lunes, 5 de agosto de 2024

Yamal, Trump y la política

 






El secreto parecido entre Trump y Yamal
VÍCTOR LAPUENTE
31 JUL 2024 - Revista Ethic - harendt.blogspot.com

Más allá de las diferencias obvias, existe una similitud fundamental entre el expresidente Trump y el joven futbolista Lamine Yamal, que puede ayudarnos a comprender mejor tanto la naturaleza de la política contemporánea como la clave del éxito en ella, pues tanto el fútbol como la política son espectáculos competitivos que en nuestro tiempo secularizado satisfacen la necesidad humana básica de identificarnos con algo que nos trasciende.
A primera vista, el joven y feliz delantero de la selección española de fútbol Lamine Yamal no tiene nada en común con el viejo y gruñón ariete de la política estadounidense Donald Trump. El primero tiene los orígenes más humildes (cada vez que marca un gol, Lamine muestra el número «304», el código postal de su barrio, Rocafonda, uno de los más pobres del país); el segundo, los más opulentos. Trump, como dicen los anglosajones, nació con una cuchara de plata en la boca. Yamal encarna el triunfo de la diversidad y la solidaridad de un equipo donde los egos individuales estaban subordinados a los colectivos; Trump representa la victoria de los valores reaccionarios y el egoísmo de un proyecto político en el que todo un partido estaba subordinado a un individuo. Aparentemente, lo único que comparten Trump y Yamal es el hecho de que sus fotos levantando el puño son imágenes icónicas de este verano en todo el mundo. ¿O hay algo más?
¿Cuáles son los eventos que reúnen a la audiencia televisiva más masiva y hacen que la gente se reúna en casa de amigos y familiares para seguir con pizzas y cervezas (o sushi y vino si son progres) a ambos lados del Atlántico? Son, casi todos, finales de torneos, ya sea en el deporte (por ejemplo, la Superbowl, las finales de la Liga de Campeones, la Eurocopa y la Copa América, y ahora, los Juegos Olímpicos), en la música (por ejemplo, el concurso de Eurovisión) o en la política (como las noches electorales).
Mientras hace años las fiestas para animar a tu candidato político favorito se limitaban en su mayoría a las contiendas presidenciales de Estados Unidos, ahora son un fenómeno global. Los europeos están consumiendo un número cada vez mayor de programas de televisión, radio y medios digitales dedicados al espectáculo electoral. Incluso las normalmente aburridas elecciones al Parlamento Europeo fueron seguidas animadamente por los ciudadanos de la UE. Las recientes elecciones parlamentarias francesas no solo se celebraron en las calles de París más que si hubieran ganado el Mundial, sino que fueron narradas con interés deportivo por todos los principales medios de comunicación europeos. En suma, nada levanta más el ánimo colectivo de los ciudadanos y acelera los latidos de sus corazones que el deporte y las noches electorales.
Esto nos da una pista importante sobre quién tiene más probabilidades de ganar las elecciones en nuestros días y por qué. Las explicaciones académicas sobre el auge del populismo se dividen en dos campos principales: los que hacen hincapié en las razones económicas (por ejemplo, el aumento de la desigualdad, el menor poder adquisitivo, la pérdida de puestos de trabajo en el sector manufacturero en favor de China) y los que subrayan los factores culturales (por ejemplo, la reacción violenta contra la creciente diversidad). Pero ambos se concentran exclusivamente en el lado de la demanda, es decir, en las peticiones de los votantes que no son atendidas por las élites políticas convencionales. Y, con variaciones, la cura que surge de estos diagnósticos es la misma: los políticos necesitan escuchar más a la clase trabajadora/media, al «Average Joe», a la señora María media. Los populistas nacionales, como Wilders, Le Pen, Milei o Trump, supuestamente escuchan mejor las quejas de los hombres (en su mayoría) y las mujeres (en menor medida). Pero la clave de su éxito no reside tanto en su capacidad de escuchar como en su capacidad de hablar. Los nacionalpopulistas sobresalen electoralmente por la singularidad de sus discursos, no por la comunalidad de sus propuestas. En otras palabras, mientras que los observadores se han centrado en gran medida en los factores del «lado de la demanda» del populismo, han descuidado el «lado de la oferta»: la capacidad que tienen los políticos radicales para atraer votantes.
Los políticos populistas han aprendido una lección básica de los espectáculos deportivos, desde las clásicas carreras de cuadrigas, como la recreada en la pantalla entre el aspirante Ben-hur y el campeón Messala, hasta el gol de Yamal contra el todopoderoso equipo francés en las semifinales de la Eurocopa: la gente ama al underdog, al desvalido que se lo merece. Es decir, la persona que parte en una posición inferior, sea cual sea esta (como Milei contra la maquinaria peronista, Trump contra Washington, o Farage, Le Pen u Orban contra Bruselas), y gracias a su esfuerzo, bate al poder establecido.
Los votantes no eligen a los populistas porque estos sean «gente común» que los «representa», sino todo lo contrario. Al igual que en los deportes o en los concursos de música (basta con recordar la lista de los últimos ganadores de Eurovisión; son todo menos comunes), los espectadores quieren una mejor versión de sí mismos, un campeón. El elegido es una persona que tiene coraje y una historia de superación con la que te puedes identificar. Y, al igual que en la antigua Grecia y Roma precristianas, los campeones (en los deportes, las guerras o la política) son los dioses de nuestro tiempo. No votas por ellos porque te adoren, sino porque tú los adoras. Víctor Lapuente es politólogo.











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