miércoles, 10 de junio de 2020

[HISTORIA] La represión durante la guerra civil y la postguerra española



Presos republicanos en una cárcel franquista


Reproduzco en esta ocasión, en la sección del blog dedicada a la Historia, una interesante aportación del profesor Eduardo González Calleja, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Carlos III de Madrid, dedicado a las diferentes formas de abordar la represión durante la guerra civil y la postguerra española, que a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación no ha perdido actualidad. Lo hacía en un artículo [De campos, cárceles y checas. Maneras de ver la represión durante la Guerra Civil y la posguerra. Revista de Libros, marzo 2004], en el que reseñaba dos publicaciones de aquellos momentos que abordaban el tema desde ópticas diferentes. La primera: "Una inmensa prisión. Los campos de concentración y las prisiones durante la Guerra Civil y el franquismo", de Carme Molinero, Margarida Sala y Jaume Sobrequés (Barcelona, Crítica, 2004); la segunda: "Checas de Madrid. Las cárceles republicanas al descubierto", de César Vidal (Barcelona, Belacqua/Carrogio, 2004).

"El estudio de la represión política durante la Guerra Civil y el franquismo es una línea historiográfica que ha ido adquiriendo una creciente solidez en los últimos veinticinco años -comenzaba diciendo el profesor González Calleja-. La atención creciente que se otorga en la actualidad a la organización penitenciaria no debe explicarse sólo como una manifestación sectorial de la fascinación por los temas vinculados al control social y la represión, sino que obedece también a causas externas (el renovado interés que suscitan en Europa las grandes experiencias coactivas y genocidas de signo totalitario) y domésticas (la apertura de nuevas fuentes documentales, pero también el nuevo valor otorgado a los relatos autobiográficos). Todo ello ha permitido que los estudios sobre el mundo carcelario hayan transitado rápidamente desde las aproximaciones pioneras a los primeros grandes estados de la cuestión. Este último es el caso de Una inmensa prisión, que recoge las actas parciales del congreso «Los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la guerra y el franquismo » que en octubre de 2002 reunió en Barcelona a más de doscientos investigadores nacionales y extranjeros.

La obra comienza por negar el paralelismo entre el sistema represivo nazi (que, como señala Michel Leiberich, creó los campos de concentración no como instituciones correctoras de delitos individuales, sino como «fábricas de la muerte» sobre colectividades) y el del franquismo, que no pretendió el exterminio físico deliberado, ya que el espíritu vindicativo de clase antepuso la explotación de los trabajadores, sobre cuyas espaldas recayó la tarea de reconstrucción nacional. El libro puede leerse a diversos niveles. Es, en primer lugar, un recorrido bastante omnicomprensivo por las sucesivas etapas del «universo carcelario»: desde los campos de prisioneros y los batallones disciplinarios de trabajadores de la guerra a las colonias penitenciarias y las cárceles de posguerra, con su diversidad de sistemas de explotación: talleres, destacamentos o colonias militarizadas, que proporcionaron el mayor contingente de trabajadores al Servicio Nacional de Regiones Devastadas, pero también a la Iglesia, la Falange o las empresas privadas. Javier Rodrigo, autor de una muy reciente obra sobre los campos de concentración de la guerra y la inmediata posguerra, nos muestra su evolución desde su puesta en marcha como solución provisional en la depuración ejercida sobre el Ejército Popular hasta sus sucesivas reestructuraciones con el fin de perfeccionar las tareas básicas de clasificación, exclusión, explotación y reeducación con tendencia totalitaria. Desde el otro lado de la frontera, Francesc Vilanova nos ofrece un diagnóstico de la errática política de los gobiernos franceses ante «la retirada» de 440.000 refugiados republicanos en marzo de 1939. Mientras que los últimos gobiernos galos de la preguerra aplicaron una política de extranjería supeditada a la preocupación por la seguridad nacional y el mantenimiento del orden público, la drôle-de-guerre obligó a que los campos fueran difuminando su perfil concentracionario y se adaptaran al esfuerzo de guerra con la incorporación de contingentes republicanos a las compañías de trabajadores extranjeros, a la Legión Extranjera y a los batallones de marcha. El régimen de Vichy mantuvo a su vez una actitud contradictoria, descartando repatriaciones masivas a España y favoreciendo la huida hacia América o la incorporación al mercado laboral a través del Service du Travail Obligatoire, pero también toleró la intromisión de la Gestapo, que condujo a la deportación de muchos republicanos hacia el mucho más nivelador y destructivo «universo concentracionario» nazi.

Ángela Cenarro hace un recorrido institucional desde la derogación de las reformas penitenciarias republicanas en los inicios de la guerra a la concesión del «derecho al trabajo» a los prisioneros con la creación en 1938 del sistema de Redención de Penas por el Trabajo. En la paulatina definición del «universo penitenciario » franquista, señala la incongruencia entre el paternalismo caritativo desplegado por curas y funcionarios, y la utilidad económica y propagandística derivada del sistema carcelario, que generó un fuerte desfase entre un proyecto regenerador y reeducativo de marcado corte autoritario y la realidad cotidiana de la arbitrariedad y la corrupción. Abundando en la caracterización de ese «universo carcelario», Ricard Vinyes propone su extensión al entorno familiar exterior, a las redes de intereses económicos, a las sociedades de beneficencia de la Iglesia y el Estado, y a las organizaciones políticas clandestinas. La función de este sistema no fue vigilar y castigar, sino doblegar y transformar, ejecutando un conjunto de operaciones sociales, políticas, culturales y económicas destinadas a obtener la transformación existencial completa de los reclusos y de sus familias, desposeyendo moral y materialmente a los mismos para destruir de ese modo su identidad colectiva.

Ejemplos ilustrativos de la heterogeneidad, provisionalidad y arbitrariedad del microcosmo penitenciario franquista son los que aportan cuatro estudios concretos. El testimonio de Nicolás Sánchez Albornoz sobre su experiencia como contable en el destacamento penal de Cuelgamuros pone de relieve que la redención de penas fue una importante fuente atípica de ingresos netos para el Estado, donde «la represión cedió su furor vengativo para crecer como negocio y abrir los brazos a la corrupción». Se trataba de liberar al Estado de la carga del mantenimiento de los presos y de generar ingresos en su calidad de mano de obra barata o gratuita sometida a innumerables motivos de exclusión. Esta singular función del Estado como proveedor de trabajadores para la empresa privada también queda de manifiesto en el trabajo de José Luis Gutiérrez Molina sobre la servidumbre casi medieval desplegada en las colonias penitenciarias militarizadas que participaron en las obras públicas y las subcontratas privadas para la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir. En ocasiones, este tipo de prestaciones no reportaron sólo beneficios económicos, sino de otro tipo más sutil, como muestra el análisis de Francisco García Alonso sobre el batallón disciplinario puesto bajo la autoridad del arqueólogo falangista Martín Almagro Basch para realizar las campañas de excavaciones en Ampurias en 1940-1943. Por último, el estudio de Santiago Vega sobre la vida cotidiana (en sus diversas facetas de alimentación, horario, comunicaciones, cultura y propaganda, convivencia, disciplina, salud e higiene, trabajo o vida religiosa) en la Prisión Provincial de Segovia des- cribe con detalle los métodos empleados para lograr la paulatina disolución del concepto y de la identidad de prisionero político, «patologizando» la delincuencia política (objetivo de los estudios del psiquiatra Antonio Vallejo-Nágera) hasta asimilarla a una inadaptación que requería reeducación.

Un último nivel de lectura lo brindan los estudios sobre fuentes: Carles Feixa y Carme Agustí analizan los discursos autobiográficos y memorialistas (con una caracterización especial de los elaborados por mujeres) que se han ido multiplicando desde el final de la transición; María Campillo describe los testimonios literarios de narradores-supervivientes (Primo Lévi, Joaquim Amat-Piniella o Jorge Semprún) como el único arma de que disponen las víctimas en su búsqueda de justicia. Por último, Manel Risques hace un recorrido por los fondos documentales depositados en los archivos militares generales (Madrid, Segovia, Ávila o Guadalajara) y regionales, así como en los archivos judiciales ahora disponibles para la investigación, que están renovando completamente el estudio de la represión y de la violencia en las dos zonas combatientes durante la Guerra Civil y en el franquismo.

En su clásico Surveiller et punir, Michel Foucault advertía que el análisis de la prisión es fundamental para reflexionar sobre las relaciones de poder que se establecen entre el Estado y la sociedad. En ese sentido, el sistema penitenciario fue la plasmación más evidente e inmediata de esa política de exclusión social masiva desplegada por el Nuevo Estado, que ampliaba su radio de acción punitiva a los familiares, limitando sus ingresos, erosionando su patrimonio o arrebatando la tutela de los hijos. Una política de la sumisión que alcanzó un carácter tan indiscriminado que, como dice Sánchez Albornoz, «en materia de libertad, la cárcel y la calle se diferenciaban sólo en grado». Trabajos como el que analizamos tienen la virtud de mostrarnos el camino recorrido en poco tiempo y de plantearnos las eventuales líneas de investigación que deben ser profundizadas como un intento de evaluación global del beneficio económico que reportó al Estado la aplicación de la política de redención de penas por el trabajo en el contexto de la economía autárquica del régimen franquista.

Lamentablemente, no puede decirse lo mismo de la obra de Vidal, cuya falta de originalidad arranca desde su mismo título, tomado de una novela del periodista de ABC Tomás Borrás —el inventor del «complot comunista» de la primavera de 1936— que ni siquiera aparece aludida en la bibliografía final. Estamos ante un ejemplo señero del «método» de confección de libros que ha dado notoriedad a este escritor: una porción de páginas de relleno que envuelve la inanidad total a la hora de tratar el tema que es presunto objeto de análisis (sólo se dedican 26 páginas a la actividad «chequista » en Madrid de un total de 364); un aparato «crítico» repleto de notas improcedentes o de relleno, con siglas que quizá pertenezcan a fuentes ignotas, con una bibliografía contextual que se exhibe pero que no se emplea, trufada de títulos deliberadamente poco accesibles al lector español, que se citan de forma incompleta o que no aparecen en la relación final. El repertorio bibliográfico, con obras repetidas o redundantes, asignaciones falsas, inserciones inexplicables y olvidos clamorosos6, es un caos absoluto que hubiera hecho las delicias de Southworth.

Los apéndices documentales son otro ejemplo contundente de esta falta de seriedad y de criterio: el número I (relación de checas de Madrid) aparece repetido literalmente en el texto y sin alusión alguna a las fuentes empleadas para su confección; el número II es una «antología documental» tan peregrina que repite sistemáticamente párrafos ya introducidos en el cuerpo de texto; el número III es una mera transcripción del martirologio depositado en el santuario de la Gran Promesa de Valladolid; y el número IV (relación de asesinados) es un listado pretendidamente alfabético, que revela su absoluta inutilidad al estar plagado de errores (véase a título ilustrativo las entradas 578, 719, 2186 o 3664), no señalar el lugar y la fecha de las ejecuciones, y no citar las fuentes para su elaboración, como tuvo el decoro de hacer Rafael Casas de la Vega en su catálogo de víctimas, que Vidal vampiriza descaradamente.

Pero la obra no plantea sólo reparos formales que la hubieran hecho inaceptable como simple trabajo de curso, sino problemas de fondo que proceden en primer lugar de una visión profundamente distorsionada de la historia de España. Este autoproclamado «liberal» desarrolla la «tesis» de que las matanzas organizadas en zona republicana fueron el resultado de un proceso revolucionario que se inició «a fines del siglo XIX» y que, tras su derrota provisional en 1917 y 1934, logró el triunfo a partir de 1931; victoria que incluía «por definición» la práctica de exterminio de segmentos enteros de la sociedad. Este proceso revolucionario transecular habría sido protagonizado, en informe cargamontón subversivo, por la consabida amalgama «rojo-separatista » de comunistas (¡ya a comienzos del siglo XX!), republicanos «de clase media» (sic, pág. 46), anarquistas «partidarios de la acción directa » (sic, pág. 48), socialistas cuya actuación habría sido invariablemente ilegal durante décadas, y los «denominados nacionalismos», especialmente el catalán, cuya trayectoria histórica, a decir del autor, «encajaba mal en un proceso modernizador de signo liberal». Según parece, el catalanismo nunca sintió reparos en «acabar con un sistema político que se oponía a la consecución de sus metas» (pág. 45), especialmente el muy radical Cambó, que habría urdido en fecha indeterminada una «alianza vasco-catalana» para que el sistema constitucional saltara por los aires (pág. 50).

Pero la antología del disparate no se detiene ahí: la oposición se convierte en responsable de la proclamación de la Dictadura; Azaña se habría hecho republicano en 1930; los firmantes del «Pacto de San Sebastián» (a los que acusa de intentar derribar el orden constitucional, olvidando el «pequeño » detalle de su suspensión desde septiembre de 1923) se transformaron automáticamente en el primer gobierno de la República; la masacre de Arnedo habría sido un «motín armado socialista»; la huelga general campesina de junio de 1934, una «ofensiva revolucionaria»; y la izquierda en bloque habría provocado el «golpe de Estado nacionalista-socialista» de 1934. Como culminación de todo ello, tras el 18 de julio, el Frente Popular habría confirmado esa «cosmovisión antisistema y antiparlamentaria que incluía entre sus características las del exterminio del adversario considerado como tal a segmentos íntegros de la población » (pág. 78), ya que las matanzas las realizaron «organizaciones que desde hacía décadas consideraban moralmente lícita la eliminación física del adversario político» (pág. 81). En fin, un puro dislate, que no es sino la reiteración de la vieja tesis teleológica catastrofista urdida por la derecha ultrarreaccionaria decimonónica de la democracia como antesala del comunismo. Un argumento que, como es bien sabido, utilizó largamente el franquismo como baza de legitimación del golpe militar de 1936, pero al que Vidal da una vuelta de tuerca más al pretender la homologación de estos asesinatos con el Holocausto judío.

Haría bien este autor en reconsiderar la tipificación del genocidio a la luz de las últimas aportaciones de la historiografía europea sobre el tema. En todo caso, su afirmación resulta difícilmente sostenible cuando se constata que a la represión «incontrolada » causada por la guerra y la revolución en sus primeras semanas le sucedió una justicia popular «institucionalizada» que trató de atajar las manifestaciones más arbitrarias y sangrientas de aquélla, «normalizando» el aparato represivo al hilo de la evolución militar y política de la zona republicana. No se trata de minusvalorar la represión indudable que existió en el bando republicano, sino de contextualizarla y explicarla en sus características, estructura y actuación. Es en ese aspecto donde nos llevamos una última decepción. El autor no explica la evolución de estos centros de detención y tortura en ese necesario contexto histórico, exhibiendo nuevos documentos o proponiendo perspectivas de análisis renovadas (cosa que hace Javier Cervera en su libro sobre la «quinta columna» madrileña.), sino que opta por la consabida descripción de los crímenes, con sesenta años a sus espaldas, empleando como citas de autoridad la Historia de la Cruzada, los testimonios de ex comunistas como Castro Delgado o Hernández (mientras que los de Prieto o Azaña son insidiosa y sistemáticamente rechazados) y el libro La dominación roja en España. Causa general instruida por el Ministerio Fiscal, que es «saqueado» de forma tan inmisericorde que nos podemos lamentar de la perpetración de un último «fusilamiento» en masa. Ni que decir tiene que, en su opción por destacar la truculencia de los asesinatos sobre la explicación de las estructuras del terror, Vidal no se detiene un momento en considerar los dilemas metodológicos que muchos especialistas se han planteado a la hora de explotar el ingente fondo documental de la Causa General, cuyo origen eminentemente punitivo exige una previa labor de depuración y crítica de informaciones y cifras, cruzando datos con la prensa, los testimonios orales, las memorias de personajes, los registros civiles o los archivos políticos.

En definitiva, Vidal no deja «al descubierto» las cárceles republicanas, sino su incompetencia para tratar con solvencia este tema. Es un exponente más de esa producción bibliográfica paralela (difícilmente se puede hablar de historiografía) de la Guerra Civil que tanto fascina al profesor Payne, pero que en su apuesta por la denuncia histérica antes que por el análisis sereno dificulta que el tema de la represión política se encamine hacia su definitiva normalización historiográfica".



El historiador Eduardo González Calleja



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 10 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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martes, 9 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Ruidos



Dibujo de Sr García para El País


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Quienes manejan la algarabía, escribe la ensayista Remedios Zafra en el A vuelapluma de hoy [El ruido como fórmula. El País, 29/5/2020] han explotado que la ira se contagia y prende más rápido que el esfuerzo de construir unidos pero no se debe sucumbir a la idea de que esa sea la forma de tener protagonismo social.

"Al igual que los ruidos, -comienza diciendo Zafra- los objetos, portes y vehículos son también símbolos estéticos y éticos de quienes se pronuncian o se quejan. Pero si les menciono este asunto es por contraste, para ponerles en valor algunas cosas actuales que siendo importantes no suenan. Y cuanto más ruido hacen quienes cargados de privilegios también se jactan de tener la voz más alta, más necesitado está lo que no suena de darse a ver. Cuesta aprender que lo callado esconde peligros y valiosas respuestas que dejamos pasar, entretenidos en la bulla de quienes quieren que se hable de ellos, pero no hablar con otros ni construir juntos.

Reparo en que todo lo ruidoso suele tener su titular y su réplica, pero no pasa así con lo callado. La extrema derecha lleva tiempo practicando el ruido como fórmula. El estruendo, la sentencia simplista, pero osada. Pasa como con el insulto, que en su concreción siempre disfruta de un momento de gloria en los medios o en las redes, pero no ocurre lo mismo con la disculpa o con la justicia, que es lenta y requiere tiempo, no se amolda bien a los titulares. Qué gran responsabilidad se cierne sobre los medios para que este juego no se desboque.

No todo lo que importa suena. Fíjense en el virus, que ha venido de puntillas, aunque pareciera que algunos quieren echarlo a golpe de cazos y tapaderas como platillos. Pero no, no se trataba de echar al virus. Las escenas más ruidosas han estado movilizadas por un grito localizado contra el Gobierno, como una reina de corazones pidiendo aquí y allí ¡que les corten la cabeza! La argumentación, crítica y alternativa de gobernanza que proponen quienes lo incentivan, no se muestra o no está, solo parecía sugerida por ollas golpeadas con cazos y sartenes, un palo de golf rebotando en una señal de tráfico, autobuses triunfales de quienes aspiran a crear una épica impostada, coches enfilados con sus bocinas pulsadas y gruñidos de motores diésel de última o penúltima generación.

Saturada de ruidos pienso en multitud de cosas calladas que importan. Por ejemplo, no suena la investigación silenciosa, las lecturas en voz baja y los ensayos clínicos, la concentración de esos científicos a los que ahora se escucha con inusual atención sin advertir la precariedad de muchos, como la de tantos sanitarios que se manifiestan en silencio. No suena el trabajo diario de profesores y estudiantes, la reflexión que quizá en los próximos meses nos regalará una explosión creativa sin precedentes. No suena la atención de quienes están pensando soluciones colectivas para mejorar cada pequeña parcela de mundo que se ha visto trastocada: las formas de trabajar, el envejecimiento, la sanidad, el clima, la educación, la igualdad, los espacios en que vivimos… Todo requiere reflexión e inteligencia para aportar ideas, no ya que resuelvan el estropicio, sino que mejoren lo que teníamos antes. No suenan, o muy levemente, la atención de un enfermo en la UCI, ni la ansiedad de las enfermeras ahora que se apaga el foco sobre ellas. No suenan las colas de personas que recogen comida en asociaciones vecinales. Lo hacen con la cabeza baja, como si se sintieran culpables, sin que los demás temblemos de vergüenza por permitir que esto pase. No suenan los cuidados de los vulnerables y ancianos en la intimidad. No creo que esas cuidadoras se manifiesten en coche, seguramente no tienen tiempo, algunas ni tienen coche, ni siquiera tienen contrato, y, con pocos recursos, después de cuidar ancianos se ponen en las colas calladas. ¿Han observado cómo los sonidos y los instrumentos para pronunciarse difieren según las personas que sufren? Tampoco suenan con estruendo las conversaciones templadas que tienen y debieran tener los políticos, especialmente los incapaces de hablar sin insultarse o sobreactuar cumpliendo su trabajo de mejorar lo común (no lo propio), empatizando con quienes piensan diferente, como si fuéramos juntos por una vez.

Habría sido y sigue siendo una oportunidad memorable para el entendimiento. Porque los humanos deseamos cosas parecidas, pongamos, salud, alimento y amor, incluso cuando nos identificamos desde la diversidad de nuestras historias, actividades y aspiraciones. Ser diputado o ser cuidadora, ser ingeniera, rentista, albañil o reponedora, son formas de ser y estar en el mundo marcadas por el trabajo. Pero ha ocurrido que por un tiempo todos hemos quedado despojados de rangos y privilegios al ser aislados en nuestra casa o en una cama de hospital. Estar encerrados como ser un enfermo son formas radicales de igualamiento. Y sucede que de pronto el confinamiento nos ha hecho más iguales justo en esto, en vernos privados de la posibilidad de salir de casa con miedo a enfermar o a morir.

Sin embargo, si observamos en cada interior callado verán que el igualamiento es solo en ese nivel de conciencia de un cuerpo vulnerable que pierde su libertad de movimiento, porque cada vida lleva su peculiar mochila de pérdidas que difieren llamativamente atendiendo a si, por ejemplo, transitas por el alambre de la pobreza o la incertidumbre laboral y vives en una casa comprimida y sin jardín, más parecida a una celda de cárcel o de convento, complicada para la convivencia material, desigual para los niños que corren en ella como enjaulados o para quienes comparten vida con alguien que les asusta. Y me llama la atención que quienes en ese igualamiento de privación de libertad más han jaleado su dolor no son los que tienen hambre, que teniendo razones para gritar están empequeñecidos pidiendo ayuda quizá por primera vez en sus vidas, sino quienes teniéndolo todo sienten por una vez haber perdido alguno de sus privilegios. Suelen, además, quejarse disfrazados de bandera común, resignificándola como si fuera solo propia, desprovistos de la diversidad que daría manifestarse en nombre de la pluralidad de la ciudadanía, bajo la apropiación simbólica de representar a un país como erróneamente expresan, homogeneizados por símbolos que apagan las singularidades, salvo en algunas inolvidables imágenes como la de esos inauditos manifestantes en descapotables, alguno con chófer, que con rotundidad dejaron ver lo profundo de la piel liberada de banderas, el tipo de desigualdad y sufrimiento que algunos privilegiados han padecido cuando gritan libertad.

Llama la atención el ruido contrastando con el silencio de esas cosas que hoy más que nunca debieran unirnos cuando toca trabajar juntos. Pero también la capacidad para culpar de las muertes a quienes culpan por el confinamiento que libra de las muertes. Hacerlo al mismo tiempo, como si dieran por hecho que nadie piensa, que la escuela de Trump sigue teniendo recorrido sentenciando y desacreditando, huyendo hacia delante, quejándose por defecto, porque sí. Quienes manejan los ruidos han explotado que la ira se contagia y prende más rápido que el esfuerzo de construir unidos, también que el pensamiento, especialmente el que acontece en voz baja y es propositivo. Pero no se confíen. Sucumbir a que solo el ruido puede tener protagonismo social es dar cerillas a los pirómanos, y confiamos en que quienes callan siguen trabajando, entre otras cosas, para no permitirlo".






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[ARCHIVO DEL BLOG] Desasosiego. Publicada el 19 de enero de 2010





En la primavera de 2006 la página electrónica de "Escuela de Escritores" lanzó una convocatoria a través de Internet para proponer a los lectores que eligieran la palabra más bella del castellano. Veinte y pico mil internautas propusieron 7130 palabras. Ganó "amor", seguida de "libertad". Dos docenas de personas propuesieron "desasosiego"; yo, entre ellas, alegando en su favor que me parecía una expresión hermosísima para explicar un estado de ánimo que encontraba muy generalizado en el hombre urbano de nuestro tiempo.

Hacía muy pocos días una amiga me había escrito sobre mi entrada en el Blog del pasado viernes ("Banalización de la tragedia", 15/01/2010) para comentarme sus impresiones sobre la frase final del artículo: "Hoy no quiero pedirles que sean felices, aunque tampoco se si aspirar a serlo nos hace peores, o insensibles al dolor ajeno. No me atrevería a juzgar a nadie por ello...", que me dice compartir y haberle hecho reflexionar sobre la banalización del sufrimiento y dolor ajeno que aspirar a ser felices conlleva, como si uno no tuviera derecho a buscar mecanismos de defensa en forma de burbuja para no estremecerse ante el horror... Su respuesta me ha provocado un cierto desasosiego (falta de quietud, tranquilidad, serenidad, lo define el Diccionario de la Lengua Española) y me ha hecho recordar una frase cuya autoría no puedo precisar: "la felicidad no es más que la ausencia de dolor". Y todo, porque pienso que en ninguna circunstancia puede ser malo aspirar a la felicidad. 

Otra amiga muy querida también me ha regalado por Navidad un pequeño librito cuya lectura me ha dejado bastante desestructurado el ánimo: "Blanco sobre negro" (Punto de Lectura, Madrid, 2004), del escritor ruso de origen español Rubén Gallego. Nieto del dirigente del PCE Ignacio Gallego, nació en 1968 con parálisis cerebral en una clínica de Moscú. Con un año y medio de edad fue separado de su madre, a la que le dijeron que había muerto, y comenzó un interminable periplo de traslados por hospitales, orfanatos y asilos que duró 20 años, hasta que con la desaparición de la Unión Soviética, pudo escapar y buscar sus raíces familiares, que desconocía por completo.

"Blanco sobre negro" es un relato autobiográfico de sus recuerdos de esos veinte años de oscuridad, estructurado en pequeños capítulos que relatan escenas que dejan el ánimo en suspenso sobre el periplo vital de una persona que a fuerza de voluntad logra sobrevivir en un mundo de horrores escondidos a la vista del resto de la humanidad para no desmerecer ni deteriorar la imagen de un "paraíso" en donde todo el mundo tenía la "obligación" de ser feliz. Y todo ello, sin una sola palabra de rencor, odio ni desprecio hacia nadie ni hacia nada. Con una salvedad, quizá, la del capítulo que lleva por título "Volga" (páginas 142-148), que dedica a la memoria de su abuelo: "Pero entonces habría podido llamar. Podría haber llamado al director de nuestra casa de niños por un teléfono secreto. El director de nuestra escuela era comunista, y los comunistas siempre se ayudan entre ellos. Me habrían llamado a su despacho y me habrían contado con gran sigilo sobre mi abuelo, el mejor abuelo del mundo. Y yo lo hubiera entendido todo. Yo era un niño inteligente. Todo lo que yo necesito saber es que él está en alguna parte, saber que realiza una misión secreta y que no puede venir a verme. Yo habría creído que él me quería y que vendría algún día. Y lo hubiera querido incluso sin el salchichón. O a lo mejor el no había tenido miedo de que lo descubrieran. ¿Y si a lo mejor él había comprendido que los espías americanos rara vez se asoman a nuestra pequeña ciudad de provincias y a mi me hubieran dejado contar todo sobre mi abuelo secreto? Contar sólo un poquito. Mi vida habría sido completamente distinta. Dejarían de llamarme negro de mierda, las niñeras dejarían de gritarme. Y cuando mis maestros me alababan por mis buenas notas, ahora comprenderían que no soy simplemente el mejor alumno de la escuela, sino que soy el mejor, como mi heroico abuelo. Y yo me habría convencido de que después de acabar la escuela no me llevarían para dejarme morir. Me vendría a buscar mi abuelo y me llevaría. Todo habría cambiado para mi. Dejaría de ser un huérfano. Si una persona tiene parientes, no es huérfana, es una persona normal, una persona como las demás. Pero Ignacio no vino. Ignacio no escribió. Ignacio no llamó. Yo no lo entendía. No lo entiendo. Nunca lo entenderé". Sean felices a pesar de todo. HArendt



El escritor Rubén Gallego


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es martes, 9 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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lunes, 8 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Hipocondríaco






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

"El martes 17 de marzo a mediodía recibí un correo electrónico de un laboratorio confirmando el positivo por Covid-19 -escribe en este primer A vuelapluma de la semana [Un enfermo mental. La Vanguardia, 30/5/2020] el periodista y locutor de radio Jordi Basté-. Confirmé porque, como hipocondríaco de manual, estaba convencido del resultado. Me encerré en casa, pero lo hice público sabiendo que me preguntarían por qué motivo a mí sí me habían hecho la prueba. No respondí, pero era simple: el riesgo no estaba en mis ­pulmones, estaba localizado en mi cabeza. Quizá sí que había tenido unos episodios previos de tos rara, incluso un leve dolor de cabeza, pero decidí hacerme el test cuando, en una rareza (casi) histórica, mi cuerpo subió a 38,1 de temperatura. Y empezó la insoportable angustia.

Según el psicólogo, mi diagnóstico mental es: “Tendencia a una personalidad fóbica que se acentúa en función del nivel de estrés. Ansiedad con tendencia a la hiperactividad y con TOC”. Los que tenemos este cóctel sabemos lo que significa. Me encerré, obligado por la situación, 33 días en casa. Ni basuras, ni perro, ni compras. Recibí incontables muestras de afecto, la mayoría acompañadas de la palabra oficial de la Covid-19: cuídate . Cuídate es el peor de los ánimos para un hipocondriaco. El desarrollo de la palabra te lleva a un estado no óptimo que necesita mejorar exigiéndote que te sitúes en estado de alerta.

Me tomaba compulsivamente la temperatura cada hora y el paracetamol cada seis. Perdí el olfato. Me agobié pensando por encima de mis posibilidades. Pasé de vivir solo a vivir en soledad, que parece lo mismo, pero es radicalmente diferente. Me angustiaban las noticias pesimistas y detestaba el contador de muertos e infectados.

Estos días la pandemia de la Co­vid-19 ha sido tema único y poco se ha hablado de la otra que, en paralelo, va creciendo irremediablemente: la mental. Cada día hay más gente que duerme poco, sueña mucho, vive con angustia, llora en silencio (yo lo hice una mañana, sin explicación, escuchando el gastado You’ll never walk alone ) o que no sabe lo que le pasa porque, simplemente, no sabe lo que pasará. Gente a quien le asusta salir de casa, que le aterroriza acercarse a alguien, que si le cuesta respirar o si estornuda cree que ya ha pillado el virus sin pensar que puede ser un simple catarro. Tranquilos. Somos muchos. Una legión. Quizás nos señalarán (la estigmatización habitual cuando se habla del cerebro) por este malestar íntimo, por el sufrimiento emocional, como si fuéramos enfermos mentales que necesitamos tratamiento farmacológico. Pero no. Somos la moda que viene. Hay que hablarlo. Sin miedo. Hay salida. Lo aseguro".







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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[TEORÍA POLÍTICA] Ciberleviatán



El filósofo Karl Popper


Cuando Popper -escribe en Revista de Libros [¿El ocaso de la sociedad abierta? Mayo, 2020] el historiador Rafael Núñez Florencio- publicó el libro que le daría fama y se convertiría en un clásico del pensamiento del siglo XX, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) no podía en modo alguno vislumbrar que la gran amenaza para el orden liberal y el pensamiento crítico no vendría de sus llamados adversarios tradicionales —aquellos contra los que se dirigía la obra— sino del progreso científico y tecnológico. En términos políticos, durante la casi totalidad del citado siglo, los mayores antagonistas de los regímenes democráticos eran fácilmente identificables: fascismo y comunismo —las dos caras del totalitarismo— y dictaduras civiles o militares —autoritarismo—. Derrotados militarmente los sistemas fascistas y desacreditadas las dictaduras, el tercer acto, la implosión del socialismo real entre 1989 y 1991, parecía sancionar el triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, el «fin de la historia» (Fukuyama dixit).

No duró mucho la euforia, si realmente hubo tal. Pocas victorias han sido tan silentes, quizá porque la mentalidad liberal acarrea una mala conciencia histórica, como si tuviese que hacerse perdonar un pecado original de indiferencia o simple postergación de las otras dos proclamas revolucionarias, igualdad y fraternidad (léase, en términos actualizados, justicia social). Pero más importante que este complejo liberal era el hecho de que en la pujante sociedad occidental —en buena medida como consecuencia de su propio éxito— se estaba incubando el huevo de la serpiente: el peor enemigo —una vez más en la historia— no era el que se divisaba enfrente sino el que nacía en el propio seno de una sociedad que parecía satisfacer todas las necesidades humanas y, aun así, se abría a un progreso incesante como punto último de referencia. De aquí precisamente vendría el problema, tan insidioso como inevitable.

Siendo un elemento predecible en sus líneas esenciales, el avance científico y tecnológico ha adquirido en los últimos tiempos un sesgo desconcertante para los seres humanos, probablemente por su desarrollo exponencial. Como se ha dicho en múltiples ocasiones, hoy día cualquier teléfono móvil es más sofisticado que toda la tecnología que usó la NASA hace medio siglo (1969) para llevar el hombre a la luna. Por resumir y simplificar en una acuñación que lo englobe todo, la llamada inteligencia artificial condiciona o, mejor dicho, determina nuestras vidas hasta sus aspectos más nimios. Los requisitos tradicionales para una existencia plenamente humana se han puesto patas arriba en cuestión de pocos años. En la actualidad todo, de la educación al ocio, pasando por la asistencia sanitaria o cualquier otro tipo de interacción social, transita necesariamente por Internet y el acceso a un inmenso depósito de datos y conocimientos. Un mundo insondable que, a falta de mejor término, hemos denominado con notoria imprecisión «realidad virtual».

La imparable tendencia del Estado al control de los individuos —que viene de algunos siglos atrás— ha encontrado en ese desarrollo tecnológico un arma formidable, que implica a su vez un cambio cualitativo en la relación entre el poder y los ciudadanos. ¿Vamos —o acaso estamos ya— ante un Ciberleviatán? Esto es lo que plantea José María Lassalle en un ensayo que lleva por título ese mismo concepto y un subtítulo bastante más aclaratorio de sus intenciones: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital (Arpa Editores). De entrada, habría que decir que el planteamiento en sí resulta curioso porque remite a la teoría política clásica, el Leviatán de Hobbes frente al Estado liberal de Locke. No estoy totalmente convencido de que este planteamiento académico sea el más adecuado para afrontar una realidad tan novedosa como la presente pero en todo caso, si así fuera, arrojaría un resultado sorprendente, el aplastamiento inmisericorde del sistema liberal por el monstruo hobbesiano.

En esa línea historicista podría también decirse que estamos ante una inopinada variante de la célebre exclamación leninista, «¿libertad, para qué? ». Dimos por sentado apresuradamente que la posición totalitaria no solo fallaba por minusvalorar el ansia humana de libertad sino, sobre todo, porque su alternativa, el poder centralizado, era mucho más ineficiente que el mercado y la sociedad abierta. Esa es la causa última de su fracaso, nos dijimos. Pero… ¿qué pasaría si el desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial posibilitaran un Estado más que centralizado, omnipotente, un Ciberestado, que satisficiera todas las necesidades —no solo materiales— de los seres humanos? Un poder que regulara la economía y el trabajo —asegurándonos además una renta mínima vital—, con una prestación universal de educación y sanidad, administrador de ocio y cultura, capaz en fin de atender a los aspectos más diversos de la vida cotidiana. En una palabra, un Estado paternal que proporcionara seguridad y bienestar a cambio de controlar nuestras vidas como piezas de un inmenso engranaje. Un requisito por lo demás —me refiero a dicho control— que estaría plenamente justificado como medio indispensable para el fin antedicho: en el fondo, nuestro bien, nuestra felicidad.

Lassalle examina en su breve ensayo los aspectos más alarmantes de un progreso tecnológico que, como caballo desbocado, escapa ya a nuestro control y, lo que es aún más inquietante, amenaza con arrollarnos en su loca carrera. Esta socorrida imagen resulta empero bastante imprecisa, no ya solo porque no hay nada demencial en este proceso —más bien al contrario— sino especialmente porque nos fuerza a replantearnos el rol de víctimas —nosotros mismos— que arroja el trance. Si todo ello amenaza con convertirnos en cierto modo en esclavos, forzoso es reconocer que habría que hablar, como en la ópera de Arriaga, de «esclavos felices». El matiz está lejos de ser anecdótico porque lo distintivo de este nuevo escenario histórico sería precisamente la general aquiescencia —creo que Lassalle llega en algún momento a usar el concepto de aclamación— con que se produciría la implantación del Ciberleviatán. Al fin y al cabo si ya el existencialismo ponderó el lastre de la libertad —esa condena a ser libres, ese agobio de tomar decisiones—, ahora, en otra vuelta de tuerca, nos veríamos liberados de esa angustia, o sea, absueltos del libre albedrío… ¡por fin! Un poder omnisciente decidiría por nosotros.

Acabo de utilizar una serie de formulaciones condicionales, referidas a un posible tiempo venidero. Pero ¿cabe asegurar que lo anterior se refiere sin más al futuro? ¿No vivimos ya los preliminares —o algo más— de ese proceso? Si es así, ¿estamos aún a tiempo de poderlo detener o, sería mejor decir, queremos detenerlo? Estas preguntas no solo se plantean en el ensayo sino que casi constituyen el leitmotiv angustioso del mismo. Quizá aún sea posible pero, si es así, no dispondremos de muchas más oportunidades antes de que la situación se torne irreversible. Las señales apuntan claramente en un sentido inequívoco y en muchos aspectos ya no hay vuelta atrás. Basta un ejercicio de reconocimiento personal en cada uno de nosotros para constatar lo que significa en nuestro entorno y cotidianeidad la revolución digital (lo mucho que hemos ganado pero también todo lo que nos hemos dejado en el empeño). En cualquier caso, nadie se plantea el imposible o el absurdo de un retorno. De lo que se trata, dice con cordura Lassalle, es de encauzar la situación y sobre todo tomar las riendas para saber a qué horizonte nos queremos dirigir.

Para ello es necesaria una estrategia y antes aún conocer bien el estado actual de cosas, es decir, todo aquello que ha transformado tan radical como inexorablemente nuestro mundo en un puñado de años. El problema no es que las nuevas tecnologías hayan construido una nueva realidad sino que para millones de personas esta realidad paralela se ha convertido en predominante hasta el punto de vivir —trabajar, relacionarse, divertirse— en ella más que en el mundo físico. De hecho, el mundo hoy para la mayoría de los seres humanos se contempla a través de pantallas: móviles, ordenadores, televisiones. La realidad virtual, las recreaciones y hasta las meras ficciones adquieren así más consistencia que la experiencia captable por nuestros sentidos. La distancia que se establece con lo que antes llamábamos la realidad es cada vez mayor, a medida que aumenta la intermediación: antes nos impresionaban por ejemplo los testimonios fotográficos de las guerras pero de unos años a esta parte los bombardeos se presentan y perciben como si fueran videojuegos y, aún más, estos con frecuencia superan en realismo todo lo demás. Por añadir otro ejemplo elemental, la mayoría de los acontecimientos y espectáculos de nuestro mundo se ven mejor —más reales— desde una pantalla que estando en el escenario de los hechos.

Esa nueva realidad ha provocado una transformación del ser humano o, para ser más precisos, un profundo cambio en su conciencia e identidad. Se trata de otro inesperado quiebro en la trayectoria histórica de los últimos siglos. Creíamos desde la Ilustración que el materialismo iba ganando terreno y hubiéramos asegurado hasta hace poco que estaba llamado a convertirse en hegemónico. Hoy la materia ha quedado desplazada como soporte primigenio: simplemente se materializa la creación digital o virtual, como hacemos al escribir libros o cuando usamos una impresora 3D. En el ámbito humano, el cuerpo incorpora cada vez más elementos mecánicos o inteligentes (prótesis, baipás, chips). Con todo, lo más relevante es la superación de la corporeidad como elemento indispensable de la identidad humana. Las máquinas nos han ayudado a concebir el yo desgajado de la envoltura corporal. Empezamos a vislumbrar que la conciencia humana puede encarnarse como un software en cualquier elemento material: de ahí los perfiles virtuales o avatares que nos representan en el ciberespacio. La ciencia ficción ha jugado a menudo con esta nueva noción de la conciencia desgajada del cuerpo: yo sigo siendo yo en cualquier soporte y ello en última instancia me permite acceder a una suerte de inmortalidad, pues al no sentirme ya ligado al cuerpo burlo mi destino último.

Sostiene Lassalle que esta postergación de la corporeidad se enmarca en un ámbito político caracterizado por el ascenso de los populismos, en un clima de crisis —¿definitiva? — del humanismo. Si «el hombre ha perdido la centralidad directiva y narrativa del mundo», si es más importante «sentirse parte de una comunidad virtual que física», si la socialización cae en pura frivolidad y ausencia de empatía, la democracia deviene mera caricatura: aturdido por la saturación de datos en un mundo cada vez más ininteligible sin el auxilio de las máquinas, el ciudadano se siente solo, perdido, incapaz de elegir por sí mismo. Esta nueva minoría de edad constituiría el combustible del populismo. Es verdad que este fenómeno tiene raíces más profundas en la historia pero, soslayando ahora los rasgos diferenciales epidérmicos, los populismos posmodernos coinciden en los tres grandes ingredientes que se daban en el pasado: recetas fáciles para problema complejos, apelación a los sentimientos por encima de la razón y distinción de un enemigo que aglutine un «nosotros» frente a «ellos», responsables de todos los males. Cualquiera de estas tres características vincula el populismo con su primo hermano, el nacionalismo. La democracia —formalmente respetada— se degrada así al nivel de la más rastrera demagogia. El rasgo más alarmante hoy es que esa tendencia se ha hecho universal y aparentemente imparable, sin alternativas factibles.

Este juego democrático degradado sería compatible con el Ciberestado totalitario y controlador, pues esta maquinaria inteligente ejercería su dictadura implacable con autonomía e independencia de las personas y partidos que accedieran al poder. De hecho, con ocasión de la pandemia del Covid-19 hemos podido comprobar la similitud de medidas de confinamiento y control de la población que han adoptado todos los regímenes del mundo, de China a USA pasando por la Unión Europea. Se dirá que este ha sido un caso excepcional, pero también puede verse como un ensayo general, a escala planetaria, del mundo que nos espera. El último capítulo de Lassalle se titula «Sublevación liberal» y a pesar de que su primera frase es «El liberalismo está en crisis», constituye en su conjunto una puerta abierta a la esperanza: el Ciberleviatán no es inevitable (Locke aún puede vencer a Hobbes) y el humanismo liberal puede y debe reaccionar, proyectando «un modelo de civilización digital que subordine las máquinas al hombre». El problema es que Lassalle ha sido tan persuasivo y convincente en los capítulos anteriores que, como pasaba en la literatura regeneracionista clásica, el lector queda tan impactado por la descripción tenebrosa del presente y el inmediato futuro que ese llamamiento a la resistencia le parece, más que otra cosa, un grito desesperado de auxilio. Lo cierto, en fin, es que este presente se parece ya mucho a algunas de las distopías que imaginábamos hace un puñado de años. Y lo peor es que no duele.


El historiador Rafael Núñez Florencio


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