viernes, 23 de agosto de 2024

De la sociedad narcisista

 






Desde la antigüedad, escribe la socióloga Esther Peñas [La sociedad narcisista. Revista Ethic, 20/08/2024] un mito nos previene de las letales consecuencias de contemplarse en exceso: el de Narciso y su mortífero amor a sí mismo. Acaso Caravaggio fue quien mejor retrató esa fascinación seductora de quien queda prendado de su propio reflejo, hasta el punto de morir ahogado y convertirse en flor. Hoy, es la mejor representación de nuestra sociedad, que ha reemplazado la vida por la imagen.

Noventa y cinco millones de fotografías se suben cada día a Instagram, según datos de la propia red. Muchas de ellas, como sucede en otras plataformas, son anécdotas que carecen de la menor importancia: «Yo, comiendo en este restaurante», «Yo, con mi mejor amiga», «Yo y mi perro», «Yo, a solas»…; el yo en mayúscula se ha convertido en una imagen fractal hueca. Si cada cosa que hacemos es lo suficientemente importante para compartirla en el ciberespacio, ninguna lo es. Pero esta sociedad nos obliga a ser empresarios de nosotros mismos, a venderse, a autopromocionarse, porque el narcisismo «es el dar a ver y hacerse mirar», como asegura la psicoanalista Constanza Mayer.

Esa imagen que proyectamos rinde culto a los gimnasios, a las sonrisas forzadas, a los tratamientos de estética, a la esclavitud de la moda, consume experiencias con ansiedad bulímica (exposiciones, películas, series, viajes, gastronomía…). El negocio de la belleza mueve en España 9.250 millones de euros, y exporta más que el vino, el calzado o el aceite de oliva. El país es el segundo expendedor mundial de perfumes y el décimo de cosméticos. El cuerpo como símbolo, como valor añadido socialmente, como envase y diseño publicitario.

En su ensayo La epidemia del narcisismo, los psicólogos norteamericanos Jean Twenge y Keith Campbell comparan el origen del narcisismo con un taburete de cuatro patas. Una, la educación permisiva en la que cada uno aprende a ocupar su lugar sin preocuparse por los demás; la segunda, la cultura de la celebración instantánea; la tercera, internet y las redes sociales, y, la última, el consumo y dinero fácil, que llevan a pensar que todos los sueños pueden hacerse realidad.

Adquiere dimensiones tan desproporcionadas que no importa nada más que uno mismo. «La auténtica tragedia de Narciso no es que se enamorase de sí mismo, sino que no ve al otro, el otro se convierte en un objeto que utiliza a su antojo, deja de verlo como a un igual, como a un ser humano», explica el psicólogo Rodolfo Acosta. Y esto tiene consecuencias terribles. «El yoísmo feroz desdeña el amor y los vínculos sociales, imposibilita establecer lazos con los otros, ya que, si nada hace falta, no en el sentido de necesidad sino de la ausencia de algo, poco lugar se deja al vínculo y al amor hacia los otros», continúa Mayer, quien avisa del riesgo: «La exaltación de un «yo fuerte» implica el riesgo de la megalomanía, como se ve en los dirigentes políticos, que son elegidos por su audacia para potenciar el individualismo a ultranza en las coordenadas de la ley de la selva, y el totalitarismo como sistema, que excluye la diferencia y la diversidad entre las personas, promoviendo la segregación».

Si los otros están ausentes, porque los hemos desterrado de nuestra intimidad, no podremos preguntarnos cómo cambiar el mundo, preocupados únicamente en contarnos a nosotros mismos sin distancia crítica. Nos alejaremos de la vida pública, volcándonos en preocupaciones meramente personales.

El narcisismo como patología fue descrito por Freud. Una cosa es la autoestima, o un «sano narcisismo», esa visión benévola de uno mismo gracias a la cual se pueden desplegar los propios talentos y que se consigue con atención y afecto de los otros, y otra muy distinta es el narcisismo, «una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada», en el decir del filósofo coreano Byung-Chul Han. De ahí que debilite la idea de lo colectivo. Hay narcisismo cuando fracasa la confianza en el «tú». El sujeto será su único cuidador y su jefe absoluto. No necesita nada, tampoco a nadie. «Esa fantasía de autosuficiencia denota una gran fragilidad y una inmensa carencia. Y tampoco es cierto que no necesite de los otros: necesita, por encima de todo, su reconocimiento y admiración», puntualiza Acosta.

Los narcisistas se sienten seres excepcionales, importantes, únicos. Pero lo cierto es que solo lo somos para aquellos que nos quieren. El amor es salir al encuentro del otro.

Si uno se queda recostado en sí mismo, no habrá posibilidad de relación alguna; tampoco afecto real. Se requiere tiempo para construir relaciones, y esta sociedad, en la que priman la inmediatez y el rédito, nos lo hurta.

Zygmunt Bauman nos recuerda que el compromiso es necesario para que una relación sea duradera, aunque cualquiera que se comprometa sin reservas corre el riesgo de quedar dañado si la relación se rompe. Pero la habremos vivido. La sociedad de nuestros días no permite el duelo, la tregua, la parsimonia que requiere lo importante. «Hoy se promueve la exaltación del yo. Si el individuo confía en sí, se supone que progresará, tendrá éxito. Esta posición hace que se abandone el interés por lo común, por los otros, por todo lo que no sea él mismo, y ello se refleja en lo familiar, lo social y lo político. El narcisista genera la paranoia de sentirse manejado por otro que quiere quitarle lo suyo, ahí está el peligro narcisista», expone la psicoanalista Carmen Bermúdez. Esta estructura paranoide, que desconfía por defecto del otro, que nos mantiene siempre al acecho, e incluso invita a atacar primero, está sostenida por el narcisismo.

En los años 70, el sociólogo norteamericano Christopher Lasch ya advertía en La cultura del narcisismo que la neurosis y la histeria que caracterizaban a las sociedades de principios del siglo XX habían dado paso al culto del individuo y la búsqueda fanática e insaciable del éxito personal. «Para la personalidad narcisista, solo cuentan los derechos, sus derechos, y esto puede derivar en la perversión de hacer el mal al otro por el placer de verle sometido», comenta Francesc Sáinz, psicoanalista y profesor de la Universidad de Barcelona. De ahí que la intolerancia a la frustración tenga que ver con el narcisismo.

Si el otro solo existe en tanto que espejo que devuelva una imagen grandiosa de nosotros, si se convierte en un valor logístico, se produce una falta de sensibilidad para las necesidades y deseos de los demás, una incapacidad de amar y respetar al otro en tanto que distinto. El narcisismo provoca un «minimalismo moral», en palabras de Lasch.

Las sociedades en las que se estimula a los ciudadanos no a satisfacer sus necesidades sino a consumir alteran la percepción del ego, generando un mundo de espejos. Una cultura cuyo eje sea el consumismo entrona al narcisismo, «pero no porque nos haga ambiciosos y autoafirmados, sino porque nos vuelve débiles y dependientes, porque mina la confianza en la propia capacidad para entender y modificar el mundo y proyectar necesidades propias y comunes», escribe Lasch. Esta sociedad nos infantiliza e incapacita emocionalmente.

Una sociedad de consumistas contempla la elección no como un acto de libertad, sino como la posibilidad de elegir cualquier cosa y en el acto. Pero la libertad es algo más que escoger la marca que vestimos, aunque el narcisista no lo vea.

La transformación de la política en gestión, el reemplazo del trabajo cualificado por maquinaria sofisticada, la redefinición de la educación como conjunto de capacitaciones laborales y, en definitiva, la absoluta asimilación de toda actividad a las exigencias del mercado, asegura Lasch, han generado una nueva y peligrosa forma de «ser uno mismo». Esther Peña es socióloga y diputada del Congreso.








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