viernes, 14 de agosto de 2015

[Pensamiento] Religiones, iglesias y totalitarismos







Como mi padre, aunque no creo que la genética tenga nada que ver en esto, soy un ateo bonachón y escéptico, en nada beligerante con los creyentes siempre que estos respeten un pacto tácito de solo dos puntos: 1. Usted crea en lo que quiera pero déjeme a mí tranquilo con mis no-creencias; y 2. Usted crea en lo que quiera pero no pretenda imponerme ni a mí ni a nadie sus creencias.

Acabo de terminar de leer en estos días un interesante libro titulado "Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente" (Turner, Madrid, 2015) escrito por el famoso divulgador científico y genetista británico Steve Jones (1944). Dice en la introducción del mismo (páginas 15-16 y 19): "Aunque las herramientas de la ciencia han demostrado ser poderosas, son muchas las personas que ponen en tela de juicio sus hallazgos apoyándose en sus creencias; en cambio, otros rechazan las afirmaciones basadas en la fe porque niegan la verdad o porque son imposibles de demostrar. Aun así, la actitud de los aproximadamente mil millones de agnósticos y ateos del planeta hacia las doctrinas de la mayoría creyente tienen mucho en común con las posturas de los devotos ante el testarudo universo de los hechos, pues cada parte contempla a la otra con una melzca de fascinación y repugnancia. La idea de que la simple convicción puede iluminar el mundo físico carece de interés para los biólogos, geólogos y demás científicos. Por su parte, muchos de los que se aferran al dogma tienen una actitud igual de negativa hacia la ciencia, pues rechazan lo que ven, y niegan que sirva para explicar completamente lo que les rodea. En consecuencia, muchos científicos sienten un interés furtivo por los asuntos de los fundamentalistas, mientras que los literalistas bíblicos a menudo se ven fascinados por la ciencia, aunque solo sea para denunciarla".

Tres páginas después sigue diciendo: "Por lo que atañe a lo sobrenatural, ni la ciencia ni este libro pueden decir nada. Suscribimos lo que, según se cuenta, les respondió el matemático Laplace a Napoleón cuando el emperador le preguntó por qué no había ninguna mención a la deidad en su volumen sobre mecánica celeste: "No necesito esa hipótesis". Apelar a un poder supremo no aportaba nada a su conocimiento. A pesar de ese valioso consejo, sigue diciendo, los cristianos a menudo intentan amoldar los últimos avances a sus creencias: desde el universo heliocéntrico a la teoría de la evolución, los nuevos descubrimientos se entretejen con la fe y se usan para reafirmar la propia religión (el big bang, por ejemplo, tuvo que ser desencadenado por Dios). Los argumentos teológicos de este tipo se basan en la idea de que la existencia de una causa final detrás del universo nunca pueden refutarse. A fin de cuentas, tal y como señaló Laplace, este tipo de misterios, imposibles de demostrar, solo interesan a quienes están decididos a creer en ellos".

Mucho más beligerante con la religión, y más concretamente con el cristianismo, se muestra el escritor y crítico literario español Rafael Narbona (1963) en un reciente artículo en su blog Viaje a Siracusa, titulado "¿Es el cristianismo una forma de totalitarismo?", que publicaba Revista de Libros en su último número. 

Dice en él Narbona que lo malo de ser un católico escéptico es que puedes llegar a pensar que la institucionalización del sentimiento religioso es una catástrofe para el espíritu. Ser católico se identifica hoy en día con una oposición numantina al preservativo, el matrimonio gay, el aborto y la eutanasia. No entiendo la condena moral de los métodos anticonceptivos, salvo que se atribuya a Dios un poder medieval, donde se incluye un derecho ilimitado sobre el cuerpo de los otros. Me parece grotesco reducir el cristianismo a unas posiciones tan primarias y esquemáticas. Sin embargo, no creo que esa actitud surja de una perspectiva estrictamente teológica, sino de consideraciones de naturaleza política. El control sobre el cuerpo es uno de los principios básicos del poder totalitario. El objetivo es cortar de raíz la libertad del individuo, regulando las distintas etapas de su desarrollo: concepción, nacimiento, identidad sexual, paternidad y óbito. La socialización de la sexualidad puede ser una forma de educar al instinto o una estrategia de dominación. 

El aborto, añade, plantea un espinoso dilema, pues la medicina, la biología y el derecho se enfrentan al problema de definir claramente qué es una persona o, más exactamente, cuándo puede hablarse de vida plenamente humana y no de simples células embrionarias. En las sociedades libres y democráticas se han fijado plazos para interrumpir un embarazo no deseado. Establecer analogías entre el aborto y las políticas genocidas constituye una insensatez y una grave ofensa a la verdad. No parece menos descabellado criminalizar la homosexualidad o clasificarla como una aberración. La homosexualidad es tan antigua como nuestra especie y expresa una parte de nuestra naturaleza. En cuanto a la eutanasia, el derecho a elegir una forma digna de morir, sin sufrimientos innecesarios, parece tan innegociable como la libertad de expresión. ¿Por qué la Iglesia católica se muestra tan inflexible en estas cuestiones? Su intransigencia parece inconsecuente con el mensaje evangélico, que destaca como valores esenciales el perdón, la reconciliación y la fraternidad. En el Evangelio de Juan, Jesús perdona a la adúltera, desviándose de la ley de Moisés, que ordenaba su lapidación. Su interés por la dimensión corporal del ser humano es pura biopolítica, pues expresa la voluntad de crear una sociedad que reduce al individuo a una deplorable minoría de edad. Los sacramentos (bautismo, penitencia, eucaristía, confirmación, orden sacerdotal, matrimonio y unción de enfermos) se despliegan como una gigantesca malla que contiene todos los aspectos de la vida humana. No son ritos que constituyan al hombre como persona, sino mecanismos que liquidan la autonomía de la sociedad civil.

El cristianismo, continúa, se convierte en totalitarismo cuando litiga contra las libertades y repudia derechos que se han incorporado al ordenamiento jurídico de los países más avanzados en materia de moral y costumbres, dice más adelante. De acuerdo con las palabras del teólogo Hans Küng, el Dios cristiano es «el buen Dios que se solidariza con los hombres, con sus necesidades y esperanzas. Que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura. […] Dios quiere la vida, la alegría, la libertad, la paz, la salvación, la gran felicidad última del hombre, en cuanto individuo y en cuanto colectividad. […] El cristianismo es un humanismo realmente radical, capaz de integrar y asumir lo no verdadero, lo no bueno, lo no bello y lo no humano: no sólo todo lo positivo, sino también –y esto es lo que decide el valor de un humanismo– todo lo negativo, incluso el dolor, la culpa, la muerte, el absurdo».

Algunos han intentado conciliar marxismo y cristianismo, sigue diciendo, pero se trata de una combinación imposible. El marxismo no es un humanismo, pues su visión escatológica de la historia rebaja al individuo a una variable intrascendente. La utopía socialista no apunta hacia la libertad y la igualdad, sino hacia una dictadura totalitaria y burocrática con una política exterior expansiva, imperialista. Los carros blindados de la Unión Soviética paseándose por Praga reflejan la esencia del marxismo-leninismo, que no reconoce ningún derecho al enemigo de clase ni admite el pluralismo político. El humanismo revolucionario alumbró la deshumanización del hombre, con niveles de represión desconocidos desde el nazismo. El capitalismo sin rostro humano no ejerce la violencia institucional, pero no es menos deshumanizador, pues abandona a su suerte a los más débiles y vulnerables. 

Me parece una crítica del catolicismo bastante razonada y aceptable, pero echo de menos en ella un excurso más radical sobre los fundamentalismos de buena parte del cristianismo protestante, del judaísmo ortodoxo y no digamos del islamismo, al lado de los cuales el catolicismo casi parece un ágora de libertad.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt









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