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jueves, 5 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Todo pasará



Campamento de refugiados en la frontera turca. Getty Images


"Aparece la primera noticia sobre un nuevo virus -afirma el escritor Enric González ("La muerte, modo de empleo". El País, 1/3/2020) en el A vuelapluma de hoy-. La noticia causa alarma. La alarma agranda los titulares, lo cual agudiza la alarma. Caen las Bolsas. La actividad internacional se altera. El virus monopoliza los medios. Se difunden crónicas y artículos que relativizan el peligro. Otras piezas rebaten la relativización. Las redes, donde conviven las basurillas irrelevantes y la basurilla más influyente del planeta (la cuenta en Twitter de Donald Trump, por ejemplo), se inflaman. Se actualiza minuto a minuto el número de infecciones y de víctimas mortales. Se multiplican los errores, las cuarentenas, las precauciones útiles y las absurdas. Se suspenden algunos grandes acontecimientos y se mantienen otros. La humanidad permanece en vilo.

Aún no sabemos cómo terminará el asunto. Tal vez se consiga erradicar el virus. O tal vez no, y tendremos que convivir con un nuevo tipo de gripe. Quizá un poco más dañina que la tradicional, con seguridad mucho menos letal que la llamada “gripe española”, un virus que irrumpió en 1918, mató a unos 40 millones de personas y desapareció (por causas inciertas) en 1920.

Sí sabemos algo con absoluta certeza: la alarma pasará. Ocurra lo que ocurra. No hay noticias ni tragedias que soporten el paso del tiempo. Incluso lo más atroz se olvida o se asimila. Una tragedia como el sida, en su momento muchísimo más peligrosa que el coronavirus, no comportó cierre de fronteras ni precauciones públicas. Al principio era denominado “cáncer gay”, y recuerdo muy bien que en las redacciones de la época se ironizaba sobre el asunto. Era un problema de “ellos”. Un repaso de las hemerotecas resulta a la vez deprimente y estimulante: parece que ya no somos tan idiotas como antes, al menos en cuestiones sexuales.

Pero hay cosas inmutables. Como la esencia perecedera de las alarmas, las reservas limitadas de compasión y la facilidad con que minimizamos una tragedia cuando afecta a “ellos”, no a “nosotros”. En lo que atañe a la información y al estado de ánimo de esa cosa abstracta que denominamos “opinión pública”, la muerte tiene un modo de empleo muy concreto.

No creo que hayamos olvidado la guerra de Siria, que dura ya nueve años. Hacia 2012 había titulares sobre el riesgo de una extensión del conflicto o, ya puestos, sobre su transformación en una guerra mundial. Hablábamos mucho del tema. El fervor que le dedicábamos decayó hasta que nos llegó la ola expansiva, en forma de refugiados e inmigrantes. Salvo por eso, lo que ocurre en Siria ha dejado de interesarnos.

Sin embargo, la guerra no ha terminado. Y mantiene su dimensión internacional. La aviación rusa destruye estos días Idlib, el último gran reducto de la oposición a Bachar el Asad, y las fuerzas del dictador preparan el último asalto. Casi un millón de personas, según la ONU, buscan refugio. De un lado les cierran el camino las tropas del régimen; del otro lado tienen el muro de las tropas turcas, que, entre otros objetivos estratégicos relacionados con los kurdos, tienen orden de impedirles el paso: Turquía ha recibido ya casi cuatro millones de refugiados por el conflicto.

Aquello es el horror. Pero ya no nos interesa. Como siempre, hay muertos que cuentan y muertos que no. De hecho, a esa gente la dimos por amortizada hace tiempo. ¿Qué hacen sufriendo todavía?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 4 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Intolerancia





"En la Eneida -escribe en el A vuelapluma de hoy la psicóloga Remei Margarit ("El caballo de Troya". La Vanguardia, 29/2/2020)-, Virgilio explica que los griegos asediaban la ciudad de Troya, pero como la ciudad tenía unas murallas muy altas no podían entrar; entonces construyeron un caballo enorme de madera, lo dejaron en la puerta de la ciudad y se marcharon del asedio. Los troyanos creyeron que aquel caballo era un regalo de los dioses y lo metieron en la ciudad. Por la noche, los guerreros griegos escondidos dentro del caballo salieron y tomaron la ciudad.

Desde entonces, el caballo de Troya es un símil del enemigo infiltrado. Pues en este nuestro país, la entrada de Vox en las instituciones es el caballo de Troya de la ultraderecha. Se presentan como demócratas porque han tenido votantes, pero el voto no lo es todo en una democracia, las bases de la democracia son la libertad de expresión y el respeto para toda clase de pensamiento. Ello no quiere decir que sea preciso tolerar el pensamiento que la quiere destruir, que es lo que quiere la ultraderecha de este país y del mundo entero. He vivido bajo el franquismo y reconozco los gestos, el tono y las palabras de la ultraderecha cuando los oigo. Ya sé que entre sus votantes pocos quieren una dic­tadura, otros muestran su enojo porque las cosas no les van bien y otros se han dejado engañar por las mentiras de las soluciones fáciles para resolver problemas complejos, como propone la ultraderecha. El pin parental ya es un primer paso para empobrecer la educación.

En la anterior legislatura, el PP ya arrinconó la educación para la ciudadanía, una buena asignatura para educar buenos ciudadanos; y ahora, la ultraderecha quiere vetar el respeto para toda clase de afectos humanos, y si se la deja hacer, vetará la libertad de expresión y todo lo que haga falta. Son viejos conocidos aunque sean jóvenes y sonrientes; eso sí, sonríen mucho, aunque a mí me parece que lo que hacen es enseñar los dientes.

El caballo de Troya existe siempre. Los intolerantes aprovechan las facilidades democráticas para introducirse en las instituciones y desde allí desmontar las democracias, conseguidas con el esfuerzo de todos. No hay que descuidarse ni un día si queremos vivir en paz. La into­lerancia no puede estar en las institu­ciones".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 21 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Nosotros, los intolerantes







Imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa. Es la intolerancia de los justos, escribe en El País, mi amiga y admirada Elvira Lindo.

Pocas veces saco el nosotros a relucir, comienza diciendo. Por un lado, porque respeto tanto la experiencia ajena que no quiero apropiarme de ella, prefiero la antigua conexión con el prójimo de la solidaridad; por otro, tengo la impresión de que cada vez que se utiliza, nosotras o nosotros, es para dejarse a conciencia a alguien fuera. La primera persona del plural se ha convertido más que nunca en un pronombre excluyente, o al menos así lo percibo cuando la gente retroalimenta sus convicciones cada día, polémica tras polémica, moviéndose dentro de un grupo homogéneo, escribiendo para un público seguro, sin arriesgar, no saliéndose jamás de la ortodoxia del colectivo dentro del cual se siente segura. Me irrita incluso cuando se le da al nosotros un uso familiar, casi tribal, hablando de las peculiaridades y similitudes genéticas que nos distinguen de los otros. Prefiero pensar en singular, a pesar de que estos tiempos sean confusos y me vea a menudo incapaz de ordenar mis pensamientos.

De la voluntad de pensar en singular o entregarse a la primera persona del plural trata precisamente un artículo que leí esta semana, The New Campus Censors (Los nuevos censores del Campus), escrito por David Bromwich, profesor de la Universidad de Yale, en la revista The Chronicle of Higher Education. Reflexiona Bromwich sobre la poca capacidad de los universitarios para aceptar el libre discurso y de cómo los rectorados han contemporizado con esa intolerancia esgrimida en ocasiones por alumnos de apenas 18 años. Se supone que la esencia de la educación universitaria es enfrentarse con pensamientos incómodos, que nos repelen incluso, pero ante los que tenemos que ejercitar nuestra capacidad dialéctica. La cuestión es que las autoridades universitarias han aceptado que el estudiante es el cliente y que el cliente siempre tiene razón; si no la tiene, hay que buscar la manera, por muy retorcida que ésta sea, de concedérsela. El campus deja de ser un lugar de debate para convertirse en algo parecido a un hogar donde todo ha de procurarnos bienestar, hasta las opiniones ajenas, y si se diera el caso de que no nos gustan, en nombre de las grandes causas callamos la boca a un ponente o instamos a la dirección de una revista para que retire un artículo al no soportar que alguien escriba algo que va en contra de nuestros principios.

Leía el artículo e iba reconociendo tendencias colectivas en nuestro país de ese laboratorio de experiencias que es USA. No es extraño, cada vez estamos todos más cerca. Lo que cuenta el profesor Bromwich no solo afecta al portentoso mundo de los campus americanos; la intolerancia a confrontar las opiniones ha llegado hasta nosotros para quedarse, y mucho tiempo, me temo. Yo me eduqué en la creencia, directamente heredada de quienes habían sufrido la tijera franquista, de que la libertad de expresión era el primer mandamiento del acuerdo democrático. Probablemente, lo más reseñable de esa idealizada y denostada década de los ochenta fuera la capacidad de convivencia de tan diferentes tribus. Sé de lo que hablo porque pasé por ella trabajando en medios de comunicación públicos y creo que muchos de los que allí coincidimos tenemos ahora esa sensación: a pesar de la falta de sensibilidad que mostrábamos para ciertos asuntos (algo hemos aprendido), qué felicidad retrospectiva la de recordar que no había que medir tanto las palabras como ahora, que nuestra piel y la de quienes nos escuchaban era menos fina.

Atribuyen esta hipersensibilidad a la opinión ajena a una juventud no educada para enfrentar opiniones contrarias. No me convence la teoría. Mi sensación es que la sociedad ha experimentado, en general, un proceso de infantilización. Usted y yo también. Procuramos que nuestra visión del mundo se adapte a nuestro esquema moral, que a resultas de tan estrecho campo de miras se va haciendo cada vez más mezquino. Yo misma reacciono a menudo con soberbia ante algo que no me agrada y de momento me urge el deseo de gritarlo a los cuatro vientos, aunque hago un esfuerzo de contención y trato de rumiar un tiempo aquello que no me gusta. Por ver qué pasa. Como si comiera un alimento hacia el que presumo cierta intolerancia. Y es que la realidad y la reacción que ésta provoca suceden demasiado rápido para mí, confieso que mi mente no puede asimilarlas. Percibo que vamos en masa, arrastrados por la turbamulta, hacia el último suceso o la última noticia, sintiéndonos impelidos a opinar rápido y de manera significativa. A ver quién grita más alto, a ver quién se suma de la manera más grosera posible y menos matizada para no quedar atrás en los anhelos de nuestro colectivo. De esta manera, imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa, que es, al fin, quien nos obliga a pensar y a no vivir, como dijo Henry Roth, a merced de una corriente salvaje. Por noble que sea nuestra causa, ¿somos más justos acallando la opinión del adversario?, ¿nos hace más felices?



Estudiantes. Universidad de California-Los Ángeles, noviembre 2017


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 31 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Cerebros de gallina





Las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda cualquier cosa. Nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios, comenta el escritor y académico Javier Marías en un reciente artículo con el que termino (al menos eso deseo de todo corazón) la interminable serie de entradas del blog dedicadas a reseñar, día a día y paso a paso, el fallido proceso independentista catalán.

Me entero, comienza diciendo Marías, de unas recientes estadísticas americanas que aún no hielan, pero enfrían sobremanera la sangre. Más que nada por eso, porque no son de Rusia ni de las Filipinas ni de Turquía ni de Cuba ni de Egipto ni de Corea del Norte, sino del autoproclamado “país de los libres” desde casi su fundación. El 36% de los republicanos cree que la libertad de prensa causa más daño que beneficio, y sólo el 61% de ellos la juzga necesaria. Entre los llamados millennials, sólo el 30% la considera “esencial” para vivir en una democracia (luego el 70% la ve prescindible). Hace diez o quince años, sólo el 6% de los ciudadanos opinaba que un gobierno militar era una buena forma de regir la nación, mientras que ahora lo aprueba el 16%, porcentaje que, entre los jóvenes y ricos, aumenta hasta el 35%. Un 62% de estudiantes demócratas —sí, he dicho demócratas— cree lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. Y a un 20% de los estudiantes en general le parece aceptable usar la fuerza física para hacer callar a un orador, si sus declaraciones o afirmaciones son “ofensivas o hirientes”. Por último, el 52% de los republicanos apoyaría aplazar —es decir, cancelar— las próximas elecciones de 2020 si Trump así lo propusiera.

Todo ello es deprimente, alarmante y no del todo sorprendente. Nótese la entronización de lo subjetivo en el dato penúltimo. Los dos adjetivos, “ofensivo” e “hiriente”, apelan exclusivamente a la subjetividad de quien oye o lee. Alguien muy religioso sentirá como hiriente que otro niegue la existencia de Dios o que su fe sea la verdadera; alguien patriotero, que se diga que su país ha cometido crímenes (y no hay ninguno que no lo haya hecho a lo largo de la Historia); alguien ultrafeminista, que se critique la obra artística de una congénere; alguien independentista, que se disienta de sus convicciones o delirios. En todos esos casos se vería justificado acallar a voces o mediante violencia al que nos contraría, porque “nos hiere u ofende”. Y como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios. Bueno, nada salvo los dogmas impuestos por el régimen de turno, de derechas o de izquierdas.

Esas estadísticas son estadounidenses, pero me temo que en Europa no serían muy distintas. No es una cuestión de edad ni de ideología. Como se comprueba, participan de la intolerancia los mayores y los jóvenes, los demócratas y los republicanos. Demasiada gente, en todo caso, dispuesta a cuestionar o suprimir la libertad de expresión y de prensa, a celebrar un gobierno de militares, a callarles la boca por las bravas a quienes sostienen posturas que no les gustan. Las estadísticas de aquí las proporcionan las redes sociales, en las que un número ingente de individuos recurre de inmediato al ladrido, la amenaza y el insulto ante cualquier opinión diferente a la suya. Las más de las veces cobardemente, no se olvide, bajo anonimato. No cabe sino concluir que una serie de valores “democráticos”, que dábamos por descontados, se están tambaleando. Valores fundamentales para la convivencia, para el respeto a las minorías y a los disidentes, para que la unanimidad no aplaste a nadie. Algo lleva demasiado tiempo fallando en la educación, y las conquistas y avances en el terreno del pensamiento, de la igualdad social, de las libertades y derechos, de la justicia, nunca están asegurados.

Personas con importantes cargos, y por tanto con influencia en nuestras vidas, razonan de manera cada vez más precaria, como si a muchas se les hubiera empequeñecido el cerebro. No sé, un par de ejemplos: la diputada Gabriel ha incurrido en una de las mayores contradicciones de términos jamás oídas, al calificarse a sí misma de “independentista sin fronteras” (sic); y, después de la españolísima chapuza de Puigdemont en su Parlament el 10 de octubre, cerebros como el de Colau o el de los cada vez más osmóticos Montero e Iglesias (ya no se sabe si él la imita a ella o ella a él, hasta en el soniquete y los gestos) dedujeron que al President de la Generalitat había que “agradecerle” su galimatías, porque podía haber sido peor, y menos “generoso”. Tras haber mentido, engañado y difamado compulsivamente, tras haberle ya causado un irremediable daño a su amada Cataluña, haber montado un referéndum-pucherazo digno de Franco y haberle dado validez con cara granítica, haberse burlado de su propio Parlament y haberlo cerrado a capricho; tras haber violado las leyes y haber despreciado a más de la mitad de los catalanes, ¿qué es lo que hay que “agradecerle”? ¿Que no sacara una pistola y gritara “Se sienten, coño”, como Tejero? Es como si al atracador de un chalet hubiera que agradecerle que se llevara sólo los billetes grandes y dejara los pequeños, y se limitara a maniatar a los habitantes, sin pegarles. Señores científicos, hagan el favor de estudiar con urgencia por qué tantos cerebros humanos, en los últimos tiempos, han retrocedido y menguado hasta alcanzar el tamaño del de las gallinas.



Anna Gabriel, exdiputada autonómica catalana por la CUP



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viernes, 22 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Qué bien estamos en nuestro pequeño jardín dogmático





Lucía Méndez Prada (1960) es una periodista y analista política española, redactora-jefe de Opinión del diario El Mundo, escribía hace unos días sobre la propensión de algunos grandes intelectuales europeos a dejarse fascinar por las ideologías totalitarias de su época. 

Mark Lilla, comienza diciendo, profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia, es uno de los ensayistas políticos de moda en esta parte del mundo. Dos días antes de los atentados del 11-S, publicó Pensadores temerarios, un libro sobre algunos grandes intelectuales europeos fascinados de algún modo por las ideologías totalitarias del momento. Entre ellos, Martin Heidegger, Carl Schmitt o Michel Foucault. La obra ha sido reeditada en España por Debate con un epílogo del autor en el que hace un diagnóstico pesimista sobre el "superficial y desorientado" pensamiento político en Occidente. Lilla, que no esconde sus simpatías por el liberalismo, es crítico, sin embargo, con quienes se aferran "al dogma" de los "principios liberales y no avanzan más allá", porque "carecen de conciencia de las debilidades de la democracia y de cómo pueden producir hostilidad y resentimiento".

Lilla censura la nueva hybris de los pensadores actuales, distinta de la que padecían Heidegger o Schmitt, que consiste en obviar «a la gente que vive fuera del jardín encantado» donde cada intelectual reflexiona en torno a sí mismo."

Todos notamos -dice- que se están produciendo cambios. Pero carecemos de los conceptos e incluso el vocabulario adecuado para describir el mundo. De manera todavía más preocupante, carecemos de conciencia de que carecemos de ellos. Una nube de testaruda ignorancia parece haberse instalado sobre nuestra vida intelectual".

Desde este modesto lugar, contemplo a mi alrededor el mismo fenómeno que describe Mark Lilla. Percibo "una nube de testaruda ignorancia", de "dogmas" y de "prejuicios" que simplifican la realidad en el debate público y en las tribunas mediáticas. En la política y en el periodismo. Cada uno en su jardín dedicado a regar tranquilamente sus pensamientos, sin asomarse más allá de la valla para saber que existen otras realidades. Y que es necesario mezclarse con ellas para tener conciencia de cómo y por qué nuestro paisaje idílico de progreso y democracia se está nublando de miedo, ira, desigualdad, ansiedad y resentimiento. Igual es muy simple concluir que la gente se ha vuelto loca.

Lilla cuenta que cuando explica sus alumnos jóvenes la historia de las ideas se siente como "un poeta ciego que canta una Atlántida perdida". ¡Cómo le entendemos!, concluye diciendo Lucía Méndez. Tiene razón, qué bien se vive dentro de nuestro pequeño jardín dogmático...



Dibujo de Ajubel para El Mundo



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miércoles, 19 de agosto de 2015

[A vuelapluma] El caso Matisyahu: antisemistismo, intolerancia y rectificación



El cantante Matisyahu



Pienso que es una buena noticia que el Festival Rototom Sunsplash haya dado marcha atrás en su decisión de excluir al cantante estadounidense Matisyahu. Alegan, con sinceridad, que el boicot organizado por la organización palestina antisemita BDS les impidió gestionar la situación con lucidez. El Rototom ha apelado para rectificar a su trayectoria de veintidós años de compromiso con la cultura de paz y respeto entre culturas, incluida la libertad de creencias reconocida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Constitución Española, pide perdón al cantante por excluirle y le invita a participar de nuevo en el festival que se celebra en la localidad de Benicasim (Valencia).

"Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias", dice el art. 16.2 de la Constitución Española. Creo que es la primera vez que en la historia democrática de España se le pide a un artista, para dejarle actuar, una confesión pública de tal carácter. Eso no es solo antisemistismo descarado, es intolerancia pura y dura. Que a ella se apuntara Izquierda Unida, parece normal, dado que andan más perdidos que un palillo en alta mar. Que lo haya hecho Podemos, un partido supuestamente liderado por intelectuales y profesores universitarios, demuestra que no tienen claro ni lo que son ni lo que pretenden, salvo que esto último se reduzca al clásico aforismo de "nadar y guardar la ropa"..., hasta que se ahoguen.

Decía Karl R. Popper, tan citado por mí estos días, que el conflicto entre racionalidad e irracionalidad no es solo un problema intelectual, sino sobre todo, moral. Quizá el más importante de nuestro tiempo. Un problema que consiste básicamente en admitir que yo puedo estar equivocado y que tú puedes tener razón, y que con un esfuerzo común podemos acercarnos los dos a la verdad.

Lo admito sin ambages: puedo estar equivocado. Y nunca me he arrogado la pretensión de estar en posesión de verdad alguna. Pero en eso consiste una sociedad democrática, en que cada uno exponga su posible verdad sin censuras y sin miedo a que le partan la cara por ello, o le encarcelen o le maten. Es decir, todo lo contrario de lo que han hecho los intolerantes que han pretendido boicotear la actuación de Matisyahu, y que probablemente lleven sangre judía en sus venas, como la llevan un veinte por ciento de los españoles actuales. Tiene que ser terrible descubrirse descendiente de judíos conversos (yo lo soy con orgullo). De ahí su insistencia en pedir pruebas de sangre a todo quisque que no comulgue con su rancia intolerancia. ¿Quizá para hacerse perdonar su origen?

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viernes, 14 de agosto de 2015

[Pensamiento] Religiones, iglesias y totalitarismos







Como mi padre, aunque no creo que la genética tenga nada que ver en esto, soy un ateo bonachón y escéptico, en nada beligerante con los creyentes siempre que estos respeten un pacto tácito de solo dos puntos: 1. Usted crea en lo que quiera pero déjeme a mí tranquilo con mis no-creencias; y 2. Usted crea en lo que quiera pero no pretenda imponerme ni a mí ni a nadie sus creencias.

Acabo de terminar de leer en estos días un interesante libro titulado "Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente" (Turner, Madrid, 2015) escrito por el famoso divulgador científico y genetista británico Steve Jones (1944). Dice en la introducción del mismo (páginas 15-16 y 19): "Aunque las herramientas de la ciencia han demostrado ser poderosas, son muchas las personas que ponen en tela de juicio sus hallazgos apoyándose en sus creencias; en cambio, otros rechazan las afirmaciones basadas en la fe porque niegan la verdad o porque son imposibles de demostrar. Aun así, la actitud de los aproximadamente mil millones de agnósticos y ateos del planeta hacia las doctrinas de la mayoría creyente tienen mucho en común con las posturas de los devotos ante el testarudo universo de los hechos, pues cada parte contempla a la otra con una melzca de fascinación y repugnancia. La idea de que la simple convicción puede iluminar el mundo físico carece de interés para los biólogos, geólogos y demás científicos. Por su parte, muchos de los que se aferran al dogma tienen una actitud igual de negativa hacia la ciencia, pues rechazan lo que ven, y niegan que sirva para explicar completamente lo que les rodea. En consecuencia, muchos científicos sienten un interés furtivo por los asuntos de los fundamentalistas, mientras que los literalistas bíblicos a menudo se ven fascinados por la ciencia, aunque solo sea para denunciarla".

Tres páginas después sigue diciendo: "Por lo que atañe a lo sobrenatural, ni la ciencia ni este libro pueden decir nada. Suscribimos lo que, según se cuenta, les respondió el matemático Laplace a Napoleón cuando el emperador le preguntó por qué no había ninguna mención a la deidad en su volumen sobre mecánica celeste: "No necesito esa hipótesis". Apelar a un poder supremo no aportaba nada a su conocimiento. A pesar de ese valioso consejo, sigue diciendo, los cristianos a menudo intentan amoldar los últimos avances a sus creencias: desde el universo heliocéntrico a la teoría de la evolución, los nuevos descubrimientos se entretejen con la fe y se usan para reafirmar la propia religión (el big bang, por ejemplo, tuvo que ser desencadenado por Dios). Los argumentos teológicos de este tipo se basan en la idea de que la existencia de una causa final detrás del universo nunca pueden refutarse. A fin de cuentas, tal y como señaló Laplace, este tipo de misterios, imposibles de demostrar, solo interesan a quienes están decididos a creer en ellos".

Mucho más beligerante con la religión, y más concretamente con el cristianismo, se muestra el escritor y crítico literario español Rafael Narbona (1963) en un reciente artículo en su blog Viaje a Siracusa, titulado "¿Es el cristianismo una forma de totalitarismo?", que publicaba Revista de Libros en su último número. 

Dice en él Narbona que lo malo de ser un católico escéptico es que puedes llegar a pensar que la institucionalización del sentimiento religioso es una catástrofe para el espíritu. Ser católico se identifica hoy en día con una oposición numantina al preservativo, el matrimonio gay, el aborto y la eutanasia. No entiendo la condena moral de los métodos anticonceptivos, salvo que se atribuya a Dios un poder medieval, donde se incluye un derecho ilimitado sobre el cuerpo de los otros. Me parece grotesco reducir el cristianismo a unas posiciones tan primarias y esquemáticas. Sin embargo, no creo que esa actitud surja de una perspectiva estrictamente teológica, sino de consideraciones de naturaleza política. El control sobre el cuerpo es uno de los principios básicos del poder totalitario. El objetivo es cortar de raíz la libertad del individuo, regulando las distintas etapas de su desarrollo: concepción, nacimiento, identidad sexual, paternidad y óbito. La socialización de la sexualidad puede ser una forma de educar al instinto o una estrategia de dominación. 

El aborto, añade, plantea un espinoso dilema, pues la medicina, la biología y el derecho se enfrentan al problema de definir claramente qué es una persona o, más exactamente, cuándo puede hablarse de vida plenamente humana y no de simples células embrionarias. En las sociedades libres y democráticas se han fijado plazos para interrumpir un embarazo no deseado. Establecer analogías entre el aborto y las políticas genocidas constituye una insensatez y una grave ofensa a la verdad. No parece menos descabellado criminalizar la homosexualidad o clasificarla como una aberración. La homosexualidad es tan antigua como nuestra especie y expresa una parte de nuestra naturaleza. En cuanto a la eutanasia, el derecho a elegir una forma digna de morir, sin sufrimientos innecesarios, parece tan innegociable como la libertad de expresión. ¿Por qué la Iglesia católica se muestra tan inflexible en estas cuestiones? Su intransigencia parece inconsecuente con el mensaje evangélico, que destaca como valores esenciales el perdón, la reconciliación y la fraternidad. En el Evangelio de Juan, Jesús perdona a la adúltera, desviándose de la ley de Moisés, que ordenaba su lapidación. Su interés por la dimensión corporal del ser humano es pura biopolítica, pues expresa la voluntad de crear una sociedad que reduce al individuo a una deplorable minoría de edad. Los sacramentos (bautismo, penitencia, eucaristía, confirmación, orden sacerdotal, matrimonio y unción de enfermos) se despliegan como una gigantesca malla que contiene todos los aspectos de la vida humana. No son ritos que constituyan al hombre como persona, sino mecanismos que liquidan la autonomía de la sociedad civil.

El cristianismo, continúa, se convierte en totalitarismo cuando litiga contra las libertades y repudia derechos que se han incorporado al ordenamiento jurídico de los países más avanzados en materia de moral y costumbres, dice más adelante. De acuerdo con las palabras del teólogo Hans Küng, el Dios cristiano es «el buen Dios que se solidariza con los hombres, con sus necesidades y esperanzas. Que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura. […] Dios quiere la vida, la alegría, la libertad, la paz, la salvación, la gran felicidad última del hombre, en cuanto individuo y en cuanto colectividad. […] El cristianismo es un humanismo realmente radical, capaz de integrar y asumir lo no verdadero, lo no bueno, lo no bello y lo no humano: no sólo todo lo positivo, sino también –y esto es lo que decide el valor de un humanismo– todo lo negativo, incluso el dolor, la culpa, la muerte, el absurdo».

Algunos han intentado conciliar marxismo y cristianismo, sigue diciendo, pero se trata de una combinación imposible. El marxismo no es un humanismo, pues su visión escatológica de la historia rebaja al individuo a una variable intrascendente. La utopía socialista no apunta hacia la libertad y la igualdad, sino hacia una dictadura totalitaria y burocrática con una política exterior expansiva, imperialista. Los carros blindados de la Unión Soviética paseándose por Praga reflejan la esencia del marxismo-leninismo, que no reconoce ningún derecho al enemigo de clase ni admite el pluralismo político. El humanismo revolucionario alumbró la deshumanización del hombre, con niveles de represión desconocidos desde el nazismo. El capitalismo sin rostro humano no ejerce la violencia institucional, pero no es menos deshumanizador, pues abandona a su suerte a los más débiles y vulnerables. 

Me parece una crítica del catolicismo bastante razonada y aceptable, pero echo de menos en ella un excurso más radical sobre los fundamentalismos de buena parte del cristianismo protestante, del judaísmo ortodoxo y no digamos del islamismo, al lado de los cuales el catolicismo casi parece un ágora de libertad.

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miércoles, 11 de septiembre de 2013

11-S: "In memoriam"






Dedicado 
todas 
las 
víctimas 
de 
la 
intolerancia,
la
violencia 
el 
fanatismo 
lo 
largo 
de 
la 
historia 
del 
mundo.


HArendt





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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)