La pregunta del millón, dice el jurista Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, catedrático de Derecho Administrativo y letrado de las Cortes Generales, en Revista de Libros [El triunfo de la cristiandad, Revista de Libros, 04/12/2024], reseñando el libro “Cristiandad. El triunfo de una religión”, de Peter Heather (Crítica, Madrid, 2024), que el autor formula en la página 666 de este libro, es la siguiente: ¿cómo una pequeña secta judía acabó convirtiéndose en la religión dominante en Europa, no sólo la continental, al grado de que aún hoy, en plena época secularizadora, se sigue hablando del humanismo cristiano como una de las fuentes, y de las más gloriosas, de nuestra identidad? Habrá quien diga que el azar tuvo su participación, pero habría que responder, con Borges, que si empleamos esa palabra ―azar― es sólo para referirnos a nuestra ignorancia, o mejor, auténtica incapacidad, de desentrañar los mecanismos, ciertamente complejos, de la relación de causalidad.
I. El objeto y el sentido de este libro. Responder a esa incógnita en poco más de 800 páginas (abigarradas, eso sí) es el empeño de este libro, cuyo autor, nacido en Irlanda del Norte y docente en Londres, tiene la honradez intelectual de empezar confesando en la introducción que no profesa la religión cristiana, al tiempo que se reconoce como «un anglicano no practicante» (págs. 21 y 22). Dicho con palabras de don Marcelino Menéndez Pelayo, estamos ante la obra de un perfecto heterodoxo. Más aún: se trata de un texto impío, de los que figuraría por méritos propios en el Índice de libros prohibidos.
Un par de precisiones semánticas antes de seguir, aunque se antojen innecesarias por obvias. Por cristianismo entendemos una creencia religiosa o, mejor dicho, un conjunto de ellas, porque, junto al catolicismo del papa de Roma (el que durante muchos siglos ha sido en España no solo sociológicamente mayoritario, sino oficial e incluso, en teoría, el único), también están, desde 1054, los llamados ortodoxos (los de pensamiento recto, en traducción literal, pues han conseguido que todo el mundo asuma la que fue la manera como se designaron a sí mismos); los protestantes ―a su vez, con miles de divisiones―; y, si se los considera una cosa distinta, los anglicanos. Cuatro grupos, y con ellos no hemos hecho más que empezar.
Con cristiandad ―el título del libro― nos referimos a algo diferente y aún más arduo de precisar, porque puede tratarse de una noción cronológica (la Edad Media, para entendernos, sabiendo que a su vez ahí dentro se embosca todo un mundo) o, por el contrario, de un concepto geográfico: Europa, dicho de nuevo con una palabra que admite toda suerte de variantes, aunque, en la época de batallas contra el turco en el Mediterráneo ―Lepanto, en 1571, fue sólo una de ellas― era esta la manera con que se designaban y se sigue designando a los de este lado: los occidentales, como también pudiera llamárseles. Una noción, la geográfica, no incierta, aunque presenta dos inconvenientes muy serios: que estamos ante un constructo cultural o intelectual de origen asiático (y con no pocas influencias de más al este, incluso hindúes) y que hoy lo más relevante se encuentra en América, tanto la del Norte como la del Sur. Pero no nos detengamos en detalles porque entonces, en lugar de una reseña, haría falta otro libro ―a añadir a los que ya existen― y además mucho más voluminoso que el que se está glosando.
Entre las confesiones iniciales del autor está igualmente la que consiste en reconocer ―pág. 19― algo tan elemental como que «las personas de auténtica fe son siempre una minoría de la población humana total», porque en efecto la gente suele creer poco y además tiende a adaptarse a un entorno por definición cambiante: cada persona suele tener varias conversiones a lo largo de la vida y en diferentes aspectos. Con esto último se alude al hecho de que las presiones políticas o sociales para comportarse de una manera o de otra ―entendiendo por tales tanto el palo como la zanahoria o, para hablar con precisión, el temor a la pérdida de la zanahoria, que en ocasiones resulta más convincente que la zanahoria misma― presentan un vasto abanico de formatos, del que los medios directos ―el martirio, en la terminología cristiana tradicional― no es el más importante. Es algo que, por supuesto, puede predicarse de cualquier faceta de la existencia y no privativamente de las religiones y, menos aún, del cristianismo o del catolicismo. Brutalidad es lo que, por poner referencias contemporáneas, se aplica, según leemos a diario en los medios, en Irán o en Afganistán, sobre todo contra las mujeres, pero mecanismos menos contundentes de persuasión, o de domesticación, para hablar en plata, hay otros muchos y, según enseña la experiencia, no menos efectivos.
El autor ha echado sobre sus espaldas una tarea tan ambiciosa que tiene que manejarse con lo extenso ―o sea, la geografía, entendiendo por tal no sólo los diferentes países, sino, dentro de cada uno de ellos, separando lo urbano y lo rural, cuyos habitantes suelen tener cosmovisiones no coincidentes― y lo intenso ―es decir, el contenido y la profundidad de las convicciones, así como también el grado de cohesión de las organizaciones llamadas a administrarlas―, que son dos variables de muy difícil manejo combinado. En las páginas 666 y 667, cuando sintetiza su trabajo, lo hace dividiendo la película en cuatro secuencias, a saber:
1) La era tardorromana, en la cual «la inclusión del cristianismo en el sistema imperial romano le permitió arraigar con fuerza entre las élites terratenientes de la Europa occidental».
2) «En la etapa posromana, la expansión de la fe rebasó ligeramente los viejos límites alcanzados por Roma en su flanco norte».
3) «Más tarde obtendría un inmenso número de adeptos en Oriente [sic: debe ser Occidente, incluyendo los francos y, en España, los visigodos], al surgir un amplio abanico de dinastas europeos de nuevo cuño dispuestos a abrazar el cristianismo, inducidos por las tres dinastías imperiales de la segunda fase del imperio cristiano». Esas tres estirpes fueron ―perdón por recordar lo que es notorio― los carolingios, los otones y los salios.
4) «Con la era de las cruzadas, todo el proceso quedó completado; y no sólo por expandirse la dominación cristiana en la península ibérica, sino, sobre todo, por difundirse sus doctrinas en las regiones nororientales del Báltico».
A esto último se añade una referencia a los aspectos, por así decir, de organización: «El hecho de que el ciclo final de la propagación del cristianismo se produjera al amparo de unas cruzadas bendecidas por el papa también viene a subrayar lo mucho que había crecido la autoridad religiosa de los pontífices desde los albores del siglo XII, dado que estos habían conseguido apropiarse de los diversos roles que hasta entonces parecían reservados a los emperadores cristianos». O sea, la jerarquización de la estructura.
Cuatro etapas, sí, aunque, en lo formal, las partes del libro son tres; una primera, La romanización de la cristiandad, que componen los siguientes tres capítulos: «Con este vencerás…» (págs. 25 a 97), Las formas de conversión en el imperio cristiano (págs. 99 a 160) y El altar de la victoria (págs. 161 a 221).
La segunda parte, La caída de la cristiandad romana, incluye los capítulos cuarto a octavo, denominados Nicea y el desplome de Occidente (págs. 225 a 275), El islam y el desmoronamiento de oriente (págs. 277 a 330), «No son anglos, sino ángeles»: La conversión en el noroeste de Europa (págs. 331 a 414), La reestructuración de la cristiandad latina (págs. 415 a 460), y Cultura y sociedad en el Occidente posromano (págs. 461 a 505).
La tercera parte, El imperio romano se renueva, la componen los capítulos La expansión cristiana en la segunda fase del imperio (págs. 509 a 563), La ciudad de Dios según Carlomagno (págs. 565 a 605), Papas y emperadores (págs. 607 a 652), «Dios lo quiere» (págs. 653 a 697), La economía de la salvación (págs. 699 a 764) y Cristiandad y coerción (págs. 765 a 806)
A estos capítulos se añaden muchos mapas, así como un descomunal «índice analítico y onomástico». Y, por supuesto, las imágenes incluidas entre las páginas 448 y 449. felizmente, no se observó la iconoclasia.
Del riquísimo y matizadísimo contenido del libro puede concluirse que la cristianización ―entendida en sentido dinámico: fue un proceso y además un proceso de siglos, porque en ese tipo de fenómenos, a diferencia de lo que ocurre con la política, el corto plazo no explica nada― vino de arriba abajo y no al revés, teniendo como impulsores (no es un descubrimiento) a Constantino primero y a Carlomagno más tarde. Pero quedarse así sería tanto como no haber comprendido la profundidad de las cosas, y además por varias y serias razones.
II. Una historia del pensamiento y de los pensadores. El autor, con toda justicia, otorga enorme importancia al pensamiento o, mejor dicho, a los pensadores o elaboradores de doctrinas, si se quiere, o incluso lo que, incurriendo en un lamentable anacronismo, podríamos llamar intelectuales (influencers, hoy). Especialmente en dos períodos: a) el de elaboración de la Santísima Trinidad ―con buena lógica llamado el misterio― y qué perfil darle en ella a Jesús (¿hombre?, ¿Dios?, ¿las dos cosas?) y al Espíritu Santo; y b) el de, una vez emergido el papado como contrapoder del imperio, cómo perfilar eso que hoy, en la España de las Comunidades Autónomas, llamaríamos «la distribución de competencias» entre ambos. Para decirlo con los nombres de los lugares donde se desarrollaron los debates: Nicea en 325 (y todo lo que vino más tarde, que no fue sólo el arrianismo y sus derivaciones, que se extendieron en el tiempo hasta detonar en el cisma de Oriente en 1054) y Worms en 1122. Conviene recordar algunos nombres propios de ambos eventos.
Hubo un primer debate muy intenso sobre la naturaleza del Hijo ―Jesús, hombre y también Dios― y su relación con el Padre. Los Evangelios, redactados ―en griego― a partir del año 70, no ayudaban nada. Los tres primeros ―los sinópticos― recogían unas palabras del sufrimiento en el Huerto de Getsemaní ―«No se haga mi voluntad, sino la tuya»― que sólo se entienden en un contexto de verticalismo, aunque el otro, el de Juan, contiene en su introito una frase que, siendo un dechado de explicitud, hace pensar en unos términos de mayor igualdad entre los dos: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios»; términos que, por supuesto, sólo pueden entenderse si se recuerda que la voz griega logos ―proveniente de Heráclito: el origen no puede ser más noble― se empleó por los cristianos de la actual Grecia como un nombre para la segunda de las tres personas de la Trinidad.
A partir de ahí, el abanico de opiniones estaba abierto de par en par. Arrio, patriarca de Alejandría (no cualquier cosa), mantenía que Padre e Hijo, y también el Espíritu Santo, derivaban su divinidad del Padre, con la consecuencia de ser subordinada su posición. El primer Concilio, el de Nicea (325), convocado y presidido por el mismísimo Constantino, desautorizó ese planteamiento y se pronunció por la idéntica naturaleza (homousias). Pero el debate no acabó ahí, porque Nestorio, patriarca de Constantinopla, echó su cuarto a espadas y puso en marcha la idea de las dos naturalezas ―divina y humana―, del todo independientes entre sí: Cristo había sido solo un hombre, aunque, eso sí, poseído y habitado por Dios: la difisitas (de fisis, naturaleza), con la consecuencia de no poder hablarse de María como madre de Dios (teotokos), como se venía haciendo desde Orígenes: ella es sólo la madre del hombre o, todo lo más, madre de Cristo.
Cirilo, también de Alejandría, le salió al paso, declarando que, en rigor, naturaleza sólo había una. El Concilio de Éfeso, de 431, condenó como heréticas las opiniones de Nestorio, aunque tampoco se atuvo estrictamente a la opinión de Cirilo y, de hecho, un par de años más tarde volvió a hablar de la dualidad de esencias (Edicto de 433). Aunque la cosa no se quedó en ese punto, porque en 444, dos años después de la muerte de Cirilo, le salió un seguidor, Eutiquio, que reelaboró la teoría de la naturaleza única, el monofisismo, que más tarde se vio también desautorizada. En Éfeso, en 449, se celebró un sínodo convocado por el emperador romano de Oriente (Teorosio II, monofisista declarado), que sin embargo sufrió una derrota, porque allí se volvió a declarar que las naturalezas del nazareno eran dos, para gran disgusto de lo que hoy llamaríamos el oficialismo (incluyendo al papa León I), lo que explica que desde entonces se hable del latrocinio de Éfeso. En 451 se celebró otro Concilio, ahora en Cecedonia, con asistencia de 600 obispos, que volvió a rechazar el monofisismo de Eutiquio y acordó un Credo que, con respecto a la segunda persona de la Santísima Trinidad, proclamaba su plena humanidad y también su plena divinidad. Y ello en un contexto nada sencillo en Occidente, porque en ese mismo año 451 tendría lugar la famosa batalla de los Campos Cataláunicos con los hunos de Atila, que no eran enemigos pequeños y desde luego no se andaban con sutilezas.
Lo que allí se declaró fue una especie de texto de consenso, como suele suceder ahora en los Congresos de los partidos políticos cuando se trata de no dejar víctimas: «se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturaleza por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipótesis, no partido o dividido en dos personas». Como para aclararse.
Para entonces, el arrianismo había experimentado una suerte de relativización: ya no hablaba de dos naturalezas, se contentaba con explicar que uno y otro tenían una sustancia que no era la misma, pero sí similar: la palabra era homoiousianos y también ―un poco menos difícil de distinguir con la idea de Nicea de la homousias― homeusianos.
Concilios aparte, y dejando al margen a papas y emperadores romanos (de Occidente ―ya en su final― y de Oriente), el relato de lo sucedido en los siglos IV y V quedaría incompleto si no se mencionara, por ejemplo, a Ulfilas o Wulfila (311-388, siempre en cifras aproximadas), del gótico pequeño loco o lobezno ―Wolf, en alemán actual, significa lobo y Wolfgang es un nombre de pila muy común―, que tradujo la Biblia del griego al tal gótico, creando su propio alfabeto, y convirtió a muchos de su grupo en cristianos, aunque, eso sí, arrianos. O Jerónimo (340-420), santo de la Iglesia católica y que, por encargo del papa Dámaso I, vertió también la Biblia, en esta ocasión, del hebreo y del griego al latín: la Vulgata. Fue por tanto padre de la exégesis bíblica. De hecho, la fecha de su muerte, el 30 de septiembre, se celebra cada año como el Día Internacional de la Traducción.
Tampoco sería justo olvidarse de Agustín de Hipona, canonizado más tarde: proveniente del maniqueísmo dualista, o sea, de la cultura persa, y de los primeros neoplatónicos, como los muy citados Plotino y Porfirio.
A finales del siglo V, eran ya otros ―entre ellos, los vándalos y los alanos― los que habían ocupado el Imperio de Occidente y contaban con sus propios dirigentes, como Hunerico, rey entre 477 y 484, atento a las controversias entre niceanos y las distintas corrientes de los arrianos, aunque inclinado en favor de estos últimos. Pero no sin matices y titubeos: en el último año de su vida organizó un encuentro entre obispos de ambas obediencias, aunque, a la vista del poco éxito obtenido, terminó condenando a los primeros a la herejía y persiguiéndolos con saña.
En el mismo siglo V hubo también dos controversias muy ruidosas. La una es de tipo territorial y tiene que ver con si los cinco patriarcados de la Iglesia ―Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén― eran de igual fuste o por el contrario se reconocía al primero algún grado de predicamento. En el Concilio de Calcedonia de 451 se proclamó que el liderazgo era suyo ―el papado estaba en marcha como institución― y luego venía, en detrimento de Alejandría, (que en Nicea había merecido el segundo lugar), Constantinopla, lo que en 457 dio lugar al cisma de la Iglesia copta. La segunda controversia tiene que ver con las relaciones entre el poder espiritual y el temporal o secular (encarnado en Occidente en los reyes godos de los distintos territorios). Gelasio I, papa entre 492 y 496, aparte de pronunciarse por la naturaleza dual de Cristo ―una polémica que no cesaba―, fue el primero que, con apoyo dogmático en San Agustín, empezó a elaborar la doctrina de la superioridad de la primera de las dos esferas. Se basó en algunos pasajes del Nuevo Testamento ―ya se sabe lo de Dios y el César― para aplicar al caso la división conceptual entre la autoritas ―lo propio del papa― y la potestas, que era algo de menor altura.
No podemos concluir sin mencionar a dos personajes, ya del siglo VI, nacidos en la actual Francia ―la Galia romana―: Cesáreo, obispo de Arlés hasta su muerte en 543, y sobre todo Gregorio de Tours (538-594) ―no confundir con San Martín, el soldado romano muy anterior que, según la leyenda se partió la capa en dos para darle la mitad a un pobre: el fundador de la socialdemocracia, para hablar claro―, no sólo obispo, sino además historiador de primer orden: sus Diez libros son una fuente muy relevante para conocer los avatares del pueblo bajo la dinastía merovingia. En cuanto al método, fue un auténtico heredero de la Antigüedad: lector de Virgilio, Sidonio Apolinar y Marciano Capelo. Un sabio, sin duda.
Hasta aquí, la primera de las dos épocas de debates intensos: siglos IV a VI, para ponerles convencionalmente un principio y un final. Pero sabiendo todos que esas cosas no se terminan nunca y que, de hecho, el Cisma de Oriente de 1054, ―al hilo del famoso filioque («y el hijo») del Credo para referirse a la tercera de las personas de la Trinidad, el Espíritu Santo―, no constituyó sino el punto de llegada, tampoco definitiva, de todo lo anterior.
El segundo de los períodos en que se produjo gran efervescencia en el mundo de las ideas, a partir precisamente de mediados del siglo XI, obedece ya a otro contexto: el Imperio ―el segundo, el fundado por Carlomagno en 800 y luego, con Otón I, reconvertido en Sacro, Romano y Germánico― estaba muy asentado en Occidente; y el papado también había ganado muchos enteros dentro de la estructura de la Iglesia ya no era el caso del débil León III de finales del siglo VIII―, sobre todo a partir de las reglas de elección aprobadas en 1059, creando el llamado Colegio cardenalicio y la posterior reforma gregoriana (1073-1085). Todo ello en un momento en el que la simonía ―compraventa de oficios y dominios eclesiásticos― y el nicolaísmo ―poca ejemplaridad del clero, que rara vez observaba el celibato― pasaron a ser vistos como algo indeseable o incluso escandaloso. Pero, dado que los obispos eran a la vez señores feudales y percibían generosas rentas ―el feudalismo, sí― donde se centró la contienda es en el método para su designación o investidura: ¿debía hacerlo el emperador, como hasta entonces o, en su caso, los reyes que iban abriéndose su propio hueco?; ¿el Papa, o acaso ambos de común acuerdo, con lo que ahora llamaríamos consenso? Y, una vez investido, ¿a quién debía obedecer en caso de conflicto entre las dos cúpulas?
Las pretensiones del papado se concretaron en 1075 en los Dictatus Papae, una colección de veintisiete proclamaciones taxativas en favor del titular de la sede de Pedro, no sólo ad extra ―puede deponer emperadores, por ejemplo― sino también ad intra, es decir, en el seno de la Iglesia, con capacidad para hacer y deshacer obispos a su antojo. Y además con lo que hoy se conoce como inviolabilidad: nadie tiene poder para juzgarlo.
A ello se añadía su facultad para dictar interdictos, una suerte de inhabilitaciones, aunque dirigidas no individualmente a una persona, sino a todos los habitantes de un territorio sin discriminación: se prohibía con carácter general asistir a los oficios divinos, recibir sacramentos y ser sepultados cristianamente. A las alturas de este 2024 en que nos encontramos, esas medidas carecen de todo efecto disuasorio, ―incluso cabe pensar que haya destinatarios que se lo apunten como una medalla―, pero la gente del siglo XI se mostraba mucho más piadosa, y ese tipo de cosas les resultaban dramáticas, porque estaba en juego nada menos que la vida eterna.
El intelectual orgánico por excelencia de aquella época fue Bernardo de Claraval (1090-1153), de la recién creada orden cisterciense, que tanto ayudó en la puesta en marcha de los templarios.
Y en el otro lado, el de los poderes por así decir seculares, hay que citar al emperador Enrique IV, tercero de la dinastía de los salios, que estuvo al frente del asunto más de veinte años, entre 1084 y 1105. Empezaban a emerger los Estados, y de ahí la relevancia que, en esa misma época, habrían de tener en Francia Felipe I, y en León, y luego Castilla, Alfonso VI, tan famoso por lo trenzado de su existencia con la del Cid campeador.
No resulta posible extenderse más en este punto. Lo cierto es que, en 1122, el Papado y el Imperio, reunidos en la ciudad alemana de Worms, llegaron a un compromiso acerca de la designación de obispos ―luego calificado con exceso como Concordato―, poniendo así término a la que se llamó la querella de las investiduras. En teoría, una solución definitiva, aunque apenas duró dos siglos ―que ya está bien―, porque a comienzos del siglo XIV, el papa ―a la sazón, Bonifacio VIII, que dictó en 1296 Clericis laicos y en 1302 Unam sanctam, siempre en la línea cesaropapista de Gregorio VII― cayó en la cuenta de que el rey de Francia, Felipe IV, le Beau, se habría convertido en mucho más poderoso ―influyente, dicho con palabras de hoy― que eclesiástico alguno. Las consecuencias ―el Papado de Aviñón, el Cisma de Occidente, el Papa Luna de Peñíscola y todo lo demás― son conocidas y no procede ahora entrar en los detalles. Lo único a resaltar es que, vistas las cosas con la privilegiada perspectiva que da el tiempo, lo de Worms en 1122, pese a lo enjundioso de los debates previos, habría sido sólo un armisticio, como esos que, en esta época nuestra, firman de vez en cuando Israel y los palestinos.
III. Sobre la relevancia de los argumentos jurídicos. Si seguimos profundizando en las enseñanzas que nos arroja el libro de Heather, lo siguiente a resaltar en esta época nuestra de descrédito del derecho como instrumento de ordenación social ―todo el que pierde un pleito acusa al juzgador de lawfare y de estar al servicio del enemigo: en Estados Unidos lo hace Trump y en la sufrida Cataluña constituye un estado de opinión que alcanza a todos― es la relevancia que en esos debates tenían siempre los argumentos jurídicos, lo que equivale a decir ―cada vez en mayor medida― normativos, comiéndole así el terreno a lo que en Roma era el monopolio casi exclusivo de los jurisconsultores. Dada la enorme cantidad de resoluciones que se acordaban en los Concilios y lo que luego, por su cuenta y para resolver problemas del momento, aprobaba privativamente cada papa como órgano unipersonal (es la palabra de hoy), la mera labor de compilación ―resolviendo además unas controversias que resultaban inevitables― se mostraba muy ardua: en ese extremo sí parece que estemos hablando de nuestra época. Así las cosas, si alguien merece el honor de ser reconocido como pionero, antes que Justiniano, es Dionisio el Exiguo (ca. 460-525), monje de origen bizantino aunque ya residente en Roma, que tradujo del griego al latín nada menos que más de cuatrocientos cánones de Concilios, incluyendo los de Nicea y Calcedonia, y otros treinta y nueve decretos papales. Y eso sin contar con sus aportaciones como matemático: fue el creador del cálculo del Anno Domini o año del Señor, con el que se determina ―aún hoy, y con las correcciones del calendario gregoriano― la fecha de la Semana Santa. Y eso que en la Alta Edad Media no se conocía el número cero, sin el que, en la actualidad, nada se explica en aritmética.
Por supuesto que no podía faltar una mención, ya relativa al siglo XII, al Decreto de Graciano de 1140-1142, conocido en nuestra lengua con los nombres, ciertamente muy expresivos, de Concordancia de las discordancias de los cánones o también Armonía,o también concordia, de los cánones discrepantes. Por su extensión y la variedad de su contenido, en el que hay de todo, como en botica, diríase uno de esos Reales Decretos-Ley tan habituales en la España del siglo XXI. Obedece a una estructura que conviene recordar por su expresividad, a saber:
-Parte primera, Distinciones, que consta de más de cien apartados, donde se encuentran definiciones sobre derecho divino y de costumbres, así como derecho positivo y natural; exposición sobre las fuentes normativas del Derecho Canónico, así provengan de los Concilios o del Papa; reglas sobre el clero, tanto regular como secular: condiciones de acceso y también derechos y deberes, y esto mismo también sobre los obispos.
-Parte segunda, Causae. Se divide en treinta y seis apartados y aborda los temas que entonces eran candentes: simonía, nombramiento y cese de obispos, duración de los cargos, herejía, excomunión, etcétera, todo expuesto mediante el método, que había sido elaborado por el racionalista Pedro Abelardo, de preguntas y respuestas: sic et non.
-Y parte tercera, De consecratione. Su objeto son los eventos eclesiásticos más importantes y lo que persigue es su estandarización ―con perdón por emplear de nuevo un palabro que no era de aquel tiempo―: consagración de las iglesias, celebración de la misa, o ritos del bautismo y la confirmación.
Tampoco en estas referencias jurídicas, en las que el libro de Heather se detiene con extraordinaria minuciosidad, procede ahora extenderse. Sólo debe recordarse, vistas las cosas una vez más con ojos de hoy, que también en aquella remota sazón existían textos fake, esto es, rigurosamente objeto de invención ―trolas― pero que en su momento colaron, porque ya se sabe que hay gente que, para justificar lo que piensa, traga lo que le echen.
En esa lista de falsificaciones ocupa un lugar propio la llamada Donación de Constantino. Todo se explica en el marco del siglo VIII, cuando Pipino el Breve, el antecesor de Carlomagno como rey de los francos, conquistó varias regiones de la península italiana y se las regaló al papa, creándose así los Estados Pontificios, que iban a durar más de un milenio. Para legitimar la novedad, se elaboró un documento atribuido a Constantino, o sea, en el siglo IV, y en el que se reconocía al Papa de entonces, Silvestre I, el derecho a gobernar la ciudad de Roma y sus alrededores como si fuese un monarca temporal, a lo cual se debía añadir su título de jefe universal del cristianismo, Bizancio inclusive. El embauque duró hasta que, en 1440, Lorenzo Valla descubrió el pastel, poniendo de relieve que el texto ―en latín― contenía giros y palabras que resultaban desconocidas en la época final del Imperio romano: la filología sirve para detectar esos embauques.
Lo segundo a mencionar al respecto son las Decretales pseudoisidorianas (el autor del libro prefiere emplear el nombre abreviado del Pseudoisidoro), que se redactaron a mediados del siglo IX, imputándoselas a San Isidoro de Sevilla, claro está, y que fueron tenidas como auténticas hasta bien entrado el siglo XVIII. Una vez más, todo proviene de los avatares del reino franco, aunque en esta ocasión de los monarcas posteriores a Carlomagno ―en concreto, de Luis el Piadoso, que se las tuvo tiesas con varios Obispos, a los que acusó de hechos graves. El propósito de los textos está en servir a la defensa de los clérigos, a los que se dota de algo parecido a un aforamiento. Una vez más, nada que no le resulte familiar al lector de nuestros días.
IV. Superando todas las dificultades. Pero, si hay una enseñanza que extraer del libro que reseñamos es la que consiste en sorprenderse, maravillarse incluso, de cómo el cristianismo fue superando todas y cada una de las dificultades que le surgieron y terminó dando lugar en efecto a la cristiandad. Por supuesto que resultó necesaria una gran capacidad de adaptación a las circunstancias ―todos conocemos la teoría de Charles Darwin sobre por qué hay especies que triunfan en la selección natural―, pero, aun así, cabe resaltar la magnitud de los retos que tuvo que abordar y vencer. Retos, en un lugar destacado, de orden ―una vez más― intelectual.
Los inicios fueron arduos, porque los discursos de Pablo de Tarso ―el inventor―, sobre todo los escritos, las famosas Cartas, incluidas en el Nuevo Testamento, se explican en un contexto en el que la segunda venida de Cristo ―la parusía― se anunciaba como inminente, con lo que, al pasar el tiempo, la frustración resultó cada vez mayor: el libro lo refiere en página 81. Y eso sin contar con la inexistencia, hasta el año 325, de un cuerpo doctrinal mínimamente común. Los grupos que, separándose del judaísmo, iban llamándose (a partir de la predicación en Antioquía del propio Pablo, que se narra en Hechos de los Apóstoles 11,26) «cristianos», aparte de poco numerosos, se encontraban muy distanciados, y cada uno funcionaba a su aire. Al no haber una doctrina oficial, tampoco podía hablarse en rigor de herejes ―la desviación presupone un objeto del cual separarse―, ni tan siquiera aplicado a Montino, que anunciaba una nueva era bajo su liderazgo. Cosa diferente es que se considerase que la doctrina seguía siendo la judía ―la del Antiguo Testamento―, pero en tal hipótesis lo herético habría sido el cristianismo todo él.
Luego, ya en Roma, vinieron las persecuciones. No las de Nerón del año 63 que han dado lugar a tantas películas (en aquella época, los seguidores de Cristo, amén de vivir bajo el secreto, eran muy pocos y nadie en su sano juicio los consideraba un peligro: en el peor de los casos, se los consideraría unos chiflados de los que lo mejor era no ocuparse), pero sí, cuando ya el número total iba siendo más cuantioso, las de Decio, hasta 251, y más tarde con Diocleciano, emperador entre 284 y 305, la gran persecución, que logró ―héroes hay pocos en la vida― que se produjeron grandes claros en las filas. En seguida (313) se aprobó el Edicto de Milán, con la libertad de cultos, y muchos de los que habían salido despavoridos volvieron a pedir el reingreso, por así llamarlo, suscitándose el dilema de siempre con los tránsfugas que quieren retornar al redil (entonces se les llamaba lapsi, los que han tropezado): ¿se les cierran las puertas ―lo más coherente― o se les abren de par en par?, Haciendo de tripas corazón, abrírselas es lo más práctico si lo que de verdad se quiere es que la secta acabe deviniendo una religión de masas.
En pro de la primera de las posibilidades ―«al renegado, ni agua»― se mostró Donato, en el Norte de África, que entendió, acerca de los ministros (es decir, sacerdotes y clérigos) que en los momentos malos habían claudicado, que resultaban indignos de impartir los sacramentos: había que preservar la pureza e incluso crearon su propio movimiento, calificado, con orgullo, como la Iglesia de los Mártires: los donatistas. Parecido discurso era el mantenido por Melecio, cura de Lecópolis, que también dio lugar a su grupo, el meletianismo. Pero perdieron la batalla: terminó imponiéndose la opción más práctica, que encontró en la doctrina del papa Calixto I el necesario apoyo teórico: hay que fijarse en la misericordia y la absolución, teniendo en cuenta que las personas son débiles y sólo Dios conoce los motivos profundos de cada quien, de suerte que no cabe una condena anticipada y general porque hay que empezar ofreciendo siempre el perdón. Los paños calientes, o el pasteleo, si queremos hablar así. Vistas las cosas con perspectiva, un auténtico acierto.
Conviene recordar, para contar la historia completa, que uno de los sucesores de Constantino fue Juliano («el apóstata»), que intentó volver a la situación anterior. Aunque apenas tuvo tiempo: proclamado como Augusto en 361, fue asesinado en Persia en 363.
Aún surgirían nuevos escollos: tras la caída del Imperio romano de Occidente ―que entonces encarnaba el cristianismo oficial, el de Nicea― y la emergencia de los reinos que lo sucedieron, entre ellos el visigodo, parecía imponerse el arrianismo. Esa dificultad también acabó por vencerse concretamente en el Tercer Concilio de Toledo, en 587. Y eso sin contar todo lo que vino más tarde: el islam ―que literalmente engulló gran parte del otro Imperio, el de Oriente―, el citado cisma entre las dos iglesias en 1054 y los conflictos derivados de las cruzadas a partir de 1095 y su fracaso final.
Y, peor todavía, la situación interna, en ciertas épocas, del papado, convertido en escenario de constantes reyertas (físicas): en la página 623 se recuerda que «entre 872 y 1012, el 33% de los papas fallecieron en circunstancias sospechosas, lo que no deja de resultar asombroso ―y ese dato no incluye a los que perecieron como resultado de asesinatos bien documentados―. De este último grupo cabe mencionar a Esteban VI, muerto por estrangulamiento en agosto de 897; a Juan X (914-928), que fue asfixiado; y al antipapa griego Juan XVI (997-998), que inexplicablemente sobrevivió a la extirpación de los ojos, la nariz, los labios, la lengua y las manos, falleciendo pocos años más después en el monasterio alemán de Fulda».
¿Por qué ese éxito a lo largo de los siglos? ¿Suerte? ¿Astucia? El autor del libro no se atreve a ofrecer una respuesta concluyente. Como tampoco entra en el juego de lo contrafáctico: ¿qué habría sucedido si uno cualquiera de esos lances se hubiese resuelto, como parecía lo fácil, en disfavor del cristianismo?
El libro se corta antes de llegar a los dos grandes hechos del siglo XVI: la reforma protestante (y la contrarreforma) y la cristianización de América. Tal vez el autor entienda que ya estamos fuera de la cristiandad, en lo primero por razones teológicas, o ideológicas, y en lo segundo por motivos geográficos. Pero al lector interesado en la continuación de la película no le faltarán precisamente lugares donde recabar toda la información.
V. El énfasis en las cuestiones fiscales. Una última idea a retener: el autor del libro presta mucha atención, a lo largo del relato, a lo que, empleando una vez más palabras de hoy, llamaríamos la hacienda pública: el fisco, en terminología precisamente romana: a) de dónde (en una sociedad como aquella, rural y no monetizada) se obtenían los ingresos y b) a qué se dedicaba lo así recogido, precisando si, en cada una de las dos fases, se imponían las decisiones unitarias ―la centralización, que diríamos hoy― o por el contrario se dejaban las cosas en manos de una mayor cercanía a cada palmo de un terreno que suele ser demasiado extenso para ser gobernado con una misma mano. Por recoger sólo dos citas, reproduzcamos las de las páginas 134 y 135, acerca de la época de Constantino: «En la práctica, (…), y dado que los emperadores no tenían forma de controlar la mayor parte de las facetas vitales de las diversas comunidades del imperio, no habría más remedio que conceder un considerable grado de autonomía a los grupos de terratenientes locales, que en la mayor parte de los casos organizaban concejos municipales para ocuparse de los asuntos. La tarea más importante de esos consejeros ―al menos en cuanto a su rendición de cuentas ante los emperadores― consistía en atender la vital cuestión de la exacción de impuestos. Dichos ingresos fiscales gravitaban sobre una economía fundamentalmente agrícola, sin la cual no habrían podido seguir manteniéndose ni los ejércitos ni el propio conjunto estructural del imperio. Mientras los rendimientos tributarios continuaran llegando con relativa fluidez, era frecuente dejar que los potentados de las diferentes comarcas operaran de forma sustancialmente autónoma».
O, en las páginas 147 y 148, donde al hilo de las causas de la atracción de los terratenientes de las provincias a la órbita del universo tardoimperial, se menciona «el imán de los nuevos sistemas fiscales, desarrollados entre finales del siglo III y principios del IV para financiar la expansión militar que finalmente conseguiría estabilizar el Oriente romano, es decir, el frente persa. Para operar, estos sistemas seguían individualizando una a una las ciudades, lo que significa que la responsabilidad de recaudar los efectivos requeridos recaía en los concejos urbanos. Ahora, sin embargo, los funcionarios centrales del imperio intervenían de forma mucho más directa en los asuntos locales, ya que sometieron la tributación a revisiones renovables de ciclos de quince años. El objeto de dichas inducciones, pues tal era el nombre de la nueva práctica, consistía en valorar el montante global que debían abonar los diferentes territorios urbanos. Acto seguido se procedió a dividir cada una de esas unidades territoriales en distintos ámbitos de valor, los iugera, cuyo singular es iugum― palabra latina que definía la superficie de tierra susceptible de ser arada en un día. Y cada una de las entidades surgidas de esa parcelación debía pagar la misma suma todos los años. Los terratenientes que poseían los mayores latifundios podían ser dueños de fincas formadas por un gran número de iugera, mientras que había casos en que los pequeños propietarios rurales sólo alcanzaban a constituir colectivamente uno. La organización y el control del sistema en su conjunto fue con mucho el mayor y más complejo acto de gobierno jamás realizado por el estado romano, ya que requería adoptar un sinfín de medidas, desde el análisis de la capacidad productiva de todas y cada una de las economías locales del imperio hasta la constante consignación registral de los ingresos y los atrasos fiscales». Lo más parecido a lo que hoy es un cupo o un concierto ―una Comunidad Autónoma recauda y liquida su parte al Estado―, tan de moda en España.
En cuanto a la querella de las investiduras de finales del siglo XI y comienzos del XII, en pleno feudalismo, el análisis del autor se centra en lo mismo. Según se afirma en la página 649, «la financiación de los obispados y los grandes monasterios de la Europa medieval dependía de una vasta cartera de feudos y fincas, de cuya importancia da idea el hecho de que, en conjunto, su superficie supusiera del 25 al 30% del total de activos rústicos de la cristiandad occidental».
Nunca sobra, cuando se lee un libro que versa sobre ese preciso objeto y además lo hace a lo largo de un arco temporal tan vasto ―la longue durée de Fernand Braudel― tener en la misma mesa el estudio de 1918 de Joseph Allois Schumpeter La crisis del Estado fiscal, donde se declara, por ejemplo, que «la historia fiscal de un pueblo es, sobre todo, una parte esencial de su historia general. De la sangría económica de las naciones que las necesidades del Estado requieren y del empleo que se dé a sus resultados emana una enorme influencia en el destino de los países». Y es que, aparte de consideraciones estrictamente económicas, sucede que «el espíritu de un pueblo, su nivel cultural, su estructura social, los hechos que puede preparar su política, todo esto y más está escrito con claridad en su historia fiscal (…)».
Del mismo texto: «Las condiciones sociales contienen siempre restos del pasado y semillas del futuro; y son estas simientes las que son especialmente perceptibles por el investigador que las contempla a través del cristal de una época posterior. Natura non facit saltum».
Muy bien ―se coincida o no con él y con sus filias y sus fobias sobre las personas― Peter Heather, sí señor (de Schumpeter no hace falta decir nada a estas alturas). Y muy bien igualmente a los que tomaron la iniciativa ―muy pronto, porque el original es de 2022― de traducir su libro al español.
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