El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Así pues, identificado con la primera de las acepciones de la palabra humor del Diccionario de la Lengua Española, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.
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viernes, 23 de noviembre de 2018
jueves, 22 de noviembre de 2018
[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "La promesa", de Gustavo Adolfo Bécquer
El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado La promesa, de Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (1836-1870), más conocido literariamente como Gustavo Adolfo Bécquer. Becquer fue un poeta y narrador español perteneciente al movimiento del Romanticismo. Por ser un romántico tardío, ha sido asociado igualmente con el movimiento posromántico. Aunque en vida ya alcanzó cierta fama, solo después de su muerte y tras la publicación del conjunto de sus escritos obtuvo el prestigio que hoy se le reconoce. Su obra más célebre son las Rimas y Leyendas, un conjunto de poemas dispersos y relatos, reunidos en uno de los libros más populares de la literatura hispana. Les dejo con uno de sus más famosos relatos, titulado La promesa.
LA PROMESA
por
Gustavo Adolfo Bécquer
I
Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible…, imposible!
Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?» Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: «El escudero del conde no es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía».
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro.El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu honra.
-Y al pronunciar estas palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:
-Ve a mantener tu honra; pero vuelve…, vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde le aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros, y has de venir compuesta y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.
II
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso vocerío se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.
III
El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado y de pie le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera.
-¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate, y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura. Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos; el caballo estaba a algunos pies de distancia cuando…, créeme, no fue una ilusión, vi una mano que, agarrándole de la brida, lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron- ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete». Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche… Ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid…, salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.
IV
El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil alzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país, y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el galopar del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que, ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas; historias de amores picarescos, con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
II
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no se cubría;
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche sobre la tumba
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-: esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.
V
En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que, al llegar la primavera, se cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.
FIN
miércoles, 21 de noviembre de 2018
[A VUELAPLUMA] Recuerdos personales: El asesinato de JFK cincuenta y cinco años después
A mis nietos Gabriel, Guillermo y Saúl
Cincuenta y cinco años no son nada a escala cósmica; a escala humana es otro cantar. Resulta bastante probable que una persona pueda celebrar el aniversario de un hecho que vivió, conoció y le afectó para bien o para mal cincuenta años antes. Que pueda conmemorar o recordar ese mismo hecho cien años después, resulta, por desgracia, bastante improbable.
Mi hija Ruth se reirá de mí con toda razón por traer por enésima vez esta historia al blog, historia que ella me recuerda con cierto sarcasmo que se sabe de memoria; como las del abuelo Cebolleta del TBO, me dice, sin rencor; o eso supongo yo... Me da igual, es "mi historia" y quiero contarla de nuevo porque sé que no podré hacerlo cuando se celebre el centenario del acontecimiento que marcó mi juventud, aunque espero que mis nietos y bisnietos, y con suerte mis hijas, me recuerden con cariño ese 22 de noviembre de 2063 en que se conmemore el centenario de uno de los más trascendentales acontecimiento de la segunda mitad del siglo XX.
Exactamente a las 18:30 de la tarde (hora de Canarias) de mañana, 22 de noviembre de 2018, se cumplen cincuenta y cinco años del asesinato, aún no esclarecido a juicio de la historia, aunque sí lo esté a efectos oficiales, del presidente de los Estados Unidos de América John F. Kennedy en la ciudad de Dallas (Texas).
Supongo que todos nosotros nos hemos preguntado en alguna ocasión por qué hay acontecimientos y recuerdos que quedan fijados en la memoria como grabados a fuego y otros en cambio acaban difuminándose hasta perderse sin dejar rastro. ¿Cuáles son esos recuerdos preferentes?: ¿La primera experiencia sexual? ¿El descubrimiento de la muerte? ¿El nacimiento del primer hijo?…
Para mí, uno de esos acontecimientos que perduran para siempre en la memoria ocurrió el 22 de noviembre de 1963. Era viernes, y en Madrid, donde yo vivía en aquel momento, las siete y media de la tarde. Yo tenía en ese momento 17 años y estaba volviendo a la casa de mis padres en el barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín, en el que vivíamos desde hacía ocho años.
Lo hacía andando para ahorrarme el billete de autobús desde el Hospital Militar de Maudes, en el barrio de Cuatro Caminos, a unos seis kilómetros de casa. Mi madre estaba internada en él a la espera de una operación de vesícula. Vuelvo a casa con Javier, mi mejor amigo durante muchos años, que me había acompañado a visitarla. Los dos estudiamos IPS (Instrucción Premilitar Superior) en el colegio “Infanta María Teresa”, un colegio de la Guardia Civil, muy cerca de nuestras respectivas casas. Nuestra ilusión es entrar como alumnos en la Academia General Militar de Zaragoza. Ninguno de los dos sabemos que apenas un mes más tarde, a causa de un conflicto bastante cómico con nuestro profesor de francés, y aprovechando las vacaciones de Navidad, íbamos a abandonar los estudios militares y el colegio para siempre.
Es todavía de día en Madrid. La casa de mis padres está en un segundo piso. Nada más entrar en el portal me encuentro a mi hermano Alberto, once años mayor que yo, que baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Al verme, sin apenas detenerse, me espeta: "¡Han matado a Kennedy. Están poniéndolo por la tele!". La verdad es que no le hago mucho caso -él sabe que admiro a Kennedy; es mi héroe favorito- y le suelto un ”¡vete a la mierda, gilipollas!”, que me sale sin pensar. En casa solo está mi cuñada, Mari, la mujer de mi hermano. No hay nadie más. Mi padre se ha quedado en el hospital acompañando a mi madre. La televisión está encendida y, efectivamente, están dando la noticia: El presidente Kennedy ha sido tiroteado en Dallas, Texas, hace una hora. Me quedo abobado mirando la pantalla. Tengo la impresión de que el mundo, al menos el mundo que yo conozco, se me ha caído encima de repente, pues nunca he vivido una situación como esta. Llamo por teléfono a mis padres al hospital y me pasan con mi madre: le cuento lo que ha pasado, lo que está diciendo la televisión. Se queda muda, y al instante, no se si me dice o me pregunta si "eso va a ser otra guerra mundial". No se que responderle porque a mi edad no se tienen respuestas para una pregunta así.
Entiendo su preocupación, dada la historia familiar. Ellos vivieron en Sevilla la proclamación de la república en 1931. Estaban en Asturias en octubre de 1934, cuando la revolución obrera. Y en Barcelona en julio de 1936. Los últimos meses de la guerra civil mi madre los pasó sola, en Barcelona, con mi padre internado en un campo de concentración en Francia. La II Guerra Mundial la han pasado prácticamente en la isla de El Hierro, en Canarias, donde mi padre fue destinado -o desterrado, según se vea-, al finalizar la guerra civil, aunque según mi madre los cinco años allí vividos fueron para ella los más felices de su vida. Es lógico que esté aterrada. Me dice que no le cuente nada a mi padre, que ella se lo dirá más tarde, y me cuelga el teléfono entre sollozos.
Mi hermano, mi cuñada y yo nos pasamos la noche pegados al televisor, como supongo lo hicieron gran parte de los españoles y del resto del mundo. Al día siguiente, sábado, mi amigo Javier y yo nos encontramos a la puerta del colegio. La calle Príncipe de Vergara (en aquella época del General Mola) está en absoluto silencio a las nueve de la mañana. La gente hace largas colas en los quioscos de prensa, esperando pacientemente para comprar un periódico. No llegamos a entrar en clase (entonces había colegio también los sábados). Javier y yo hemos decidido que ese día tenemos cosas más importantes que hacer. Comentamos entre nosotros lo que ha pasado, las noticias que se van filtrando en las colas. Hay miedo en la gente de que hayan sido los rusos, o los cubanos, pues la crisis de los misiles hace pocos meses que ha tenido lugar. Compramos un periódico. Y decidimos ir andando hasta la Embajada de los Estados Unidos, en la calle Serrano, no muy lejos de nuestro barrio.
Somos viejos conocidos de la Embajada pues ambos solemos ir a menudo a leer libros en la Biblioteca de la Casa Americana, una institución cultural dedicada a propagar la imagen y la ideología norteamericana en Europa. Nos sabemos los nombres de todos los estados de la Unión y sus capitales respectivas, y jugamos a menudo a irlos nombrando uno a uno, de memoria, siguiendo su ubicación en un mapa imaginario. Y a ambos nos encanta el béisbol, que hemos aprendido a jugar con los hijos de los soldados estadounidenses destinados en Torrejón, que pueblan nuestro barrio.
La Embajada está fuertemente custodiada en el exterior por la policía española. Entramos en ella mostrando nuestra tarjetas de socios de la Casa Americana y llegamos hasta el acristalado vestíbulo de su entrada principal. La bandera ondea a media asta sobre el techo de la Embajada. Nada más entrar en el vestíbulo, a la izquierda del mismo, han montado junto a una bandera de los Estados Unidos una pequeña mesa cubierta con un paño de terciopelo negro donde hay una bandeja de plata en la que vemos muchas tarjetas de visita. También hay un libro, grande, forrado de cuero azul marino donde vemos que la gente, después de hacer una pequeña cola, deja su testimonio de pésame escrito en el mismo.
Delante de nosotros hay dos muchachas más o menos de nuestra edad, quizá uno o dos años mayores que nosotros, norteamericanas sin duda, que lloran desconsoladamente. Una es rubia, y la otra pelirroja. La rubia va vestida con falda gris claro y un jersey rojo sin mangas, sobre una blusa blanca. La pelirroja lleva unos ajustados pantalones azules y un jersey blanco. Junto a la mesita un infante de marina norteamericano, con uniforme de gala, hace la guardia en posición de descanso. Con su brazo derecho sujeta el fusil que se apoya en el suelo; el brazo izquierdo está doblado a la altura de su cintura, en la espalda. El soldado, sin mover un músculo de su rostro, está llorando mansamente... Mi amigo Javier y yo nos quedamos impresionados por la escena, y al menos a mi se me forma un nudo en la garganta. Escribimos en el libro un escueto “Nuestro más sentido pésame” y ponemos nuestras firmas.
Salimos inmediatamente detrás de las dos muchachas al patio exterior de la Embajada donde está el aparcamiento y vemos que las dos se han parado ante un Wolkswagen amarillo. Lanzados, les preguntamos que si viven en Chamartín. Nos contestan, más serenas ya que no, pero que si queremos nos alcanzan hasta allí. Les decimos que sí y subimos los cuatro al coche. Ellas delante y nosotros detrás. Hablan bastante bien español. Nos comentan que son estudiantes y que están pasando un año académico en España para aprender español. El trayecto es corto hasta Chamartín: por el Paseo de la Castellana hacia el norte hasta llegar a la calle de Alberto Alcocer y de allí, girando a la derecha, hasta la plaza de la República Dominicana, donde nos dejan. Intentamos quedar con ellas, pero nos dicen amablemente que no. Nuestro intento de ligue ha quedado abortado, pero lo hemos intentado: las hormonas son las hormonas...
Volvemos a nuestras casas después de pasar el resto de la mañana vagabundeando por las calles del barrio. Todo está paralizado, pero hay una gran serenidad en las gentes. Los días siguientes los paso pegado a la televisión y leyendo ávidamente los periódicos. Por televisión veo la emotiva escena a bordo del avión presidencial en que el vicepresidente Johnson, camino de Washington con el cadáver de Kennedy en la bodega del aparato, jura, junto a la viuda de este, su cargo como nuevo presidente de los Estados Unidos. Más tarde, cuando ya todo el mundo sabe que han detenido al presunto asesino, Lee Harvey Oswald, estoy viendo en directo por televisión como van a trasladarlo desde el lugar donde está retenido hasta el juzgado. Un único pensamiento cruza mi mente en ese momento: ¡Ojalá maten a ese cabrón! Y ante mis ojos un señor con sombrero tejano, Jack Ruby, sale de entre el público con una pistola en la mano disparando a bocajarro sobre él… Esa premonición, cumplida inmediatamente de formulada, me ha acompañado siempre como una maldición de la que creo nunca podré desprenderme. Al igual que me acompañará para siempre la imagen vista de nuevo por televisión días más tarde del solitario corcel negro, ensillado, que acompaña los restos mortales de Kennedy por las calles de Washington; y el saludo militar de John-John, su hijo pequeño, acompañado de su hermana y de su madre, al pasar ante ellos el cortejo fúnebre… Ahí están, vívidos como si fueran hoy, todos esos recuerdos. Y supongo que ahí seguirán mientras yo pueda seguir diciendo que tal día como hoy de hace nosecuantos años…
Hace cinco años, con motivo del cincuentenario del magnicidio, no me pareció que hubiera una excesiva proliferación informativa alrededor del mismo. En el diario El País aparecieron varios reportajes recordándolo, entre ellos los titulados: "Los que vieron morir a Kennedy", o "250 000 voces para llorar a Kennedy". Yo, por mi parte, y para no dejar en mal lugar a mi hija Ruth, traje de nuevo hasta el blog los enlaces a las entradas y vídeos que publiqué en años anteriores. Me repito, lo sé; no se enfaden conmigo, pero este es mi blog y mi recuerdo. Perdónenme por este ejercicio de nostalgia.
También, desde esa entrada de 2013, pueden ustedes acceder a un recopilatorio bastante exhaustivo de todos los reportajes y noticias que El País ha venido publicando sobre el asesinato de Kennedy desde 1976 hasta hoy mismo. Y hace cuatro años añadí a la entrada todo aquello que se publicó sobre el cincuentenario que me pareció de interés, por ejemplo: "El Camelot de Kennedy sin conspiraciones"; o este otro: "Abraham Zapuder, piedra fundamental del periodismo ciudadano", sobre el hombre que grabó las únicas imágenes del atentado; o el titulado "Quién mató a Kennedy"; este otro de "Dallas, cincuenta años después"; el de "La America de J.F. Kennedy", y el de "Jackie Kennedy y la invención de Camelot".
Y para el quinquagésimo tercer aniversario de su muerte subí al blog un hermoso vídeo en el que la cantante estadounidense Erykah Badu canta, en la ciudad de Dallas, en el lugar exacto en que fue asesinado el presidente, la canción "Window Seat". La canción estuvo vetada mucho tiempo en YouTube, que como los chicos del Facebook, en cuestión de desnudos, andan un poco por el Paleolítico Superior. Si se deciden a escucharla sabrán por qué. No insisto, pero quedan citados para este mismo día del 22 de noviembre de 2019.
Por cierto, tal día como mañana de hace 43 años, se iniciaba una nueva etapa en la historia de España con la proclamación como rey de don Juan Carlos I. También es historia y por eso lo recuerdo...
martes, 20 de noviembre de 2018
[SONRÍA, POR FAVOR] Un toque de humor para hoy martes, 20 de noviembre
El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Así pues, identificado con la primera de las acepciones de la palabra humor del Diccionario de la Lengua Española, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.
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