miércoles, 11 de octubre de 2023

De una idea para mover Europa

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador José Andrés Rojo, va de una idea para mover Europa. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Una idea para mover a Europa
JOSÉ ANDRÉS ROJO
06 OCT 2023 - El País

En Eslovaquia, el partido que ha obtenido más votos en las elecciones parlamentarias del domingo es una fuerza nacionalista, xenófoba, que simpatiza con Putin. No quiere saber nada de aceptar refugiados, no le interesa que la Unión cambie la unanimidad como método en la toma de decisiones, no apoya la integración de Ucrania en el club de Bruselas. Es un país pequeño, de unos cinco millones y medio de habitantes, y no tiene un peso muy relevante en el conjunto de los Veintisiete, pero lanza una pésima señal. Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, ha celebrado la victoria de Robert Fico al frente de Smer-SD (Dirección-Socialdemocracia eslovaca) y ha dicho que “siempre es bueno trabajar con un patriota”. Fico tendrá que buscar aliados para poder gobernar y, de imponerse sus posiciones, habrá en la Unión otro Gobierno que desconfía del proyecto europeo.
El historiador Tony Judt ya lo advertía en una colección de conferencias que dio en Bolonia en 1995, y que reunió en su libro ¿Una gran ilusión? (Taurus), donde decía que Europa tiene connotaciones poco halagüeñas para los habitantes del Este, que Bruselas representa para ellos la imagen del rico indiferente, que desconfían de sus libertades y su espíritu cosmopolita. Unos años después, el 1 de mayo de 2004, se incorporaron a la Unión la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Chipre, Malta, Polonia y Hungría. Con esa ampliación se dio un salto enorme, que Judt temía que fuese precipitado. El profundo desdén de algunos de estos países por el Estado de derecho, una pieza angular del proyecto, ha demostrado que igual estaba en lo cierto. “Europa no es tanto un lugar como una idea”, decía también entonces Judt. Ayer los líderes de los Veintisiete participaron en Granada en una cumbre de la Comunidad Política Europea —un organismo en el que están incluidos otros 17 países del continente y que se surgió con la guerra en Ucrania— y tratarán hoy de la nueva ampliación, de procedimientos y fechas, de las reformas que hacen falta para llevarla a cabo. No es mal momento para preguntarse qué idea mueve a Europa en este momento, qué pretende en un nuevo mundo desgarrado por la guerra de Putin en Ucrania.
Jorge Semprún —este año se conmemora el centenario de su nacimiento— procuró dar una respuesta a esta cuestión. Lo hizo cuando la Unión Soviética se había ido a pique: las coordenadas que marcaron el siglo XX se diluyeron hasta quedar en nada y los que habían creído en el comunismo como un proyecto liberador constataban su radical fracaso y buscaban otros caminos para seguir combatiendo por un mundo mejor. La democracia fue para algunos de ellos la condición necesaria para librar esa batalla; Europa, el marco donde llegar más lejos en derechos, libertades, justicia social.
En su libro Pensar en Europa (Tusquets), Semprún recogió una idea que el filósofo Edmund Husserl había formulado en 1935 en Viena, la de Europa como “una figura espiritual”. Se trataba de conseguir “la unidad en la diversidad” y armar un artefacto en el que se afirmarían, “en vez de dislocarse o difuminarse, las identidades regionales y locales”. Para Semprún, ese era “el proyecto más consecuente y más movilizador para la izquierda europea”. ¿Pura palabrería? Quizá, pero sin palabras, y sin ideas, Europa está muerta.

































[ARCHIVO DEL BLOG] A peor. [Publicada el 06/06/2020]










A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Durante la Revolución Rusa pocos pensaban que el mundo que habían conocido había desaparecido para siempre. Hoy ocurre lo mismo: gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Y quizá todo vaya a peor, comenta en este último A vuelapluma de la semana [¿Otro apocalipsis? El País, 23/5/2020] el profesor John Gray, catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics.
Si hay algún acontecimiento de la historia reciente del mundo que merezca la desgnación de apocalipsis, es la guerra civil rusa -comienza diciendo el profesor Gray-. Esto no quiere decir que los sucesos de 1917-1920 supusieran el fin del mundo. Para los revolucionarios, aquello era el comienzo de un nuevo orden humano y, si bien no instauraron la Nueva Jerusalén que pretendían, 70 años después podemos ver que sí crearon en Rusia algo extraordinario y duradero. Pero su toma del poder se hizo a expensas de un enorme sufrimiento y un número desconocido pero terrible de muertes, quizá entre siete y diez millones en total. La guerra, el hambre, la peste y la muerte —los cuatro jinetes del Apocalipsis— asolaron el país más grande de Europa”.
Este párrafo, perteneciente a la edición de 1987 de Blancos contra rojos. La guerra civil rusa, del historiador Evan Mawdsley, tiene hoy más resonancia que nunca. El sistema que crearon los bolcheviques desapareció. Pero el núcleo del Estado ruso sigue siendo una versión actualizada de la Cheka, la Comisión Panrusa Extraordinaria, la policía secreta fundada por Lenin que utilizó el terror y, a través de la OGPU, el NKVD y el KGB, siguió dirigiendo la vida soviética hasta el final. Sin embargo, el país actual —basado en un capitalismo oligárquico entremezclado con las estructuras de seguridad del Estado, la Iglesia ortodoxa restaurada y el imperialismo euroasiático— es increíblemente distinto del que imaginaban los fundadores del Estado soviético.
El Holocausto, el intento de exterminar por completo a un sector de la humanidad, fue seguramente el episodio más genuinamente apocalíptico de la historia de la humanidad. Pero la guerra civil rusa ya mostró varias características propias de un apocalipsis. Conocer ese periodo olvidado quizá pueda permitirnos entender lo lejos que está —y no está— nuestra época de un instante de ese tipo.
En las olas de terror que comenzaron en agosto de 1918, después de que Lenin resultara herido en un atentado, el nuevo régimen soviético mató a sus propios ciudadanos en una carnicería de una escala sin precedentes. Durante los dos meses posteriores, se ejecutó aproximadamente a 15.000 personas por delitos políticos, más del doble de todos los presos ejecutados en los cien años previos de régimen zarista (6.321). En conjunto, la revolución, la campaña de terror de 1918, la guerra civil y la hambruna posterior se cobraron la vida de unos 25 millones de personas en los territorios del antiguo imperio de los zares, 18 veces el número de víctimas rusas en la Primera Guerra Mundial (entre 1,3 y 1,4 millones) .Para los gobernantes del nuevo Estado, la caída del viejo orden era una oportunidad para transformar la sociedad con arreglo a un modelo nuevo. A las “antiguas personas” —aristócratas, terratenientes y sacerdotes, además de cualquiera que tuviera empleados— se les despojó de sus derechos civiles y se les negaron las cartillas de racionamiento y la vivienda. Estas reliquias humanas del pasado, que en muchos casos murieron de hambre o de las penalidades sufridas en los campos de concentración instituidos por Lenin, vieron cómo se borraba toda su forma de vida . Lo mismo ocurrió con los campesinos, cuyas constantes revueltas se aplastaron con furia. En la gran rebelión de la región de Tambov, en 1920-1921, las fuerzas soviéticas emplearon gas venenoso para “despejar” los bosques a los que habían huido los rebeldes.
La hambruna posterior mató a cinco millones de personas en 1921 y 1922. Las causas no solo fueron la sequía y una mala cosecha. El desmantelamiento de los ferrocarriles, la sanidad y los servicios de basuras hizo que se extendieran enfermedades epidémicas como el tifus y el cólera. Hubo ciudades que se despoblaron y cuyos edificios de madera se demolieron para aprovechar la leña. Las órdenes de requisar el cereal y la exportación de productos agrícolas provocaron una hambruna masiva y especialmente espantosa. Es posible que el ruso sea el único idioma en el que existen dos palabras referidas al canibalismo: trupoyedstvo, que significa alimentarse de cadáveres, y lyudoyedstvo, que consiste en matar a alguien para comérselo. Según algunas informaciones de la época, en las zonas golpeadas por la hambruna empezaron a aparecer mercados públicos de carne humana en los que las partes del cuerpo de los recién asesinados tenían precios más altos por estar frescas.
Si uno de los significados de apocalipsis es el paso repentino a una situación hasta entonces inimaginable, esa época, desde luego, cumple los requisitos. Pero además, el periodo 1917-1923 fue apocalíptico en otro sentido. El nuevo Gobierno y sus seguidores progresistas en Occidente —aunque no la mayoría de los rusos— creían que el Estado soviético estaba construyendo una sociedad que sería mejor que todo lo anterior. Curiosamente, la caída de la Unión Soviética se recibió en Occidente con una explosión de optimismo apocalíptica muy parecida a la que había acompañado a su fundación.
El 27 de octubre de 1989, un par de semanas antes de que cayera el muro de Berlín, escribí: “Lo que estamos presenciando en la Unión Soviética no es el fin de la historia, sino su reanudación, siguiendo unas líneas claramente tradicionales. Todos los indicios hacen pensar que nos encaminamos de nuevo a una era histórica en el sentido clásico. Nuestra época es un tiempo en el que la ideología política, tanto la liberal como la marxista, tiene cada vez menos peso en los acontecimientos, y lo que se enfrentan son unas fuerzas más antiguas, más primordiales, nacionalistas y religiosas, fundamentalistas y, tal vez, pronto malthusianas. Si la Unión Soviética acaba desmoronándose, esa catástrofe beneficiosa no abrirá paso a una nueva era de armonía poshistórica, sino al regreso a un terreno clásico de la historia, el de la rivalidad entre las grandes potencias, las diplomacias secretas y las reivindicaciones irredentistas”.
En aquella época me encontraba de visita en Estados Unidos y me pareció curioso que consideraran que esta opinión era una muestra de pesimismo apocalíptico. En think tanks, encuentros políticos y reuniones de negocios de todo el país, pensaban que la ilusa idea de que había comenzado una nueva era denotaba un sobrio realismo. Como consecuencia, varias fundaciones de derechas eliminaron sus programas de relaciones internacionales, con el argumento de que ya no se iba a necesitar una política exterior ni de defensa.
Que la vuelta a la historia de siempre se considere impensable es prueba del poder de embrutecimiento mental de la fe laica. Aunque las ideologías progresistas suelen dividirse entre las de tipo reformista y las de tipo revolucionario, la diferencia no es fundamental. Ambas parten de la fe en que la historia es un proceso gradual en el que el significado y el valor se conservan y se incrementan. En realidad, la historia está llena de interrupciones en las que lo que se había ganado se pierde irremediablemente. Ya sea por una guerra, una revolución, una hambruna o una epidemia —o una combinación mortal de todas ellas, como en la guerra civil rusa—, la desaparición repentina de un modo de vida es algo frecuente. Desde luego, hay periodos de mejoras graduales, pero no suelen durar más de dos o tres generaciones. El progreso se lleva a cabo en los interludios, cuando la historia está en reposo.
En las religiones teístas de las que deriva la idea del apocalipsis, este término se refiere a una revelación final que llegará con el fin de los tiempos. Tras ser elegido Papa durante la peste romana de 590, en la que falleció su predecesor, Pelagio II, Gregorio Magno escribió: “El fin del mundo no es ya una mera profecía, sino que está revelándose”. Pero el mundo no se acabó; los cuatro jinetes se fueron por donde habían venido y la historia siguió adelante. En el sentido escatológico en el que lo interpretaba Gregorio, el apocalipsis no existe. Pero si se refiere al fin de los mundos concretos que los seres humanos se han construido, el apocalipsis es una experiencia histórica recurrente.
Cuando leemos los diarios de personas que vivieron durante la revolución rusa, observamos su incredulidad al ver que el vasto y antiguo imperio de los Románov quedó reducido a la nada en unos meses. Pocos pensaban que el mundo que habían conocido había desaparecido para siempre, aunque les atormentaba la sospecha de que no iba a volver. En el continente europeo, muchos tuvieron una experiencia similar cuando la Gran Guerra destruyó lo que Stefan Zweig, en sus elegiacas memorias El mundo de ayer (1941), llamó “el mundo de la seguridad”.
Hoy nos encontramos en unos momentos similares. Después del confinamiento, no vamos a despertarnos en el mismo mundo de antes solo que un poco peor, como ha afirmado el provocador escritor francés Michel Houellebecq (que ha dicho que el virus es “banal” porque “ni siquiera se transmite sexualmente”; de hecho, algunos estudios recientes indican que quizá se transmita a través del semen).
Gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Seguramente se desarrollarán una vacuna y tratamientos que reducirán la letalidad del virus. Pero lo más probable es que se tarden años, y, mientras tanto, nuestras vidas habrán cambiado hasta ser irreconocibles. Incluso cuando lleguen, no servirán para disipar el miedo de la población a otra ola de infecciones o a un nuevo virus. Las actitudes de la gente, más que las medidas impuestas por los Gobiernos, impedirán que volvamos a las costumbres anteriores a la covid-19.
A la hora de comparar, lo más próximo no son pandemias históricas como la gripe española, sino el impacto del terrorismo en épocas más recientes. El número de víctimas asesinadas en atentados terroristas es pequeño. Pero se trata de una amenaza endémica, que ha alterado profundamente la vida cotidiana. Las cámaras de videovigilancia y los procedimientos de seguridad en los espacios públicos han pasado a ser parte de nuestras vidas.
El coronavirus de la covid-19 no es un patógeno excepcionalmente letal, pero es muy temible. Pronto habrá en todas partes controles de temperaturas y vigilancia a través de los teléfonos móviles. El distanciamiento físico será obligatorio nada más salir de casa. La repercusión en la economía será inconmensurable. A las empresas que se adapten enseguida les irá bien, pero los sectores que dependían del modo de vida anterior —por ejemplo, bares, restaurantes, acontecimientos deportivos, discotecas, viajes en avión— se contraerán o desaparecerán. La vieja vida de relaciones despreocupadas entre las personas se desvanecerá rápidamente de la memoria.
Algunos empleos quizá ganen más poder y prestigio. Los trabajadores asistenciales y sanitarios merecen algo más que el aplauso por sus esfuerzos. Exigirán mejores salarios y condiciones de trabajo, y es muy posible que los consigan. Probablemente, los que estén en otros puestos mal remunerados y con empleo esporádico saldrán peor parados que antes.
Los efectos sobre las “categorías del conocimiento” serán inmensos. La educación superior funciona con un modelo de presencia del alumno que el distanciamiento físico ha dejado obsoleto. Las artes, los museos, el periodismo y el mundo editorial se enfrentan a un vuelco similar. La automatización y la inteligencia artificial eliminarán franjas enteras de empleo para la clase media. La tendencia que está en marcha desde hace décadas se acelerará, y los restos de la vida burguesa desaparecerán.
A medida que la vida de antes de la covid-19 se desdibuje en la historia, grandes segmentos de las clases profesionales se encontrarán con una experiencia similar a la de los que pasaron a ser antiguas personas en los bruscos cambios históricos del siglo pasado. La burguesía apartada no tiene por qué temer a la hambruna ni a los campos de concentración, pero el mundo en el que han vivido está desvaneciéndose ante sus ojos. Lo que están experimentando no es nada nuevo. La historia es una sucesión de apocalipsis de este tipo y, de momento, este es más suave que la mayoría". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




 







martes, 10 de octubre de 2023

Del día después de la amnistía

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador Josep Maria Fradera, va del día después de la amnistía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









El día después de la amnistía
JOSEP MARIA FRADERA - El País
04 OCT 2023 - harendt.blogspot.com

La conveniencia de recurrir a medidas de gracia con relación a los procesados por delitos políticos el año 2017, cuando una parte del espectro político catalán se decantó por una acción al margen del marco constitucional y estatutario —el llamado procés—, no puede aislarse de un conjunto de consideraciones más amplias. Parece claro que medidas de gracia de gran calado, una amnistía pongamos por caso, aquella que se reclama desde medios independentistas y que se considera en círculos gubernamentales, es viable en los márgenes de la Constitución española. Si no fuese así, el debate sobre el asunto no tendría relevancia alguna, excepto en el supuesto de una reforma de la Constitución, que no se plantea. Su posibilidad dependerá de algo distinto, de los motivos y la oportunidad de la misma, algo que escapa de la estricta discusión jurídica pero que deberá figurar explícita y motivadamente en el preámbulo de la medida que se tome. Es en este punto, menos explorado, donde debe situarse el eje de la discusión. Con la mayor brevedad: un preámbulo de motivaciones que justifiquen una medida de tanta trascendencia es obvio que no puede satisfacer a todo el mundo, y no estoy pensando ahora mismo en adscripciones políticas particulares. La gravedad del asunto, solo comparable a algunos momentos de las negociaciones con la ETA vasca, impide avanzar en la dirección que sea al margen del debate público en una sociedad civil lo bastante madura para saber que se haga lo que haga no se hundirá el mundo.
El ejercicio de la gracia, sea en la forma que sea, amnistía incluida, no tiene otro sentido que contribuir a abrir una situación nueva. Es la democracia española, con los sólidos cimientos que le proporcionó la amnistía de 1977 y rubricó después su capacidad para sostener el embate del terrorismo separatista vasco y del terrorismo de Estado en mala hora concebido, la que puede permitirse conceder medidas de gracia sobre determinados supuestos, como pudo conceder unos indultos, y podría concederlos de nuevo en el marco selectivo al que obliga la Constitución. Las exigencias desde fuera de este marco normativo y moral están de más. Es en este punto donde la posición del independentismo señala de nuevo sus límites, los que le impone una argumentación sostenida por un nacionalismo radicalizado antes que por el respeto a las normas de convivencia democrática y al marco constitucional que las regula. Esta apreciación mía no deriva de un argumento intelectual, muy propio del gremio profesional al que pertenezco (el de los historiadores) que se ha visto obligado a ocuparse una y otra vez de la cuestión del nacionalismo como fenómeno mundial en el siglo XX y el actual. Difícilmente podría ser de otra manera. En las circunstancias actuales conviene, sin embargo, tocar con los pies en el suelo y tratar de describir la situación que se plantea del modo más concreto posible.
Los sucesos de 2017 —las conocidas como leyes de desconexión, el mal llamado referéndum que de ellas se derivó y mientras tanto la desaforada retórica independentista que acompañó lo uno y lo otro— significaron la imposición de una parte ni siquiera mayoritaria de la sociedad catalana sobre el resto, de una ensoñación que perturbó profundamente la vida civil y quebró la convivencia, y eso es algo que entristece recordarlo una vez más. En aquel momento desolador y oscuro, diputados en el Parlament como Joan Coscubiela y otros mantuvieron con firmeza la dignidad de la mayoría de sus compatriotas. Episodios de aquel orden autoritario continuaron produciéndose en momentos posteriores. Recordar aquellos momentos no resulta agradable, porque no lo es constatar la fragilidad de una sociedad educada a lo largo de más de dos décadas en un nacionalismo de la desconfianza y el resentimiento. El resultado no fue una lección de democracia y de respeto a la minoría, más bien lo contrario. Por esta razón resulta chocante e inadmisible que los protagonistas en romper la norma, en escamotear el debate cívico, en conculcar los derechos de la mayoría discrepante, en monopolizar hasta el abuso los medios de comunicación públicos, traten ahora de imponer las condiciones para una negociación que aspira a devolverlos al terreno de la realidad. Lo es también que los responsables del Gobierno central incapacitado en todos los sentidos para responder entonces a aquel desafío trate hoy de sacar pecho por obvias razones de oportunidad política. Volviendo al asunto central, cómo es posible que el mundo independentista en retroceso no perciba que no son ellos los que pueden imponer las condiciones del día después de un perdón general otorgado por el Gobierno de la nación. El futuro de Cataluña no puede ser decidido más que por un Parlamento de Cataluña donde estemos todos representados, respetando las reglas del juego y garantizando los derechos de mayorías y minorías. Cómo es posible que se puedan exigir referéndums o derechos de autodeterminación sin mayorías, sin normas, sin debate cívico y parlamentario, como algo fijado de antemano por un ignoto mandato de la historia, que pretendan repetir una operación que tuvo tantos costes para ellos y para los demás, que dividió sin contemplaciones a una sociedad a la pretenden representar a empujones.
Una medida de gracia es una concesión desde arriba, por la única instancia que puede hacerlo. Quien la solicita no puede en modo alguno imponer las condiciones del día después. Pero esta no es la única cuestión que llama la atención y clama al cielo. Si algo no puede pretender el independentismo es imponer al conjunto de la sociedad catalana opciones que son de parte. Son las instituciones catalanas que nos representan a todos las únicas que podrán en el futuro decidir sobre los destinos del país. Es esta una cuestión realmente de fondo en un mundo donde la práctica y la idea de soberanía se está viendo sistemáticamente alterada por la reorganización del poder, la economía y las migraciones en el mundo. Los acontecimientos de 2017 no fueron de ninguna manera un ejemplo de democracia y respeto al adversario. Reclamar ahora un programa político obsoleto y perdedor para el día después de un perdón motivado es la demostración más patente del desprecio por las normas que impone vivir en un marco democrático, aquel que les permite reclamar medidas de gracia que les reintroducirán en la lucha política en la que la inmensa mayoría quiere vivir y el marco donde se resuelven de manera civilizada los problemas con los que se enfrentan todas las sociedades complejas. El problema que la amnistía o un indulto selectivo pretende resolver no se refiere a un siempre igual a sí mismo conflicto entre Cataluña y España sino, sobre todo, a los problemas entre dos partes de la sociedad catalana. El error de apreciación del mundo del independentismo de pasar por encima de una de ellas para imponer sus objetivos políticos sin deliberación ni reglas ni garantías democráticas, señala las limitaciones de un entramado ideológico y social desorientado. Por esta razón, la visión democrática de hoy y para el día después debe expresarse con claridad en el preámbulo de una amnistía o de cualquier medida de gracia que debe concederse porque demarcará con precisión quién está a cada lado de la divisoria inaceptable del año 2017, porque es abuso patente tratar de imponer determinadas soluciones políticas para el día después al margen del resto de compatriotas. Una medida de este estilo tomada con el mayor consenso posible reforzará sin duda la posición de la mayoría cierta de catalanes que prefiere dialogar y negociar sobre lo que haga falta con el resto de españoles y en Europa antes que luchar con fantasmas y levantar castillos en la arena.