El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual.
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viernes, 8 de febrero de 2019
jueves, 7 de febrero de 2019
[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "Cuento inmoral", de Jacinto Benavente
El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Cuento inmoral, de Jacinto Benavente y Martínez (1866-1954) fue un dramaturgo, director, guionista y productor de cine español, Premio Nobel de Literatura en 1922.
Benavente abordó casi todos los géneros teatrales: tragedia, comedia, drama, sainete. Todos los ambientes encontraron cabida y expresión cabal en su escena: el rural y el urbano, el plebeyo y el aristócrata. Su teatro constituye una galería completa de tipos humanos. La comedia benaventina típica, costumbrista, moderna, incisiva, supone una reacción contra el melodramatismo desorbitado de Echegaray. Lejos del aparato efectista de este último, Benavente construye sus obras tomando como fundamento la vida. Realismo, naturalidad y verosimilitud son los tres supuestos de que parte su arte, sin excluir en muchos momentos cierto hálito de poesía o de exquisita ironía. Conoce perfectamente todos los recursos escénicos y sabe dar relieve dramático a las acciones más intrascendentes. En realidad puede decirse que con su primera obra estrenada, El nido ajeno (1894), en que plantea un problema de celos entre hermanos, abre un nuevo periodo en la dramaturgia española.
Su penetración y conocimiento del idioma castellano son destacados, introduciendo hábiles críticas sobre el mal uso que de él se hace en los ambientes cotidianos. Por eso sus textos poseen una gran calidad de página. Destaca su especialmente sutil manejo de la ironía, que utiliza para denunciar la manipulación desde medios jurídicos, políticos o informativos con la alteración de la sintaxis y lexicografía (véase la conclusión de Los intereses creados, donde una sentencia acusatoria se trueca en exculpatoria, con la simple transposición de una coma), y sus diálogos ingeniosos lo acercan a veces al arte expresivo de Oscar Wilde. Les dejo con su:
CUENTO INMORAL
por
Jacinto Benavente
Sale el actor por delante del telón, pausadamente.
¡Qué compromiso ! Hay días en que se siente uno capaz de las mayores audacias, y nada le parece imposible.
Y es que yo soy así; hay dos palabras que me sublevan, me encienden la sangre y me obligan a sentirme capaz de todo : la palabra difícil y la palabra imposible. Basta que alguien diga de alguna cosa delante de mí: es difícil, es imposible, para que yo conteste al punto: No hay nada difícil, no hay nada imposible; yo hago eso; yo lo hago; se discute, se cruzan apuestas… yo me veo obligado a sostenerlas… y ya estoy metido en un lío… Y el de ahora es flojo.
Figúrense ustedes que alguien me dijo ayer: Tú que tienes tantas simpatías en el público, bastante autoridad y mucho desparpajo, o sea desahogo; vamos a ver, ¿a que no te atreves a presentarte al público y contarle un cuento… un cuento inmoral, uno de esos cuentos capaces, según frase consagrada, de ruborizar a un guardia civil. ¡Yo no sé qué motivo puede haber para que la Guardia Civil sea más refractaria al rubor que cualquier otro Instituto armado; el caso es que la Guardia Civil y los Carabineros comparten este privilegio. Pero no divaguemos. ¿Un cuento inmoral? ¡Imposible!, exclamaron varios; ya dije antes que la palabra imposible tiene el privilegio de encenderme la sangre. No hay nada imposible. Y quedo comprometido a contar el cuento. ¡Y qué cuento! Se eligió por sufragio en un café de camareras; las camareras tomaron parte en la votación y su voto decidió del resultado… ¡Valiente cuento! Las pobres chicas sólo le conocían por el título, y el título les engañó. (No es el primer título que las engaña.) Es un título tan inocente… parece de un cuento de niños… pero, sí, bueno está el cuentecito… Ya me lo dirán ustedes; sólo de recordarlo se me sube el pavo… Pero no hay nada imposible. Difícil, sí; a pesar mío debo confesar que hay algo difícil, y este es uno de los casos difíciles. Ya sé que ustedes creen seguramente que yo no me atrevo a contar el cuentecito; por eso están ustedes tan tranquilos y tan sentados,sin disponerse a despejar el teatro, no sin antes llamarme algo… Pero, ustedes no me conocen. Ustedes no saben de qué modo la palabra imposible excita mis nervios; todo el azahar del mundo no bastaría a calmarlos, como todo el azahar del mundo no bastaría a dar a mi cuento un aspecto inocente. Advierto que empiezan ustedes a ponerse serios; empiezan ustedes a temer que yo sea capaz de todo. Tranquilícense ustedes; yo contaré el cuento, no lo duden ustedes; pero mi apuesta no sólo consiste en contarlo, sino en que ustedes lo escuchen; porque, claro está que contarlo en el vacío no tendría dificultad ninguna, y ya dije que la palabra difícil me exaspera tanto como la palabra imposible.
Para que ustedes me escuchen, debo contar el cuento de cierta manera… Eso es lo difícil; pero no imposible.Advierto que ya están ustedes tranquilos; pensarán ustedes que, al fin y al cabo, el cuento no tendrá nada de particular… ¡Ah! El cuento es tremendo; capaz de ruborizar (me horripilan las frases consagradas) capaz de ruborizar a un acomodador del Salón de Actualidades. ¿Cómo contarlo sin que, al oírlo, las señoras no se levanten como un solo hombre y los caballeros, por galantería, no se crean en el caso de acompañarlas… y yo me quede solo, solo ante los acomodadores, que no serán tampoco tan ajenos al rubor como los del susodicho Salón, avezados al tango con todos sus pormenores? Pues bien; contaré el cuento, y lo contaré de tal manera que de ustedes exclusivamente dependa su inmoralidad. Si observan ustedes la actitud conveniente, si saben ustedes protestar en el momento oportuno, la inmoralidad habrá desaparecido como por encanto y cualquier novela de la Biblioteca Rosa será un cuento de Boccaccio comparada con mi cuento… Y va de cuento.
Este era un matrimonio, compuesto, como la mayor parte de los matrimonios, de una mujer, un marido y un… (ya se adelantan ustedes con malicia. ¿No les advertí a ustedes que de ustedes depende todo?). De una mujer, un marido y un niño de pocos meses, de muy pocos… Como en todos los matrimonios, la mujer no quería nada al marido… ¿Encuentran ustedes demasiado categórica mi afirmación? Pues bien; yo la sostengo y me ratifico. No hay matrimonio en que la mujer quiera al marido… ¿Se escandalizan ustedes? ¿Necesitan ustedes una prueba?… En este momento estoy seguro de que me escuchan infinidad de señoras casadas… Si hay una, una sola, que quiera a su marido, yo le ruego que se levante y que lo diga en voz muy alta: «Yo quiero a mi marido.» (Pausa.) ¿Lo ven ustedes? ¡Ni una sola! Ya dije a ustedes que de su actitud dependía la inmoralidad de mi cuento. ¿Puede darse nada más inmoral que entre una porción de señoras casadas no encontrar ni una sola que quiera a su marido? Gané mi apuesta. Y ahora soy yo el que se retira escandalizado.
FIN
miércoles, 6 de febrero de 2019
[A VUELAPLUMA] El ritual de los buenos propósitos
En un buen número de países dominan los simuladores de lo popular que se presentan como políticos de un nuevo comienzo que, en realidad, quieren un retroceso a una situación de orden autoritario, escribe la periodista, escritora y filósofa alemana Carolin Emcke.
Los buenos propósitos forman parte del ritual del Año Nuevo. Queremos mejorar alguna práctica licenciosa o alguna costumbre acomodada. Tomamos la determinación de dejar esto o hacer aquello. La mayoría de las veces, en la decisión ya tenemos en cuenta que no tardaremos en fracasar. Con ello, la idea del comienzo pierde vigor y queda reducida a una minucia privada y secreta sobre la que merece la pena preguntarse cuál es el significado profundo, cuál es la gracia inherente a la posibilidad de comenzar.
“Dado que todo ser humano, por el hecho de nacer, es un initium, un comienzo, un recién llegado, los seres humanos son capaces de emprender iniciativas”, señala la filósofa Hannah Arendt en La condición humana, a lo que añade la posibilidad de “convertirse en iniciadores y poner en marcha algo nuevo”. En este sentido, el comienzo no pertenece solamente a las fechas especiales o a los cambios de ciclo como el final del año, sino que puede manifestarse en cualquier actividad humana, en cualquier ocupación que se sustraiga al cálculo y a la previsibilidad. Sin embargo, emprender una iniciativa, empezar algo, significa también, como señala Arendt, “convertirse en principiante”. Quien empieza algo nuevo no puede confiarse a sí mismo, a su experiencia o a su situación anterior. Las personas que tienen que recuperarse de una enfermedad o de una pérdida, que cambian de trabajo o se han vuelto a enamorar, lo saben. Quien empieza de nuevo se adentra en lo desconocido e inestable, y no le queda otro remedio que pensar y actuar sin apoyos, lo cual asusta tanto como inspira.
Pero la posibilidad de poner rumbo hacia lo nuevo nos enfrenta también con la experiencia social y política del abandono de lo viejo. La capacidad de poner en marcha un proyecto, de iniciarlo, puede ser igualmente un acto colectivo. Aunque a menudo lo olvidemos, las festividades religiosas nos traen el recuerdo de antiguas tradiciones repletas de historias en las que el comienzo no solo se anuncia, sino que se lleva o se hace posible a un individuo o una comunidad. Frente a la idea de la optimización permanente de uno mismo, característica del espíritu de nuestra época, cuyo principal sentido es la adaptación forzosa a la competitividad, las antiguas historias nos remiten a la idea del comienzo disidente; nos hablan de la huida colectiva de la falta de libertad o de la búsqueda común de otro lugar, de otra forma de vida; relatan el valor de la multitud para resistir o la reflexión autocrítica del individuo.
Quizá la razón de que esas viejas historias sigan conmoviéndonos sea que alimentan permanentemente la esperanza de podernos liberar de lo que nos ha lastrado o limitado; de aquello que nos hace que seamos más pequeños, más pobres o más cobardes de lo que podríamos ser. Tal vez conserven también esa fuerza intacta porque nos dicen cómo dejar algo atrás, lo que un día fuimos o lo que nos ha deformado; cómo evitar vernos obligados a ser prisioneros de nuestra historia o nuestros orígenes; cómo ser capaces de rebelarnos contra una vida alienada, contra la privación de derechos. En eso reside la milagrosa promesa de estas historias de comienzo. Vivir con el mismo gozo que tantos personajes de ficción en la literatura, el teatro o el cine cuando se aventuran en lo abierto, aún incierto, y nos muestran la alternativa del valor o la libertad para ser.
Últimamente, en un buen número de países de todo el mundo dominan los personajes o los movimientos políticos que quieren limitar y reprimir esa posibilidad de comenzar. Ya sea Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, los simuladores de lo popular se presentan como políticos del nuevo comienzo. Sin embargo, el contenido de sus programas pone en evidencia lo contrario. Lo que quieren es restringir la diversidad social, que es justamente la manifestación de la posibilidad de toda persona, sea hombre o mujer, de desarrollarse sin cortapisas. No quieren saltos hacia mundos más libres, sino un retroceso ficticio a una situación de orden autoritario regido por la promesa no de igualdad, sino de jerarquización. Por eso escenifican su política de la regresión como si la demolición de los derechos humanos y civiles o la negación de la diversidad de la propia sociedad fuesen beneficiosas. Se declaran reformadores, y lo único que quieren decir es que van a ablandar las leyes y disposiciones que protegen a las minorías y los espacios de libertad. La brutalidad del lenguaje, la barbarie sin complejos con que Trump se refiere a los emigrantes de México, o Bolsonaro a los homosexuales, o ambos a las mujeres, son síntoma de una ideología inhumana cuyo objetivo es la represión.
En consecuencia, si queremos hacernos un propósito para el nuevo año, que sea el de volver a fortalecer la verdadera idea del comienzo en nuestras democracias; el de confiar en nuestra capacidad de alumbrar otras formas de convivencia más abiertas, y no más restrictivas; más libres, y no más jerárquicas; más democráticas, y no más autoritarias. Porque en eso consiste una democracia abierta y plural: en proteger los espacios y los derechos que permiten a las personas desarrollarse; en no rezagarlas o coartarlas por su origen o sus creencias; en permitirles que cambien, que sueñen con la felicidad individual o colectiva, y que esa felicidad pueda ser diferente de la de sus padres o sus vecinos.
Que las comunidades indígenas hayan sido marginadas y expoliadas durante siglos no significa que haya que seguir haciéndolo; que, históricamente, las mujeres hayan sido tratadas con condescendencia y reducidas a la condición de objeto, que su palabra valiese menos ante los tribunales, no es razón para perpetuar la tradición de violencia contra ellas. De la duración de una injusticia no se puede deducir su legitimidad. Que algo haya sido siempre así no significa que sea bueno.
Esta es la promesa del comienzo: la posibilidad de revisar nuestra herencia social o cultural; de seguir utilizando y transmitiendo lo bueno y de interrumpir y cambiar lo que nos ha perjudicado o limitado. Porque la democracia consiste en experimentar como sociedad; en preguntarnos si nuestras prácticas y nuestras costumbres son lo bastante buenas, si nos hacen más libres, si son justas, o si solo algunas son ventajosas, y otras, no. Una democracia es un orden dinámico porque aplica procedimientos que nos permiten aprender como individuos, pero también como sociedad. Es nuestra obligación no solo defender esta concepción del comienzo, sino ampliarla y profundizarla.
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