"La anécdota —mínima, trivial— que voy a contar como punto de partida -comienza diciendo en el Especial dominical de hoy [¿Enganchados o prisioneros? Revista de Libros, 11/6/2020] el filósofo Rafael Núñez Florencio- parecerá a los lectores más jóvenes sacada del Paleolítico, pero sucedió a comienzos de este siglo. Claro que, si bien se piensa, con la aceleración histórica que vivimos, datar en esas fechas —unos tres lustros más o menos— viene a ser como hablar de la prehistoria, casi literalmente. Y, sin embargo, lo que quiero referir es precisamente el surgimiento de una actitud que hoy, de tan extendida, parece plenamente normal. Fue durante un examen de fin de curso. La mayoría de mis alumnos se habían ido marchando según terminaban y quedaban muy pocos por entregar sus papeles. Normalmente, pese a mis advertencias, quienes salían del aula se quedaban comentando sus impresiones en el pasillo, justo detrás de la puerta, montando una algarabía molesta para los que no habían acabado aún. En un momento determinado caí en la cuenta de que esta vez no se oía ruido alguno en el exterior. Agucé el oído y más bien percibí un silencio extraño, como un zumbido sordo, que me impulsó a abrir la puerta con cierta inquietud. Lo que vi me dejó asombrado: no menos de una quincena de alumnos se distribuían irregularmente por el hall de entrada a la clase, en los peldaños de la escalera, apoyados de pie en la pared o sentados en el suelo. Aunque estaban entre ellos a una distancia inferior a medio metro, no hablaban entre sí ni se miraban unos a otros: estaban absortos en sus teléfonos móviles, moviendo como posesos los pulgares de ambas manos en una comunicación frenética con amigos, familiares o conocidos ausentes (o, a lo mejor, pensé luego, mandando mensajes al que estaba al lado). En el aire flotaba una especie de rumor tenso producido por el teclear nervioso de muchas manos. Ninguno levantó la cabeza ante mi presencia. No acerté a decir nada y cerré la puerta, sin más.
Ahora esa escena no llamaría la atención de nadie. Fue mi primer contacto con una nueva realidad que luego todos hemos asumido de un grado u otro. Hoy constituye el pan de cada día en cualquier parte, en la calle, el metro, el restaurante y los sitios más insospechados. He traído a colación ese recuerdo porque me asaltó nada más empezar a leer El enemigo conoce el sistema, un libro que lleva un largo subtítulo: Manipulación de ideas, personas e influencias después de la Economía de la atención (Debate). Su autora es una periodista, Marta Peirano, experta en las repercusiones psicológicas y culturales de los avances tecnológicos, en especial las cuestiones de adicción, espionaje, vigilancia y control derivados de la implantación universal de Internet. Un tema, para ser sinceros, que me interesa sobremanera —aunque solo sea por mi condición de usuario de las redes, como nos pasa a todos— pero en el que soy un completo ignorante. Tengo pues que dar por buenas muchas de las cosas que cuenta su autora, fiado solo al escrutinio del sentido común y, por supuesto, mi experiencia como consumidor de contenidos digitales. Debo consignar en cualquier caso que en bastantes páginas detecto un cierto maniqueísmo y creo que en ocasiones se cargan las tintas hasta casi la caricatura. También me chirría la propensión de la autora a dejarse llevar por ese progresismo de salón que contempla con angelical arrobo a todo aquel que se adjudica la etiqueta de antisistema. Son reparos que, como se verá, no anulan el interés de lo que aquí se analiza.
El punto de partida no puede ser más contundente: «La red no es libre, ni abierta, ni democrática». Nunca me ha convencido la actitud benevolente de los que ponderan el supuesto carácter democrático de la red, pero reconozco que no tenía muchos argumentos sólidos para combatir esa creencia. Peirano comienza por establecer la actitud de cada uno de nosotros en cuanto clientes de la red en general o de sus múltiples aplicaciones. Hay un rasgo común en el comportamiento de la mayoría, quizá más exacerbado en los jóvenes: decimos que cogemos el móvil para consultar algo aunque, como sostiene la autora, a menudo somos incapaces al cabo de unos minutos de acordarnos de la razón por la que nos asomamos a sus pantallas. En todo caso, la razón inicial es poco significativa porque pasamos de unos contenidos a otros y al cabo de un tiempo indefinido pero que se estira como un chicle en manos infantiles, hemos visto tantas cosas que seríamos incapaces de enumerarlas y, mucho menos, de asimilarlas. Después de un breve intervalo volvemos a repetir la misma operación con el mismo resultado, una especie de mórbido sonambulismo tan pegajoso como, en el fondo, adictivo. El móvil actúa de prótesis, cuando no directamente de ventana mediante la que accedemos a todo lo que nos interesa o necesitamos. De este modo, se ha convertido en nuestra sombra: dejarlo olvidado en casa, salir sin él se convierte en una catástrofe insoportable. Las más de las veces damos la vuelta para recuperarlo y guardarlo muy cerca, en el bolso, la cartera o el bolsillo, lo bastante próximo para oír su vibración, caso de que no llevemos auriculares que nos aíslan del mundo exterior y nos conectan con la única realidad que nos interesa. La moraleja es obvia: ¿somos nosotros los dueños del móvil o es el móvil dueño de nosotros? ¿Quién obedece —o maneja— a quién?
En realidad, la autora habla poco del móvil como tal. Al fin y al cabo este es solo un instrumento —uno más, aunque el más importante para muchos— mediante el que nos conectamos a la red. Y lo que a Peirano le interesa son las consecuencias de esa conexión que todos necesitamos para nuestro trabajo, por simple entretenimiento o para conseguir una información determinada. La primera y más obvia queda implícita en lo ya dicho, la adicción. La red es adictiva —como las drogas, formulan algunos— aunque sería más exacto decir que está diseñada específicamente para que su consulta se convierta en adictiva. La segunda es que la red genera impaciencia, una actitud apresurada y ansiosa. En el libro se cita un dato que no puedo corroborar y que a primera vista me parece inverosímil: «nuestra paciencia es tan escasa que el 40% de los usuarios abandonan una página web si tarda más de tres segundos en cargar». Aunque el dato en cuestión esté exagerado, la tendencia es incuestionable, porque todos sabemos por experiencia que no aguantamos ni medio minuto de espera. Necesitamos por lo general ver muchas cosas y muy rápido y, aunque en principio no sea así, pasará como con el ramillete de cerezas, que una búsqueda nos llevará a otra y luego otra, de manera indefinida, siempre a velocidad de vértigo. Tercera consecuencia: este enganche -por decirlo en los términos usuales- obedece con frecuencia a pautas de comportamiento gregario. «El único motivador más efectivo que ser aceptado socialmente es el miedo a ser rechazado socialmente». Esta es la razón de los like y la contabilidad de seguidores: lo importante es no quedarse atrás, formar parte del top ten, tener miles (¿millones?) de supuestos amigos, aunque naturalmente no conozcas ni el rostro de la inmensa mayoría de ellos.
Dice Peirano con una aparente condescendencia -que en realidad no es tal porque nos retrata a todos sin excepción- que somos como los ratones de Skinner dándole a la palanquita para obtener el premio o satisfacción. En una sociedad ociosa e infantilizada como la que vivimos el activador básico para millones de personas es el aburrimiento. Como los niños, necesitamos que nos distraigan. Bien podría decirse que queremos cuentos para adultos, entendiendo como tales no ya los clásicos videojuegos o las series de las grandes plataformas como Netflix, sino todo tipo de novedades para consumir. Fíjense que en la base de este planteamiento está la razón que explica determinadas características de Internet, de las que muchos se lamentan. Aunque una importante minoría la utilice como fuente de conocimiento, para la mayoría la red es la puerta de la evasión: por eso siempre será terreno abonado para las fake news, el insulto, la calumnia o la simple brocha gorda, porque el bulo llega a más gente que la realidad prosaica y la caricatura o la deformación siempre obtienen más réditos que el análisis riguroso. El cambio cualitativo de nuestro tiempo se produce cuando ese otro mundo al que accedemos nos requiere tanta dedicación y tiempo que termina compitiendo y acaso desplazando a lo que siempre habíamos concebido como la única realidad. Ya hay mucha gente que pasa más tiempo en esa otra realidad virtual que en el mundo material, sumidos en «un reality show infinito, producido por algoritmos, del que no puedes desengancharte sin perder el tren».
Los números son abrumadores: YouTube, por ejemplo, «tiene mil ochocientos millones de usuarios que suben una media de cuatrocientos minutos de video cada minuto al día y consumen mil millones de videos diarios». Con todo, les daría una visión errónea acerca del contenido del libro si siguiera insistiendo en esa vertiente. Por encima de ella están otras dos cuestiones que preocupan sobremanera a Peirano: la primera, el proceso acelerado de concentración —«un número cada vez más pequeño de empresas» dominan todos los resortes— que conlleva mayor poder en menos manos, hábilmente camuflado con terminales que parecen variopintos pero que remiten en última instancia a los mismos centros de decisión. Así, «Google controla las tres interfaces más utilizadas del mundo: el servidor de correo Gmail, el sistema operativo para móviles Android y el navegador Chrome». Además, dice Peirano, el problema no estriba solo en la conformación de un poder equiparable —si no mayor— al de las grandes superpotencias, sino en la forma en que se ejerce ese dominio, con una opacidad y secretismo inquietantes: el algoritmo se ha convertido en el nuevo Dios, pero como pasaba con el antiguo, sus designios son inescrutables. La segunda cuestión está estrechamente relacionada con esta —en el fondo constituye su consecuencia inapelable— y es, si cabe, más tenebrosa aún. Hablamos del espionaje, seguimiento y control de los ciudadanos que amenaza con convertir nuestro mundo —si no lo ha hecho ya y además de manera irreversible— en una gran cárcel o, como mínimo, un campo vigilado por una tupida red de cámaras y micrófonos siempre abiertos.
La analogía con un sistema penitenciario clásico es imprecisa y aún se queda corta, pues ahora somos nosotros, los prisioneros, los que nos uncimos gustosamente el yugo, suministrando de modo complaciente todos nuestros datos, desde los aspectos biométricos hasta las aficiones más personales, a esa inmensa maquinaria que nos vigila y domina. La coartada es obvia: le damos todo lo que nos pide porque esa inmensa maquinaria de control nos proporciona a su vez todo lo que queremos. ¿O es al revés? Quizá, en una nueva edición del clásico, vendemos nuestra alma al diablo a cambio un hedonismo fofo pero ininterrumpido. Incluso la metáfora fáustica no llega a dar cuenta total del pacto, pues la relación de cada individuo con ese sistema que gobierna nuestras vidas -o al menos la disposición de nuestro tiempo- se basa en una reciprocidad asimétrica y adulterada, pues hasta nuestro deseo queda condicionado por el sistema, como vimos con el proceso de adicción. Queremos lo que ellos quieren que queramos. Ya sé que llegados a este punto me dirán que el análisis apunta a un sesgo catastrofista, como si fuéramos peleles en manos de un poder omnímodo que decide por nosotros. Yo también quisiera pensar que Peirano dramatiza en su tono cuasi apocalíptico. Pero me da qué pensar la aguda reflexión que me hizo un amigo mío hace unos días a este respecto: ¿no te resulta curioso que en esta sociedad todos detectamos manipulaciones a mansalva pero después, cuando se le pregunta a cada ciudadano de uno en uno, todos consideran que ellos no están manipulados e incluso que no son manipulables?
No hace falta que les diga que este cuadro de las sombras de Internet no anula sus innumerables luces. Nadie está pensando seriamente en renunciar a los progresos conseguidos. Los avances técnicos de las últimas décadas han mejorado la vida humana en todos los aspectos y nosotros, como especie, hemos ganado en conocimiento, salud, bienestar y capacidad de actuar en nuestro entorno. Pero junto a todo ello, como cada vez que la humanidad da pasos decisivos, hay también problemas que urge resolver. Este libro nos hace pensar en algunos de ellos. El principal se resume en su propio título: «El enemigo conoce el sistema pero nosotros no».
El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.
El profesor Rafael Núñez Florencio
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