«Hoy en día hacer un chiste sale tan caro que es un lujo que muy pocos se pueden permitir»: de esta forma tan sorprendente (¿provocativa?) comienza un anuncio navideño de la empresa Campofrío, escribe en su blog Morir de risa el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio. ¿Un spot publicitario en esta sección?, comienza diciendo. ¿Por qué no? Como habrán podido comprobar, nuestro punto de referencia habitual suele ser un libro, no para hacer algo parecido a una reseña, sino para hablar de su contenido o de temas adyacentes: el texto como pretexto, como suele decirse muchas veces. Pero no sólo de libros vive el humor, naturalmente. Nos hemos ocupado también de periódicos, revistas, obras teatrales, películas, exposiciones artísticas, cómics, viñetas, toda clase de chistes, espacios humorísticos de televisión o memes de Internet, por citar un abanico suficientemente variado de expresiones humorísticas. Pero hasta ahora habíamos dejado de lado la publicidad propiamente dicha. Como decía antes, ¿por qué no ocuparnos también del humor de los reclamos publicitarios?
Como todo el mundo sabe, el humor vende. Y, como es obvio, los primeros que lo saben son los ejecutivos de las marcas y las oficinas de promoción de los productos. Casi me atrevería a decir que el ingrediente más indispensable del anuncio clásico es un toque de humor. Bastaría con remitirme a ese humor zafio, elemental y machista de la torpe ama de casa que no da pie con bola hasta que llega el producto mágico que limpia, lava o cocina como ninguno. Se lo recomienda su vecina o un hombre con actitudes paternalistas. Todos tenemos en la cabeza alguna marca que ha utilizado ese recurso de modo recurrente. O podría traer también a colación ese humor más o menos romántico de la chica o el chico tímidos o desmañados que sólo pueden ligar cuando descubren la bebida o el perfume de sus sueños. El humor basado en situaciones equívocas o en frases de doble sentido es también un clásico que ha sido utilizado en multitud de ocasiones. Como en todo, los hay malos, pasables y buenos, muy buenos. A veces basta hallar una expresión que hace fortuna por el mimetismo social. Suelen ser acuñaciones que, por los más tortuosos motivos, permanecen en la memoria colectiva. ¿Quién no se ha encontrado alguna vez diciendo «Ya es primavera...» y que otro le conteste «...en El Corte Inglés»? ¿Quién, de una cierta edad, no recuerda el anuncio de los donuts y la cartera? ¿O quién no sabe a que nos referimos cuando hablamos de «Póntelo, pónselo»?
Pero volvamos al principio, porque no es mi intención hablar aquí de anuncios en general, ni siquiera del humor en la publicidad. Aludía al inicio de estas líneas al reclamo de Campofrío, que se abre de una manera un tanto desusada, con una voz en off que pronuncia las frases transcritas anteriormente mientras el espectador contempla en un plano general a una mujer elegante caminando por una acera solitaria en un día lluvioso. La mujer se acerca a un escaparate que resulta pertenecer, como enseguida veremos, a una tienda de lujo que vende chistes. En ese escaparate, su mirada se posa en un Chiquito de la Calzada en miniatura, contenido en una cajita de joyas, desplegando su voz y sus movimientos característicos. Rápidamente nos sumergimos en el interior del establecimiento, más fastuoso aún de lo que podríamos colegir de su fachada, en el que un solícito director atiende a la señora recién llegada: «Bienvenida, ¿en qué podemos ayudarle?» «Venía a comprar un chiste», responde ella con una sonrisa. «¿Es para una ocasión especial?» «Hombre, hacer un chiste no es algo que uno pueda permitirse todos los días».
Desde esos primeros compases, resulta evidente que la factura técnica del anuncio es impecable. Dirigido por Daniel Sánchez-Arévalo –del que los cinéfilos recordamos algunas películas nada desdeñables‒, está protagonizado por rostros muy conocidos del panorama cinematográfico español, como Antonio de la Torre, Belén Cuesta, Silvia Abril, David Broncano o Enrique San Francisco, con guiños a otros personajes de la llamada crónica rosa, como Jaime Peñafiel. El ritmo es muy rápido, con escenas que se suceden de forma vertiginosa y diálogos chispeantes, con preguntas y respuestas llenas de intención que son difíciles de captar en su totalidad en una primera visión. Pero, en fin, no les voy a contar el contenido del anuncio, que está al alcance de cualquiera en Internet [Lo pueden disfrutar en el vídeo al final de la entrada], sino a reflexionar ‒como suelo hacer aquí‒ sobre algunos de sus ingredientes y, aún en mayor medida, sobre su significado global, que no es otro que el precio del humor en la sociedad actual.
El sintagma «precio del humor» resulta poco claro o, incluso, equívoco. En términos estrictos, cualquiera de nosotros diría que el humor no tiene precio, porque su característica básica es su gratuidad. Compartimos nuestro (buen) humor de modo desinteresado con quien convivimos, queremos o apreciamos. De este modo, contamos, por ejemplo, chistes, o nos los cuentan, que es una manera convencional de establecer lazos de comunicación, empatía o simple diversión. Cuando todo esto se hace a nivel profesional, para vivir del humor, nos situamos en otro nivel, claro está, porque dicho profesional tiene que poner precio a su actividad. Pero en el fondo, si se fijan, nadie tiene la propiedad intelectual de un chiste y, por tanto, nadie puede ponerle un precio. El chiste, por definición, es de todos. En principio, eso es, pues, lo que sorprende del planteamiento del anuncio de Campofrío: comprar un chiste es un oxímoron.
Pero, como todos sabemos, el concepto de precio tiene otro significado que no puede traducirse en términos monetarios. Como enseguida resulta obvio, el anuncio en cuestión juega con este equívoco y traduce lo que es una estimación genérica en un concreto asunto mercantil. Con todo, el susodicho equívoco sería ininteligible si no operara sobre un sobreentendido previo, a saber, los recientes problemas que han tenido algunos humoristas y determinadas bromas en el actual contexto político español. El más sonado de todos ellos, como todos ustedes recordarán sin duda, estuvo protagonizado por Dani Mateo en la emisora televisiva La Sexta, cuando se sonó los mocos con la bandera española. La expresión «precio del humor» adquiere así otro sentido: ¿cuánto cuesta –y no precisamente en dinero contante y sonante‒ hacer determinados chistes, realizar algunas parodias o dar ciertas bromas? En otras palabras, como bien dice Darío Adanti en «El vino y el humor, los límites del idealismo», estamos ante el viejo problema de los límites del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? Y cuál es el precio que hay que pagar por decir lo que no se puede decir. En otras palabras, ¿cuál es el precio de la transgresión?
Vamos por partes. Primero, el contexto. Una sociedad crispada, como la española actual (aunque no sólo ella, ni mucho menos) tiene pocas ganas de reír y menos motivos aún para tomarse determinados acontecimientos con humor. Es un problema, como digo, de muchas sociedades actuales, que se sienten objetiva o subjetivamente amenazadas por la deslocalización de empresas, las precarias condiciones laborales, la inmigración, la crisis de la democracia representativa, los recortes del Estado del bienestar y, en fin, todos los factores que sabemos y que no es momento de traer aquí ahora a colación. En el caso de la España actual, añádase el problema territorial: cuando en tantos rincones de la península se rechazan los símbolos nacionales, no es extraño que muchos reaccionen con un «¡Ya está bien de bromas!»
Por otro lado, la imparable extensión de lo políticamente correcto ha ido menguando el campo del humor. Hoy día no pueden hacerse bromas con colectivos que no hace mucho constituían la cantera del humor más pedestre: enanos, tartajas, sordos, cojos, etc. Ni hasta la propia conceptuación como minusválidos o discapacitados resulta aceptable actualmente. ¡Y qué decir de los típicos chistes sobre maricas (entonces no se decía gais) o hasta las propias mujeres, como paradigma de la torpeza o la sumisión! Otro clásico, los chistes sobre gitanos, generan hoy auténticas marejadas: «Rober Bodegas, de Pantomima Full, amenazado de muerte por uno de sus monólogos sobre gitanos», podía leerse no hace mucho en la prensa española. Por cierto, que, en el anuncio de Campofrío, interviene el propio Bodegas y hay una alusión a los chistes de payos y gitanos.
La sensibilidad de múltiples sectores de la población está a flor de piel. Los admiradores de Gila recordarán sin duda aquella perla de uno de sus famosos monólogos: el negro al que le preguntaban en qué rama quería estudiar. «No, yo en pupitre, como los blancos». Cualquier broma sobre una mujer en su condición de tal desatará las iras feministas. Nadie osaría hacer hoy un sketch sobre la violencia de género como el que realizaron Martes y Trece hace algunos años (1991). En 2016, Millán Salcedo pedía perdón públicamente por esa parodia. Un caso más, también reciente: «Paula Echevarría la lía en Instagram con un chiste sobre “maricones”». ¿Somos ahora más susceptibles? ¿Se ha reducido nuestra libertad de expresión para las bromas, los chistes, el humor en general?
Quienes vivimos los estertores del franquismo no podemos dar sin más una respuesta afirmativa. Aquellos tiempos eran incomparablemente peores, no sólo por la censura, sino por el riesgo ‒mejor dicho, la certeza‒ de que determinadas chanzas podían dar con nuestros huesos en la trena. ¡Cualquiera hacía un chiste sobre la ascensión a los cielos de Carrero Blanco! Se me dirá que hoy puede hacerse, aunque la osadía no deja de estar exenta de riesgos según quién, cómo y dónde. Como es sabido, la Audiencia Nacional condenó a un año de cárcel a la tuitera Cassandra Vera por unos comentarios jocosos sobre el asesinato del almirante, sentencia luego revocada por el Supremo.
Todo esto sólo indica dos cosas: que la sensibilidad de una sociedad no permanece inalterable, sino todo lo contrario: cambia ‒o evoluciona, si se prefiere‒ a tenor de las transformaciones que van produciéndose dentro y fuera de ella. Y todo eso se produce no de modo lineal, sino con numerosas contradicciones, con zigzagueos, avances y retrocesos muchas veces más explicables por cuestiones emocionales que por planteamientos racionales. En los «años de plomo», con varias víctimas semanales, hacer un chiste sobre ETA constituía una ofensa ética y estética. Con el cese del terrorismo, la perspectiva cambia y, aunque tímidamente, son ya varias las propuestas humorísticas que se han hecho sobre la banda, entre ellas al menos dos películas: Negociador (2014) y Fe de etarras (2017), ambas de Borja Cobeaga. Como ya he señalado en otras ocasiones, para que surja el humor es imprescindible un cierto distanciamiento: distancia que es a la vez espacial y temporal, y que se sostiene ‒¿por qué no reconocerlo?‒ sobre una cierta anestesia moral. Nos guste o no, el humor se abre paso con dificultad cuando lo que domina es una fuerte empatía o una abierta proximidad sentimental.
Hay otro factor decisivo que hasta ahora no he mencionado. Ya he dicho que los límites no son nítidos y que, además, van cambiando. Pero es que hay que tener en cuenta asimismo que el humor necesita desafiar o forzar dichos límites, sean cuales fueren, estén donde estén. Sin una cierta dosis de provocación, no hay verdadero humor. La broma tiene siempre –o casi siempre‒ un punto de impertinencia, como el niño que canta las verdades al lucero del alba, si es preciso. El humorista pone a prueba la censura, el buen gusto o, como diríamos hoy, lo políticamente correcto. Se me dirá que hay un humor blanco y blando, complaciente y servil, pero este no cuenta a los efectos de lo que aquí señalamos. El humor que apreciamos, el que deja huella, el que nos hace reír de veras, tiene siempre un componente de una cierta incomodidad, nos descoloca, nos fuerza a la carcajada –podría decirse‒ casi a nuestro pesar.
Volvamos entonces al anuncio de Campofrío. En el recorrido que hace la mujer por la tienda, una amable dependienta va enseñándole los diversos tipos de chistes. Entretanto, se ven las preguntas y compras de otros interesados. Los chistes de bodas y cenas de empresa no parecen que sean muy onerosos –entiéndase el doble sentido‒, sobre todo comparados con los de humor negro, que «salen carísimos». Los chistes de exhumaciones se han agotado, debido, evidentemente, a la tan traída y llevada cuestión de sacar a Franco del Valle de los Caídos para llevarlo a alguna otra parte. Chistes sobre la monarquía (¡y encima si uno es periodista!) llevan con seguridad a la pérdida de empleo. Una empleada argumenta, sin embargo, que «los chistes sobre feminismo salen muchísimo más caros». Por cierto, para que se vea cómo de sensible está el personal ante cualquier matiz de estas características, dicha apreciación es una de las que ha despertado más controversias en las redes sociales. De hecho, hay hasta un artículo que lleva como titular «Las críticas al anuncio de Campofrío: ¿sale más caro un chiste sobre feminismo que sobre monarquía?».
El anuncio se hace eco también de «los ofendiditos», que tienen montada una concentración frente a la tienda con pancartas como «Lloro por no reír», «Porque me ofendo tengo razón», «Muerte al humor negro» y «Con tanta guasa pasa lo que pasa». La parte final deja un hueco para la recapitulación reflexiva. El director del lujoso establecimiento discurre en voz alta mirando a la cámara: «El día en que esta tienda exista dejará de ser un chiste. Algo que nos hace tanto bien no puede ser un lujo: debe ser un bien de primera necesidad». Desde mi punto de vista, se trata de una concesión buenista al tópico espíritu de la Navidad porque, por todo lo apuntado hasta ahora, creo que el humor no puede ni debe aspirar a ese estatus de aceptación generalizada. Muy al contrario, el humor está para incordiar, para volver del revés nuestras certezas, para hacernos preguntas sin respuestas. Me siento más identificado con el momento en que la clienta pide al director algo más fuerte y este la lleva a la cámara acorazada. Allí le enseña la joya de la corona. La mujer queda prendada, pero se revuelve inquieta: «Pero ¿qué precio tiene esto?» Ella misma se responde: «¿Renunciar a lo que somos?» El director asiente en silencio. Ese es, en efecto, el precio.
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