miércoles, 4 de junio de 2025

DE LA UNIÓN EUROPEA FRENTE A LA POLARIZACIÓN

 








Ahora que Europa vive bajo una presión geopolítica desconocida en décadas y se habla de cambio de época (o incluso momento constitucional para la integración) por la previsible retirada del paraguas defensivo norteamericano, parece que los titulares de los principales medios europeos han abandonado, aunque sea temporalmente, la preocupación por otro de los grandes retos a los que se enfrenta la UE: el conflicto entre democracias liberales y autocracias iliberales o antiliberales. Sin embargo, tras el final de la guerra en Ucrania, volveremos a prestar atención a la crisis de confianza de nuestras democracias, al auge de los partidos populistas y a la polarización que ello ha conllevado. Lo escribe en Revista de Libros [La Unión Europea frente a la polarización, 25/05/2025] Núria González Campañá, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

En la última década, en Europa ha habido un aumento significativo de partidos políticos populistas. Algunos de ellos han llegado a formar gobierno en Estados miembros de la UE. Otros, aun sin gobernar, condicionan la agenda y el discurso público de sus países y, en ocasiones, son necesarios para alcanzar pactos que den estabilidad a los gobiernos. Los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2024 reflejan bien el aumento de las fuerzas populistas en toda Europa. Por ejemplo, las fuerzas de la nueva derecha o extrema derecha obtuvieron el 18% de los escaños en 2019, mientras que en las últimas elecciones alcanzaron ya el 24%. Y si pensamos en países en concreto, en Francia la Francia Insumisa lideró la coalición de izquierdas, el llamado Nuevo Frente Popular, en las elecciones legislativas de 2024. Más recientemente, en Alemania, en las elecciones federales del 23 de febrero de 2025, Alternativa para Alemania (AfD) obtuvo casi un 21% del total de los votos, aumentando su porcentaje en un 114% desde los últimos comicios.

El éxito de partidos populistas responde a un creciente descontento entre la población de las democracias de nuestro entorno. La decepción provoca que cada vez más ciudadanos rechacen el orden democrático liberal, esto es, las instituciones políticas tradicionales que han sustentado las democracias constitucionales tras la Segunda Guerra Mundial. Es por eso por lo que gobiernos de distinto signo erosionan dichos valores sin apenas coste electoral. Se pone en duda la independencia del poder judicial; se orquestan campañas mediáticas desde el poder contra determinados magistrados; se nombra a personas extremadamente cercanas al gobierno o a la mayoría para puestos en Tribunales Constitucionales o en autoridades que deberían ser independientes, etc. La pasividad de la ciudadanía frente a tales abusos ha permitido un deterioro grave del Estado de Derecho en Europa. La decepción ciudadana, sin embargo, no lo explica todo. El deterioro institucional lo provocan también las pulsiones autoritarias de algunos líderes, ávidos de poder y sin autocontención en el ejercicio del mismo y con un desprecio absoluto a sus límites. Vivimos, por desgracia, tiempos de liderazgo personalista (y no del mejor) más que de instituciones, sobre todo las contramayoritarias.

La crisis de confianza es amplia y presenta fundamentos que van más allá de lo político, alcanzando una dimensión social y cultural. No se trata de un rechazo a los contrapoderes liberales per se, sino de que dichas instituciones se identifican con un sistema que ya no convence, un sistema en el que se ha dejado de creer por ineficaz para resolver los problemas cotidianos (sobre ello ahonda Marc J. Dunkelman en Why nothing works, 2025). Por eso, su progresivo desmantelamiento no preocupa a una parte de la ciudadanía. Esta profunda desconfianza puede verse en la virulencia con la que se afronta el debate sobre la inmigración, la asfixia de la corrección política en temas morales o las llamadas guerras culturales, cada vez más intensas. Es la famosa polarización. Tal y como alertaba Fukuyama en Identidad (2019), las redes sociales han promovido la fragmentación de nuestras opiniones públicas al conectar a personas de ideas afines y aislarlas en burbujas que realimentan el propio discurso, en lugar de permitir un ágora más abierta y tolerante. Por el contrario, el anonimato de las redes elimina la contención cívica que existía antes.

Desde las instituciones europeas se ha puesto el foco en las consecuencias institucionales de esta polarización política, que se traduce en la erosión del Estado de Derecho, es decir, en el rechazo a los elementos liberales de nuestras democracias al que se aludía al principio. Los casos más conocidos de países con problemas sistémicos son Polonia (hasta el cambio de gobierno ocurrido tras las elecciones de octubre de 2023) y Hungría, pero otros países, como por ejemplo Eslovaquia, Rumanía e incluso España, tampoco son ajenos a esta erosión. El 18 de julio de 2024 la entonces presidenta electa de la Comisión Europea Ursula von der Leyen publicó el documento Political Guidelines para el nuevo ciclo institucional 2024-2029. El documento concreta las prioridades de la Comisión, entre las que se encuentra el fortalecimiento de la democracia constitucional en los Estados miembros: «La democracia en Europa y la economía descansan en el Estado de Derecho». Podría decirse que, al menos desde 2014, las instituciones europeas se han preocupado por diseñar herramientas con las que afrontar (revertir incluso) las derivas iliberales o populistas en Estados miembros de la Unión. Sin embargo, no está claro que se haya entendido bien el origen del descontento. Y mientras eso no suceda, cualquier estrategia que se ponga en marcha (aunque sin duda tenga efectos beneficiosos), estará coja. Veamos primero algunos de estos instrumentos de la UE y analicemos finalmente si sería necesario otro tipo de aproximación que tuviera en cuenta el origen del descontento.

Instrumentos de la Unión Europea para revertir la erosión iliberal. Entre los instrumentos promovidos por la UE, podemos diferenciar los políticos de los judiciales. Y dentro de los políticos cabría distinguir los sancionadores de los mecanismos de soft law o derecho blando, estos últimos sin consecuencias más allá de la denuncia y la presión política.

El primer mecanismo político sancionador se encuentra en el artículo 7 del Tratado de la Unión Europea (TUE), introducido en el año 1997, cuando se temía que la futura ampliación a países del Este de Europa pudiera suponer la entrada de nuevos miembros poco respetuosos con los valores fundacionales de la UE. El artículo prevé que, en caso de violación grave y persistente de los valores incluidos en el artículo 2 TUE (respeto a la democracia, igualdad, Estado de Derecho, derechos humanos, etc.), se pueda privar a un Estado miembro de sus derechos de voto en el Consejo (la institución comunitaria que reúne por materias a las diferentes formaciones de ministros nacionales para adoptar leyes y coordinar políticas). Para imponer dicha sanción se exige que el Consejo Europeo (donde se reúnen los jefes de Estado o de Gobierno de los países de la UE para definir una orientación política común), por unanimidad, constate la existencia de dicha violación. Este artículo se activó en diciembre de 2017 contra Polonia y en septiembre de 2018 contra Hungría, pero no hubo ningún avance. La unanimidad se antoja como difícilmente superable, puesto que en el seno del Consejo Europeo hay una tradición de respeto mutuo hacia la soberanía de los otros Estados. En mayo de 2024, la Comisión Europea, principal órgano ejecutivo de la UE, anunció que Polonia salía del mecanismo de control del artículo 7 (en el que sigue Hungría), ya que el nuevo gobierno de Donald Tusk había presentado un Plan de Acción con el que se espera superar algunos problemas surgidos con el anterior ejecutivo.

Otro mecanismo político sancionador es el Reglamento 2020/2092, aplicable a los Estados miembros cuando vulneren principios del Estado de Derecho que afecten o amenacen con afectar gravemente la buena gestión financiera del presupuesto de la Unión. Las medidas que pueden aplicar las instituciones son, entre otras, la suspensión de los pagos previstos a dichos Estados. Aunque la competencia para iniciar el procedimiento la tiene la Comisión Europea, la imposición y el levantamiento de medidas recae en el Consejo, por mayoría cualificada: aquí se excluye la unanimidad y, por tanto, la opción del veto. Esto es particularmente significativo y lo que diferencia a este mecanismo del previsto en el artículo 7 TUE. De momento, el Reglamento sólo se ha aplicado a Hungría y, a pesar de que ha habido algunas rectificaciones del gobierno húngaro, todavía no ha dado los frutos que se esperaban ni ha conllevado cambios estructurales. Está por ver si este instrumento financiero significa un verdadero paso adelante. Por ahora es un instrumento de disuasión.

Entre los instrumentos políticos de derecho blando encontramos dos: el mecanismo marco del Estado de Derecho y los informes anuales. El mecanismo marco fue presentado en 2014 y permite a la Comisión entablar un diálogo con un Estado miembro para prevenir amenazas fundamentales al Estado de Derecho. Se entiende como un instrumento previo y complementario (aunque no necesariamente) al mecanismo del artículo 7 TUE y, sobre todo, se ve como un ejercicio de transparencia, puesto que permite a la ciudadanía conocer la comunicación entre la Comisión y el Estado investigado. En enero de 2016 la Comisión europea anunció el inicio de un diálogo con Polonia (el único habido hasta el momento). El fracaso de este mecanismo (opiniones y recomendaciones de la Comisión que no fueron atendidas por el gobierno polaco de entonces) hizo inevitable la activación del procedimiento del artículo 7 TUE contra Polonia.

Los informes anuales del Estado de Derecho elaborados por la Comisión Europea se empezaron a publicar en el año 2020. Tienen un capítulo dedicado a cada uno de los Estados miembros en los que se identifican problemas relacionados con el Estado de Derecho. A menudo, sin embargo, las advertencias de la Comisión no obtienen respuesta. En otros casos pueden haber tenido algún efecto positivo, de denuncia pública al menos. El objetivo de la Comisión es que los informes, al señalar las deficiencias, eviten recurrir a los procedimientos de infracción como el artículo 7 TUE o el Reglamento citado más arriba. En cualquier caso, los informes usan un lenguaje diplomático excesivamente prudente. Se echa de menos una actitud más incisiva, sobre todo respecto a Estados que no están en el foco por vulneraciones de la independencia judicial, del ministerio fiscal o de autoridades de garantía pero que, sin embargo, sufren deterioros institucionales graves que convendría atajar antes de incurrir en erosiones sistémicas.

Todos estos mecanismos pueden servir como atalayas de observación, pero sin un soporte verdaderamente coactivo, carecen de capacidad efectiva de disuasión. Ahora bien, tampoco debe despreciarse sin más el efecto difuso que la publicación de este tipo de informes pueda tener en la opinión pública. Se trata de una munición valiosa para controlar al gobierno, que podrán usar los medios de comunicación o la oposición parlamentaria. En ocasiones, ni siquiera es necesario recurrir a estos mecanismos específicos. No hay que olvidar que, más allá de los informes anuales, la presión combinada de las instituciones europeas (por ejemplo, con las declaraciones a la prensa de los comisarios y las respuestas de la Comisión a preguntas de eurodiputados), ha tenido cierto impacto en el legislador español. Así, en el año 2021, gracias a la presión de las instituciones de la UE, se abortó una reforma del Consejo General del Poder Judicial que habría agudizado su politización al permitir el nombramiento de los vocales judiciales por mayoría absoluta, en lugar de 3/5 como hasta ahora. La Comisión también promovió en 2024 un pacto entre las dos grandes formaciones políticas de nuestro país para desencallar su renovación.

Finalmente, respecto a los instrumentos judiciales, las acciones ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), a través del recurso por incumplimiento y de la cuestión prejudicial, han sido, hasta el momento, los instrumentos más exitosos, aunque sin llegar a ser tampoco decisivos.

El recurso por incumplimiento lo promueve la Comisión Europea cuando percibe que ha habido alguna vulneración del derecho europeo por parte de un Estado miembro. Así, cuando Hungría decidió rebajar la edad de jubilación de los jueces y apartó a un diez por ciento de los magistrados, la Comisión activó un procedimiento de infracción alegando discriminación por edad (aunque, en realidad, la preocupación de la Comisión era el ataque a la independencia del poder judicial). El TJUE dio la razón a la Comisión, pero ello no sirvió para reincorporarlos en su anterior cargo, sino para que obtuvieran una compensación, con lo que la sustitución de jueces que había previsto el gobierno quedó incólume. Como se ve, las soluciones a un caso concreto no tienen por qué suponer un verdadero avance desde un punto de vista global.

Ante la duda sobre la compatibilidad de una disposición de derecho nacional con otra de derecho europeo, la cuestión prejudicial permite a los jueces nacionales solicitar una decisión vinculante del TJUE. Este tribunal ha establecido una conexión directa entre el derecho de la UE y el Estado de Derecho. De este modo, cualquier reforma normativa nacional que hiciera retroceder las garantías del Estado de Derecho iría contra el derecho de la UE y el TJUE así lo podría señalar. Aunque las acciones judiciales han servido para alertar de la situación de deterioro en países como Hungría y Polonia, e incluso algunas han provocado rectificaciones, no han podido frenar retrocesos generalizados. En efecto, los mecanismos ante el TJUE funcionan cuando, a pesar de los conflictos, se comparten consensos básicos y hay una voluntad decidida de continuar con el proceso de integración europea respetando sus valores fundamentales. Si esto falla, el TJUE muestra sus limitaciones, puesto que no está diseñado para abordar crisis extraordinarias.

El origen del descontento y la polarización. ¿Puede la UE abordar con los mecanismos que se acaban de describir la profunda crisis europea a la que se aludía en la primera parte de este artículo? Para responder a esta pregunta hay que analizar los orígenes del descontento y la polarización.

En 2019, el profesor Joseph H. Weiler ya alertaba de que Occidente se halla en medio de una crisis espiritual. Los principales valores europeos, incluidos en el artículo 2 TUE, aquellos en los que se hace hincapié desde las instituciones europeas, son esenciales para una vida buena, pero pueden ser insuficientes para muchas personas. Son conquistas históricas necesarias que ponen al individuo y sus derechos en el centro del debate, pero olvidan los deberes y las responsabilidades para con la comunidad y la consideración de la persona «enraizada» en una cultura, una tradición o en la historia. Es decir, lo que solían ofrecer el patriotismo o la identidad nacional y la religión. Frente a unas sociedades en las que se ahogaba al individuo, hemos pasado a un modelo en el que únicamente importan los deseos individuales. Y se exige que esos deseos se conviertan en derechos.

Es cierto que la vinculación al colectivo o a la comunidad puede convertirse en excluyente, pero no tiene por qué ser así. Hay también una tradición noble y republicana que permite al individuo sentirse copartícipe de un demos sin caer en tentaciones nacionalistas o autoritarias. La democracia no puede reducirse a elecciones periódicas, ni tan siquiera a poderes contramayoritarios. Debe también asumir y fomentar el sentido de pertenencia a una comunidad concreta. Así, mientras todos los países de la UE comparten (o deberían) los valores liberal-democráticos encapsulados en el artículo 2 TUE, cada uno de ellos tiene también una identidad propia que tampoco es uniforme. La integración europea ha ejercido cierta presión sobre dichas identidades nacionales, haciendo anidar en muchos ciudadanos europeos una nostalgia por la comunidad que creen haber perdido. Las identidades «de pertenencia» dan sentido a la vida de muchas personas desde una perspectiva intergeneracional. La religión, por su parte, supone también la introducción de un discurso de deberes y responsabilidades que hoy está ausente en nuestra cultura política secularizada. Y son estos deberes de cuidado los que tejen los vínculos de solidaridad con nuestros conciudadanos. Conviene encontrar un equilibrio entre derechos y deberes, entre deseos y responsabilidades. Fukuyama, coincidiendo con Weiler, también admite que la ciudadanía requiere compromiso y sacrificio y que el sentido de comunidad se vería fortalecido, por ejemplo, con el requisito universal de algún tipo de servicio nacional.

En una conferencia dictada el 22 de noviembre de 2024 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, organizada por el Club Tocqueville, la filósofa conservadora francesa Chantal Delsol señalaba precisamente algunas de estas causas para explicar el descontento y la polarización actuales. Así, el antiliberalismo actual consistiría en resistir la imitación obligatoria (de la que tanto hablan Krastev y Holmes en The Light that Failed, 2019). El rechazo al liberalismo político (y económico) sería entonces una revuelta contra la doctrina TINA (i.e. There Is No Alternative), la ilusión liberal sobre el fin de la historia. Diagnósticos similares han ofrecido pensadores que no se sitúan en el espectro ideológico conservador. Dos ejemplos: David Goodhart en The road to somewhere (2017) e Iván Krástev en After Europe (2017). La preocupación por encontrar un liberalismo encarnado es transversal.

El proceso de integración europea y el énfasis en el mercado interior han contribuido a priorizar la vida económica: se necesitan productos que consumir, no causas que defender. Y no debe por tanto extrañar que el antiliberalismo o populismo surgido en algunos Estados miembros se dirija también contra las instituciones europeas. La UE hace bien (y podría hacer más) en erigirse como un guardián de la democracia constitucional y el Estado de Derecho en Europa. Ahora bien, también debe ser consciente del descontento y del pluralismo europeo y no confundir el patrimonio constitucional común al que todos los Estados miembros se comprometieron en el momento de la adhesión (los valores propios del artículo 2 TUE, que pueden resumirse en la democracia constitucional) con la promoción de una determinada ideología en asuntos controvertidos (como la regulación del aborto, la eutanasia o el matrimonio entre personas del mismo sexo como derechos fundamentales, o el alcance de la libertad religiosa) que forman parte del núcleo de la identidad de los Estados miembros y al que estos no renunciaron al unirse a la UE. Una de las razones del descontento es, precisamente, el empeño desde las instituciones europeas por exportar y normativizar una visión única sobre cómo vivir nuestras vidas. Como señalaba Jan-Werner Müller (2015), la UE debe proteger las fronteras del pluralismo, no reducirlo y mucho menos abolirlo. Núria González Campañá es profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Es doctora en Derecho Europeo por la Universidad de Oxford. Ha publicado en 2024 la monografía Secession and EU Law. The deferential attitude (Oxford University Press). Forma parte del grupo de investigación GEDECO y de la cátedra Jean Monnet en Democracia Constitucional Europea, ambos en la UB. Es miembro de la Junta del Club Tocqueville.









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