Esta mujer trabajadora que dejó de estudiar con 20 años busca ahora en la lectura completar su formación y seguir aprendiendo a pensar, a ver el mundo desde perspectivas diferentes, escribe en El País la historiadora y ensayista Edurne Portela.
Domingo por la mañana. Último día de la Feria del Libro de Madrid. Estoy sentada en una caseta, mirando a la gente pasar. Auguro una mañana tranquila, a pesar del río humano que atraviesa la feria. Me pregunto si quedará alguien ahí fuera que todavía quiera un ejemplar dedicado. Se acerca una mujer sonriente. Me dice que no puede llevarse ningún libro porque ya ha leído todos. Me confiesa bajito que lo que escribo le ayuda. Es tímida. Yo también, y por eso me da apuro preguntarle en qué sentido. No es desinterés, es pudor. Hablamos unos minutos. Nos despedimos. Me quedo con la impresión de no haber estado a la altura. Me pasa a menudo con las personas desconocidas que se animan a compartir algo de su intimidad y yo no sé muy bien hasta qué punto les incomodaré si pregunto. Vuelvo a la tarde a firmar. La última tarde. Estoy cansada pero contenta. Ha sido una feria espléndida, los libreros y libreras me cuentan lo mucho que han subido las ventas. Hoy es día de paseo más que de compra, pero hay alegría en mi caseta, ganas de conversar. Mis libreros son licenciados en Filosofía y lectores voraces, hablamos sobre la ética de Spinoza y me recomiendan lo último de Byung-Chul Han. A media tarde veo que E. S., la mujer que me ha visitado a la mañana, se acerca a la caseta. En su mano hay una bolsa morada. La extiende, me dice que antes se le ha olvidado dármela y, sin dejarme tiempo a reaccionar, se despide y desaparece en la multitud. En el interior de la bolsa hay una botella de txakoli envuelta en una carta.
En la carta E. S. me explica eso que por la mañana no me ha contado y yo no he sabido preguntar. Además de detalles personales que no compartiré, de lo que realmente habla esa carta es del poder de la literatura. Esta mujer trabajadora que dejó de estudiar con 20 años busca ahora en la lectura completar su formación y seguir aprendiendo a pensar, a ver el mundo desde perspectivas diferentes, incluso a plantarse ante una forma de vivir que iba en contra de sus deseos. La literatura, escribe, ha sido el revulsivo que la impulsó a volverse “díscola” y a rebelarse contra lo que la obligaban a ser. Al leer y descubrirse en la lectura empezó a vivir “consecuente y conscientemente”. La carta habla de una vida anterior y posterior a su encuentro con la literatura, un antes y un después marcado por una toma de conciencia, un cambio de mirada tras el cual no hay vuelta atrás. Y de una nueva felicidad adquirida no porque leer la ayude a huir del mundo, sino a situarse en él y entenderlo mejor, también a sí misma. Y ese nuevo conocimiento, ese torrente de curiosidad y ansia de saber, es para ella una fuente de alegría. Releo la carta varias veces. Lo que más me conmueve es que no lamenta el antes, sino que se entusiasma con el después, con todo lo que le queda por leer y aprender. Esta mujer de 45 años que lleva 25 trabajando a destajo me confirma que la lectura tiene el poder de hacernos más conscientes de la propia experiencia, es decir, de nuestro sentido de la existencia y de la realidad. Llego al corolario: la escritura contiene la contingencia prodigiosa, la posibilidad latente, de abrir para una misma y para las demás nuevas ventanas desde las que asomarse al mundo. Ahí está el reto, ahí la responsabilidad.
Ojalá leas esta columna, E. S., para que sepas lo mucho que te agradezco esa carta que releeré la próxima vez que me pregunte “¿para qué?”. Y por la botella de txakoli, que ya he puesto a enfriar. Brindaré por tus 45 años y por una vida consciente y llena de lecturas.
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