Mostrando entradas con la etiqueta Tolerancia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tolerancia. Mostrar todas las entradas

jueves, 19 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Tolerancia






Dibujo de Eulogia Merle para El País


"El verdadero fantasma que recorre nuestras democracias no es la extrema derecha -escribe el cayedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, Daniel Innerarity ["La conversación democrática". El País, 11/3/2020]-  sino el desconcierto acerca de qué hacer con ella, cómo combatirla con justicia y eficacia: si hemos de dialogar, si entramos en una confrontación que implique aceptar su marco mental o si tratamos de introducir una agenda alternativa… En esta decisión nos jugamos mucho porque son menos preocupantes las provocaciones de quienes se nos oponen abiertamente que nuestros errores a la hora de hacerles frente. Con diagnósticos equivocados y reacciones torpes por nuestra parte no es extraño el crecimiento de tales adversarios.

Las estrategias de combate están siendo más rotundas que eficaces: líneas rojas, cordones sanitarios, limitaciones a la libertad de expresión, exclusión de interlocutores, ampliación de los delitos (como la reciente propuesta de penalizar la apología del franquismo). Parecemos ignorar qué pocas cosas soluciona el código penal y preferimos las medidas tranquilizantes que las medidas efectivas. Puestos a elegir, optamos por aquello que nos genera buena conciencia a nosotros frente a lo que les provocaría mala conciencia a ellos. La marginalización indica poca seguridad en nosotros mismos, en la fuerza de nuestras convicciones y argumentos, una muy escasa confianza en la madurez de la gente, a quienes no podemos privar de la experiencia de escuchar tonterías. Ir a esta lucha armados únicamente con los instrumentos de la prohibición tiene como consecuencia que hasta los fachas se dan el aspecto de estar defendiendo las libertades. Con la exclusión les proporcionamos sus dos armas preferidas: ruido y victimismo.

Por supuesto que hay una diferencia radical entre gobernar con ellos y hablar con ellos, pero incluso esto último parece a muchos altamente desaconsejable. Es un dilema que reaparece una y otra vez en la historia de la democracia y sobre el que han opinado sus mejores teóricos. ¿Debemos hablar con los terraplanistas? ¿Sirve para algo escucharles? ¿Implica la tolerancia el deber de soportar a quienes defienden ideologías intolerantes?

La idea de excluir a ciertos interlocutores se ha abierto paso incluso en un lugar tan antidogmático como las universidades. En 2014 comenzó una intensa controversia en Estados Unidos (trasladada después a muchas universidades del mundo) a propósito de si las universidades podían permitir la presencia de voces consideradas extremas. Se trata de un planteamiento de difícil justificación en una institución que es un lugar de profunda diversidad de opiniones. A la hora de promocionar la ciencia son mejores, más eficientes y más respetuosas con la libertad de pensamiento las reglas de la objetividad que las condenas morales. Un terraplanista difícilmente publicará en Nature, pero no por una marginalización ideológica sino porque no conseguirá escribir un artículo de la calidad exigida, que requiere evidencias, respeto a la objetividad y argumentación rigurosa. Establecer una exclusión ideológica expresa (del estilo de “prohibamos el terraplanismo en las universidades”) equivale a dar a entender que quienes en ella estudian son personas frágiles que podrían ser traumatizadas si se les expone a ideas políticas extremas. Como decía John Stuart Mill, no somos infalibles y no tenemos el derecho de “proteger” a los demás de escuchar una opinión distinta de la nuestra. En una línea similar afirmaba Hanna Holborn Gray, antigua presidenta de la Universidad de Chicago, que “la formación no está para proporcionar comodidades a los seres humanos sino para hacerles reflexionar”. Lo más liberador de la ciencia consiste en la posibilidad de confrontarse intelectualmente con las experiencias que no tienen nada que ver con la propia experiencia vital.

El diálogo tiene múltiples beneficios para la vida democrática: nos permite conocerles, les obliga a argumentar, revela sus debilidades y nos ofrece la posibilidad de convencerles. De entrada, excluir a los extremistas de la conversación democrática nos impediría conocerlos y no deberíamos olvidar que muchos de nuestros errores a la hora de combatirlos tienen su origen, más que en su habilidad, en nuestra propia ignorancia (como no entender el tipo de indignación de la que se nutren o no acertar con la clase de candidato y discurso más apropiado para la confrontación electoral; por ejemplo, por qué ganó Trump y cuál sería el mejor candidato para que no vuelva a hacerlo). Si a esto se añade el hecho de que tendemos a subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos, la consecuencia lógica es que termine pareciéndonos no solo detestable sino incomprensible que la gente vote a tal o cual candidato.

Si hay que hablar con los extremistas no es porque uno vaya a poder convencerles (una posibilidad tanto más remota cuanto más extremista sea el interlocutor), sino para que quienes escuchen el debate tengan ocasión de escuchar sus argumentos y comprobar lo endebles que son. Lo costoso de la democracia es que tienes que explicarlo todo; lo bueno es que la sociedad entera vea lo difícil que les resulta a algunos explicarse. No hay nada más civilizador que un extremista comprobando la escasa resistencia de los datos que maneja y lo poco convincente que resultan sus argumentos. El debate, en el lugar adecuado y con las formas exigibles, les hace más daño que el silenciamiento y la exclusión. Además, nuestra disposición a reconocerles como interlocutores les impide disfrutar el privilegio de los mártires.

Siempre me ha parecido una ingenuidad aquello de Habermas de que en un debate termina por imponerse la fuerza del mejor argumento. Tenemos mil pruebas de que nuestra conversación democrática no está exenta de ventajas asimétricas y obstinación; y aunque estuviera perfectamente organizada, nada nos asegura de que fuera a ganar quien se lo merece. Nuestras razones para hablar incluso con quien hace todo lo posible para no merecerlo no son tanto de naturaleza moral como estratégica: porque hablar con ellos no les hace más fuertes sino todo lo contrario, y mejora nuestra cultura democrática, que es precisamente aquello que tratamos de potenciar.

Conviene recordar que la tolerancia democrática implica escuchar cosas que nos desagradan e incluso que detestamos moralmente. La estupidez no es delito, ni el buen gusto es política o moralmente exigible. En momentos como este se acuerda uno de Paul Valéry: la diversidad humana se debe a la variedad de formas de hacer el ridículo. Lo que no tiene ningún sentido es que tratemos de proteger la democracia con las armas de sus adversarios. Las de la democracia son el diálogo, la tolerancia y el respeto, también con aquellos que han puesto todo de su parte para no merecerlo. Si el avance de la civilización consiste en hacer compatible la firmeza de las convicciones con la disposición a convivir con quienes no las comparten no es por debilidad o relativismo. La creación de un espacio público abierto ha sido una conquista de la humanidad a partir de la experiencia de que tendemos a identificar con demasiada ligereza nuestra peculiar visión del mundo con lo correcto y exigible a todos. Las normas que regulan la convivencia deben proteger la libertad de expresión contra esa tendencia a descalificar moralmente lo que nos desagrada.

La democracia liberal y las instituciones republicanas nacieron de la constatación de que en lo que consideramos como valores absolutos suele colarse algún interés ventajista, que nos sobra seguridad con respecto a las cosas que consideramos verdaderas y que la prohibición es un recurso de última instancia que debe ser cuidadosamente justificado. Si queremos proteger la democracia, hemos de protegerla también frente a las estrategias con las que pretendemos protegerla. La democracia solo se cuida con medidas democráticas".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5841
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 14 de agosto de 2015

[Pensamiento] Religiones, iglesias y totalitarismos







Como mi padre, aunque no creo que la genética tenga nada que ver en esto, soy un ateo bonachón y escéptico, en nada beligerante con los creyentes siempre que estos respeten un pacto tácito de solo dos puntos: 1. Usted crea en lo que quiera pero déjeme a mí tranquilo con mis no-creencias; y 2. Usted crea en lo que quiera pero no pretenda imponerme ni a mí ni a nadie sus creencias.

Acabo de terminar de leer en estos días un interesante libro titulado "Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente" (Turner, Madrid, 2015) escrito por el famoso divulgador científico y genetista británico Steve Jones (1944). Dice en la introducción del mismo (páginas 15-16 y 19): "Aunque las herramientas de la ciencia han demostrado ser poderosas, son muchas las personas que ponen en tela de juicio sus hallazgos apoyándose en sus creencias; en cambio, otros rechazan las afirmaciones basadas en la fe porque niegan la verdad o porque son imposibles de demostrar. Aun así, la actitud de los aproximadamente mil millones de agnósticos y ateos del planeta hacia las doctrinas de la mayoría creyente tienen mucho en común con las posturas de los devotos ante el testarudo universo de los hechos, pues cada parte contempla a la otra con una melzca de fascinación y repugnancia. La idea de que la simple convicción puede iluminar el mundo físico carece de interés para los biólogos, geólogos y demás científicos. Por su parte, muchos de los que se aferran al dogma tienen una actitud igual de negativa hacia la ciencia, pues rechazan lo que ven, y niegan que sirva para explicar completamente lo que les rodea. En consecuencia, muchos científicos sienten un interés furtivo por los asuntos de los fundamentalistas, mientras que los literalistas bíblicos a menudo se ven fascinados por la ciencia, aunque solo sea para denunciarla".

Tres páginas después sigue diciendo: "Por lo que atañe a lo sobrenatural, ni la ciencia ni este libro pueden decir nada. Suscribimos lo que, según se cuenta, les respondió el matemático Laplace a Napoleón cuando el emperador le preguntó por qué no había ninguna mención a la deidad en su volumen sobre mecánica celeste: "No necesito esa hipótesis". Apelar a un poder supremo no aportaba nada a su conocimiento. A pesar de ese valioso consejo, sigue diciendo, los cristianos a menudo intentan amoldar los últimos avances a sus creencias: desde el universo heliocéntrico a la teoría de la evolución, los nuevos descubrimientos se entretejen con la fe y se usan para reafirmar la propia religión (el big bang, por ejemplo, tuvo que ser desencadenado por Dios). Los argumentos teológicos de este tipo se basan en la idea de que la existencia de una causa final detrás del universo nunca pueden refutarse. A fin de cuentas, tal y como señaló Laplace, este tipo de misterios, imposibles de demostrar, solo interesan a quienes están decididos a creer en ellos".

Mucho más beligerante con la religión, y más concretamente con el cristianismo, se muestra el escritor y crítico literario español Rafael Narbona (1963) en un reciente artículo en su blog Viaje a Siracusa, titulado "¿Es el cristianismo una forma de totalitarismo?", que publicaba Revista de Libros en su último número. 

Dice en él Narbona que lo malo de ser un católico escéptico es que puedes llegar a pensar que la institucionalización del sentimiento religioso es una catástrofe para el espíritu. Ser católico se identifica hoy en día con una oposición numantina al preservativo, el matrimonio gay, el aborto y la eutanasia. No entiendo la condena moral de los métodos anticonceptivos, salvo que se atribuya a Dios un poder medieval, donde se incluye un derecho ilimitado sobre el cuerpo de los otros. Me parece grotesco reducir el cristianismo a unas posiciones tan primarias y esquemáticas. Sin embargo, no creo que esa actitud surja de una perspectiva estrictamente teológica, sino de consideraciones de naturaleza política. El control sobre el cuerpo es uno de los principios básicos del poder totalitario. El objetivo es cortar de raíz la libertad del individuo, regulando las distintas etapas de su desarrollo: concepción, nacimiento, identidad sexual, paternidad y óbito. La socialización de la sexualidad puede ser una forma de educar al instinto o una estrategia de dominación. 

El aborto, añade, plantea un espinoso dilema, pues la medicina, la biología y el derecho se enfrentan al problema de definir claramente qué es una persona o, más exactamente, cuándo puede hablarse de vida plenamente humana y no de simples células embrionarias. En las sociedades libres y democráticas se han fijado plazos para interrumpir un embarazo no deseado. Establecer analogías entre el aborto y las políticas genocidas constituye una insensatez y una grave ofensa a la verdad. No parece menos descabellado criminalizar la homosexualidad o clasificarla como una aberración. La homosexualidad es tan antigua como nuestra especie y expresa una parte de nuestra naturaleza. En cuanto a la eutanasia, el derecho a elegir una forma digna de morir, sin sufrimientos innecesarios, parece tan innegociable como la libertad de expresión. ¿Por qué la Iglesia católica se muestra tan inflexible en estas cuestiones? Su intransigencia parece inconsecuente con el mensaje evangélico, que destaca como valores esenciales el perdón, la reconciliación y la fraternidad. En el Evangelio de Juan, Jesús perdona a la adúltera, desviándose de la ley de Moisés, que ordenaba su lapidación. Su interés por la dimensión corporal del ser humano es pura biopolítica, pues expresa la voluntad de crear una sociedad que reduce al individuo a una deplorable minoría de edad. Los sacramentos (bautismo, penitencia, eucaristía, confirmación, orden sacerdotal, matrimonio y unción de enfermos) se despliegan como una gigantesca malla que contiene todos los aspectos de la vida humana. No son ritos que constituyan al hombre como persona, sino mecanismos que liquidan la autonomía de la sociedad civil.

El cristianismo, continúa, se convierte en totalitarismo cuando litiga contra las libertades y repudia derechos que se han incorporado al ordenamiento jurídico de los países más avanzados en materia de moral y costumbres, dice más adelante. De acuerdo con las palabras del teólogo Hans Küng, el Dios cristiano es «el buen Dios que se solidariza con los hombres, con sus necesidades y esperanzas. Que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura. […] Dios quiere la vida, la alegría, la libertad, la paz, la salvación, la gran felicidad última del hombre, en cuanto individuo y en cuanto colectividad. […] El cristianismo es un humanismo realmente radical, capaz de integrar y asumir lo no verdadero, lo no bueno, lo no bello y lo no humano: no sólo todo lo positivo, sino también –y esto es lo que decide el valor de un humanismo– todo lo negativo, incluso el dolor, la culpa, la muerte, el absurdo».

Algunos han intentado conciliar marxismo y cristianismo, sigue diciendo, pero se trata de una combinación imposible. El marxismo no es un humanismo, pues su visión escatológica de la historia rebaja al individuo a una variable intrascendente. La utopía socialista no apunta hacia la libertad y la igualdad, sino hacia una dictadura totalitaria y burocrática con una política exterior expansiva, imperialista. Los carros blindados de la Unión Soviética paseándose por Praga reflejan la esencia del marxismo-leninismo, que no reconoce ningún derecho al enemigo de clase ni admite el pluralismo político. El humanismo revolucionario alumbró la deshumanización del hombre, con niveles de represión desconocidos desde el nazismo. El capitalismo sin rostro humano no ejerce la violencia institucional, pero no es menos deshumanizador, pues abandona a su suerte a los más débiles y vulnerables. 

Me parece una crítica del catolicismo bastante razonada y aceptable, pero echo de menos en ella un excurso más radical sobre los fundamentalismos de buena parte del cristianismo protestante, del judaísmo ortodoxo y no digamos del islamismo, al lado de los cuales el catolicismo casi parece un ágora de libertad.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt









Entrada 2406
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Todo poder corrompe y el poder absoluto, de forma absoluta (Lord Acton)