El filósofo Isaiah Berlin
Prescribirse uno a sí mismo la tarea intelectual y física de escribir una entrada diaria en el blog como si se tratara casi de una obligación moral no deja de ser una estupidez agobiante y agotadora. Pero es mi estupidez... Y más, cuando desde dentro de mí y por un prurito exacerbado de respeto al posible lector, me niego a comentar de forma preferente y asidua los asuntos que están diariamente en el candelero público; algo que ya otros hacen mucho mejor que yo. De ahí, el recurso a la reedición de antiguas entradas que me parece conservan aun su actualidad por las razones que sean. Mi yerno más joven me reprocha, no sin parte de razón, ese recurso llevado de su interés y entusiasmo por la actualidad. Tendrá que dominarlo un poco si quiere aproximarse con ecuanimidad a su recien descubierto interés intelectual y académico por la Historia. No se lo reprocho, pero es lo que hay.
Y en esa tesitura andaba cuando recordé, en una de mis recientes "patas arriba" que suelo hacer por el ordenado desorden de la "sección Las Palmas" de nuestra caótica biblioteca familiar, haber "visualizado" una biografía del filósofo británico Isaiah Berlin que echaba de menos desde hacía tiempo. No me ha costado mucho encontrarla de nuevo: "Isaiah Berlin. Su vida" (Taurus, Madrid, 1999), escrita por el historiador canadiense Michael Ignatieff.
Mi primera toma de contacto académico con la obra de Isaiah Berlin -y con la de Hannah Arendt- vino propiciada por el estudio de la asignatura de Teoría Política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, de mano de los libros de "Historia de la Teoría Política" (Alianza, Madrid, 1993) del profesor Fernando Vallespín. Me "quedé" enganchado de ambos, de Berlin y Arendt, y de la teoría política, para siempre. Tanto, y perdónenme una confesión tan pueril, que cambié mi "nombre de guerra" en el ciberespacio, hasta entonces "Atenea", mi divinidad preferida, por el de "IBerlin", y poco más tarde, y ya definitivamente, por el de "HArendt". Y ahí sigo.
La entrada "Isaiah Berlin" de la Wikipedia en español no le hace justicia al gran filósofo liberal que fue. Pero tampoco las ediciones en inglés y francés lo hacen, ignoro el motivo, y es algo que resulta bastante deprimente. Para compensarlo en cierto modo, traigo hasta el blog al sociólogo Julio Aramberri, profesor de Sociología en la Universidad de Vietnam, que lleva un delicioso y entretenido blog en Revista de Libros, "Orientalismo". Fue él quien en el número de diciembre de 2001 de dicha revista publicó un artículo titulado "El zorro, el erizo y la vieja Europa", reseñando varios libros de Isaihah Berlin de reciente publicación, que les dará una idea mucho más cabal del pensamiento de nuestro gran filósofo.
De Isaiah Berlin dice el profesor Michael Ignatieff en su biografía que en su larga vida (1909-1997), formado en tres grandes tradiciones -rusa, judía y británica- fue testigo de las principales corrientes filosóficas del siglo XX. Nacido en Riga (Letonia) en el seno de una familia judía, vivió de niño la revolución rusa en San Petersburgo, y con once años se trasladó a Londres con su familia, se adaptó rápidamente a su nueva sociedad y obtuvo una beca para estudiar en Oxford, donde conoció a algunos de los más brillantes pensadores de su generación.
Como profesor, más tarde, de dicha universidad, dejó el chispeante recuerdo de un cierto narcisismo hipocondríaco, más fingido que real, que le llevaba en ocasiones a dirigir los seminarios de doctorado a sus alumnos desde la cama, con un montón de libros, papeles, tazas de té y galletas esparcidos sobre la colcha. Solo es una anécdota sobre un hombre de una personalidad arrolladora, extrovertida y vitalista.
Fue judío a su manera, dice de él Ignatieff, e insistió siempre y a lo largo de toda su vida, en que para ser seglar y escéptico, como él era, no hacía falta romper con el pasado familiar. Sionista, como Hannah Arendt, defendió siempre, también como ella, la existencia de dos estados en Palestina, uno judío y otro árabe, que deberían convivir en paz. A Hannah Arendt, sin embargo, nunca le perdonó que en su libro "Eichmann en Jerusalén" (Lumen, Barcelona, 2003) dijera que los judíos europeos podrían haberse resistido al exterminio del Holocausto con mayor contundencia. Aquello fue demasiado para él.
Filosóficamente, dos preconcepciones fundamentales echaron raíces tempranas en su obra: que puede haber incompatibilidad entre valores y que los seres humanos no son infinitamente maleables. Anticomunista convencido y confeso detestaba la idea marxista de determinismo histórico, argumentado que tal idea fue la que sirvió de pretexto ideológico a Stalin para sus crímenes. Del hombre soviético tuvo la profunda sensación de que no era, como creían los optimistas, pragmático y receptivo a los argumentos racionales, sino que, por el contrario, la doctrina del partido había penetrado hasta el último rincón de su conciencia. Pensamiento este que también compartió Hannah Arendt en su obra "Los orígenes del totalitarismo" (Alianza, Madrid, 2006).
Sin embargo, del marxismo aprendió a observar en términos históricos los valores que los liberales de su generación creían verdades eternas. La experiencia práctica le enseñó que discernimiento y carácter podían ser más importantes que la simple inteligencia: "Las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias será las que serán: así pues, ¿por qué querer engañarnos?", dijo citando al obispo Butler en la introducción a su "Karl Marx".
De las grandes figuras políticas de su tiempo dijo que raramente entendían la historia, historia que querían acoplar a sus propios designios, y que la política siempre tendría un potencial de tragedia ya que las fuerzas que se proponía dominar nunca estarían plenamente al alcance humano.
Las opciones públicas y privadas tienen que decidirse en ausencia de certidumbres, dijo. Liberar al hombre, insistió siempre, significa liberarle de obstáculos tales como prejucios, tiranías o discriminaciones para que pueda ejercer su propia y libre elección; no significa explicarle como utilizar su libertad. Lo que pide esta época, decía, no es más fé, un liderazgo más fuerte o más organización científica; es más bien lo contrario: menos ardor mesiánico, más escepticismo culto y más tolerancia de las idiosincracias. Los hombres no solo viven de luchar contra los males, dijo, viven de elegir sus propias metas, una gran mayoría de ellas raramente previsibles y en ocasiones incompatibles.
Utilizando la distinción que él hizo célebre, dice Ignatieff, la variedad de su obra puede hacer parecer a Isaiah Berlin un zorro que sabía muchas cosas, pero en realidad fue un erizo que solo habló de una cosa grande: la libertad.
Los comentarios que anteceden están tomados de mis notas de lectura de "Isaiah Berlin. Su vida", en julio de 1999.
Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt
Como profesor, más tarde, de dicha universidad, dejó el chispeante recuerdo de un cierto narcisismo hipocondríaco, más fingido que real, que le llevaba en ocasiones a dirigir los seminarios de doctorado a sus alumnos desde la cama, con un montón de libros, papeles, tazas de té y galletas esparcidos sobre la colcha. Solo es una anécdota sobre un hombre de una personalidad arrolladora, extrovertida y vitalista.
Fue judío a su manera, dice de él Ignatieff, e insistió siempre y a lo largo de toda su vida, en que para ser seglar y escéptico, como él era, no hacía falta romper con el pasado familiar. Sionista, como Hannah Arendt, defendió siempre, también como ella, la existencia de dos estados en Palestina, uno judío y otro árabe, que deberían convivir en paz. A Hannah Arendt, sin embargo, nunca le perdonó que en su libro "Eichmann en Jerusalén" (Lumen, Barcelona, 2003) dijera que los judíos europeos podrían haberse resistido al exterminio del Holocausto con mayor contundencia. Aquello fue demasiado para él.
Filosóficamente, dos preconcepciones fundamentales echaron raíces tempranas en su obra: que puede haber incompatibilidad entre valores y que los seres humanos no son infinitamente maleables. Anticomunista convencido y confeso detestaba la idea marxista de determinismo histórico, argumentado que tal idea fue la que sirvió de pretexto ideológico a Stalin para sus crímenes. Del hombre soviético tuvo la profunda sensación de que no era, como creían los optimistas, pragmático y receptivo a los argumentos racionales, sino que, por el contrario, la doctrina del partido había penetrado hasta el último rincón de su conciencia. Pensamiento este que también compartió Hannah Arendt en su obra "Los orígenes del totalitarismo" (Alianza, Madrid, 2006).
Sin embargo, del marxismo aprendió a observar en términos históricos los valores que los liberales de su generación creían verdades eternas. La experiencia práctica le enseñó que discernimiento y carácter podían ser más importantes que la simple inteligencia: "Las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias será las que serán: así pues, ¿por qué querer engañarnos?", dijo citando al obispo Butler en la introducción a su "Karl Marx".
De las grandes figuras políticas de su tiempo dijo que raramente entendían la historia, historia que querían acoplar a sus propios designios, y que la política siempre tendría un potencial de tragedia ya que las fuerzas que se proponía dominar nunca estarían plenamente al alcance humano.
Las opciones públicas y privadas tienen que decidirse en ausencia de certidumbres, dijo. Liberar al hombre, insistió siempre, significa liberarle de obstáculos tales como prejucios, tiranías o discriminaciones para que pueda ejercer su propia y libre elección; no significa explicarle como utilizar su libertad. Lo que pide esta época, decía, no es más fé, un liderazgo más fuerte o más organización científica; es más bien lo contrario: menos ardor mesiánico, más escepticismo culto y más tolerancia de las idiosincracias. Los hombres no solo viven de luchar contra los males, dijo, viven de elegir sus propias metas, una gran mayoría de ellas raramente previsibles y en ocasiones incompatibles.
Utilizando la distinción que él hizo célebre, dice Ignatieff, la variedad de su obra puede hacer parecer a Isaiah Berlin un zorro que sabía muchas cosas, pero en realidad fue un erizo que solo habló de una cosa grande: la libertad.
Los comentarios que anteceden están tomados de mis notas de lectura de "Isaiah Berlin. Su vida", en julio de 1999.
Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt
El historiador Michael Ignatieff
Entrada núm. 1945
Entrada núm. 1945
elblogdeharentd@gmail.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)
No hay comentarios:
Publicar un comentario