miércoles, 7 de agosto de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Creencias y prejuicios. [Publicada el 23/07/2008]










Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero ahora ya no estoy tan seguro.
En el número 182 de Revista de Libros correspondiente al pasado mes de junio leo un interesante artículo ("Theodore Dalrymple contra la corrección política"), que reproduzco íntegramente más adelante con el permiso de Revista de Libros y del propio autor, el economista Luis María Linde (Banco de España/Banco Interamericano de Desarrollo) sobre dos recientes libros ("In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas", Encounter Books, Nueva YorK, y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses", Ivan R. Dee, Chicago), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (n. 1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa.
Dice Linde que Dalrymple "cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para Dalrymple, según Linde, una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, a los que considera "una verdadera catástrofe humana"...
Para Dalrymple, deja de manifiesto Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".
Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Theodore Dalrymple (Anthony Daniels), su pensamiento y los dos libros citados, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... Les dejo con su artículo "Theodore Dalrymple, contra la corrección política".
Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor inglés Anthony Daniels) es muy poco conocido en España; ninguno de sus libros –más de una docena a lo largo de los últimos veinte años– se ha traducido al español y muy pocos de sus artículos, que aparecen con bastante frecuencia en Estados Unidos y en el Reino Unido, se han publicado en España (1).
Dalrymple, nacido en 1949, ha trabajado en Tanzania y Zimbabue, se ha interesado por la situación de varios países latinoamericanos y por los problemas de la ayuda al desarrollo, y ha trabajado en Inglaterra, hasta su jubilación, con personas y familias pobres, inmigrantes, marginales y en la prisión de Birmingham. Su clientela han sido los grupos de población que dan título a uno de sus libros, Life at the Bottom (2) («La vida abajo del todo», o algo similar). Hoy, Dalrymple se encuentra entre los escritores políticos más independientes y menos «políticamente correctos» del Reino Unido y es uno de los más originales y lúcidos analistas culturales y sociales en lengua inglesa y, quizás, en cualquier lengua europea (3).
Dalrymple no es un académico, ni un periodista, ni un político. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.
Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.
Dalrymple ha publicado varios libros sobre cuestiones médicas y de salud de interés general (entre ellos, uno con ideas muy contrarias a las opiniones más extendidas sobre la forma de entender y tratar las adicciones a los derivados del opio4) y dos libros en que reunía artículos publicados con anterioridad: Life at the Bottom, al que ya nos hemos referido, y el segundo de los reseñados al comienzo de estas líneas, que podría traducirse como Nuestra cultura, lo que queda de ella. Los mandarines y las masas, que incluye, entre otros artículos de gran interés, uno, «The Goddess of Domestic Tribulations» (La diosa de las tribulaciones cotidianas), realmente antológico, sobre las reacciones sociales, políticas y periodísticas en el Reino Unido tras la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, «la princesa del pueblo», según el título que le dio –la revista Hola no lo habría hecho mejor– el entonces primer ministro británico, Tony Blair.
Dalrymple cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, parte de los cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores. Cree que el Reino Unido y algunos países del norte europeo –Holanda, quizás, en primer lugar– son los lugares en que ese proceso, que para él significa una verdadera degeneración cultural, política y, en suma, moral, está más avanzado, aunque piensa que el fenómeno afecta, en mayor o menor medida, a toda Europa y, desde luego, aunque con características diferentes, a los dos países ricos de América del Norte: Estados Unidos y Canadá.
¿Cuál es el diagnóstico del psiquiatra Dalrymple? Su último libro, el primero reseñado más arriba, En alabanza del prejuicio, que lleva por subtítulo La necesidad de las ideas preconcebidas (redactado, por así decir, «de nueva planta», ya que no se trata de una recopilación de artículos ya publicados), ofrece una respuesta que gira en torno al adanismo, es decir, el desprecio o rechazo de lo que el pasado pueda enseñarnos, la convicción de que la autonomía moral que podría tildarse de «nueva» o «renacida» es en cada individuo un valor supremo. El adanismo, junto con la igualdad como aspiración y meta suprema de la política, y fundamento y justificación del Estado benefactor y sus muchas y variadas consecuencias, así como el relativismo, fundamento del multiculturalismo, son, para Dalrymple, las manifestaciones de esa patología que está cambiando –a peor, en su opinión– la política y la cultura de las sociedades occidentales. El adanismo moral, la inclinación a rechazar las normas, prejuicios y costumbres heredadas del pasado, se manifiesta desde hace décadas con tal empuje que hace difícil discriminar y salvar o defender los «prejuicios buenos» o no descartar los «malos» cuando ello puede dar lugar a prejuicios aún peores. Pero ¿hay acaso prejuicios buenos?
Como parte de una herencia cuya causa puede remontarse a la Ilustración y a las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, la respuesta sería: no, no hay prejuicios buenos, porque las costumbres y reglas heredadas del pasado no pueden ser buenas, algo que, independientemente de otros significados y otras consideraciones es, en sí mismo, un nuevo prejuicio. Su justificación pasa, en última instancia –dice Dalrymple– por el rechazo del pasado, de todo el pasado: las tragedias y los horrores de la Historia no permiten otra cosa, no hay nada que salvar, la Historia no es más que una larga cadena de abusos, latrocinios, crímenes y genocidios.
Esta condena absoluta, sin resquicios, de la Historia lleva a un patrón moral fundado, «bien en un completo amoralismo, bien en la perfecta congruencia moral» (p. 16), es decir, bien en la regla según la cual ninguna regla es peor o mejor que ninguna otra porque ninguna puede justificarse de forma enteramente coherente y racional, bien en la regla que exige perfecta coherencia y congruencia, a falta de lo cual ningún juicio puede ser válido o aceptable: por ejemplo, el colonialismo europeo en África, o el británico en Australia, o el español en América, son absolutamente rechazables porque, cualesquiera que sean los argumentos y razones que puedan aducirse en su favor, se cometieron innumerables abusos, crueldades y crímenes; la democracia formal es una farsa porque no protege por igual a todos y no asegura la igualdad; gran parte de la investigación médica y farmacéutica es moralmente rechazable porque exige la realización de crueles experimentos con animales, e incluso, a veces, con seres humanos que se prestan a ser conejillos de Indias, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse.
Tanto el amoralismo como el perfeccionismo moral ofrecen, dice Dalrymple, «una gran ventaja: nos liberan del peso del pasado. Libres de cualquier mancha heredada, tenemos no sólo el derecho, sino la obligación de llegar a todo por nosotros mismos, sin referirnos a nada que algún otro haya podido pensar alguna vez. Somos átomos morales en movimiento, para quienes el pasado no significa nada o, al menos, nada positivo o digno de emulación o, incluso, nada que convenga mantener. El pasado es, más bien, algo a evitar a cualquier precio, no sea que vaya a infectarnos con sus crímenes y sus locuras» (pp. 15-16).
El desarreglo moral e intelectual que significa el rechazo absoluto del pasado como fuente de experiencias aprovechable y, en suma, como fuente de «sabiduría» provoca toda una cadena de desarreglos añadidos en cuestiones cruciales como la educación y la vida familiar, y da lugar a nuevos prejuicios que no tienen más justificación que ser prejuicios que niegan los anteriores o justifican mejor las conveniencias y deseos –del orden que sea y entendidos del modo que sea– de los sujetos que se estiman libres de todo prejuicio.
Uno de los fenómenos más dramáticos con los que ha tenido que tratar Dalrymple durante sus años de ejercicio profesional en Inglaterra ha sido el rápido aumento en el número de mujeres muy jóvenes (muchas, casi adolescentes; algunas, casi niñas; todas ellas, pobres, de bajos niveles educativos, de ambientes sociales en los que la violencia doméstica es moneda corriente, con frecuencia cercanos a la delincuencia) que deciden tener hijos sin estar casadas, sin pareja estable y sin apoyo familiar de ninguna clase. «Derribar un prejuicio no es destruirlo como tal. Es, más bien, inculcar otro prejuicio [...]. El prejuicio de que está mal tener un niño fuera del matrimonio ha sido reemplazado por el prejuicio de que no hay nada en absoluto malo en ello. Pero es interesante señalar que la clase social que primero puso objeciones, en el terreno intelectual, al prejuicio original, es decir, la clase media-alta bien educada, es la que menos probabilidades tiene de comportarse como si el prejuicio original no estuviera justificado. En otras palabras, para esta clase es una cuestión de aseo intelectual, de obtener puntos, de parecer atrevida, generosa, imaginativa y de mentalidad independiente [...] más que una cuestión de política práctica» (p. 25).
Citando los resultados de un informe hecho en el Reino Unido sobre lo que piensan y cómo actúan esas madres solteras (pp. 25-26) y cómo justifican su decisión de tener un hijo sin pareja estable, sin medios económicos, sin apenas posibilidades de obtener un empleo estable y sin apoyo familiar, Dalrymple se pregunta si no habría sido mejor para ellas haber sido educadas con los prejuicios tradicionales: que, para tener un hijo, mantenerlo y educarlo, es mejor esperar a tener una familia y la compañía y ayuda de un padre, que no tener nada de eso. Pero esto es algo que, por varias razones –entre ellas, su carencia de vida familiar, su pobreza y falta de educación, la brutalidad del medio en que se desenvuelven, problemas de drogas y delincuencia–, muchas de esas mujeres consideran completamente fuera de su alcance, un sueño imposible. De forma que el niño que van a mantener, con la única o casi única ayuda, más o menos generosa, mejor o peor, del Estado benefactor, se convierte en su única posesión y consuelo, con lo cual están reproduciendo para esos niños las condiciones familiares y sociales de las que ellas mismas se consideran víctimas y de las que, naturalmente, querrían escapar.
Del prejuicio contra las mujeres que tienen hijos sin estar casadas y contra los niños nacidos fuera del matrimonio se solapa, en parte, con la desaparición del prejuicio a favor de la vida familiar como elemento fundamental para la educación y para la convivencia. Dalrymple se acerca a este «antiguo» prejuicio a través de algo tan aparentemente trivial como es el hecho de que en muchos hogares de «clase baja» en el Reino Unido no hay una mesa y unas sillas que sirvan para que los miembros de la familia se reúnan a comer juntos (capítulo 6), algo que constituye –no parece que exija ninguna demostración– una rutina característica y significativa de la sociedad familiar. La descomposición y, con frecuencia, desaparición de la vida familiar entre los grupos de población de rentas más bajas y niveles de educación más deficientes es, para Dalrymple, una manifestación crucial de la enfermedad que trata de analizar y tiene, entre otras consecuencias, una muy profunda y significativa: la familia es un refugio y, a la vez, un lugar en el que hay que transigir con los demás; la carencia de ese refugio hace a los seres humanos más agresivos, egotistas e intolerantes, y más propicios a entender mejor las relaciones fundadas en, y justificadas por, la fuerza y el poder que por la empatía, la generosidad y la paciencia.
La descomposición o desaparición de la vida familiar es, para Dalrymple, un factor que contribuye directamente al aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas, algo en lo que, paradójicamente, ha colaborado de forma decisiva, en su opinión, la política de bienestar social de muchos gobiernos europeos. Refiriéndose al Reino Unido, «el Gobierno [se refiere al gobierno laborista en el poder en febrero de 2007] admitirá cualquier cosa menos reconocer que sus políticas sociales y las de gobiernos previos durante los pasados cuarenta años han moldeado una sociedad de psicópatas, en la cual una parte lamentablemente amplia de la población considera al resto de la gente de una forma puramente instrumental, como un medio para el logro de sus fines inmediatos. Esa parte de la población no siente ningún lazo afectivo o solidario de ninguna clase con el resto de la gente»5. Lo más paradójico es que, amparándolo y justificando todo, está la doctrina de los derechos humanos, «una verdadera catástrofe humana [...] [esta doctrina] no sólo proporciona a las instituciones gubernamentales una excusa para introducirse en el tejido de nuestras vidas, sino que, además, tiene un efecto profundamente corruptor en la juventud, adoctrinada para creer que antes de que esos derechos se concedieran (¿o, hay que decir, se descubrieran?) no había libertad [...]. Todavía peor, convence a los jóvenes de que cada uno de ellos es de un valor precioso y único, lo que equivale a decir que más precioso que ninguna otra persona: y que, además, el mundo es una conspiración gigantesca para privarle de todo lo que legítimamente le corresponde. Una vez que alguien está seguro de cuáles son sus derechos, resulta imposible discutir con él; y, así, la razón de la Ilustración se transforma rápidamente en la sinrazón del psicópata»6.
Los prejuicios, las ideas hechas o preconcebidas son inevitables e imprescindibles en la vida privada y en la vida profesional, en el arte, así como en la ciencia, lo que no significa, evidentemente, que todos los prejuicios heredados sean aceptables y que todos deban conservarse. «Sin duda, podemos deshacernos de cualquier actitud en particular respecto a cualquier cuestión dada, pero no podemos deshacernos de cualquier actitud de cualquier clase hacia esa cuestión»7. Creer que los seres humanos pueden y deben vivir y actuar sin prejuicios de ninguna clase, ni ideas preconcebidas, es una especie de metaprejuicio que, además, propone un patrón moral ilusorio, imposible y, por eso mismo, nefasto. Dalrymple cree que uno de los padres de este metaprejuicio moderno es John Stuart Mill, quien convirtió en On Liberty la lucha contra los convencionalismos dominantes en su época en la columna vertebral de sus propuestas morales, aunque es seguro que Mill rechazaría algunas de las interpretaciones y aplicaciones actuales de su exigencia de luchar contra los convencionalismos8.
El tono de Dalrymple es siempre compasivo y comprensivo con los sujetos y casos reales que son la fuente de sus reflexiones, como podía esperarse de un médico que comenta los casos de sus pacientes. Pero hay otro Dalrymple cuando rastrea la formación de la cultura anticonvencional a través de las opiniones, los exabruptos y las elucubraciones de los mandarines, los escritores, intelectuales, artistas y políticos para quienes la destrucción del viejo orden moral nunca fue y no es ahora otra cosa que esteticismo de privilegiados: el paradigma sería Virginia Woolf, a la que detesta, y a quien dedica uno de sus más penetrantes artículos9; la originalidad o la provocación artística (Ibsen o George Bernard Shaw serían dos buenos ejemplos) o pseudocientífica: el ejemplo de esta última sería Peter Singer, profesor en Princeton, apóstol de los derechos de los animales y partidario declarado de legalizar el infanticidio (hasta cierta edad de los bebés, por ejemplo, treinta días), de la eutanasia y, en su caso, de la eliminación, decidida por familiares y allegados, de ancianos, inválidos mentales y enfermos incurables10; o el oportunismo político que está detrás del relativismo y del desvarío multicultural (el ejemplo más evidente y patético: cierta opinión «progresista» occidental según la cual debemos tratar de entender el fundamentalismo islámico y su posición en relación con las mujeres, en vez de criticar y defender cambios inspirados en nuestra cultura e incompatibles con el islam).
Realmente, la tesis más subversiva de Dalrymple es que este proceso de sustitución de prejuicios, que se desarrolla entremezclado con las muy diversas reivindicaciones amparadas en la doctrina de los derechos humanos, empeora, sobre todo, la situación y las posibilidades de las «clases bajas», de los pobres y peor educados, pero también, en algunos casos, de las mujeres y de los niños, es decir, de todos aquellos a los que, supuestamente, quieren favorecer las políticas inspiradas en las convenciones «políticamente correctas»: «Habiendo llevado a cabo una parte considerable de mi carrera profesional en países del Tercer Mundo en los que la implementación de ideales e ideas abstractos ha hecho que situaciones malas llegaran a ser incomparablemente peores, y el resto de mi carrera en medio de la muy extensa infraclase británica, cuyas desastrosas nociones sobre cómo vivir derivan, en última instancia, de ideas de los críticos sociales que son poco realistas, autocomplacientes y, con frecuencia, fatuas, veo ahora la vida artística e intelectual como algo que tiene incalculables efectos e importancia práctica. John Maynard Keynes escribió en un pasaje famoso de Las consecuencias económicas de la paz [...] que el mundo está gobernado por poco más que ideas viejas o difuntas de economistas y filósofos sociales. Estoy de acuerdo: excepto que ahora yo añadiría novelistas, autores de teatro, directores de cine, periodistas, artistas e, incluso, cantantes pop. Son los no reconocidos legisladores del mundo, y debemos prestar atención a lo que dicen y a cómo lo dicen»11.
No hay benevolencia sin prejuicios; no podemos escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejuicios: estas cuatro contundentes afirmaciones, que son títulos de los últimos capítulos de In Praise of Prejudice, resumen la posición de Dalrymple y pueden dar una medida de su distancia respecto de la «corrección política». Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor. HArendt














El poema de cada día. Hoy, La ballena (metáfora del descasado), de José Watanabe (1945-2007)






 


LA BALLENA (METÁFORA DEL DESCASADO)


Dicen que hay una ballena en el agua baja, varando.

Vamos a verla.

Vamos a ver si nuestro pequeño y desordenado ánimo

resiste la imposición de sus oscuras toneladas.

Vamos a ver cómo llora mostrando sus torpes aletas

que no pueden ofrecernos una flor

entre dos dedos.

Vamos a pedirle que, a cambio, nos cante un lamento

con su famosa voz de soprano.

Vamos a aprender que los animales de piel resbalosa

quedan, finalmente, solos.

Vamos a ver la agitada desesperación de su gran cola

que bate arena, que quiere ganar

aguas más hondas, navegables, donde se esté bien

consigo mismo.

¿Y si ya reflotó con la marea alta y no está?

Pues nos sentaremos en la playa a contemplar el mar.

La metáfora del mar desolado

puede reemplazar a la metáfora de la ballena.


José Watanabe (1945-2007)

Poeta peruano 















Las viñetas de hoy

 
















martes, 6 de agosto de 2024

Presentación de las entradas de hoy martes, 6 de agosto

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Si lo normal no fuera que los deportistas se callaran, afirma en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor Javier Cercas, sino que hablaran, no habría dedos suficientes para señalarlos a todos, porque la política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos; la política es cosa de todos, incluidos los deportistas. En la segunda, un archivo del blog de agosto de 2018, el también escritor y académico Juan Luis Cebrián, comentaba el fracaso, apenas mitigado, de la reciente cumbre de Bruselas, en la que se aplazó cualquier medida que pudiera significar un avance en la unión monetaria y fiscal o en los mecanismos de salvaguarda de estabilidad financiera. La tercera, como todos los días, es un poema titulado En  el nombre de hoy, del poeta Jaime Gil de Biedma. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor de la prensa del día. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











De los extraterrestres y la política

 






No son extraterrestres

JAVIER CERCAS

04 AGO 2024 - El País Semanal - harendt.blogspot.com 


¿Deben los deportistas opinar sobre política? ¿Es conveniente que lo hagan? El debate se abrió este verano a raíz de unas declaraciones de Kylian Mbappé en las que, tras la victoria de la ultraderecha en la primera vuelta de las elecciones legislativas francesas, el futbolista francés llamó a no votar a los extremos en la segunda vuelta; dos exdeportistas españoles, Juanma Iturriaga y María José Rienda, discutieron en estas mismas páginas sobre ese asunto especialmente controvertido en España, donde los deportistas jamás opinan sobre política. ¿Deben hacerlo? ¿Conviene que lo hagan?

Partamos de lo obvio: en una democracia, nadie está obligado a opinar sobre política; un país donde todo el mundo debe pronunciarse sobre política no es una democracia: es una autocracia. Dicho esto, ¿sería saludable que los deportistas opinaran con normalidad sobre política? Se dice a menudo que no porque los deportistas son jóvenes, no están bien informados y suelen equivocarse. Cierto, pero ¿no nos equivocamos los escritores que opinamos sobre política? ¿No se equivocan los periodistas y los politólogos? Por Dios santo, ¿no se equivocan los políticos? Se dice también que los errores de los deportistas son especialmente perjudiciales, porque su popularidad los dota de una influencia enorme; cierto también, pero ¿no tiene influencia un politólogo? ¿No la tiene un político? ¿No son perjudiciales los errores que cometen políticos y politólogos? Y a la inversa: ¿no pueden ser beneficiosos los aciertos de los deportistas? ¿Qué porcentaje de la derrota inesperada de la extrema derecha en la segunda vuelta de las elecciones francesas debemos a la toma de partido de Mbappé? María José Rienda lleva razón cuando afirma que, como deportista, “vas a tener más gente que te siga, te anime y te ayude si no te pronuncias políticamente” y que una causa fundamental de la mudez política de los deportistas es el miedo (“miedo de que, si se sitúan de un lado en un determinado debate, se pongan en contra a la otra parte”, miedo “a perder subvenciones, apoyos de cualquier tipo”); ahora bien, ese mismo miedo es el que tiene o podría tener cualquier profesional que decide opinar sobre política, pese a ganar muchísimo menos dinero que cualquier futbolista de élite… En fin: yo creo que este debate está viciado de raíz, y que el mero hecho de que se plantee revela que, en general, vivimos inmersos en una idea empobrecedora y falaz de la política. Ésta no es un saber especializado, como la física o las matemáticas, ni siquiera como la economía; si lo fuera, no tendría ningún sentido que votásemos todos los ciudadanos: sólo deberían hacerlo los políticos, o los políticos y los politólogos. Ese es el ideal de tantos políticos que sueñan con una ciudadanía integrada por súbditos, palmeros bien retribuidos o, en el peor de los casos, sujetos obedientes y silenciosos (“Haga como yo y no se meta en política”, decía Franco); también, el sueño de los politólogos con ínfulas de científicos (“La ciencia política es a la ciencia lo que la música militar a la música”, decía Javier Pradera). Contra ese sueño, que es nuestra pesadilla, se inventó la democracia. Los deportistas de élite no viven al margen de ella. No son extraterrestres: son ciudadanos comunes y corrientes, con sus deberes y sus derechos, tan responsables como usted y como yo de cuanto ocurre a su alrededor; o quizá un poco más, precisamente porque son unos privilegiados y sus opiniones políticas pueden tener una influencia que no tienen ni la de usted ni la mía. Mbappé pudo no tomar partido, no meterse en problemas, escurrir el bulto o hacerse el sueco, y no lo hubiesen señalado con el dedo; pero si lo normal no fuera que los deportistas se callaran, sino que hablaran, no habría dedos suficientes para señalarlos a todos. Se dirá que eso no garantiza que vivamos en sociedades mejores; falso: eso garantiza que vivimos en sociedades más democráticas, que es la única garantía de vivir en sociedades mejores.

En suma, la política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. La política es cosa de todos, incluidos los deportistas. Javier Cercas es escritor y académico de la RAE









[ARCHIVO DEL BLOG] Brutalidad y declive. [Publicada el 08/08/2018]











La brutalidad del lenguaje de las instancias de poder, abusando de las expresiones políticamente correctas durante décadas, está provocando el declive de la Unión Europea, decía en El País hace justamente un mes, el que fuera su director y fundador, el periodista, escritor y académico de la Lengua, Juan Luis Cebrián.
Quizá hasta el momento haya sido Martin Schulz, señala Cebrián, el político europeo que con mayor precisión ha puesto el dedo en la llaga sobre el deterioro de las instituciones democráticas en general y las de la Unión en particular. Lo ha definido con una expresión digna de elogio: el lenguaje político brutal, cuando penetra en el debate parlamentario y los centros de gobierno, es una amenaza para la supervivencia de la democracia. Aunque en su reflexión podemos echar a faltar los motivos de esa deriva populista que él denuncia y que afecta a izquierda y derecha. La brutalidad del lenguaje político es reacción casi inevitable frente a las expresiones políticamente correctas de las que han venido abusando durante décadas las instancias de poder.
La mayor parte de los análisis de comentaristas independientes han puesto de relieve el fracaso, apenas mitigado, de la reciente cumbre de Bruselas, en la que se aplazó cualquier medida que pudiera significar un avance en la unión monetaria y fiscal o en los mecanismos de salvaguarda de estabilidad financiera. Pero difícilmente escucharemos un reconocimiento sin matices de esta derrota por parte de los responsables políticos. También se tomaron decisiones sobre la inmigración, como la instalación de plataformas de acogida en países terceros (nuevo eufemismo para describir los campos de refugiados) que hará enrojecer de ira y de vergüenza a cuantos siguen creyendo en que el proyecto de la Unión Europea descansa en la defensa de valores democráticos irrenunciables. De hecho, los compromisos adoptados en este terreno no están dirigidos tanto a resolver el problema como a intervenir en la política interna alemana, en defensa de la continuidad de Merkel en la cancillería, aun a costa de renunciar a sus convicciones de antaño respecto a una política de puertas abiertas para los refugiados.
En una entrevista concedida a varios diarios, entre ellos EL PAÍS, Shulz demandaba una respuesta progresista frente a la ofensiva destructora del populismo. La debilidad de las instituciones europeas no procede sin embargo solamente de las amenazas y demandas demagógicas de los populistas, sino también de la incapacidad de las autoridades de la Unión y de las de los países miembros a la hora de reformar sus propias estructuras, víctimas de la burocracia y el anquilosamiento, y en las que el déficit democrático denunciado tradicionalmente por Reino Unido sigue siendo una realidad.
Todos hemos visto bromear en el pasado al presidente Junker con el primer ministro húngaro llamándole “mi dictador favorito” y es exasperante la lentitud en la toma de decisiones frente a un Gobierno como el polaco, que ha terminado por vulnerar un principio tan teóricamente intocable en las democracias como la separación de poderes. También seguiremos mirando hacia otro lado ante los acontecimientos en Turquía en justa retribución, y previo pago, a la contención de los flujos migratorios hacia nuestras costas. Por lo demás, la deriva autoritaria de los Gobiernos del centro y el este del continente, los vetos de los países nórdicos y Holanda a los avances necesarios en la construcción de la unión monetaria, y las consecuencias del Brexit amenazan con producir la evanescencia del proyecto europeo. A este paso, acabará siendo poco más que una zona de libre comercio tal y como siempre soñaron los británicos.
El recurso al establecimiento de pactos bilaterales o trilaterales para encarar la cuestión migratoria, habida cuenta de la incapacidad de establecer una política común, la ausencia de una estrategia y una acción coordinada en política exterior y de seguridad, hasta el punto de que Francia ya sugiere la creación de un operativo de defensa multilateral al margen de la propia Unión, son otros tantos síntomas que ponen de relieve la debilidad actual de las instituciones, sometidas al cortoplacismo de los intereses de los partidos que integran sus respectivos Gobiernos nacionales.
En recientes visitas a diversas capitales, he escuchado elogios a nuestro país por parte de numerosos líderes extranjeros, habida cuenta de la inexistencia entre nosotros de partidos xenófobos o antieuropeístas. Siendo esto último cierto, lo primero no lo es tanto. El nacionalismo supremacista, como el que abiertamente representa el actual presidente de la Generalitat, es una forma de xenofobia tan denigrante e incivil como cualquier otra. Y la vulneración de la legalidad democrática en algunas resoluciones del Parlamento de Cataluña resulta tan recusable como la que ha llevado a cabo la Cámara polaca con sus leyes sobre la administración de Justicia.
Aunque la restauración del proyecto democrático no es competencia ni deber exclusivo de la izquierda, es verdad que tiene una especial responsabilidad ante la involución conservadora, y una oportunidad también de recuperar el espacio perdido en defensa del modelo europeo de la sociedad del bienestar. Esta es fruto de un pacto ya casi secular entre los democratacristianos y los socialistas, génesis de un bipartidismo del que ahora son víctimas esas mismas formaciones, pues su esclerosis sistémica y su endogamia les han alejado de las preocupaciones de los ciudadanos. Los partidos conservadores aparentan una mayor capacidad de resistencia envueltos en las banderas nacionales y parapetados en el éxito del crecimiento económico.
La contrarrevolución progresista que demanda Shulz exige a la izquierda un renovado compromiso con las instituciones democráticas y un rechazo activo de cualquier nacionalismo excluyente. No solo en la expresión de su solidaridad y respeto para con los desheredados que arriban a nuestras playas. También en la defensa de la igualdad de todos los ciudadanos sin discriminaciones de ninguna especie, incluidas las lingüísticas.
El proyecto europeo se ve amenazado más que por el ascenso de los populismos y nacionalismos excluyentes, por el abandono de los valores clásicos que impulsaron su fundación. La política migratoria será piedra de toque de sus comportamientos. Esperemos que a la brutalidad del lenguaje que ahora nos invade no prosiga la de las acciones en defensa de los intereses del poder. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día. Hoy, En el nombre de hoy, de Jaime Gil de Biedma (1929-1990)

 







EN EL NOMBRE DE HOY

Para ti, que no te nombro,

amor mío -y ahora en serio-, 

para ti, sol de los días

y noches, maravilloso

gran premio de mi vida, 

de toda la vida, ¿qué puedo

decir, ni qué quieres que escriba

a la puerta de estos versos?

Finalmente a los amigos

compañeros de viaje

y sobre todos ellos 

a vosotros, Carlos, Ángel, 

Alfonso y Pepe, Gabriel

y Gabriel, Pepe (Caballero)

y a mi sobrino Miguel,

Joseagustín y Blas de Otero, 

a vosotros pecadores

como yo, que me avergüenzo

de los palos que no me han dado

señoritos de nacimiento

por mala conciencia escritores

de poesía social, 

dedico también un recuerdo,

y a la afición en general.


Jaime Gil de Biedma (1929-1990)

Poeta español













Las viñetas de hoy

 





















lunes, 5 de agosto de 2024

Presentación de las entradas de hoy lunes, 5 de agosto

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Más allá de las diferencias obvias, dice en la primera de las entradas de hoy el politólogo Víctor Lapuente, existe una similitud fundamental entre el expresidente Trump y el joven futbolista Lamine Yamal, que puede ayudarnos a comprender la naturaleza de la política contemporánea, pues son espectáculos competitivos que satisfacen la necesidad humana básica de identificarnos con algo que nos trasciende. La segunda es un archivo del blog de mayo de 2008 en la que el politólogo José Luis Barreiro hablaba sobre las disfuncionalidades de la justicia y los jueces en España. La tercera es un poema de Federico García Lorca titulado Baladilla de los tres ríos. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor de la prensa del día. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Yamal, Trump y la política

 






El secreto parecido entre Trump y Yamal
VÍCTOR LAPUENTE
31 JUL 2024 - Revista Ethic - harendt.blogspot.com

Más allá de las diferencias obvias, existe una similitud fundamental entre el expresidente Trump y el joven futbolista Lamine Yamal, que puede ayudarnos a comprender mejor tanto la naturaleza de la política contemporánea como la clave del éxito en ella, pues tanto el fútbol como la política son espectáculos competitivos que en nuestro tiempo secularizado satisfacen la necesidad humana básica de identificarnos con algo que nos trasciende.
A primera vista, el joven y feliz delantero de la selección española de fútbol Lamine Yamal no tiene nada en común con el viejo y gruñón ariete de la política estadounidense Donald Trump. El primero tiene los orígenes más humildes (cada vez que marca un gol, Lamine muestra el número «304», el código postal de su barrio, Rocafonda, uno de los más pobres del país); el segundo, los más opulentos. Trump, como dicen los anglosajones, nació con una cuchara de plata en la boca. Yamal encarna el triunfo de la diversidad y la solidaridad de un equipo donde los egos individuales estaban subordinados a los colectivos; Trump representa la victoria de los valores reaccionarios y el egoísmo de un proyecto político en el que todo un partido estaba subordinado a un individuo. Aparentemente, lo único que comparten Trump y Yamal es el hecho de que sus fotos levantando el puño son imágenes icónicas de este verano en todo el mundo. ¿O hay algo más?
¿Cuáles son los eventos que reúnen a la audiencia televisiva más masiva y hacen que la gente se reúna en casa de amigos y familiares para seguir con pizzas y cervezas (o sushi y vino si son progres) a ambos lados del Atlántico? Son, casi todos, finales de torneos, ya sea en el deporte (por ejemplo, la Superbowl, las finales de la Liga de Campeones, la Eurocopa y la Copa América, y ahora, los Juegos Olímpicos), en la música (por ejemplo, el concurso de Eurovisión) o en la política (como las noches electorales).
Mientras hace años las fiestas para animar a tu candidato político favorito se limitaban en su mayoría a las contiendas presidenciales de Estados Unidos, ahora son un fenómeno global. Los europeos están consumiendo un número cada vez mayor de programas de televisión, radio y medios digitales dedicados al espectáculo electoral. Incluso las normalmente aburridas elecciones al Parlamento Europeo fueron seguidas animadamente por los ciudadanos de la UE. Las recientes elecciones parlamentarias francesas no solo se celebraron en las calles de París más que si hubieran ganado el Mundial, sino que fueron narradas con interés deportivo por todos los principales medios de comunicación europeos. En suma, nada levanta más el ánimo colectivo de los ciudadanos y acelera los latidos de sus corazones que el deporte y las noches electorales.
Esto nos da una pista importante sobre quién tiene más probabilidades de ganar las elecciones en nuestros días y por qué. Las explicaciones académicas sobre el auge del populismo se dividen en dos campos principales: los que hacen hincapié en las razones económicas (por ejemplo, el aumento de la desigualdad, el menor poder adquisitivo, la pérdida de puestos de trabajo en el sector manufacturero en favor de China) y los que subrayan los factores culturales (por ejemplo, la reacción violenta contra la creciente diversidad). Pero ambos se concentran exclusivamente en el lado de la demanda, es decir, en las peticiones de los votantes que no son atendidas por las élites políticas convencionales. Y, con variaciones, la cura que surge de estos diagnósticos es la misma: los políticos necesitan escuchar más a la clase trabajadora/media, al «Average Joe», a la señora María media. Los populistas nacionales, como Wilders, Le Pen, Milei o Trump, supuestamente escuchan mejor las quejas de los hombres (en su mayoría) y las mujeres (en menor medida). Pero la clave de su éxito no reside tanto en su capacidad de escuchar como en su capacidad de hablar. Los nacionalpopulistas sobresalen electoralmente por la singularidad de sus discursos, no por la comunalidad de sus propuestas. En otras palabras, mientras que los observadores se han centrado en gran medida en los factores del «lado de la demanda» del populismo, han descuidado el «lado de la oferta»: la capacidad que tienen los políticos radicales para atraer votantes.
Los políticos populistas han aprendido una lección básica de los espectáculos deportivos, desde las clásicas carreras de cuadrigas, como la recreada en la pantalla entre el aspirante Ben-hur y el campeón Messala, hasta el gol de Yamal contra el todopoderoso equipo francés en las semifinales de la Eurocopa: la gente ama al underdog, al desvalido que se lo merece. Es decir, la persona que parte en una posición inferior, sea cual sea esta (como Milei contra la maquinaria peronista, Trump contra Washington, o Farage, Le Pen u Orban contra Bruselas), y gracias a su esfuerzo, bate al poder establecido.
Los votantes no eligen a los populistas porque estos sean «gente común» que los «representa», sino todo lo contrario. Al igual que en los deportes o en los concursos de música (basta con recordar la lista de los últimos ganadores de Eurovisión; son todo menos comunes), los espectadores quieren una mejor versión de sí mismos, un campeón. El elegido es una persona que tiene coraje y una historia de superación con la que te puedes identificar. Y, al igual que en la antigua Grecia y Roma precristianas, los campeones (en los deportes, las guerras o la política) son los dioses de nuestro tiempo. No votas por ellos porque te adoren, sino porque tú los adoras. Víctor Lapuente es politólogo.