Nunca discutas con un estúpido.
Te hará descender a su nivel y
ahí te gana por experiencia
Mark Twain (1835-1910)
"Personne n'est exempt de dire de fadaises. Le malheur est les dire curieusement" [Nadie está libre de decir tonterías. Lo malo está en decirlas intencionadamente]. Lo escribe Michel de Montaigne (1533-1592) al inicio del Libro III, Capítulo I, de sus Ensayos, que estoy releyendo en estos momentos, y de ahí la oportunidad de la cita. Y es que hace unos días me encontré en el Facebook con un comentario bastante estúpido sobre una de mis entradas del blog, y mi respuesta a bote pronto y sin pensar, bastante correcta para el caso que nos ocupaba, fue, remedando a Montaigne sin citarlo, que: "la ignorancia era excusable cuando lo era por falta de formación o conocimiento, pero que cuando uno se regodeaba en ella, era simple imbecilidad". En fin, quizá debería haberme callado, pero es que uno tiene días y días..., y como decía con sorna el escritor y actor Fernando Fernán Gómez: "aunque el tiempo pone a cada uno en su sitio, si vas mandando a algunos a la m..., vas adelantando camino". Les dejo con las magníficas reseñas del profesor Núñez Florencio de dos libros sobre la estupidez humana que, por supuesto, pienso leer con enorme interés.
"A la estupidez, que no conoce límites, sólo cabe combatirla, por muy desigual que resulte la lucha y mucha sea la pereza que nos venza": esta es la primera frase que se encontrará el lector en la contraportada de un librito de Ricardo Moreno Castillo titulado Breve tratado sobre la estupidez humana (Madrid, Fórcola, 2018), escribe en Revista de Libros, en dos entregas sucesivas, el historiador, filósofo y crítico literario español Rafael Núñez Florencio.
Me ha salido escribir así, comienza diciendo Núñez Florencio en la primera de sus entregas, a bote pronto y con familiaridad, un librito, aunque técnicamente tendría que haber dicho un opúsculo (formato de bolsillo, letra grande y poco más de cien páginas de texto), primorosamente editado, como es costumbre, por Fórcola en la colección Singladuras. Podría ser perfectamente el texto de una buena conferencia, no ya sólo por la extensión, sino por el propio tono del discurso, ameno y agudo, pero nada petulante ni cansino. Puedo levantar acta de que se devora con fruición en menos de una hora. En cuanto ejemplar físico, lo primero que atrae del pequeño volumen es una elegante portada que reproduce parcialmente el simbólico cuadro del Bosco Extracción de la piedra de la locura, que en los créditos han sustituido, en consonancia con el tema tratado, por piedra de la estupidez. ¡Ay, si fuera tan fácil erradicar el mal de la estupidez, si sólo fuera menester una extracción de las características dibujadas por el genial pintor holandés!
Fíjense en una cosa: la ilustración de la portada y la frase con que empezaba este comentario están en abierta confrontación. Me interesa destacarlo desde el principio porque, como verán enseguida, constituye la base de mi discurso. ¡Ay ‒he dicho‒, si la estupidez se extirpara como un forúnculo o, incluso, como un tumor! Esto comportaría como mínimo dos consecuencias: la primera, la más obvia, que la estupidez podría detectarse objetivamente como cualquier enfermedad o dolencia biológica; la segunda, y más importante, que la intervención quirúrgica abriría las puertas a la curación, quizá no en todos los casos, pero sí en un considerable número de ellos. Sobre lo primero ya nos advertía un filósofo, Mauricio Ferraris, en una obra comentada en este mismo rincón, La imbecilidad es cosa seria: «los locos son pocos y, en general, reconocibles. Los tontos son muchos y están bien mimetizados y dispersos en el medio». Dicho de otra manera, hay tontos a los que se les ve venir a la legua (el típico tonto del haba o tontolaba), pero estos son minoría –siendo muchos, desde luego‒ y relativamente poco peligrosos. El grueso de los estúpidos no son tan fáciles de detectar por dos motivos: porque la estupidez adopta formas sibilinas (es decir, que muchas veces, si no estamos atentos, no la descubrimos a tiempo) y, sobre todo, lo que es más decisivo, que estos estúpidos, la especie que más abunda, no tienen dedicación exclusiva, esto es, no lo son a tiempo completo. Al contrario, pueden conducirse de modo inteligente en según qué casos y aspectos. Luego volveremos a esta cuestión de la reversibilidad desde otro punto de vista.
Déjenme ahora que diga algo sobre la segunda consecuencia que enuncié antes: la de algo así como una sanación de la imbecilidad tras una suerte de intervención desde fuera. El equivalente a la metáfora de la operación podría ser una seria advertencia, una amonestación, una sanción incluso. Pero como ya adelanté, y es obvio, no hay nada de esto. Por el contrario, la estupidez, a lo que más se parece desde el punto de vista biológico, es a un cáncer con metástasis. Sajamos aquí... ¡y zas!, sale por este otro lado, o se reproduce en el mismo sitio. No quiero dármelas de muy perspicaz. Confieso que no descubro con ello nada nuevo, pues sólo transito la senda de la sabiduría popular que señala al hombre como único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. El refrán, en todo caso, peca de optimismo, porque en vez de dos debía decir cien, que se aproxima mucho más a la realidad, como todos sabemos por experiencia. Ya que estamos con las metáforas biológicas, habría que precisar más: la capacidad de resistencia de la estupidez y su facilidad para reproducirse la asemejan más que a ninguna otra cosa a los virus o, mejor dicho, a las enfermedades víricas. La informática ha dado un nuevo impulso al concepto de virus. Para completar el panorama del mundo que vivimos, tendríamos que hablar de los tres grandes tipos de virus de nuestro tiempo: los virus que nos hacen enfermar, los virus que destruyen la información de nuestros ordenadores y el todopoderoso virus de la estupidez. De los tres, este es el más letal por una sencilla razón: a los otros, mal que bien, se les combate con medidas más o menos eficaces; para el último no se ha descubierto remedio verdaderamente eficaz.
Quienes me sigan de modo habitual en este blog y también quizás aquellos que lo hagan de modo esporádico, saben de mi interés por el tema de la estupidez, al que he dedicado extensos artículos, bien aludiendo a ella en sentido estricto, de la mano del maestro Carlo Cipolla (De la estupidez), bien atendiendo a algunas de sus variantes (Filosofía de la imbecilidad). Lo digo, más que nada, para advertir que muchas de las omisiones que pudiera detectar el lector atento no son tales, sino planteamientos que fueron expuestos en ocasiones anteriores y que ahora trato de evitar para no repetirme. Lo que voy a hacer también en este caso es ir de la mano de Ricardo Moreno, tomando algunas de sus sugerencias, aunque eso sí, insertándolas en un contexto algo diferente al suyo. No pretendo, como antes advertí, ser muy original. Me conformo con que reconozcan exactitud o justeza en el panorama general que me dispongo a trazar. En fin, para no darle más vueltas al asunto e ir directamente al grano, quiero sintetizar las tres grandes razones que me llevan a interesarme/preocuparme por la estupidez.
¡Estamos rodeados! Es decir, no se trata de un mensaje de socorro tipo «¡Houston, tenemos un problema!», sino de algo peor, mucho peor, incomparablemente peor. Esta es la primera razón. Miren a su alrededor. Da igual que miren por la ventana, hacia la calle, que miren en la cajatonta (ya el nombre lo dice todo) o que se entretengan navegando por Internet. Da igual si hablamos del ámbito familiar, de la esfera laboral, de los medios de comunicación o del tinglado político. Si me llaman paranoico, ustedes tienen dos problemas, porque aún no se han dado cuenta de la magnitud del combate. Recuerden la frase con que abría esta reflexión: la estupidez no conoce límites. Decía Marx que la lucha de clases era el motor de la historia. Estoy con Ricardo Moreno cuando hace una enmienda a la totalidad: «El motor de la historia es la estupidez y sus derivadas (la hipocresía, la intolerancia, el fanatismo, la ambición desmedida...)» Con un agravante que él mismo consigna a continuación: «La estupidez carece de leyes y de normas». Eso la hace mucho más peligrosa que la maldad. La estupidez es mucho más difícil de combatir, porque es imprevisible. Y, por si fuera poco, los inteligentes tienden a subestimar su potencial, como ya denunciaba Cipolla. Es por ello muy importante grabarse como un principio fundamental la llamada ley de Hanlon: no debe atribuirse a la maldad cualquier comportamiento que pueda ser explicado por simple estupidez.
¿Somos más tontos ahora que en el pasado? No, más bien al contrario. Bueno, me explico, no es que seamos más inteligentes que, pongo por caso, hace un par de siglos, sino que tenemos a nuestra disposición una serie de avances y recursos que nos permiten contemplar la realidad desde una perspectiva ventajosa. ¡El progreso existe! ¡Incluso desde una perspectiva moral! Moreno pone unos cuantos ejemplos con los que no puedo estar más de acuerdo: hoy nadie mínimamente cuerdo –ni siquiera la mayor parte de los locos‒ defiende que un hombre pueda esclavizar a otro, ni discute que hombres y mujeres tenemos los mismos derechos, ni prefiere la magia o la superstición al conocimiento científico. La paradoja es que este proceso de conquistas no sólo no ha conseguido erradicar la estupidez inherente al ser humano, sino que, por el contrario, la ha hecho más visible, y hasta yo diría más agobiante. La razón es fácil de explicar: vivimos en una sociedad del bienestar y bajo un Estado benefactor que nos ha simplificado la vida. Ahora la mayor parte de las personas no trabajan duramente de sol a sol para caer rendidos al llegar a casa. Disponemos de mucho más tiempo libre y una serie de recursos impensables hasta hace bien poco. Al ensancharse la capacidad de acción del ser humano –y dado que abunda más la estupidez que la inteligencia por motivos obvios‒, las posibilidades de materializar ideas estúpidas se multiplican de modo ilimitado. Si Talleyrand se refería a la cantidad de idioteces políticas que se habían evitado por falta de presupuesto, el revés de la sentencia es la viva imagen de nuestra sociedad: no hay organismo público que se resista a sufragar las ideas más peregrinas. En conclusión, «la estupidez está más subvencionada que nunca».
La última de las tres razones a que antes aludía es el corolario inevitable de las dos anteriores. Dado que, en mi opinión, es la principal, no debe extrañar que antes la mencionara, y no sólo eso, sino que figure de forma destacada en el frontispicio de estas líneas: sí, la estupidez se contagia. También en este caso la razón de ello puede explicarse de modo sencillo, con el añadido de que es igualmente fácil de confirmar con la experiencia de cada cual. Vivimos en una sociedad de farfolla y apariencia. La improvisación, la novedad, la moda o la satisfacción inmediata cotizan mucho más que cualquiera de sus opuestos, y no digamos ya si nos remitimos a valores clásicos, que hoy calificaríamos directamente de obsoletos: esfuerzo, paciencia, madurez o estudio. En realidad, en la llamada posmodernidad o sociedad líquida, más que ideas, hay ocurrencias. Y entre estas últimas, la más rutilante es la que triunfa. Sí, puede que sea sólo una victoria a corto plazo. ¿Y qué? Lo más probable es que sea sustituida por otra del mismo calado, tan estúpida como ella. Así se alimenta el sistema en todos sus aspectos: en la política, la economía y hasta en la cultura. Echen un vistazo a cualquiera de los indicadores. ¿Qué es lo que más vende? ¿Qué o quiénes consiguen el éxito? ¿Qué ofrecen los medios de comunicación? ¿Qué gobernantes ganan las elecciones? Como los humanos somos miméticos por definición, la copia de esas actitudes y comportamientos se dispara hasta convertirse en el rasgo distintivo de la época que vivimos.
Evidentemente, todo ello opera sobre un sustrato que Moreno enfatiza con razón y que ustedes, que no son nada tontos, ya habrán adivinado: mientras la inteligencia es limitada, la estupidez no conoce fronteras. Hay en esa afirmación un matiz que a mí me parece especialmente significativo: mientras que nadie, ni siquiera el más sabio, está libre de cometer tonterías, el estúpido puede serlo de modo integral las veinticuatro horas del día a lo largo de toda su existencia. Concedamos que este extremo no constituya la norma, pero, aun así, nadie puede cuestionar que es más fácil siempre comportarse de un modo estúpido que inteligente. El atolondramiento, la imprevisión o la simple ignorancia, materiales usuales de la imbecilidad, están al alcance de cualquiera, mientras que la reflexión o el conocimiento son bastante más difíciles de conseguir. Si han seguido los pasos descritos hasta ahora, no se sorprenderán lo más mínimo si sostengo que la estupidez termina alimentándose a sí misma en un círculo vicioso que es difícil, por no decir casi imposible, de romper. En el libro se ponen múltiples ejemplos de esta dinámica. Mencionaré tan solo uno, la del lenguaje inclusivo, políticamente correcto, que Moreno desmonta con gracia y precisión. Y para mostrar la impostura de dicha moda, llama la atención sobre el hecho de que no se aplique a los adjetivos peyorativos: ningún líder político dice que deben ir a la cárcel los corruptos y las corruptas, del mismo modo que cuando se dice que aquí no cabe un tonto más, «nadie interpreta que a una tonta si se le podría hacer sitio si nos apretásemos todos un poco».
En una sociedad consumista que intenta seducirnos mediante el halago, la imbecilidad no sólo no se corrige, sino que se fomenta y se jalea. Al fin y al cabo, se trata de eso, de fomentar la conducta irreflexiva del consumidor. Es lo que se ha llamado infantilización de la sociedad, es decir, universalización de la conducta tontuela. Hablamos de unas actitudes que se extienden en todas las direcciones posibles. En la política, por ejemplo, hemos terminado por asumir un principio letal para la democracia, como es que no pueden ganarse las elecciones diciendo la verdad y sí, en cambio, haciendo promesas imposibles, es decir, estúpidas. Por el contrario, la democratización se ha entendido –interesadamente, claro‒ del modo más rastrero, como un igualitarismo a ultranza que comporta el repudio a los mejores y la entronización de la ley del mínimo esfuerzo. Dice Moreno, con toda la razón del mundo, que en el dilema igualdad/libertad, el estúpido siempre optará por la primera, porque con la segunda no sabe qué hacer y, aunque lo supiera, siempre se encontraría en desventaja con el inteligente que sabe sacar más partido de ella.
No hay tonto bueno, decía Unamuno. La frase choca con la estimación popular, que distingue claramente tontería de maldad y que contiene un debate muy interesante que no sería oportuno abrir aquí. Aunque a Moreno le parece en principio demasiado categórica la cita unamuniana, desemboca finalmente en una posición similar. Pero, desde mi punto de vista, mientras resulta indiscutible que «la estupidez no es incompatible con la maldad», no está tan claro que «el mal siempre es estúpido» y «la estupidez casi siempre es malvada». La identificación absoluta de mal y estupidez sólo se sostiene desde el intelectualismo moral clásico, de raíz socrática («nadie hace mal a sabiendas»), pero lo cierto es que nuestro tiempo ha abierto tanto el abanico de la estupidez que da para tontos de todos los colores. Lo que pasa es que Moreno pone el énfasis en el tonto militante, ese que siente la llamada más o menos sincera por salvar a la humanidad o, simplemente, al cachito de humanidad que tiene al lado: sus conciudadanos. En realidad, la mayor parte de su discurso viene a ser un alegato (en defensa propia) contra este espécimen que adopta las más diversas formas: líder carismático, dirigente providencial, nacionalista, terrorista, ecologista, feminista. No trata de meterlos a todos en el mismo saco, porque no todos hacen las mismas barbaridades, pero tampoco trata de ocultar el basamento que comparten: una aspiración redentora que al final, por su estupidez, termina dejando el mundo peor de lo que estaba.
Y es que a la postre, la filosofía de Ricardo Moreno, que comparto plenamente, no viene a ser otra cosa que una pequeña exégesis del famoso apotegma de Pascal: todas las desgracias del hombre proceden de una sola cosa, su incapacidad para quedarse tranquilo en una habitación. El estúpido es el primero que es incapaz, por una sencilla razón: se aburre. Las consecuencias pueden ser tremendas: para salvarse a sí mismo, el idiota busca la coartada de salvar al mundo y, cuanto más idiota, más proclive es a emplear métodos expeditivos, incluyendo el asesinato de sus semejantes. No es menos malo quien mata por una idea que quien mata por cinco euros. Pero tampoco es más listo. Es verdad que la inmensa mayoría de los estúpidos no llega tan lejos. Se acomodan en su reducto de narcisismo e ignorancia, en un solipsismo infantil que antes era privativo de los menores y hoy se extiende hasta quienes llegan a centenarios. No en balde se ha dicho que vivimos en una sociedad de perpetua minoría de edad, que es como decir alelados. Como los niños, los ciudadanos del Estado del bienestar nos creemos con todos los derechos. Y, también como los niños, descubrimos a cada paso mediterráneos sin reparar, dada nuestra ignorancia, en que no hay tontería, por gorda que sea, que no haya sido dicha antes. Descrita la situación, déjenme que vuelva al principio, porque ahora se entenderá mejor la magnitud de la batalla: la lucha contra la estupidez es agotadora, pero, sobre todo, muy desigual. La estupidez, como se dijo, es ilimitada, pero, lo que es más importante, suele ser también refractaria a los recursos de la racionalidad. En el libro se recuerda la justa advertencia de Mark Twain: «Nunca discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por experiencia». Con todo, el humorista norteamericano se queda corto, porque el estúpido no sólo gana, sino que te contagia. Recuerden: la estupidez es como la gripe. Ninguno estamos a salvo.
Supongo, comienza diciendo Núñez Florencio al inicio de su segunda entrega, o, mejor dicho, estoy seguro de que se darían cuenta de mis esfuerzos por no entrar en el terreno directamente político al desarrollar algunos de los temas que contiene el Breve tratado sobre la estupidez humana, que comenté el otro día. Y eso que a su autor, Ricardo Moreno Castillo, le anima un claro propósito de esa índole, unas veces implícito y otras, las más, bien explícito. En gran medida porque considera –creo que con toda la razón del mundo‒ que la mayor parte de la estupidez del mundo en que vivimos procede de toda esa serie de cantamañanas que han reflexionado dos segundos y han decidido que el mundo está mal hecho y ellos son los llamados a enderezarlo. Moreno pone múltiples ejemplos de tales especímenes: así, esos ecologistas radicales que hablan de hacer justicia a la Madre Tierra o que, reconvertidos al animalismo, hablan del derecho de una especie a ser salvaguardada, sin reparar en que el derecho es una herramienta creada por el hombre que sólo tiene sentido en la sociedad humana. Por otro lado, la conjunción del pedagogismo moderno con el feminismo provoca vaharadas tóxicas, como esas cruzadas para eliminar de la escuela a todos los autores «machistas», empezando, por ejemplo, con Platón y Aristóteles.
¿Y qué decir de esos mal llamados intelectuales (subvencionados, claro, como los anteriores) que proponen un Diccionario español-andaluz o una Gramática del lenguaje no sexista? Sin contar los botarates que queman la Constitución, actividad bastante más sencilla que argumentar una alternativa viable, y no digamos ya que escribir otra mejor. Poniéndose un pelín más serio, sostiene el autor que si «tuviéramos presentes los estragos que ha causado el nacionalismo nadie reiría las gracias a los nacionalistas», o si tuviéramos una auténtica «memoria histórica, sabríamos cuántas situaciones políticas que parecían sólidas y estables se fueron al garete de la noche a la mañana por culpa de unos pocos descerebrados». Son todos ellos tontos por dos grandes motivos: uno, porque no son conscientes de sus propias limitaciones; el segundo, por su ignorancia en su más amplio sentido, es decir, porque creen, en su adanismo, que el mundo poco más o menos ha empezado con ellos. Desconocen la historia, el pasado y los errores que nos han llevado hasta aquí y que se supone deberíamos evitar en adelante. Por no saber, ignoran hasta que las tonterías que se les ocurren ya se les han ocurrido antes que a ellos a otros muchos, con resultados igual de desastrosos a los que sucederán cuando ellos las repitan.
En La tiranía de los imbéciles (Unión Editorial, Madrid, 2018), Carlos Prallong adopta una perspectiva diferente, pero claramente complementaria. Su enfoque no es ya, como el anterior, predominantemente político, sino que es político de modo exclusivo. De hecho, su libro puede leerse como un alegato o incluso un panfleto contra la corrección política al uso, entendida como la apoteosis de la imbecilidad. Ahora es, pues, ya el momento para canalizar sin cortapisas la reflexión sobre la estupidez en este ámbito. De hecho, es el único posible a partir de la constatación que adopta Prallong como premisa o punto de partida: en esta sociedad, «a usted se le considera imbécil». En principio, no estamos diciendo que lo sea o no. La cuestión es otra: se nos trata como a imbéciles. ¿Nos damos cuenta de ello y hasta qué punto es así? Prallong no está muy seguro. Al contrario, reconoce desde el arranque de su libro que «la particularidad más característica» de esta tiranía es que «el propio tirano no es consciente de su condición».
Pero vayamos por partes. El uso del concepto de tiranía puede resultar ambiguo en este contexto. Al hablar de la tiranía de los imbéciles puede entenderse que se califica de este modo, es decir, como imbéciles, a quienes ejercen el poder. La verdad es que, observando a algunos, no sé si muchos, de los dirigentes del actual escenario internacional, nadie podría descartar en principio esta opción. Seguro que usted y yo nos sentimos más que tentados de calificar de imbéciles a algunos de los más prominentes políticos del mundo contemporáneo. Pero no es ese el sentido primordial que guía a nuestro autor. La segunda opción podría asimilar el concepto de imbéciles a los gobernados: unos listillos (los de arriba) nos gobiernan como a imbéciles, a pesar de que estamos en democracia, o quizá paradójicamente por eso mismo. Creyendo vivir en un mundo de libertades, estamos teledirigidos. Esta acepción de la tiranía de la imbecilidad se aproxima bastante a lo que el libro mantiene, pero no es todavía del todo exacta. «En realidad –escribe Prallong‒, se trata de algo infinitamente superior», pues «incluso la clase política que padecemos no es causa sino consecuencia del verdadero problema». En definitiva, tan imbécil es el que gobierna como el gobernado. Como vivimos en una democracia, a medio o largo plazo, se produce una confluencia entre el poder y los ciudadanos. Por decirlo en términos rotundos: imbéciles somos todos, no tanto porque en el fondo lo seamos realmente, sino en cuanto que estamos impelidos a comportarnos como tales. De ahí que se hable de tiranía. Y «la tiranía de los imbéciles somos nosotros» (p. 210).
Puestas así las cosas, me permitirán que vuelva a la idea motriz de esta reflexión: la estupidez es contagiosa. En La tiranía de los imbéciles no se llega a hacer en ningún momento explícito este planteamiento, pero es obvio que está en la base de todo. Prallong suministra una serie de poderosas razones que permiten entender muy bien esa capacidad de contagio y que, en el fondo, se resumen en una sola: es mucho más fácil y cómodo ser estúpido que su contrario. Yo no sé si la vida es en sí misma complicada o, como dicen otros, somos nosotros, los seres humanos, quienes nos la complicamos. Al final, es lo mismo, o casi. Lo cierto es que, como ha estado martilleándonos la filosofía desde el período grecorromano y luego en la etapa reciente, con Heidegger y Sartre, la libertad puede ser un don, un privilegio, pero también una carga difícil de asumir. El imbécil renuncia con gusto a la libertad con tal de que lo liberen de la responsabilidad subsiguiente. Muerto el perro, se acabó la rabia. El imbécil delega en los demás, en la sociedad, en el Estado. Así se libera de la culpa. La culpa, como habrán oído muchas veces, es siempre de los otros o externa a él: es culpa de la educación recibida, de la familia disfuncional, de las malas influencias, del entorno degradado, de consejos erróneos, de presiones abusivas o hasta de pulsiones irreprimibles.
La reglamentación es el seguro de vida del imbécil. El estúpido exige normas para todo. Así no tiene que plantearse nada. Sólo tiene que cumplirlas. Si algo sale mal, que a él no le reclamen: se limitó a cumplir la norma. En todo caso, será él quien reclamará si la norma no ha dado el resultado apetecido. Por eso en la sociedad actual hay reglas y pautas para todo, hasta para las cosas más obvias. Y de la misma manera que se nos indica a cada paso lo que debemos hacer, se elaboran listas cada vez más pormenorizadas de lo que nos está vedado. A menudo, todo ello, tanto lo autorizado como lo prohibido, en el campo de la más pura obviedad, pues no se apela tanto al raciocinio como al mero cumplimiento. En los paneles electrónicos de las carreteras españolas es frecuente ver en pleno verano advertencias acerca del riesgo de provocar fuego si se tiran colillas encendidas. Debe de haber mucha gente que no es consciente de ello y, por tanto, a todos se nos mide por el mismo rasero, es decir, se nos trata como imbéciles o, en el mejor de los casos, como menores de edad. Rizando el rizo, y dado que la advertencia no debe ser suficiente, se nos amenaza con sanciones: «Tirar colillas, cuatro puntos». No es que nos den cuatro puntos por tirar colillas, como ha redactado incorrectamente el imbécil de turno, sino que nos quitan cuatro puntos del carné de conducir si nos pillan tirándolas. Así que la autoridad supone que usted se cuidará muy mucho de tirar colillas, no porque pueda provocar un incendio pavoroso con destrucción a mansalva y desgracias personales (y hasta víctimas mortales), sino porque ¡van a quitarle cuatro puntos de su preciado carné!
En alguna ocasión anterior he mencionado esas advertencias absurdas que parecen sacadas de un sketch de Tip y Coll o de un monólogo de Gila y que, en todo caso, deberían figurar en el cuadro de honor de un renovado Celtiberia Show de Luis Carandell, sólo que ampliado al planeta en su conjunto, porque en este asunto de la estupidez no hay fronteras: nunca fue más cierto que en todas partes cuecen habas. La competencia para llegar a ser el más tonto es feroz. A algunos les pasa como a un conocido intelectual español –no diré el nombre por caridad‒ que se agarró un cabreo monumental porque quedó segundo en un concurso acerca de la mayor estupidez del año. Consideraba el sujeto en cuestión que alguien le birló injustamente el premio. Pero, volviendo a lo que antes decía acerca de indicaciones insensatas, tengo recopiladas algunas perlas. Así, un cartel en una zona de picnic diciendo «No haga fuego, puede quemarse». Una indicación al borde de una piscina: «No intente respirar debajo del agua» y otra distinta que advierte: «No se tire a la piscina sin agua». «Este balcón no es un trampolín» (esto debe ser para los descerebrados del balconing). Un letrero en un paso de peatones: «Mire antes de cruzar». Un anuncio muy descriptivo: «Hay hielo frío». Un cartel sobre las vías férreas: «¡Cuidado! Puede pillarle un tren». Quien redactó esta prohibición no quería dejar ningún cabo suelto: «Prohibido el paso. Si no sabe leer, pregunte antes». En una reserva de animales salvajes: «No salga del vehículo. Puede ser atacado por las fieras» y, aun así, hay gente que sale y, en efecto, ¡qué curioso!, resulta atacada por las fieras.
Les prometo que no estoy inventándome nada. Ustedes mismos, en más de una ocasión, habrán tenido que rellenar un formulario de entrada en un país extranjero, contestando que no tienen intención de matar al presidente de ese país ni llevan consigo, junto al equipaje de mano, pistolas, fusiles, granadas y otros explosivos. Y todo ello con la mayor seriedad, por supuesto. Les contaré una mínima anécdota personal. Al realizar los trámites para viajar a Israel, un funcionario de ese país me preguntó, antes de sellarme el visado, mi opinión sobre los judíos. Me salió la vena humorística y le contesté que sería mejor pedir un café con leche y un pincho de tortilla y ponernos cómodos, porque la entrevista iba para largo. Enseguida me di cuenta por su mirada de pocos amigos de que lo del humor judío era un tópico bastante infundado.
Es verdad que el turista clásico de grupo organizado, el que pretende conocer siete países distintos en una semana, el de «si hoy es martes, esto es Bélgica», ha constituido desde siempre el epítome de la estupidez. Parecía difícil superar esa estampa de señor de mediana edad con gorrito rojo, camisa floreada, pantalones cortos y sandalias con calcetines blancos. Pero otro de los problemas de la estupidez, amén del citado contagio, es su crecimiento exponencial: no hay situación estúpida, por excepcional que se repute, que no sea susceptible de acrecentarse en todos los sentidos posibles. Mientras redacto estas líneas, reparo en una noticia de la prensa de hoy mismo. Un titular que dice con absoluta seriedad: «Muerte por selfie: 259 fallecidos en los últimos años buscando la foto ideal». Fíjense: no uno, ni dos ni tres descerebrados, ni una docena, ni veinte locos, sino ¡doscientos cincuenta y nueve entre 2011 y 2017! Una cifra, además, que no alcanza a reflejar la totalidad del fenómeno, porque, como el mismo artículo subraya, «el número real de decesos puede ser mucho mayor», dado que muchos accidentes de ese tipo se encubren piadosamente como imprecisas «imprudencias» y, además, junto con los muertos, habría que contabilizar los múltiples heridos y descalabrados al caer por barrancos, precipicios, acantilados o por otros accidentes naturales buscando inmortalizar sus rostros en el encuadre perfecto.
El problema es que estas constataciones acerca de la amplitud del fenómeno de la estupidez pueden convertirse, según el punto de vista que se adopte, en una enmienda a la totalidad a las tesis de Carlos Prallong. A ver si me explico. Su ensayo, La tiranía de los imbéciles, es una crítica a la situación actual, entendida como una dictablanda de la estupidez. Bajo la apariencia de sociedad libre («Hablar de sociedad libre ya es de por sí bastante contradictorio», p. 164) se esconde, en realidad, el yugo de la corrección política que cada vez limita más nuestras posibilidades y nos aboca por las buenas o por las malas a hacer lo que se debe hacer. En cualquier caso, nuestro margen de maniobra real para pensar y decidir por nosotros mismos se estrecha cada vez más. Dije antes, siguiendo al autor, que se nos trata como estúpidos y ahora añado que eso, a corto o largo plazo, nos convierte realmente en estúpidos. Acuérdense de aquello de que anda como un pato, nada como un pato, vuela como un pato. No le dé más vueltas: ¡es un pato! De este modo, lo que en principio podía ser objetable, la tiranía de los imbéciles, se convierte en necesidad. No hay alternativa: una sociedad de imbéciles necesita ese dogal. La prueba es que se multiplican las normas para satisfacer las demandas del ciudadano imbécil. Terminaremos poniendo carteles al borde de los precipicios diciendo «Cuidado. No se haga selfies aquí o terminará espachurrado doscientos metros más abajo». Y si queda un precipicio sin señalizar y alguien se resbala, los familiares demandarán a las autoridades por no poner un cartel advirtiendo del peligro.
Abocados a una perpetua minoría de edad, impelidos a cumplir normas obtusas, tutelados por un Estado omnipresente, como un padre posesivo, el ciudadano del Estado del bienestar cada vez delega más en otros. Como quien va al médico y lo único que debe hacer al salir de la consulta es cumplir a rajatabla la prescripción. Pero, así las cosas, la crítica de Prallong corre el riesgo, como he dicho antes, de quedar minada en su propia base. Me temo que yo soy mucho más pesimista que el autor del libro. ¿De qué nos quejamos? ¿De que se nos trate como imbéciles? Pero, ¿acaso no lo somos? Acuérdense de lo que decía antes: la estupidez es contagiosa y se multiplica exponencialmente. Individualmente considerados, no somos más estúpidos que hace un siglo, pero desde el punto de vista colectivo hemos construido una sociedad que es el colmo de la estupidez: nunca en la historia de la humanidad ha habido tantas normas, tanto control, tanta manipulación. Los Steven Pinker de turno resaltarán el lado positivo, como la disminución de la violencia o la mejora de los estándares de vida, y no seré yo quien me obceque en negar los efectos saludables. Pero, en términos globales, esa conquista social se ha logrado primando la igualdad sobre la libertad. Y, como ya dijimos antes, en el conflicto entre una y otra, el imbécil lo tendrá claro: siempre optará por la primera sobre la segunda. Al clavo que sobresale, martillazo.
Cuando se dicen o escriben estas cosas, hay que dejar claro enseguida que uno no está en contra de la igualdad. Pero de la igualdad de partida, de la igualdad de oportunidades para todos, no de la igualdad de llegada y a golpe de decreto. Cita Prallong a Jean Daniel: «La igualdad sin libertad lleva a la uniformidad y a la tiranía» (p. 153). El imbécil entiende la igualdad como igualdad de principio a fin. Cuando encuentra diferencias, habla de discriminación, y eso le parece intolerable. Si alguien destaca con su esfuerzo o su inteligencia, hablará de elitismo y eso le resulta más intolerable todavía. Al imbécil no le basta con que el Estado garantice un mínimo común de formación, cultura e iniciativas para todos. Necesita la prohibición de todo lo que destaque o sobresalga. Por poner un caso emblemático, la adopción de esos principios por la pedagogía moderna ha llevado al desastre actual de la enseñanza, y de ahí vienen buena parte de los males. A los niños no puede satisfacérseles su sed de lectura a los cuatro o cinco años, sino hasta la edad en que los pedabobos dictaminan. Por descontado, cualquier premio a la excelencia está proscrito por discriminatorio. El sobresaliente es una afrenta intolerable en esta nivelación por lo bajo. Por la ley del mínimo esfuerzo, claro.
A estas alturas, debe resultar diáfano que la democracia moderna es el reino del imbécil. El paraíso de los derechos con el mínimo peaje de deberes. A escala psicológica, como ya dijimos, el sistema democrático libera en buena medida al imbécil de la pesada carga de la responsabilidad individual. El estúpido está a sus anchas en ese caldo de cultivo de gregarismo, conformidad y sumisión. ¿Dónde va Vicente? ¡Donde va la gente! En palabras de Prallong, el imbécil camufla «su incapacidad para decidir, su desconocimiento de lo que quiere, tras expresiones como “lo que se lleva”, “lo último”, “lo más”... Incluso ha conseguido que la expresión “todo el mundo” sea entendida como un indicador positivo» (p. 69). No es extraño, por ello, que el estúpido intente diluir su perfil en un colectivo, porque inserto en él se siente más fuerte. Y si ese colectivo logra articular su identidad (?) y sus demandas en tono victimista, tendrá ya coartada para los objetivos más peregrinos. Las minorías y colectivos que consiguen presentarse como discriminados exigirán una reparación. Y si ya no están marginados, apelarán a los sufrimientos de sus antepasados, con el fin de cobrar ahora los réditos. La mentalidad victimista –que no suele coincidir con la víctima real‒ exigirá compensaciones y desagravios. Y el amparo del Estado por supuestas ofensas. Nunca como antes la sociedad ha dado muestras de tener la piel tan sensible, no ya para determinadas acciones, sino simplemente para acoger algunos vocablos. La dictadura de lo políticamente correcto ha llevado al lenguaje en el ámbito público a la estupidez más desembozada.
Termina Prallong su libro, como era previsible, con un llamamiento al valor, a la acción y la inteligencia para evitar lo peor, «la resignación determinista». Propugna que nos hagamos «merecedores de algo mejor que la tiranía de los imbéciles». Comprendo y comparto el requerimiento, aunque, por un lado, me parece una batalla muy desigual y, por otro, me tienta la pereza. No obstante, admito que algo habrá que hacer, pues, ciertamente, lamentarse sin más sería una muestra indudable de estupidez. Al fin y al cabo, también esto mismo que estamos haciendo ‒yo escribiendo y usted leyendo‒ es un pequeño paso para liberarnos de esa tiranía.
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