Este verano pasado no fue un verano cualquiera, afirma Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Politica en la Universidad de Málaga. En julio, una ola de calor azotó Europa desde el Mediterráneo hasta Siberia, comienza diciendo, que provocó incendios forestales en Suecia y una pavorosa desgracia en la costa griega, mientras el fuego consumía en California un territorio tan grande como el municipio de Los Ángeles. Según los expertos, este julio ha sido el tercero más caluroso desde que existen registros, sólo por detrás de los de 2016 y 2015. Y no sabemos qué deparará la nueva temporada de huracanes, pero acaba de saberse que el paso del huracán María por Puerto Rico el año pasado acabó con la vida de 3.000 personas. Para rematar dramáticamente la temporada, el ministro de Transición Ecológica del Gobierno galo, Nicolas Hulot, acaba de dimitir acusando a Macron de no otorgar la importancia prometida a las políticas del cambio climático.
Tras décadas de teorizaciones abstractas sobre el riesgo de colapso ecológico, pues, la acumulación de episodios meteorológicos extremos sugiere que algo está cambiando en el plano de lo real. Parece que nos encontramos ante eso que Zizek llama "acontecimiento", un desbordamiento de lo sensible que puede modificar nuestra percepción del mundo. Pero ¿están los ciudadanos tomando nota? Es difícil saberlo. Es de esperar que las primeras brisas del invierno atenúen la sensación de emergencia climática experimentada durante el verano, pero al menos las grandes cabeceras europeas se han percatado de que hay algo nuevo en el aire: The Economist ha subrayado que la guerra contra el cambio climático se está perdiendo, Die Zeit anota que la alteración del clima está reflejándose ya en el tiempo que experimentamos cotidianamente y The Guardian anticipa un cambio histórico en la percepción ciudadana del cambio climático.
A medida que la predicción del futuro se convierte en observación del presente, el negacionismo climático se vuelve más insostenible. No por casualidad, el Pew Research Center reportaba el pasado mes de enero un aumento sin precedentes del número de norteamericanos que abogan por dar prioridad a las políticas climáticas: se entiende que los huracanes estivales han dejado su huella en el ánimo nacional. Así que la pura facticidad está haciendo valer sus derechos. Y si Meursault mataba al árabe cegado por el sol, ese mismo sol puede ahora abrirnos los ojos.
Este desplazamiento del orden del discurso al orden de lo real nos recuerda cuán necesario es abordar una reorganización eficaz de las relaciones socionaturales. Incluso un optimista racional como Steven Pinker identifica sin ambages el calentamiento global como el mayor riesgo para las sociedades humanas. Esa urgencia ha sido subrayada por Will Steffen, Johan Röckstrom y otros destacados científicos del sistema terrestre en un artículo que, por coincidir con la reciente ola de calor, ha sido descargado ya más de 270.000 veces. Los autores exponen las trayectorias alternativas que podría seguir el planeta en función de lo que la humanidad haga o deje de hacer. Su conclusión es inquietante: "Las decisiones y las tendencias sociales y tecnológicas de la próxima década podrían influir de manera significativa en la trayectoria del sistema terrestre por cientos de miles de años y conducir, potencialmente, a condiciones propias de unos estados planetarios inéditos desde hace millones; unas condiciones que serían inhóspitas para las sociedades actuales y para muchas otras especies contemporáneas".
Dicho más concretamente: si no se revierte el calentamiento global mediante una gestión climática a escala global, el planeta puede pasar a un estado irreversible que los autores denominan "hothouse Earth" o "Tierra-invernadero". Debido al efecto acumulado del C02 en la atmósfera y al modo en que funcionan los feedbacks, efectos cascada y puntos de inflexión (tipping points) en el clima del planeta, esa trayectoria fatal podría darse incluso con un aumento de temperaturas moderado de entre dos y cuatro grados, sin descartar que algunos de estos efectos puedan aparecer por debajo de ese rango.
No se trata con esto de infundir miedo, ni de incurrir en ese catastrofismo que tanto daño ha hecho al debate sobre las relaciones socionaturales. Pero, como puede comprobar cualquiera que se entretenga en leer algo sobre el funcionamiento del clima terrestre, el futuro apocalíptico descrito por la ciencia-ficción no es ya inimaginable. Tiene su ironía: los mismos recursos energéticos que nos han hecho ricos amenazan ahora nuestra supervivencia. Esta intrusión del futuro en el presente exige, si queremos evitar una desestabilización telúrica contra la que no podamos defendernos, toda la atención democrática. Más que una sociedad sostenible, hemos de asegurar cuando menos el mantenimiento de un planeta habitable. O sea, uno donde incluso los supervivientes de una sociedad que colapsara ecológicamente pudieran comenzar de nuevo.
De alguna manera, también, el futuro se ha simplificado. Tal como exponen Simon Lewis y Mark Maslin en su libro reciente sobre el Antropoceno, sólo hay tres posibilidades: un desarrollo continuado del modo liberal-capitalista que conduzca a una mayor complejidad social; el desastre; o una nueva forma de vida. Es patente que las complicaciones geopolíticas y el factor temporal parecen dificultar una salida no traumática al atolladero planetario; no es fácil ponernos de acuerdo. Pero también lo es que desconocemos cuáles podrían ser los avances que trajera consigo una más decidida aplicación del ingenio humano a la cuestión climática. El problema es que no podremos emprender ninguna política eficaz sin persuadir a los ciudadanos de la necesidad de hacerlo. Y esto, a su vez, requiere que dejemos de ser una comunidad distraída -por emplear la denominación que el semiólogo Massimo Leone aplica a la cuestión animal- para ser una comunidad despierta, formada por sujetos que no ignoran su terrenalidad y se muestran activos en la búsqueda de soluciones sostenibles.
¿Cómo despertar? ¿De qué manera producir esas subjetividades planetarias? El filósofo Hans Blumenberg dedicó un majestuoso volumen a analizar la disyunción entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo: entre nuestra limitada experiencia biográfica y la más vasta historia colectiva. Pero si la subjetividad individual tiene que aprehender no ya el tiempo del mundo sino el tiempo de la Tierra, las dificultades se multiplican. Pero ese tiempo profundo es una magnífica escuela: como ha advertido Joanna Zylinska, no vivimos antes de la extinción sino después de la misma. ¿O acaso el planeta no ha vivido cinco extinciones masivas que atestiguan su potencial peligrosidad? Bajo la luz que proyecta el saber geológico, la posibilidad de un planeta transformado se convierte en verosímil. Todo aquello que aprendíamos en el colegio sobre glaciaciones y placas tectónicas puede de pronto servirnos para algo.
Es imprescindible que las democracias afronten este problema. No es fácil; se trata de una forma de gobierno que presenta a este respecto deficiencias estructurales. Las democracias tienden al cortoplacismo electoralista, otorgan un poder considerable a los actores de veto y la voluntad popular puede chocar con el saber experto. Pero si las democracias no reaccionan, pueden ser las primeras víctimas del cambio climático: los colapsos sociales no conducen a la asamblea deliberativa, sino al excepcionalismo hobbesiano. Se lo dice a Robert Redford el agente cuyo complot ha descubierto en el interior de la CIA: cuando llegue el caos, los ciudadanos exigirán soluciones sin reparar en los medios. Así que va siendo hora de que despertemos del sopor antropocéntrico, asumamos nuestra condición terrenal y empecemos a preocuparnos seriamente por la habitabilidad de la Tierra. Y que lo hagamos todos: sería un error dejar que este debate lo protagonizasen en exclusiva radicales anticapitalistas y negacionistas climáticos. La cuestión planetaria es una cuestión meta-ideológica, a la que cada ideología pueda contribuir como considere oportuno. Y que puede, incluso, proporcionar a nuestras fracturadas comunidades políticas un motivo común capaz de cohesionarlas: en defensa del hábitat que todos compartimos. Aunque sólo sea para poder seguir peleándonos.Manuel
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