganas de llorar.


Ángel González (1925-2008)

Poeta español










Las viñetas de hoy domingo, 18 de agosto de 2024

 




















sábado, 17 de agosto de 2024

De las entradas del blog de hoy sábado, 17 de agosto de 2024

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 17 de agosto de 2024. El auto del Supremo que lleva la medida de gracia al Constitucional, afirma sin ambages el exmagistrado del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín, es incongruente y está lleno de expresiones que atentan contra la división de poderes; pueden leerlo en la primera de las entradas del blog de hoy. La segunda es un archivo del blog de agosto de 2017 en el que la escritora venezolana y fundadora de la editorial Reverso, Ana Nuño, hablaba de la situación política en su país natal, que siete años después sigue a peor. En la tercera de las entradas va hoy el poema En el balcón, del poeta francés Paul Verlaine (1844-1896). Y para terminar, como siempre también, la cuarta con las viñetas de humor de la prensa del día. Espero que todas ellas les resulten de interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la  diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com