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miércoles, 5 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Quemada





Estoy quemada. El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato, comenta la escritora Marta Sanz. 

Desde la conciencia del privilegio, comienza su artículo Sanz, lo he dicho muchas veces: “Soy una trabajadora autónoma autoexplotada”. Otro diría: “Me llevo el trabajo a casa. No cobro horas extra”. Una tercera podría lamentarse: “Cobro por habitación. No tengo un fijo. He de limpiar 20 habitaciones diarias para poder vivir”. Más testimonios: “Vivo pendiente del móvil. Mi jornada laboral no se acaba nunca”. “Soy un parado. No duermo bien”. “Cuido a las personas mayores de las familias, trabajo en un restaurante los fines de semana, por las noches soy teleoperadora: no me llega”. En estas condiciones no es extraño que yo afirme: “Me duele la clavícula”; que alguien más enumere síntomas: “Tengo migraña, estoy siempre cansada, triste, irritable”. “Se me corta la respiración”. Pero no se preocupe. Ya existe un diagnóstico para estos males: padece usted el síndrome del trabajador quemado —de la trabajadora quemada con más motivo—. Tómese una pastilla. El sistema funciona divinamente, pero usted no. Es usted flojo o, en un porcentaje incluso más elevado, floja.

El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca: parece que el malestar sistémico se reinterpreta como patología de la que solo es responsable el individuo. Yo soy la única culpable de mis alienaciones y autoexigencias. Metida en mi propia bolsa fetal, mis funciones no afectan a mis órganos y todo está en mi dentro de mí. Neurosis y dolores de espalda responden a las características de mi ADN —estrictamente biológico, nunca histórico— y a mi incapacidad de adaptación al medio —bajita y respondona—, a una herencia familiar que tampoco estuvo jamás condicionada por la cantidad de yogures ingeridos o la salubridad de las viviendas. El síndrome del trabajador explotado —de la trabajadora explotada, más— debería curarse con un relajante muscular. La OMS está de coña. Que quizá haya que poner en tela de juicio las propias reglas del juego es una proposición política que se desdibuja frente a este universo de workaholismo donde se confunde vocación con autoexplotación; posesión de capital con emprendimiento y filantropía; reivindicaciones laborales con pereza; el trabajo con el inevitable riesgo de perder la salud. Confesemos que hemos vivido y hemos bebido. Somos responsables de nuestro cáncer de pulmón: la contaminación es un nimio factor de riesgo. Somos responsables porque, por idiotas, no hemos tenido pasta suficiente para pagarnos entrenadores personales, aromaterapeutas, coaches de la resiliencia y el pensamiento positivo ni dietistas. Todo este nuevo modelo de negocio hace innecesario el derecho laboral, el pensamiento político y los militantes antisistema. Nuestro colesterol sube porque comemos bollería industrial y comemos bollería industrial porque cada día somos más pobres. También tenemos menos tiempo para guisar o hacer la compra y, sin embargo, cuánto nos obsesionan las analíticas y los gimnasios, y qué poco nos concentramos en la posibilidad de transformar esas condiciones laborales que nos encorvan la columna y nos invitan a tener la flexibilidad del junco. Yo evito maniáticamente hacerme un análisis de sangre. Sé que me revelará que en todas mis enfermedades, además de la inexorable putrefacción del cuerpo, se atisba un residuo bacteriano, compartido más con mis contemporáneos que con mi especie, que me incita a desconfiar de quienes tienen la sartén por el mango transformándome en enferma laboral y verdugo de mí misma. Pero hoy no voy a hacer flexiones y voy a escuchar a Chicho Sánchez Ferlosio. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato. Es posible que, con esa decisión, mi salud mejore.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 5 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] A 11 euros la hora





Se busca humano para inhalar gases a 11 euros la hora era el anuncio. Y los directivos de algunas grandes empresas automovilísticas, casi como si fueran hijos redivivos de Josep Mengele, volvieron a demostrar que la ética no estaba entre sus prioridades, comenta en El País la escritora y periodista Berna González Harbour.

No. No estamos en Auschwitz en 1944, comienza diciendo. Pero en la Clínica Universitaria de Aquisgrán se ensayó la inhalación de gases tóxicos en 25 personas sanas en unos experimentos financiados entre 2012 y 2015 por Volkswagen, BMW y Daimler. Atentos al lenguaje orwelliano: el llamado “Grupo de Investigación Europeo sobre el Medio Ambiente y la Salud”, tan medioambiental como abundante era el Ministerio de la Abundancia o tan amoroso como el del Amor de la gran novela 1984,es el organismo de nombre rimbombante tras el que se esconden los experimentos. Está financiado por las tres automovilísticas alemanas y Bosch.

Este lobby encargó y financió los experimentos, que consistían en hacer inhalar dióxido de nitrógeno (NO2) para demostrar que las emisiones de gases de los motores diésel no eran dañinas. “No se comprobaron reacciones a la inhalación de NO2, ni tampoco inflamaciones en las vías respiratorias”, concluyeron científicamente sus responsables. También lo hicieron con monos en Estados Unidos.

Pero que nadie se tranquilice: en el primer caso los científicos que realizaron las pruebas reconocieron que el gas empleado era solo uno de los que emite el diésel; y, en el segundo caso, el coche utilizado para emitir los gases en una habitación llena de monos a los que tuvieron el detalle de poner un televisor estaba equipado con un software para reducir emisiones.

Tras desvelarse el escándalo, los responsables de Daimler y Volkswagen se han apresurado a llevarse las manos a la cabeza y expresar su sorpresa por algo que —dicen— desconocían. Oh, cómo ha podido ocurrir. El Gobierno alemán les ha recordado que lo que deben hacer es reducir emisiones y no intentar probar que no hacen daño.

La primera noticia fue desvelada por The New York Times, que relató las pruebas en monos, y ampliada después por la prensa alemana, que añadió las de humanos. La BBC se ha encargado de documentar cómo funcionan las pruebas científicas sobre polución, tan legales y comunes como las de medicamentos: deben ser llevadas a cabo por entidades públicas bajo estrictas medidas éticas y transparencia en sus procedimientos, y nunca por lobbies de parte, como el del motor. Los participantes pasan dos horas encerrados en una habitación con niveles de gases del diésel propios de Pekín o Nueva Delhi: 90 minutos sentados y 30 en movimiento. Repiten la prueba en aire limpio otro día. Y tras ambas sesiones se les realizan análisis. Los humanos cobran 14 dólares (11 euros) por hora y se realizan bajo supervisión de organismos sanitarios públicos. Con monos no se practican.

Volkswagen, que aún no se ha recuperado del fraude de las emisiones, y las demás empresas vuelven a demostrar que la ética no está en sus prioridades. Le toca a las autoridades de Alemania y Europa atar en corto a un lobby que pone en juego sin complejos nuestra salud.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt





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