Asistimos a un proceso de espectacularización de la vida pública que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico e inagotable filón. Se diría que la consigna es la de que todo vale: Hemos pasado de la indignación al chapoteo, escribe el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
Lo que era ilusión en los inicios de la Transición, comienza diciendo Cruz, tuvo su particular ocaso, que se dio en llamar desencanto. La vibrante y limpia indignación del 15-M parece estar derivando hacia su específica y propia forma de ocaso, todavía pendiente de denominación. En ambos casos, fue el aterrizaje en la realidad, esto es, el acceso (o el regreso) al poder, el que terminó por generar en amplios sectores de la izquierda una intensa sensación de decepción, al ver incumplidas, cuando no traicionadas (recuérdese el caso de la OTAN con Felipe González recién llegado al Gobierno de la nación), buena parte de sus expectativas.
El segundo ocaso era en gran medida previsible. Cuando se hace bandera abstracta del Sí se puede, alimentando la expectativa de que todo es posible a poco que haya lo que se suele designar con la expresión “voluntad política”, la decepción de la ciudadanía está como aquel que dice cantada. Ya le sucedió a aquella alcaldesa que alcanzó el cargo a lomos de dicho eslogan y, al poco de tomar posesión del bastón de mando, se apresuró a declarar, contrita, que había descubierto que poder, lo que se dice poder, no se puede todo, que lo sentía mucho y que en el futuro no volvería a prometer tanto.
Pero una cosa es que la realidad acabe imponiendo sus condiciones y ello dé lugar a que el gobernante no pueda llevar a cabo aquello que tan alegremente había ofrecido durante su campaña electoral, y otra, bien distinta, que la decepción llegue por cauces en cierto modo ajenos a la política misma en sentido propio. No hace falta alejarse mucho de la actualidad para encontrar ejemplos: a nadie parece importar gran cosa que algunas de las primeras iniciativas del nuevo Gobierno den satisfacción a determinadas demandas sociales, como las de la reversión de los recortes en educación o la sanidad universal, por mencionar dos de las más reclamadas. Da igual: tertulias y debates se ven copados por asuntos que, sobre el papel, apenas tienen importancia (si acordamos que lo más importante es mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos) comparados con los anteriores.
No se trata de fingir sorpresa ante esta situación, prefigurada desde hace tiempo por la intervención de diversos factores. Uno de los más relevantes es, sin duda, el imparable proceso de espectacularización de la vida pública, proceso que encuentra en las dimensiones personales de los políticos un auténtico y, por lo visto, inagotable filón (hemos tenido sobrada ocasión de comprobarlo en las últimas semanas). Afirmaba hace muchos años un antiguo ministro del Interior de este país que nadie, absolutamente nadie, resiste el escrutinio de que se le ponga una potente lupa encima de su biografía. Y lo decía cuando los escándalos no se veían amplificados como se ven hoy merced a las redes sociales y a la digitalización de la información.
Pero tal vez si entonces la política parecía vivir menos a golpe de escándalos de este orden no era solo porque aún no se había producido la evolución de los medios de comunicación de masas que luego nos tocó vivir, con la irrupción de los diarios digitales y las aludidas redes sociales, sino también porque los partidos y sus responsables no parecían haber abdicado de la iniciativa de ser ellos quienes marcaran la agenda, en vez de aceptar ir a rebufo, sumisamente, de lo que iba apareciendo publicado por ahí. Ahora, dicha abdicación parece un hecho certificado, e incluso no faltan políticos a los que se diría que no les importa convertirse en cómplices de la nueva situación, a la que no se resisten a contribuir haciendo públicos aspectos, más que privados, directamente íntimos de su vida, no se termina de saber si por compulsivo exhibicionismo o por cálculo electoral interesado. En cualquier caso, las consecuencias de semejante cambio de actitud por parte de los protagonistas, así como el desplazamiento de las temáticas que han devenido el nuevo objeto del debate público, están afectando directamente a la imagen de la política que tiene la ciudadanía.
Por lo pronto, los escándalos sobre los que parece que se pretende que fijemos nuestra atención son, en cierto modo, prepolíticos. No apuntan, por formularlo rotundamente, a los actos, sino al actor. La crítica, por tanto, no persigue en tales casos reversión, rectificación o enmienda alguna de un determinado comportamiento, sino que, en la medida en que lo que queda descalificado por completo es el destinatario, el reproche en cuestión solo puede resolverse con la expulsión de aquel del terreno de juego. A esto es a lo que, efectivamente, estamos asistiendo de un tiempo a esta parte. La descalificación del adversario se hace porque se le atribuye la condición de tramposo, estafador, incoherente, contradictorio, mentiroso o cosas parecidas. Lo que haya hecho o piense hacer en el ámbito de la cosa pública resulta irrelevante: el objeto de debate y posterior condena ha pasado a ser algún aspecto particular de su biografía.
Importa resaltar que el asunto va más allá del proverbial y conocido argumento que suelen esgrimir casi todos los políticos cuando se ven criticados, argumento según el cual lo que en realidad busca el crítico con sus demoledores planteamientos es desviar la atención respecto de otros asuntos que no le conviene que se vean debatidos en la plaza pública. De lo que se trata ahora en cambio es de si, como consecuencia de lo expuesto, lo que pudiéramos llamar la lógica de la política ha empezado a variar de manera sustancial y, a continuación, de los efectos que tal mutación está produciendo.
Uno de los más destacados tal vez sea la volátil y efímera atención que los medios dedican a los asuntos con los que alimentan la atención de la ciudadanía hacia la política. Nada tiene de extraño, en la medida en que dicha atención, en tiempos de feroz competencia empresarial también en el campo de la comunicación, se ha convertido en un fin en sí misma. Escándalos y noticias llamativas se suceden a gran velocidad, sin que el abandono de las mismas implique que el asunto señalado haya quedado resuelto o superado. En realidad, los asuntos quedan abandonados en cuanto los medios detectan que ya no concitan el interés del público, por más que los motivos que dieron lugar a la denuncia inicial permanezcan intactos. La constatación no es banal. Al contrario, pone en evidencia que lo que se suele presentar formalmente como denuncia, justificada con el argumento de la exigencia de transparencia o similares, nunca fue más que un señuelo para ampliar audiencias.
Con vistas a este propósito se diría que la consigna es la de que todo vale. Hace algunas semanas, uno de los recién llegados a la política calificaba de “cutre” la naturaleza del escándalo (sobre la originalidad de un texto elaborado por otro político) que en aquel momento parecía absorber por entero el interés de la opinión pública. Llevaba razón: era casi tan cutre como el inmobiliario que lo había tenido a él como protagonista algunos meses atrás y, por lo que estamos viendo, como los que parecen dibujarse en el horizonte más inmediato. O nos ponemos manos a otra obra, o la ciudadanía pronto pasará de indignada no ya a desencantada, sino, directamente, a asqueada.
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