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sábado, 27 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Hambrienta





Que te paguen por tu trabajo no te obliga a decir amén, comenta la escritora Marta Sanz. "No muerdas la mano que te da de comer". Me pregunto quién formularía esta conseja que ejemplifica el punto en que confluyen sabiduría popular y pensamiento dominante, comienza diciendo. Pese a que “popular” y “dominante” en nuestro contexto deberían ser términos antagónicos, la sabiduría popular no representa un contrapunto al pensamiento dominante, sino que suele naturalizarlo. Porque el “no muerdas la mano que te da de comer” no ha nacido del caletre de un jornalero o una recolectora de fresas, sino de quien subcontrata su fuerza de trabajo y su cuerpo todo: de la patronal —también de sus bardos y bardas—, a la que no le convienen revueltas ni peticiones de aumentos de sueldo ni que le muerdan la mano. No. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, no generes mecanismos de protesta para seguir siendo la mujer barbuda o el inquilino de la comunidad de rasurados que tiene un aire a Bakunin. Asume que no hay remedio. ¿Sabiduría popular? Sabiduría de caciques. Sumisión, gobernabilidad espuria, miedo. Me produce desazón la gente refranera. “No muerdas la mano que te da de comer”. ¿Y si te da de comer mal? Traslademos la recomendación a esta época pseudolíquida —la licuadora de clases sociales se ha atascado con fibras de pulpa y vulva—; esta época de órganos directivos invisibles, que mandan mucho, de megabytes y voces pregrabadas, que atienden (¿?) reclamaciones telefónicas; época en la que intempestivamente perduran y sobreviven recolectoras, jornaleros.

Aquí y ahora hay que intentar pegarle siempre un mordisco a la mano que te alimenta: la del periódico que te contrata y da voz para que desdigas algún apunte de su línea editorial o te solidifiques en ella; la de la fundación que te paga para intervenir en un congreso; la del banco, que también a través de su fundación patrocina charlas incendiarias. Morder esas manos no es ingratitud: que te paguen por tu trabajo no te obliga a decir amén. Lo otro sería esclavismo ideológico, abyección, mafia. Como te pago y tú aceptas mi dinero, chitón. Oigo al doblador de Marlon Brando en El padrino, que conoce bien los riesgos que corremos mis empleadores, mi independencia y yo misma. Los empleadores son libres —de libre mercado— y tienen motivos en los que hoy no voy a insistir para realizar sus contrataciones. Lo no habitual es poder decidir para quién se trabaja, y puede que nuestra honestidad —hablar de independencia me parece un exceso— pase por ser conscientes de que, por mucho que se vaya de verso suelto, en orquestas, empresas, instituciones o cooperativas asamblearias, las disonancias terminan por empastarse, una luz suaviza las diferencias —luz amarilla en el Blues del amo de Gamoneda— y solo se atisba, por debajo de la sábana, el bulto móvil de un puño que quiere dibujarse contra la blanca planicie. Con la acidez del estómago no agradecido, agradezco que me contraten y me dejen alimentar la fantasía de que muerdo mano, mejilla, pezuña de vaca; de que soy la mujer barbuda, y de que Dios es un sectario por no ayudarme si no madrugo. Aunque los caníbales tengan otros rostros, parece que ladrando muerdo y, al parecerlo, a lo mejor muerdo un poquito. Si no viviéramos en esta apariencia de pluralidad —apariencias y formas son importantísimas, incluso a veces dejan de ser significantes para colonizar significados—, volvería la niebla del sindicato vertical y la resurrección de Fraga Iribarne. Las listas de mala gente que adoctrina —no que camina— ya están en marcha. ¡Ñam!



Fotografía de Miguel Núñez para El País



Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 5 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Quemada





Estoy quemada. El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato, comenta la escritora Marta Sanz. 

Desde la conciencia del privilegio, comienza su artículo Sanz, lo he dicho muchas veces: “Soy una trabajadora autónoma autoexplotada”. Otro diría: “Me llevo el trabajo a casa. No cobro horas extra”. Una tercera podría lamentarse: “Cobro por habitación. No tengo un fijo. He de limpiar 20 habitaciones diarias para poder vivir”. Más testimonios: “Vivo pendiente del móvil. Mi jornada laboral no se acaba nunca”. “Soy un parado. No duermo bien”. “Cuido a las personas mayores de las familias, trabajo en un restaurante los fines de semana, por las noches soy teleoperadora: no me llega”. En estas condiciones no es extraño que yo afirme: “Me duele la clavícula”; que alguien más enumere síntomas: “Tengo migraña, estoy siempre cansada, triste, irritable”. “Se me corta la respiración”. Pero no se preocupe. Ya existe un diagnóstico para estos males: padece usted el síndrome del trabajador quemado —de la trabajadora quemada con más motivo—. Tómese una pastilla. El sistema funciona divinamente, pero usted no. Es usted flojo o, en un porcentaje incluso más elevado, floja.

El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca: parece que el malestar sistémico se reinterpreta como patología de la que solo es responsable el individuo. Yo soy la única culpable de mis alienaciones y autoexigencias. Metida en mi propia bolsa fetal, mis funciones no afectan a mis órganos y todo está en mi dentro de mí. Neurosis y dolores de espalda responden a las características de mi ADN —estrictamente biológico, nunca histórico— y a mi incapacidad de adaptación al medio —bajita y respondona—, a una herencia familiar que tampoco estuvo jamás condicionada por la cantidad de yogures ingeridos o la salubridad de las viviendas. El síndrome del trabajador explotado —de la trabajadora explotada, más— debería curarse con un relajante muscular. La OMS está de coña. Que quizá haya que poner en tela de juicio las propias reglas del juego es una proposición política que se desdibuja frente a este universo de workaholismo donde se confunde vocación con autoexplotación; posesión de capital con emprendimiento y filantropía; reivindicaciones laborales con pereza; el trabajo con el inevitable riesgo de perder la salud. Confesemos que hemos vivido y hemos bebido. Somos responsables de nuestro cáncer de pulmón: la contaminación es un nimio factor de riesgo. Somos responsables porque, por idiotas, no hemos tenido pasta suficiente para pagarnos entrenadores personales, aromaterapeutas, coaches de la resiliencia y el pensamiento positivo ni dietistas. Todo este nuevo modelo de negocio hace innecesario el derecho laboral, el pensamiento político y los militantes antisistema. Nuestro colesterol sube porque comemos bollería industrial y comemos bollería industrial porque cada día somos más pobres. También tenemos menos tiempo para guisar o hacer la compra y, sin embargo, cuánto nos obsesionan las analíticas y los gimnasios, y qué poco nos concentramos en la posibilidad de transformar esas condiciones laborales que nos encorvan la columna y nos invitan a tener la flexibilidad del junco. Yo evito maniáticamente hacerme un análisis de sangre. Sé que me revelará que en todas mis enfermedades, además de la inexorable putrefacción del cuerpo, se atisba un residuo bacteriano, compartido más con mis contemporáneos que con mi especie, que me incita a desconfiar de quienes tienen la sartén por el mango transformándome en enferma laboral y verdugo de mí misma. Pero hoy no voy a hacer flexiones y voy a escuchar a Chicho Sánchez Ferlosio. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato. Es posible que, con esa decisión, mi salud mejore.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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