viernes, 23 de febrero de 2024

De los amores idiotas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. El amor pasional siempre tiene algo de estafa autoinducida, de mentira, comenta en El País la escritora Rosa Montero, pero preferimos cerrar los ojos e inventarnos al amado. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Los idiotas
ROSA MONTERO
11 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Tengo la sensación de que todos los individuos que hay sobre la Tierra creemos saber mucho sobre el amor. Me resulta curiosa esa aparente unanimidad en la sapiencia, cuando quizá sea el pantano emocional más proceloso con el que tenemos que lidiar en nuestras vidas. Yo a veces también caigo en la debilidad de pensar que soy una experta en las lides pasionales, pero por otro lado estoy segura de que es uno de los terrenos en donde me equivoco de forma más reincidente. Vamos, que una aprende poquito en el amor. Por eso los antiguos, que sabían mucho, representaron a Cupido, el dios romano del deseo amoroso, como un niño provisto de alas, desnudo y con los ojos vendados. Es un niño eterno, porque nunca aprende y nunca crece. Y no aprende porque no ve. Va ciego por la vida, revoloteando como un moscardón sonrosado y rollizo y dándose de bruces con las paredes de la realidad. Como ha demostrado hace unas semanas el trágico, tristísimo, demoledor crimen triple de Morata de Tajuña, el de los hermanos septuagenarios, Ángeles (76), Amelia (71) y Pepe (79), que padecía una discapacidad psíquica.
Y lo más tremendo para mí no es ya el feroz y violentísimo final, sino el acongojante y larguísimo proceso de autodestrucción en el que se sumieron las hermanas. Como saben, durante casi ocho años creyeron estar enamoradas de dos falsos militares norteamericanos destinados en Afganistán. Fueron sacándoles dinero con diversas excusas y empezó la caída. Las dos mujeres consumieron primero sus ahorros, luego vendieron un piso que tenían, después mandaban las pensiones íntegras y, como eso ya no era bastante, pidieron dinero prestado a los vecinos con tanta frecuencia que la gente acabó por evitarlas. Una loca humillación que duró demasiado. Lo más alucinante es que, cuando ya nadie las creía, consiguieran convencer a Dilawar Hussain para que les prestase 50.000 euros (por los que pagarían 100.000) a cuenta de una herencia que los supuestos novios iban a recibir. Sobre todo me duele imaginar el año final: a principios de 2023, Dilawar pasó a la acción. Un día abofeteó a Amelia, poco después le dio tres martillazos en la cabeza. Lo metieron en la cárcel, pero salió en unos meses. Intuyo la angustia, el miedo de esas hermanas, su soledad de apestadas. Las ridículas del pueblo. Dos mujeres cultas, con carrera. Amelia anticuaria, Ángeles profesora. No eran tontas, sino frágiles. Dos personas ávidas del amor pasional, que es una de las drogas más potentes que hay en el mundo. Y cuando caes en ella, en esa adicción, todos los caminos te llevan al infierno, de la misma manera que el adicto al juego continúa jugando más y más cuanto más pierde. Ellas tenían que seguir creyendo y seguir pagando, para poder mantener el espejismo. Todos llevamos dentro nuestra propia posible perdición.
Vi en Antena 3 el primer mensaje de Facebook que mandó el estafador a las hermanas. El típico blablablá de qué guapa eres y me gustaría tenerte como amiga. Desde hace un par de años bloqueo una treintena de mensajes así al mes en mi Facebook, no dirigidos a mí, sino a las personas que me escriben. Siempre han existido las estafas amorosas; hay un programa de televisión estadounidense, Catfish, que he visto algunas veces y que desconsuela por la candidez suicida, por el empeño en dejarse engañar que muestra la gente, tanto hombres como mujeres. Pero se diría que, en los últimos años, este tipo de trampas han aumentado. Han corrido como la pólvora entre los malos porque son rentables, porque funcionan. Y es que el amor pasional, en realidad, siempre tiene algo de estafa autoinducida, es decir, de mentira, de espejismo. Siempre cerramos los ojos y nos inventamos al amado. Los apasionados amamos el amor, como decía san Agustín: es decir, amamos la sensación de intensidad que produce. El subidón de la droga. También lo decía el pobre Nietzsche, que sufrió toda su vida un batacazo sentimental tras otro: “Llegamos a amar nuestro deseo y no el objeto de este”. ¿Quién no ha aullado como un lobo bajo la luna el dolor de un desamor, para luego, 10 años después, no entender qué pudiste haber visto en esa persona? Sí, hay casos extremos; gente que cree que les está escribiendo Brad Pitt (¡y pidiéndoles dinero!), pero, insisto, antes de llegar a ese momento de enajenación seguro que ha habido mucho dolor, mucha destrucción emocional, mucha necesidad de la droga amorosa. No somos idiotas: somos niños ciegos estrellándonos una y otra vez contra los muros. Rosa Montero es escritora.







































[ARCHIVO DEL BLOG] El 23-F, treinta y cinco años después. Remembranza personal de un hecho histórico. [Publicada el 23/2/2016]






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Hacía tiempo que no había tenido una racha tan febril de lectura como la de aquel mes, contaba en mi entrada del 7 de febrero de 2014. En apenas una semana, decía en ella, había leído dos libros de historia: Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy, de Juan Pablo Fusi, y La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones, de Mary Beard;  dos novelas: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, y Escenas de la vida rural, de Amos Oz; y uno de memorias. En total, algo más de 1500 páginas. El último, el de memorias, de Fernando Ónega, que llevaba por título Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez (Plaza y Janés, Barcelona, 2013) me había emocionado especialmente. En gran medida, porque tuve la fortuna de conocer personalmente a Adolfo Suárez y su lectura me había hecho recordar acontecimientos que se iban diluyendo en la memoria con el paso de los años. Uno de ellos, sin duda, el intento de golpe de Estado de febrero de 1981, conocido en la historia de España como el "23-F", y sobre el que ya he escrito en anteriores entradas.
Hoy se cumplen 35 años del mismo. A estas alturas, ya es historia. Los responsables fueron juzgados, condenados, cumplieron sus penas o fueron indultados cuando el Gobierno lo consideró conveniente. Pero es una fecha para el recuerdo. Recuerdo para el que yo no guardo ningún sentimiento especial salvo el de la enorme vergüenza que sentí aquella tarde-noche de 1981. Hasta que el Rey pudo leer su discurso por televisión. Como para muchos españoles, para mí, con él terminó la zozobra, pero la vergüenza persistiría por mucho tiempo. Mejor dicho, todavía persiste, porque aunque me resisto a ello, cuando ponen las imágenes de aquellos traidores a su patria, su rey, sus conciudadanos y su honor, asaltando a tiro limpio el Congreso de los Diputados, se me viene el rubor a las mejillas y la vergüenza me impide articular palabra.
Aquella tarde de invierno de 1981 estaba esperando en la biblioteca del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Las Palmas a que fuera la hora del coloquio de una de las asignaturas, no recuerdo cuál, de la licenciatura en Geografía e Historia que correspondía aquel día. Un alumno llegó a la biblioteca y comentó que habían asaltado el Congreso en plena sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Bajé enseguida al coche, que tenía aparcado en la puerta misma del centro y me puse a oir emisoras de radio. Ninguna era capaz de concretar nada, salvo que se había interrumpido la sesión en el Congreso ante la entrada de guardias civiles armados, que había habido disparos... Y poco más. Busqué un teléfono público y llamé a casa. No me contestó nadie, y entonces me acordé que aquella tarde mi mujer había quedado en visitar a algunos clientes con el director regional del Banco para el que ella y yo trabajábamos en aquel entonces. Volví a casa tras recoger a nuestras hijas, de 12 y 2 años que estaban con su abuela, justo al lado de la nuestra, un portal más allá. Mi mujer llegó poco después; no sabía nada sobre lo que había ocurrido, así que nos pusimos a oír la radio. Llamamos, sin problema en las líneas, a mis padres y mis dos hermanos que vivían en Madrid. Nos contaron que las calles estaban tranquilas, y la gente atenta en sus casas, pegadas a las radios en espera de noticias que no llegaban. No logro recordar que tipo de sentimientos nos embargaban en ese momento. Desde luego no eran de temor, miedo o algo similar, a pesar de ser sindicalista en activo con responsabilidades de ámbito provincial en la Unión General de Trabajadores (UGT), en aquella época el sindicato hermano del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido mayoritario de la oposición. Más bien los sentimientos que me embargaban eran los de incredulidad, estupor y vergüenza; sí, mucha vergüenza, porque de nuevo España fuera protagonista de una asonada militar a lo siglo XIX. Lo había estudiado en profundidad por aquellas fechas en la universidad y el recuerdo era irremediable. La angustia y la incertidumbre duraron hasta el momento de ver al Rey por televisión. Después de verlo nos fuimos a dormir, agotados pero tranquilos. El golpe, o lo que intentara ser, estaba claro que había fracasado. A la mañana siguiente acudimos a nuestro trabajo, no como siempre de ánimo, pero acudimos. A medida que fueron transcurriendo las horas, el intento de golpe de Estado fue tomando el formato de un esperpento valleinclanesco. Ver salir por las ventanas del Congreso, arrojando sus armas al suelo, a numerosos guardias civiles de los que habían participado en el asalto, que se entregaban brazos en alto a las fuerzas de policía que rodeaban el edificio, era un espectáculo en el que uno, como espectador, no sabía muy bien si reír o llorar.
Hace unos años Televisión Española puso en antena por estas mismas fechas una miniserie de ficción de dos capítulos titulada 23-F: El día más difícil del rey, dirigida por Silvia Quer, que batió todos los récords de audiencia del país durante las dos jornadas en que se emitió. Aunque algunos medios la tildaron de oportunista y falta de rigor, a mi, personalmente, me gustó y me emocionó. Y por el número de espectadores que la vieron, parece que también interesó a bastantes españoles. Quiero suponer que sobre todos a los que por aquellos años teníamos ya edad suficiente para darnos cuenta de lo que pudo suponer.
Por abril del año 2014, la periodista Pilar Urbano sacó de la imprenta un nuevo libro sobre el "23-F". No pienso leerlo, me dije entonces. Y lo cumplí. Y eso que no suelo hacer juicios de valor tan radicales, pero bastantes tonterías se leen cada día como para encima pagarlas de mi bolsillo y perder mi tiempo en ellas. Su libro me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -sin leerlo- mero oportunismo comercial. No podía ser casualidad, decía en mi entrada, que se publicara nada más morir uno de sus protagonistas, si bien es cierto que desde muchos años atrás esa persona, el expresidente Adolfo Suárez, estuviera fuera de toda posibilidad de confrontar la realidad de los hechos con las ocurrencias de doña Pilar. Sobre el otro protagonista, el rey Juan Carlos, sabía doña Pilar que no iba a abrir la boca; porque no podía y no tanto  porque no quisiera. Pero la provocación y la maledicencia son productos recalcitrantes en la pluma de la señora Urbano, y no merece la pena insistir sobre ello. 
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura; lo decía mi amigo, el ilustrado François Marie Arouet, alias Voltaire, a mediados del siglo XVIII, y creo que su admonición no ha perdido ni un ápice de vigencia. La verdad histórica nunca es definitiva por principio; la formulan los historiadores a través del examen, interpretación y comentario riguroso de los testimonios documentales y materiales existentes en cada momento. La verdad judicial la establecen los jueces y tribunales, y como se suele decir, para bien y para mal, eso va a misa cuando adquiere la condición de cosa juzgada. Todo lo demás es oportunismo, maledicencia o manipulación descarada, que es lo que suele hacer doña Pilar Urbano con extremada fortuna editorial, por lo que parece.
Una de las personas que más y mejor ha escrito sobre el 23-F y el papel de Suárez y del rey Juan Carlos en el mismo ha sido el escritor Javier Cercas. El 1 de abril de ese año 2014 escribía en el diario El País un artículo, titulado El hombre que mató a Francisco Franco, en el que decía, literalmente, que  "tras su muerte [la de Adolfo Suárez], hemos escuchado estos días muchas obscenidades, mentiras y vilezas". Entre ellas, sin nombrarla, las de doña Pilar. Va a hacer siete años, mientras paseaba con mis nietos por la calle de Triana en Las Palmas, compré en la Librería Atlántico el libro que Javier Cercas escribió sobre el "23-F": Anatomía de un instante (Mondadori, Barcelona, 2009). Lo comencé a leer esa mismo noche y lo terminé dos días más tarde bajo el porche de nuestra casa de Maspalomas. No voy a hacer una crítica del libro de Cercas (las recibió, y muy duras también, como sobre el artículo citado más arriba); ni textual, ni de ningún otro tipo. Que cada uno de los lectores saque sus propias conclusiones. Pero tengo la sacrílega (para algunos) costumbre de rellenar con anotaciones, pensamientos a vuelapluma, preguntas, interrogantes y signos de admiración, amén de subrayados y líneas al margen, las páginas de los libros que leo. Cuando son de mi propiedad, claro está. El número de anotaciones no es signo indiscutible de nada, pero sí, al menos, de que me ha interesado lo que leía.
Mi primera anotación al texto de Anatomía de un instante la realizo al margen de la página 208 y dice así: "Yo, ese día, lo único que sentí fue una vergüenza inmensa". Y lo que la ha motivado es el párrafo en el que Javier Cercas habla de las similitudes entre la ocupación del Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, en 1981, y la de la mítica entrada a caballo en el hemiciclo, en 1874, del general Pavía. Mítica, sí, porque Pavía nunca entró a caballo en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, sino a pie, ante lo cual los diputados republicanos salieron de las Cortes en desbandada. En 1904, Nicolás Estébanez, grancanario como yo, poeta, político liberal, revolucionario y republicano que acabó monárquico, y treinta años atrás diputado en las Cortes de 1873, escribiendo sobre ese hecho, comentó: "No rehuyo la parte de responsablidad que pueda corresponderme en la increíble vergüenza de aquel día; todos nos portamos como unos indecentes". Y afirma Javier Cercas al respecto: "Aún no han transcurrido treinta años desde la asonada de Tejero, y que yo sepa, ninguno de los diputados presentes el 23 de febrero en el Congreso ha escrito nada semejante". Y en la página siguiente, la 209, afirma con rotundidad: "Ésa fue la respuesta popular al golpe: ninguna. Mucho me temo que, además de no ser una respuesta lúcida, no fuera una respuesta decente". Totalmente de acuerdo con él. Y esa es una más de las razones de mi vergüenza esa fatídica tarde: los españoles (entre los que me incluyo, claro está) ese día nos quedamos sentados ante la radio viéndolas venir... A partir de esa pagina las anotaciones se van a ir sucediendo con profusión.
Anatomía de un instante es el relato-crónica pormenorizado, detallista y exhaustivo del golpe de estado del 23 de febrero. Del "por qué", del "cómo" y los "por quién". De la "placenta" del golpe, como la denomina Cercas, de su desarrollo y de sus consecuencias. Y su título hace referencia a ese momento, clave, en que tras los disparos de los guardias civiles en el interior del hemiciclo, como en el fotograma congelado de una película, aparte de los asaltantes, sólo el en aquel momento presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y el diputado y secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, permanecen impertérritos en sus escaños mientras las balas silban a su alrededor. A explicar el "por qué" de ese hecho y a reivindicar históricamente sus figuras, y el protagonismo y responsabilidad que tuvieron en la génesis del 23-F, está destinado buena parte del libro.
La última de mis anotaciones está en la páginas 434 (el libro tiene 437 sin contar notas y apéndices), y no es tal, sino un subrayado de diez líneas que dicen lo siguiente: "El franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres".
La del libro de Cercas es en todo caso una lectura recomendable para los que tenemos edad para recordar lo que pasó aquel día, asumiendo nuestra cuota de responsabilidad personal e histórica; y para los que no tenían edad para recordarlo y mucho menos comprenderlo, para que aprendan el valor de la libertad, los sacrificios de su conquista, y la facilidad con que ésta puede perderse por la estupidez y la ambición y la soberbia de los hombres. El diario El País dedica hoy a la efeméride un amplio reportaje multimedia que pueden seguir si lo desean en este enlaceY ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














jueves, 22 de febrero de 2024

De las políticas de Estado

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. PP y PSOE no tienen más remedio que ponerse de acuerdo para asentar un espíritu de pacificación y reconciliación en Cataluña, escriben en El País los catedráticos e historiadores Josep Maria Fradera, Xosé M. Núñez Seixas y José María Portillo Valdés, porque estamos ante una cuestión de Estado, con mayúsculas, y como tal debe tratarse, explicando a la ciudadanía adulta y responsable las razones y las consecuencias de las decisiones que se acuerden. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












Elogio del desliz de Feijóo o apología de la política de Estado
JOSEP MARIA FRADERA, XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS yJOSÉ MARÍA PORTILLO VALDÉS
16 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Suponemos que el presidente del Partido Popular no se alegrará de saberlo ni nos lo agradecerá. Con todo, nosotros, los abajo firmantes, sí celebramos el supuesto desliz de “la fuente del más alto nivel” sobre el indulto y —por encima de todo— su apelación a la necesidad de una reconciliación con Cataluña. No es la primera vez que Alberto Núñez Feijóo, o su sombra, parece salirse del surco trazado por los argumentos de su propio partido con respecto a Cataluña y los nacionalismos periféricos. Cuando fue nombrado presidente del PP, un locuaz columnista ya lo tachó de “nacionalista gallego”, lo que en Galicia provoca carcajadas. El PP ha acabado siendo esclavo de su rigidez discursiva en un asunto que ni le permite crecer electoralmente, porque siempre rivaliza con Vox en el terreno que a ellos más favorece, ni le ofrece flexibilidad parlamentaria. Por ello, lleva la bola de hierro de la ultraderecha atada a su tobillo. Ya lo hizo el PP cuando Rodríguez Zapatero negociaba el final de ETA, y no aprende. No ganaron las elecciones porque Zapatero hubiera “traicionado a los muertos”, recordando la vergonzosa fórmula utilizada por Mariano Rajoy en las Cortes, sino porque la crisis de 2008 acabó llevándose por delante a un presidente de acero.
No es la intención de estas líneas aconsejarle al PP cómo regresar al centro, que es donde se ganaban los gobiernos, ni cómo abrirse a una capacidad de cerrar acuerdos a varias bandas, que es como se ganan ahora. Sin duda, en la dirección del PP ya saben cómo deberían hacerlo, como prueban los deslices y filtraciones de ofertas o amagos de oferta a Junts, al PNV y quizá a ERC. Otra cosa es que sean capaces de hacerlo. Tampoco le vamos a pedir a Pedro Sánchez que deje de ser Sánchez, o que un político que puede tocar poder al precio de tragarse sus palabras anteriores, Churchill dixit, sea un alma noble y coherente y se aparte de semejante cáliz. Alguien que ha querido mezclar la física del poder con una indefinida metafísica advertía hace poco en estas mismas páginas de que la obsesión por el poder es un signo de debilidad. Lo que realmente debilita, como dijo aquel cínico italiano, es no tener el poder. Y, si no, que se lo pregunten a Feijóo.
El famoso desliz pone sobre la mesa no solo la consideración por parte de la dirección del PP de un acercamiento al independentismo conservador catalán y al PNV en busca de lo mismo que con tanto escándalo se denunciaba que hiciera Sánchez. Si a Sánchez se le ha acusado de cínico y oportunista, a los inquilinos de Génova habría que reprocharles hipocresía y manipulación. Pero ya aconsejaba Max Weber hace más de un siglo al joven que quiera dedicarse a la política que no se olvide antes de pactar con el demonio. Pues incluso el demonio también puede ser portador de ciertos valores virtuosos: como expresaba con pesadumbre el Mefistófeles de Goethe, “yo soy aquel espíritu que, queriendo hacer el mal, acaba siempre provocando el bien”. Porque lo que dejó caer esa “fuente del máximo nivel”, algo mucho más importante que la concreción jurídica de cómo se consigue, fue un reconocimiento de necesidad de concordia, de reconciliación de España con Cataluña y, sin duda, entre los propios catalanes. Podemos pensar que semejante propósito es ingenuo, porque el independentismo no quiere que nadie se reconcilie con él, si ni tan siquiera es capaz de reconciliarse entre sus distintas facciones. ¿Qué puede esperarse de un mundo que no es siquiera capaz de entender que en una democracia y en la Unión Europa la unilateralidad no cabe?
Da igual. El Estado, la Democracia Española —con mayúsculas—, el espíritu generoso y a la vez riguroso con las leyes, con el proceso legislativo y su aplicación por parte de los jueces, propio de un Estado liberal-democrático, debe saber que su misión y su sentido consiste en colocarse por encima de resentimientos y querellas enquistadas. Nada es Puigdemont comparado con la democracia española y las políticas que la pueden engrandecer y sustentar. Sería deseable por parte del PP asimilar esta idea, aunque sea con un tercio del supuesto oportunismo que ve en Sánchez. También que ambos partidos llegaran a la conclusión de que, como aconteció con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, no tienen ahora más remedio que ponerse de acuerdo con el fin de asentar, desde los poderes del Estado, ese espíritu de pacificación y reconciliación. La política española adquiriría otra dimensión si se asumiera esta responsabilidad, en vez de maniobrar pensando en el partido propio a costa de la decencia política. Motivaciones para definir sus posiciones ideológicas no les faltarán a formaciones políticas enfrentadas. Y, si la política interior no les basta, ya habrá quien se las proporcione desde la internacional.
Una dimensión que, como mínimo, ni crispase ni alterase más de la cuenta a la ciudadanía, con razón perpleja, hastiada y confundida salvo en sus extremos. Se dirá también que mostrar tanta generosidad ante el independentismo —catalán, y por extensión y emulación, vasco y, tal vez, gallego— supone dejar esas comunidades autónomas en manos de quienes solo buscan borrar cualquier presencia del Estado central en ellas, lo que perseguirían ERC, y quizá PNV y BNG (Junts no está claro que tenga más plan que el regreso del amado líder). Pero a eso el Estado debe responder con políticas inteligentes y democracia, mediante la deliberación pública y el veredicto de las urnas, no a golpe de sentencias y cárcel jaleadas con rosarios patrióticos ante las sedes de los acusados de vendepatrias.
Tanto aquellos que simulan ver una Cataluña dominada por una banda de pseudoterroristas desalmados como quienes niegan la gravedad de lo sucedido en las fases más aciagas del procés deben comprender las consecuencias de sus posiciones, tristemente simétricas. Ni la justicia está para solventar la papeleta política, ni la voluntad política ensordecer la voz de la justicia. Es cuando menos irritante que todo lo que se proponga a la ciudadanía consista en optar entre reclamar a machamartillo presidio sin compasión o ver en el desafío secesionista un inocente vodevil que nunca puede acabar mal, medallas amarillas incluidas.
Estamos ante una cuestión de Estado, con mayúsculas, y como tal debe tratarse, explicando a la ciudadanía adulta y responsable las razones y las consecuencias de las decisiones que se acuerden. Así se hizo en otras fases de la historia española en el último siglo, empezando por la tan invocada y poco leída Transición. Habrá que tragar sapos para vivir mejor. Pero de eso se trata, siempre fue esta la salida. Así se hizo durante los durísimos años del terrorismo etarra, cuando gobiernos de derecha o de izquierda sondearon posibilidades de terminar con él, como acabó sucediendo. Y, recordemos: digan lo que digan algunos autos judiciales, en Cataluña no murió nadie en 2017. Y las calles estuvieron revueltas, pero no fueron escenario de desórdenes que no se hayan visto en otras ocasiones y lugares. La democracia y el Estado de derecho ganan cuando se reconoce y se mira la verdad a la cara. Y se actúa en consecuencia. Josep Maria Fradera es catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra. Xosé M. Núñez Seixas y José María Portillo Valdés son catedráticos de Historia Contemporánea de las universidades de Santiago de Compostela y del País Vasco, respectivamente.