domingo, 25 de agosto de 2024

De la pasión intelectual

 






La vinculación de la obra filosófica y literaria de Rosa Chacel al pensamiento de Ortega, que la propia escritora defendió hasta el final de sus días, tiene mucho que ver con la pasión intelectual que compartían y que les impulsó hacia el pensamiento creador, escribe la investigadora de la Universidad de Vigo, Ana María Bande [Rosa Chacel y José Ortega y Gasset. La pasión intelectual. Revista de Libros, 24/04/2024]. No tendríamos que seguir reivindicando todavía la necesidad de reinsertar la obra de Chacel en la producción literaria y filosófica del siglo XX puesto que es más que evidente que una obra de la densidad intelectual como la suya debería gozar de una recepción mucho mayor. Cualquiera que concluya un texto de Rosa Chacel, ya sea novela, relato, poesía, biografía, o ensayo, tiene la sensación de haber descubierto algo maravilloso, de haber tocado la porosa y suave textura del pensamiento en estado puro; y claro está, la lógica de este eros intelectual que la autora logra contagiarnos desde la primera línea de sus textos nos lleva a querer compartirlos para ayudarlos a germinar y reproducirse. Es entonces cuando la persistente ausencia de sus textos en manuales, monografías y estudios críticos nos desconcierta y ruboriza. Es una inexplicable anomalía el patente desconocimiento de una obra tan excepcional como innovadora.

Alberto Porlan, uno de sus amigos más íntimos y lector privilegiado de sus textos, pues los iba leyendo a medida que ella escribía, nos ofrece una consoladora advertencia: «Rosa no será nunca popular, pero siempre será célebre»1 y efectivamente, así es. A día de hoy la figura y la obra de la escritora de Valladolid sigue suscitando la admiración y respeto del que gozó siempre, pero por desgracia sin la intensidad que merece, sin llegar a ser popular. La tenacidad del estereotipo de escritora difícil, que incluso la crítica se empeña en sostener, condiciona una recepción siempre problemática, pero a priori parece absurdo que veamos reeditados los estudios sobre el amor de Ortega y Gasset, a pesar de ser manifiestamente los textos más extemporáneos del filósofo, mientras que el revolucionario ensayo Esquema de los problemas actuales y prácticos del amor que Chacel publicó en Revista de Occidente, en 1931, se queda al margen de todos los planes editoriales. Shirley Mangini, la autora de Las modernas de Madrid, el gran estudio pionero en el rescate de las escritoras y artistas españolas que trabajaron en los años previos a la Guerra Civil, reconoció que Chacel, con sus ensayos, emprendió la tarea —apenas abordada en las letras españolas― de explicar el impacto del amor en el pensamiento, el cuerpo y las relaciones humanas.

Aquel año de 1931 Chacel logró introducirse, con una autoridad irrefutable, en el debate que sobre el tema de la mujer venía produciéndose en las páginas de Revista de Occidente desde la década anterior. A la fuerza misógina del discurso literario y filosófico de Ortega se unía el resto de científicos europeos más reputados del momento; todos intentaban fundamentar las diferencias entre los sexos con la intención, calificada de perversa por la escritora, de demostrar la inferioridad intelectual de la mujer y explicar así el papel marginal que le correspondía en el ámbito de la creación. A Chacel no le pasó inadvertido este despropósito, y en su refutación no ahorró críticas a filósofos, psicólogos y científicos que defendían que la razón existencial de la mujer se sostenía en bases morales diferentes y singulares de su sexo; la calificación de «ambición servil» con que Georg Simmel califica la pretensión de algunas mujeres de pensar y escribir como lo hacían los hombres, desata una profunda consternación en la escritora, que no esconde su rechazo a toda mujer que acepte la «vileza» de ese «postulado que encierra una intención de soborno y un fondo de desprecio como hoy no se encuentra en ninguna de las tendencias sociales que consideramos no corrompidas»2. Nada menos. Podemos preguntarnos, ¿realmente se comprendió el enfado de Chacel en 1931? O incluso, ¿se entiende a día de hoy su provocación al culpabilizar a las mujeres de aceptar el postulado que las condena a permanecer en los márgenes de los espacios de creación? De lo que no nos cabe duda es de que, de haberse difundido a tiempo, este ensayo habría convertido a Rosa Chacel en unas de las referencias intelectuales imprescindibles en la construcción teórica del feminismo del siglo XX.

En Esquema, Rosa Chacel rebatió con contundencia a Simmel y a Carl Jung, dos de los más insignes intelectuales de su tiempo, maestros de su maestro, además; aunque, de momento, la crítica a Ortega la haga de modo indirecto, está claro que desde muy pronto Chacel no solo desconfía, sino que rechaza de plano sus teorías en torno a la diferencia sexual y el amor. Armando Savignano, especialista en el pensamiento filosófico español de la Edad de Plata, en su Historia de la Filosofía Española del siglo XX, dedicó todo un capítulo al pensamiento feminista íntegramente consagrado a la crítica de la diferencia de Rosa Chacel. Hasta ahora, pocos más han sido los que supieron leer en Esquema y el resto de los ensayos chacelianos la historia de la revolución erótica en la filosofía de la España del pasado siglo, de modo que todavía es necesario poner de relieve la importancia de la lucha que emprendió la escritora contra los peligros de los discursos «científicos» contra las mujeres, cada vez más agresivos y de cuya articulación no fue ajeno Ortega y Gasset. Es necesario revisar, y mucho, el cliché de autora ferozmente orteguiana con que la crítica suele referirse continuamente a su obra.

En Saturnal, el ensayo que Chacel elabora al comienzo de los años 60 en Nueva York, treinta años después de Esquema, hay ya una refutación explícita del pensamiento de Ortega. Chacel ya habla abiertamente de los «espejismos», «enredos» e «inconsistencias» del filósofo, concluyendo que «resulta extraño ―y conmovedor― ver cómo una mente tan bien organizada se extravía, distraído en cubrir de flores el esquema de los hechos», y afirmando que sus palabras no eran sino la prueba de una «convicción, bonitamente encubierta, de que la mujer nunca creó nada valioso». El intento de Chacel de exorcizar el demonio del género, como reconoció también Mangini, es uno de los más provocativos y originales en la España del siglo XX. De modo que hemos de preguntarnos si, con la invitación para publicar Esquema en su revista, el filósofo realmente quiso compensarla tras haber incumplido su promesa de publicar Estación. Ida y vuelta, su primera novela, absolutamente orteguiana, por otra parte. Desde luego, Chacel aprovechó la ocasión y entró con toda autoridad en el ámbito de la cultura, componiendo un tratado sobre el eros pero también una compleja especulación filosófica sobre el homoerotismo, que tendría mucho interés en los actuales debates en torno a la identidad sexual3.

Si bien es cierto que la propia circunstancia ―por hablar en términos orteguianos― de nuestra propia historia, marcada por la interminable dictadura franquista, nos ha impedido conocer a tiempo este capítulo del pensamiento filosófico hasta casi hoy mismo, el caso de España no es una anomalía, pues otro tanto estaba ocurriendo en Europa, donde Virginia Woolf, Djuna Barnes o Gertrud Stein irrumpen en la cultura, un club de hombres que, como James Joyce, o T. S. Eliot, tampoco disimularon su contrariedad ante la intromisión de la mujer en la literatura. La rigurosidad y seguridad con la que Chacel participa en el debate tenía que haberse estudiado en España como prueba evidente de sus argumentos en defensa de las capacidades de las mujeres. La única forma de obviarlo fue, como en tantos otros ámbitos, el ocultamiento que Esquema y la exuberante secuela de reflexiones teóricas que sobre el tema del amor, la diferencia genérica o el sexo sufrieron durante la dictadura franquista, y que de forma perniciosa se mantiene aún en nuestros días.

Para que esta situación se revierta, es necesario poner estos textos a disposición del público lector a través, primero, de su inclusión en los materiales de estudio de los diferentes niveles educativos y después, mediante una política editorial a su altura.

La marginación del discurso chaceliano ha supuesto para nuestra cultura una ocasión perdida de incorporarnos al debate feminista sin tener que importar discursos foráneos. La escasa atención que prestaron a su obra crítica y público la soportó Chacel durante toda su vida. A la desolación que esto le ocasionaba ―pues su búsqueda apasionada de la belleza y de la verdad como acto erótico, solo se completaría con el conocimiento de su obra―, ella encontró una explicación: la falta de madurez de los tiempos. Y esto le ocurrió desde el principio, pues el carácter innovador de sus propuestas nunca se entendió en su momento. Este desencuentro no la hizo moverse un ápice de su camino, marcado por una vocación temprana, pero le provocaba una constante ansiedad, que se traducía a menudo en una sensación de «atragantamiento» con algunas de sus obras. Es el suyo un caso paradigmático de los contrasentidos que pueden determinar la conformación de un canon. A pesar de ser Ortega la mayor autoridad intelectual del país, la persistente fidelidad de Chacel a su ideario pudo perjudicarla, si tenemos en cuenta la conocida problemática que también afectó al filósofo en España. Ricardo Tejada, filósofo experto en exilio, incide en que este empecinamiento suyo en defender el magisterio orteguiano fue el desencadenante de las dificultades que encontró Chacel en su reinserción literaria en España porque, según él «críticos como Torrente Ballester o Consuelo Bergés [la acusaron] de ser la única del grupo Nova Novorum en vida que persistía en la vía muerta de la deshumanización del arte»4. Chacel fue consciente del perjuicio que su filiación orteguiana añadía a la ya deficiente recepción de su obra por otros motivos, pero precisamente por tratarse de una fidelidad al honor que ponía Ortega en su pasión por la creación a través de la palabra, no podía renunciar a ella.

Cuando, con ocasión de entrevistarla, Mangini le pregunta por la influencia del perspectivismo orteguiano ella contesta tajante: «Muchísimo, y tan visibles ―patentes― influencias me perjudicaron ante el grupo rector de los años 60, que, sin eso, tal vez me hubieran acogido. Recuerda que Martín Santos en Tiempo de silencio se mete con Ortega de una manera despiadada y estúpida, con la seguridad de ser corroborado por sus congéneres. Y fue justamente en el año 62 cuando a mí se me ocurrió venir a España a ver qué pasaba»5. A las etiquetas ya fabricadas por otros intelectuales se unen los tópicos añadidos por estos críticos de la literatura española de posguerra que, con el sesgo que introduce irremediablemente la ideología cuando se precipita con descuido sobre el campo literario y filosófico, añaden más obstáculos a una obra ya poco accesible. La batalla contra estos tópicos, como la mal entendida deshumanización del arte, la dio la propia autora en sus artículos y ensayos desde el comienzo. Rebatió en innumerables ocasiones la etiqueta de literatura deshumanizada, aclarando que era precisamente la rehumanización lo que trató de hacer Ortega con sus proyectos literarios.

La serie de biografías en donde tendría que incluirse la obra de Chacel, Teresa, por ejemplo, fue un intento de paliar la deshumanización, con la esperanza de que entre los jóvenes prosistas surgiera un «rehumanizador que la rehumanizase», según explicaba ella misma. Las epatantes declaraciones de Chacel en casi todos los ámbitos tuvieron, además, sus propias consecuencias. A la escritora parece haberle ocurrido lo que a otras mujeres europeas de gran talento intelectual ―pensemos en los casos de Iris Murdoch o Hannah Arendt― a las que se acusó de haber sido enemigas de sí mismas por la implacable defensa con que defendieron un pensamiento propio altamente innovador y decididamente original. Sorprende también la semejanza en las relaciones que sostuvieron con sus maestros, cuyo autoritarismo provocaba a menudo, entre estas parejas de intelectuales, problemáticos encuentros que desvelan las dificultades suplementarias que tenían que adoptar estas mujeres sabias para mantener sus posiciones.

En su ensayo sobre Ortega, escrito en 1983, la autora relató uno de sus encuentros personales con el maestro, uno de los más broncos, debido a la indignación que le provocó la alusión de Ortega a una posible influencia de Giradoux en Estación. Ida y vuelta con la que el filósofo pretendía explicar su desinterés por la novela. Chacel escribió que su cólera «no se apaciguó ni con los elogios que formuló sobre mi prosa, ni con su actitud encantadora […] no, no se aplacó mi furor, sino al contrario». Dio comienzo así una relación discipular que ella calificó de extravagante. Estos desencuentros, sin duda, respondían a la lógica de la misoginia estructural que impedía, en aquel tiempo, un entendimiento entre iguales en cuestiones intelectuales, según reflejan las extemporáneas ideas de Ortega en la cuestión de la mujer. La actitud autoritaria del filósofo se manifiesta con más contundencia en el último encuentro. La interpelación que le formuló la escritora a raíz de su distanciamiento con los jóvenes fue, esta vez, la causa de su ira. Chacel escribe los detalles de la violencia, incluso física, de este encuentro: «Ortega… me cogió por el brazo: todos los libritos cayeron al suelo y me hizo sentar […] como casi siempre supe leer sus pensamientos, vi que tenía ganas de retorcerme el pescuezo, pero se contuvo: nuestra proximidad nunca había llegado a tanto. Solo recuerdo del final del drama que paseó de un lado a otro de la habitación, como león enjaulado, deshaciendo todos mis argumentos».

Decidí precisamente subtitular este trabajo con el rótulo de «pasión intelectual» porque lo importante en esta relación es la pasión erótica que estimula la incansable búsqueda del conocimiento, la verdad y la belleza en ambos escritores. Recordemos que en las Meditaciones del Quijote, libro de cabecera que Chacel lee ávidamente en Roma, Ortega se muestra partidario de esa fuerza erótica, que es la que, por su capacidad para unir, es decir, para crear, es la responsable también del conocimiento. Y aquí está el mayor punto de encuentro entre Ortega y Chacel, la determinación para seguir la senda de lo que tiene capacidad de generar, de crear, de hacerse vida y por lo tanto belleza en la forma que sea. En Saturnal, Chacel afirma que en el libro pretende seguir los pasos marcados por la meditación del eros: «la meditación del eros puede no ser más que el efecto de una transmutación: lo que resulta, brota, se produce cuando la carne se hace verbo. Es lo que en este libro trato de dilucidar». Una curiosa y reveladora inversión de la cita bíblica que sirve a la escritora para resaltar la relevancia del deseo, del impulso genésico en la creación intelectual; el origen de la palabra explicado desde el amor, y por tanto desde el deseo de fusión. Así como el amor provoca la unión de los cuerpos para generar un ser, también la pasión es la que está en el origen de la palabra, del conocimiento.

La cita adquiere especial significado cuando es enunciada por una mujer que está reivindicando, ¡todavía en los años 60!, su papel como un ser capacitado para la creación, en todos los sentidos. Recordemos que Chacel consideraba que la exclusión de la mujer de la esfera creativa provocaba una distancia entre hombres y mujeres mucho mayor que la atribuida a la diferencia sexual y la capacidad reproductiva; de ahí que se mostrase siempre más combativa o molesta por ser apartada como mujer intelectual que como mujer.

Es en este contexto en el que debemos interpretar unas declaraciones que fueron leídas por la crítica como contradicciones producto de la ambigüedad de Chacel frente al feminismo. El tono tajante y ciertamente provocador de Chacel cuando decía por ejemplo, que «la cultura es cosa de hombres, la que quiera entrar que entre, la que prefiera ser tratada como el otro, como otra cosa, está frita»6 solo trata de reflejar una realidad evidente para todo el mundo y frente a la cual hay que tomar posición. Y la realidad era, y es, que el mundo cultural que ella conoció y del que se empapó había sido creado por hombres; de eso no se podía salir, de modo que, para sobrevivir como intelectual, la única posibilidad que existía era unirse al «carro del patriarcado», pues lo contrario implicaría situarse en un modelo alternativo que implicaría ser juzgada como «otro», algo que ella rechazó visceralmente y que fue precisamente el núcleo de su argumentación en Esquema. En su maestro Ortega ya está el origen de ese impulso vital, genésico, que dirige el quehacer de Chacel en su vida y su obra. No es de extrañar entonces que el amor sea el centro de sus ensayos y el núcleo que desencadena los conflictos y circunstancias que hagan vivir a sus personajes en la obra de ficción; el amor siempre como búsqueda constante de la belleza para engendrar en ella la palabra; porque con la palabra Chacel podía crear, como antes, en su época de escultora había creado con el barro. De ahí también la absoluta disposición a seguir a un maestro cuya palabra era, siguiendo sus palabras, «tan luminosa y brutal como la de El Viviente».

A pesar de los encuentros descritos, la fertilidad de la amistad intelectual que mantuvieron Chacel y Ortega se traduce en un riquísimo diálogo entre filósofos de cuya investigación solo pueden aflorar nuevos e interesantes estímulos para el pensamiento. Una muestra de ello es la sensación de encontrar un tesoro que siempre implica el redescubrimiento de esta enorme pareja de intelectuales. Lleva razón Alberto Porlan cuando señala que no confía en las recuperaciones de literatos, porque: «cada uno tiene su lugar en las páginas que escribió, al margen de aniversarios y conmemoraciones, y lo tendrá mientras existan copias de sus libros; que en cierto momento vuelvan a leerse es algo que sólo depende de modas y criterios». Pero creo francamente que, sin el esfuerzo, reconocimiento y trabajo que escritoras, investigadoras e intelectuales dedicaron a su obra ―como Ana María Moix, Ana Rodríguez-Fischer, Juan Pedro Quiñonero, Ricardo Tejada, o el mismo Alberto Porlan― por mencionar solo a quienes lo hicieron en España, hoy no dispondríamos de las reediciones y estudios que nos permiten acceder a su rica producción, tanto ensayística como de ficción. La filiación orteguiana de Chacel es algo tan completamente natural como fortuito, pues si tenemos en cuenta los primeros años de la vida de la autora, esos primeros diez años a los que ella limita su autobiografía, podemos percibir claramente que el «hecho Ortega», la aparición de su «personidad», como ella misma escribe, no hizo sino empujar a la pensadora por unos surcos que había abierto por sí misma.

El autodidactismo de Chacel, tanto en su infancia, como sobre todo en sus años de ateneísta en los que se empapó de toda la filosofía, tanto clásica como contemporánea, la condujeron en el empeño absoluto hacia la reflexión interior en una búsqueda constante de sentido. Si a su capacidad extraordinaria para la percepción sensorial ―su reconocida hiperestesia― añadimos una prodigiosa memoria y una determinación absoluta a transitar por la vía del conocimiento interior, de la mente, entendemos perfectamente que el resultado de este laboratorio de ideas haya producido textos de una belleza y autenticidad inauditas.

Cuando en 1922 Chacel abandona por primera vez España para instalarse en Italia, sabemos que en su maleta llevaba el Retrato del artista adolescente de Joyce, y un tomo de las obras completas de Freud, pero también le acompañaba la firme determinación de leer a Ortega en su totalidad. Esta conjunción de lecturas y circunstancias de este primer exilio voluntario fueron, sin duda, los estímulos externos que contribuyeron a completar un proyecto vocacional que, a nuestro modo de ver, ya estaba completamente decidido y que solo necesitaba materializarse en obras de creación propia. La lectura tan temprana de Joyce supuso la confirmación de una libertad a la que Chacel ya estaba inexorablemente unida, pero que vio corroborada cuando sintió que en la novela todo podía hacerse, «hasta blasfemar». Y en Ortega, por supuesto, encontró una pasión por la vida y el conocimiento similares al suyo y a los que, además, acompañaba un método. La razón vital de Ortega, en su globalidad, y el respeto a la circunstancia en particular fueron para Chacel el marco en donde encuadrar un pensamiento que necesitaba expresarse con el mismo rigor con el que era producido.

Hemos hablado de la novela Estación. Ida y vuelta y el incumplimiento de la promesa de Ortega como posible factor que pudo propiciar la publicación del ensayo de Chacel de 1931; pero nos tenemos que detener en un poco más en el análisis de esta obra porque fue concebida, en su conjunto, como una personificación de la razón vital orteguiana. Chacel se refiere a ella como un libro desaforadamente orteguiano. En los artículos y textos dedicados a su maestro, la escritora no deja de reafirmarse como su discípula, porque para ella «pertenecer a la casta intelectual de Ortega es estar comprometido en la causa de la verdad». Estación. Ida y vuelta es un texto elaborado siguiendo casi al pie de la letra las instrucciones de Ortega en sus ensayos. Ahí están el minimalismo de la trama, la creación de almas interesantes, la técnica elusiva en la descripción de los personajes, y por supuesto, la buena literatura sin malos sentimientos; como ella misma apuntó: todo lo que ya estaba en la norma dada en 1914, en las Meditaciones del Quijote. A su vuelta a España, sin embargo, el libro no suscitó el interés que la escritora esperaba; por razones desconocidas no se publicó tal y como estaba previsto, en la colección Nova Novorum. Las causas concretas se nos escapan. Pudieron ser de índole literaria ―un exceso de ambigüedad en la novela, una presentación demasiado directa del pensamiento orteguiano, una supresión de la trama mucho más allá de lo preceptuado por el filósofo― o extraliterarias. En este último sentido, Félix Pardo apunta a que la retención del libro por parte de Ortega durante tres años pudo deberse a que Chacel ya apuntaba claramente a una filosofía del espíritu que Ortega trataba de explicar desde 1924, en su ensayo Vitalidad, alma y espíritu, pero sin el éxito que tendría Max Scheler con su obra El Puesto del hombre en el Cosmos, del año 1928, que, sin embargo, sí publicó Ortega en Revista de Occidente (1989). Que el filósofo quisiera evitar que Chacel se pudiera adelantar a sus maestros como causa de la retención del manuscrito nos parece un supuesto atrevido, pero estimulante sin duda, para emprender la investigación que sugiere Pardo.

Además, la prueba de que la novela no desilusionó a Ortega reside en el hecho de que, tras su lectura, invitó a la autora a participar en el selecto club de la Revista de Occidente. La crítica chaceliana asume de forma unánime que Estación. Ida y vuelta, es una innegable demostración del profundo conocimiento que la escritora tiene de las recetas que Ortega prescribe para la novela en sus conocidos ensayos Ideas sobre la novela, Meditaciones del Quijote y La deshumanización del arte. Pero sin desmentir el fiel seguimiento de las directrices orteguianas, la novela tiene otras lecturas. La investigadora Elisabeth Scarlett apunta las evidentes relaciones intertextuales de Chacel con su mentor a través del inevitable conflicto freudiano de la ley del padre. No olvidemos que, en esa maleta con la que se marchó a Roma, Chacel incluyó un tomo de la obra de Freud y que por debajo de toda influencia o ansiedad, si hablamos en términos de Harold Bloom, se esconde una rebelión, por la propia asimetría en el equilibrio de poder entre cualquier pareja del tipo padre/hijo, maestro/discípulo. En nuestro caso, no se puede dejar de lado la posición de poder de Ortega, como el propietario de los medios de publicación y autoridad intelectual que marcó unas pautas rigurosas a sus discípulos. En este sentido, Ortega representa a la perfección el modelo de la figura del padre, lo que hace interesante analizar Estación. Ida y vuelta, no solo como un ejercicio de una alumna obediente y pasiva, sino como un relato que introduce, aunque de modo complejo, un itinerario de disensos con el maestro, propios de la condición discipular. El relato no puede ser ajeno a otro desequilibrio, en este caso, la diferencia sexual, que incide además en el texto a través de unos marcadores sexuales que Chacel introduce ya tempranamente en todas sus obras mediante su propia concepción del cuerpo y que introducen un conflicto que, como en toda su obra, se esconde entre multitud de capas. Lo que hace precisamente tan estimulante la investigación chaceliana son estas tensiones de género que atenúan, cuando menos, los efectos nocivos que sobre su obra pudiera ejercer la etiqueta de deshumanización. De todos modos, los desacuerdos de la investigación en este punto son meramente de grado, entre unas interpretaciones totalmente favorables al rótulo de «novelización de la filosofía orteguiana» para resaltar una aceptación rotunda, y por lo tanto más pasiva en la aplicación de esas directrices, y quienes adivinan entre la trama numerosas pistas que ponen en duda esa pasividad para presentarnos a una escritora que, desde muy pronto, es capaz de trascender la «norma», y transitar por un camino propio. En un momento de la novela se dice «tengo mi propia norma personal, la cual me inclino a imponer», pero no podemos saber con total seguridad cuál es la voz narradora que habla aquí.

Entre los guiños constantes al lector, siempre complejos por la imbricación, a veces indescifrable, de las voces narrativas que nos posicionan al lado de la voz autorial, nos encontramos con interpelaciones de este tipo que desestabilizan enormemente la lectura por una serie de deslizamientos de voces que complican la interpretación.

Ninguna investigación duda ya de que Estación. Ida y vuelta es el esfuerzo más auténticamente vanguardista que se produjo en la prosa literaria en España; de modo que el estudio detenido de este enfrentamiento intelectual de la escritora contra una tradición vanguardista eminentemente masculina nos invita hoy a un encuentro placentero al situarnos frente a una literatura muy poco conocida que nos desafía en cada línea. Estación. Ida y vuelta se puede leer, como indica la sentencia final del libro, como un final y un principio. Entendemos que lo que acaba, entre otras cosas, es un proceso de asimilación de un método ―el orteguiano― y comienza el trabajo literario inmenso de una escritora que persistirá, con su propia verdad «luminosa y brutal», en una literatura que dialoga siempre con su maestro. Ana M. Bande Bande es bibliotecaria e investigadora de la Universidad de Vigo. 









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