El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Ajedrez, de Kjell Askildsen (1929), escritor noruego, considerado uno de los grandes maestros actuales del relato breve. Su primer libro, Desde ahora te acompañaré a casa, publicado en 1953 fue aclamado por la crítica, y al tiempo prohibido por «inmoral» en la biblioteca pública de su ciudad natal, debido a su alto contenido sexual. Askildsen es un escritor reconocido mundialmente y traducido a cerca de veinte idiomas. Les dejo con su relato:
AJEDREZ
por
Kjell Askildsen
El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir tampoco tiene nada por qué morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez.
-Sigues vivo -dijo, aunque él era mayor que yo.
Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua.
-La vida es dura -dijo-, no hay quién la aguante.
Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas. Yo solo he escrito unas pocas, que además son breves. A él se le considera un escritor bastante bueno, aunque un poco obsceno. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en sus nalgas fofas. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez.
-Eso lleva mucho tiempo -dijo-, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes.
Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas.
-No lleva más de una hora -dije.
-La partida sí -contestó-, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo.
No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije:
-De modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya.
-Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida.
Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir.
-Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos -dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar.
-No ha sido mi intención herirte -dijo.
-¿Herirme? -contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara-. Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito.
Me puse de pie y le solté un discurso:
-Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo.
Y añadí, un poco vagamente, lo confieso:
-Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez.
Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo:
-Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.
FIN
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