domingo, 28 de septiembre de 2008

*Mi último Papa

Para mi, la historia de la Iglesia Católica, y mi relación afectiva con ella, terminó el 3 de junio de 1963 con la muerte de Angelo Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII. Ese mismo día, con 17 años, salía por vez primera yo solo de viaje, rumbo a la Academia General Militar, en Zaragoza. No aprobé la prueba de ingreso en la misma y aquel hecho cambió el rumbo de mi vida para siempre.

Cinco años antes, justo el mes que viene hace 50, su elección como papa cambió el rumbo de la Iglesia Católica; creo que para bien... Y no sólo por la convocatoria del Concilio Vaticano II, cuya apertura llegó a presidir. También por hechos tan significativos como el de ser el primer papa en salir de los muros de San Pedro desde 1870, donde sus antecesores se habían encerrado como protesta por la designación de Roma como capital del Reino de Italia. También fue el primer papa en visitar una por una las parroquias de su diocesis, como obispo de Roma. Y su primera visita fuera del Estado Vaticano fue a una cárcel, la famosa prisión romana "Regina Coeli"... También fue el primero, en 400 años, en reunirse con el arzobispo anglicano de Canterbury... Son solo gestos, pero significativos... Y luego, su inmensa sonrisa, siempre franca y abierta... Fue mi último papa...

En mis 62 años de vida he conocido seis papas en el trono del Estado de la Ciudad del Vaticano: Del antecesor de Juan XXIII, Pio XII, guardo la imagen de un hombre de perfil pétreo, siempre adusto y serio en sus fotos, del que más tarde se supieron hechos que ponían en entredicho su pontificado. De su sucesor, Pablo VI, tengo mejor recuerdo. Sobre todo de su trascendental discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, que dijo en francés, y que seguí con gran interés por televisión; de su impulso al Concilio Vaticano II, que culminó; de su enfrentamiento público con el régimen franquista, que yo no entendí bien hasta más tarde. Le sucedió en el trono Juan Pablo I, de cuyo efímero reinado algunos han querido hacer una novela de misterio, y del que pienso que pudo ser, si la Fortuna le hubiera dejado vivir, un gran bien para la Iglesia y el mundo. Con Juan Pablo II, su sucesor, reconozco que nado contra corriente: todo su reinado me parece negativo para la Iglesia; derribó con alevosía y premeditación todo lo proyectado por el Concilio; cerró las puertas de la iglesia a cal y canto a cualquier posibilidad de reforma; se obsesionó con el sexo como si la virginidad fuera la virtud más excelsa del cristiano; pero fue también un gran comunicador y un excelente actor, que supo convertir su muerte en el mayor espectáculo de masas de la historia. Del actual papa reinante, Benedicto XVI no cabe decir mucho, y esperar, menos aún: su puesto de Inquisidor General durante el mandato de su antecesor, y su vinculación profunda con éste, lo definen bien.

Todo lo anterior me ha venido a la memoria al leer el artículo que en El País de ayer, sábado, titulado "El día que Juan XXIII cenó aparte", escribía Hilari Raguer, historiador y monje benedictino en Montserrat, sobre el cincuenta aniversario de la elección como papa de Juan XXIII. Espero que lo disfruten. Sean felices. (HArendt)





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El papa Juan XXIII




"El día que Juan XXIII cenó aparte", por Hilari Raguer

Contra lo que suele decirse, la elección de Juan XXIII, el 28 de octubre de 1958, hace 50 años, no fue una sorpresa para el interesado. Lo revela la documentación que en estos años se ha ido conociendo, y en primer lugar la del propio electo.

El 24 de octubre, víspera de la apertura del cónclave, el cardenal Roncalli escribió a su íntimo amigo monseñor Battaglia, obispo de Faenza, para dejar arreglada una cuestión familiar, que no quería tener que afrontar siendo ya Papa. Un sobrino de Roncalli, Battista, estudiaba en el seminario de Faenza, en situación delicada porque provenía de la diócesis de Bérgamo, cuyo clero, desde la muerte del gran obispo Radini-Tedeschi, de quien Roncalli había sido secretario y gran admirador, estaba dividido entre los partidarios del nuevo obispo y los que echaban de menos la línea del difunto. De estos últimos era Battista, y el futuro Papa, que lo había colocado en Faenza, dice ahora al obispo que no le permita ir a Roma los días del cónclave, para no dar pábulo a rumores.

Estaba en la mente de muchos la polémica suscitada, a comienzos de aquel mismo año, por las revelaciones de la revista L'Espresso sobre las facilidades fiscales y otros privilegios de que habían gozado los parientes de Pacelli [el anterior papa, Pío XII].

En un ambiente como el romano, "tan viciado", escribe Roncalli, "por la maledicencia oral y de la prensa", le resultaría enojoso el rumor: "He aquí al sobrino, he aquí los parientes. Ocurriría lo mismo, y no quiero permitirlo. Yo sigo las huellas de Pío X y basta. Cuando oiga usted decir que he tenido que ceder al vuelo del Espíritu Santo, expresado por las voluntades reunidas, , deje venir a don Battista a Roma, acompañado con su bendición (...). En cuanto a mí, ¡ojalá quisiera el cielo ut transeat cálix iste! Por esto tenga la caridad de orar por mí y conmigo. Yo estoy en un estado que si se tuviera que decir de mí: Has sido pesado y no has dado el peso [alusión al festín de Baltasar, Daniel 5,27], me alegraría íntimamente y bendeciría por ello al Señor. De todo esto, naturalmente, acqua in bocca (punto en boca)".

El 25 por la mañana, Roncalli se entrevistó con Andreotti para tratar de la cesión, por parte del Estado, de cierto edificio público, que se destinaría a seminario menor de Venecia. Pero el astuto político no dejó de referirse al inminente cónclave. Roncalli, según Andreotti, le habría comentado: "He recibido un mensaje de augurio del general De Gaulle, pero esto de hecho no significa que voten en tal sentido los cardenales franceses. Sé que quisieran elegir a Montini, y ciertamente sería óptimo; pero no es posible superar la tradición de escoger entre los cardenales".

Aquella misma tarde, a las cuatro, se abría el cónclave y se procedía a una primera votación. Ya no se tratará de rumores y pronósticos de los vaticanólogos, sino de votos reales, y algunos son para Roncalli. No sabemos cuántos exactamente, pero a juzgar por lo que anotó en su preciosa agenda (que se acaba de publicar) ve confirmarse lo que ya suponía: "Por la tarde he tenido que leer yo mismo mi pobre nombre [luego era escrutador]. Queda aún tiempo para una sorpresa que me pudiera alcanzar. La espero desde ahora para mi humillación y para mi bien mejor". Tanta fuerza tiene su candidatura que, para evitar los comentarios de los demás cardenales, "por la noche", escribe, "me dispensé de bajar a la Sala Borgia para cenar. Comí algo en mi habitación y después me fui a orar".

Siempre según la agenda de Roncalli, el 27 ("el día", anota, "que parecía que sería el conclusivo y no lo fue") bajaron sus votos. Refiriéndose seguramente a alguien que habría hablado mal de él, cita la máxima de la Imitación de Cristo, libro por él tan querido, "olvido y perdono", y añade: "Sí, lo dejo correr y perdono de todo corazón y encuentro gusto en perdonar. Que el Señor me conserve siempre la delicia interior de hacerlo y de hacerlo siempre mientras viva. Éste es el modo más perfecto de vivir y de morir". Y por la noche baja de nuevo a cenar con todos los cardenales, como si el peligro ya hubiera pasado. Pero el 28, en las dos votaciones de la mañana, las aguas vuelven al cauce roncalliano: "En los escrutinios IX y X mi pobre nombre vuelve a subir", escribe en la agenda, y otra vez se retira y come solo. Seguro ya de lo que se le viene encima, piensa en el nombre que adoptará y para ello pide a su secretario el Annuario Pontificio y escribe en una hoja, que los editores de su agenda reproducen en facsímil, la lista de los Papas que se llamaron Juan, y junto a cada nombre apunta los años que reinaron. Tiempo atrás, después de la muerte de León XIII (1903), ya había expresado Roncalli el deseo de que algún Papa quisiera llamarse Juan XXIII, para descartar definitivamente al que aparecía con este nombre y número en las historias y aun en el Annuario Pontificio, a pesar de que el concilio de Constanza lo había declarado ilegítimo.

Seguro de que en el siguiente escrutinio alcanzará los dos tercios requeridos, prepara las palabras de aceptación y la justificación del nombre elegido. Efectivamente: "En el XI escrutinio", leemos en la agenda, "eccomi nominato papa". Lo de explicar la razón del nombre no tiene precedentes ni tendrá seguidores. Los demás Papas decían simplemente cómo querían ser llamados, pero él justificará su opción con un discurso breve pero jugoso, típicamente roncalliano, con una cascada de motivaciones que mezclaba desordenadamente los recuerdos personales y familiares más entrañables con profundos argumentos teológicos y bíblicos: es el nombre de su padre, y el titular de la humilde parroquia donde fue bautizado, así como de innumerables catedrales de todo el mundo, y en primer lugar de la de Letrán, "nuestra catedral", y es el que más Papas han llevado, "pues son veintidós los Sumos Pontífices llamados Juan". Y como si quisiera dejar claro a Sus Eminencias que sabía muy bien por qué lo acababan de elegir, añadió: "Casi todos tuvieron un corto pontificado". (El País, 27/09/08)

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