A mediados de los años noventa, Václav Havel, entonces presidente de la República Checa, ofreció una recepción en el Castillo de Praga para celebrar el aniversario de la independencia de Checoslovaquia del imperio austrohúngaro. La sala gótica se llenó de invitados y en el círculo donde me encontraba alguien dijo que el imperio nunca debió haberse fracturado porque los pequeños Estados que se formaron de sus ruinas fueron bocados fáciles para los tiranos que se apoderaron de aquella parte de Europa: primero Hitler, luego Stalin, dice en El País [El otro rapto de Europa, 12/12/29024] la escritora Monika Zgustova. Una mitad de los presentes asintió. Havel dijo que el imperio, con su mosaico de lenguas y culturas, fue la prefiguración de la Unión Europea y que, para sobrevivir, hubiera debido democratizarse y reconocer todavía más la diversidad de lenguas, culturas y religiones que lo formaban.
A diferencia de los demás invitados, que en su mayoría pertenecían a generaciones anteriores, yo nací en la Checoslovaquia totalitaria. De niña escuchaba a los maestros contarnos que, con la enseñanza de Lenin y bajo la bandera roja de la Unión Soviética, nos dirigíamos hacia un futuro radiante. Sin embargo, en casa la narración era otra. Mis padres insistían en que el régimen soviético con su doctrina leninista se basaba en una ideología dogmática y totalitaria. Y al final, mis padres, acosados por la policía comunista, no tuvieron otra opción que abandonar el país con sus hijos de manera clandestina. Nos marchamos a mediados de los años setenta.
En la celebración de Havel, todavía bajo el signo de la euforia tras la caída del comunismo que muchos de aquel círculo en el que conversábamos ayudaron a derrumbar, hablamos de los valores europeos. Visto desde hoy, Havel fue el último político que habló a la ciudadanía de valores esenciales como honestidad, solidaridad y tolerancia; hoy día la clase política no se atreve a expresarse en esos términos porque las cínicas redes sociales se burlarían de su ingenuidad.
Con el paso de los años, algunos de aquellos invitados se giraron hacia los partidos populistas. En una ocasión pregunté las razones a uno de ellos y me contestó: “Nos queremos alejar de Lenin que decía que la democracia parlamentaria es un aparato de fabricar engaños.” Le contesté que esos partidos son enemigos de la democracia; bajo la autoridad de estadounidenses como Steve Bannon y Trump intentan eliminar los valores de la Ilustración y así despojar a Europa de su identidad. Y le recordé que con frecuencia la ultraderecha y la ultraizquierda se tocan. Por eso en lo referente a Lenin, en 2017, el ultraderechista Bannon se equiparó públicamente con el revolucionario: “Soy leninista,” dijo en un mitin, “Lenin quiso destruir el Estado y este es también mi objetivo”. Trump lo secundó afirmando que la solución para América es “hundirse en una catástrofe y tras ella resurgir milagrosamente”. Entonces recordé a mi interlocutor que esa frase no está lejos de los cuentos sobre el futuro radiante que se contaban en los países comunistas.
Bajo la batuta y con la financiación de Bannon, Musk y otros, los líderes antieuropeos se empeñan en acabar con la Unión Europea y disgregarla en pequeños y medianos Estados independientes y fácilmente dominables para poderes como el de Estados Unidos y las grandes multinacionales. Si eso llega a ocurrir, Europa estaría perdida, al igual que lo estuvieron, durante medio siglo, aquellos Estados que se habían formado sobre las ruinas del imperio austrohúngaro, entre ellos mi país de origen. Desde su formación hace más de un siglo, esos Estados solo se han podido sentir algo fuertes cuando han formado parte de la Unión Europea.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? A finales del siglo pasado, las democracias europeas empezaron a encontrarse bajo la presión de los neocons estadounidenses, una derecha radical, políticamente rompedora y electoralmente dinámica. Desmarcándose de la extrema derecha tradicional —los neofascistas y neonazis— y de sus incitaciones a la violencia, la irrupción en el escenario político de esos partidos “modernizados” representa uno de los mayores retos a los que se enfrenta la democracia. Sin llegar a criticar abiertamente la legitimidad de la democracia, pero enarbolando sobre todo la bandera de la libertad, esos partidos rechazan el sistema sociopolítico establecido y abogan por un mercado ultraliberal, acompañado de una drástica reducción del papel del Estado. Un ejemplo de ello es el partido Fidesz de Viktor Orbán, que ha convertido Hungría en un Estado autocrático.
La mayoría de los países europeos tienen la ultraderecha y el populismo bien infiltrados en sus filas. Alemania no cesa de desplegar esfuerzos por mantener a raya a la peligrosa Alternativa para Alemania. Casi todos los Estados excomunistas de la Europa Central y del Este tienen un partido xenófobo en el gobierno o en la oposición. Ursula von der Leyen decidió ir con los tiempos y aceptar a algunos de esos partidos —los que no son antieuropeos, antidemocráticos y apoyan a Ucrania— como Hermanos de Italia, de Giorgia Meloni.
Es evidente que se cometieron errores. A pesar de las protestas, como la carta abierta de escritores y académicos del 17 de abril 2018, Angela Merkel dio vía libre a Orbán que convertía democracia en autocracia, porque ambos tenían una relación estrecha y se ayudaban mutuamente. Por culpa de sus graves equivocaciones y torpezas, el eje de Europa, Alemania y Francia, está en crisis. También la izquierda tradicional erró al traicionar los ideales del humanismo abandonando a su suerte a la clase media y a los más frágiles, dejándose tentar por el canto seductor del capitalismo financiero transnacional, contra el que no se ha atrevido a actuar. Por eso en muchos países europeos han desaparecido los partidos socialdemócratas.
Sin embargo, uno de esos políticos socialistas desaparecidos de primera línea, François Hollande, en su momento afirmó con lucidez que, si Europa no se unía más, acabaría derrotada. Y efectivamente, los tiempos actuales están muy alejados de la fiesta de la esperanza en el Castillo de Praga de hace 30 años. Europa se ve hoy amenazada internamente por la creciente falta de confianza de sus ciudadanos en la democracia, alimentada por la incesante actividad en redes sociales de Rusia y otros países y organizaciones contrarias al sistema democrático. Desde el exterior, y concretamente en lo militar, Rusia quisiera rodear a Europa a través de Ucrania y Bielorrusia, pero también en el Mediterráneo donde el ejército ruso está presente en dos puertos, el sirio Tartus (ahora mismo en jaque por la caída de El Asad) y el libio Tobruk, que reciben toneladas de armamento.
Estados Unidos, el principal aliado de Europa durante más de un siglo, que la salvó de la destrucción física y moral, aparece, con Trump al frente y con la larga e intensa actividad de Steve Bannon y otros trumpistas en favor de la extrema derecha europea, como una amenaza real. Y es que Europa molesta al ultraliberalismo, al capitalismo financiero y a las grandes empresas de tecnología que quisieran acabar con la capacidad de las instituciones europeas de defender a los ciudadanos frente a sus estrategias.
Europa representa hoy el mosaico de culturas, lenguas y religiones, la diversidad cultural y lingüística de la que habló Havel en la fiesta del Castillo de Praga. Con todos sus errores y defectos en cuya solución todos los ciudadanos europeos deberíamos participar, Europa es hoy el proyecto político más poderoso en favor de las libertades democráticas y los derechos humanos. O si no, ¿por qué millones de seres humanos arriesgan su vida por llegar a Europa y muchos millones más sueñan con tener algún día pasaporte europeo, entre ellos muchos de los más ricos del planeta?
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