Dudo mucho que un cuadro provoque en alguien la necesidad imperiosa de salir corriendo a vulnerar la inocencia de una crisálida, escribe la novelista Elvira Lindo en referencia a las críticas que levantó hace un tiempo el cuadro de Balthus titulado Thérèse soñando. Pienso que mi amiga Elvira tiene toda la razón, que la obscenidad, como en tantas otras situaciones en la vida, casi siempre está más en el que mira el cuadro que en su contenido.
Me quedé un buen rato frente a Thérèse soñando, comienza diciendo Lindo. No tanto ya para entregarme al disfrute de ese cuadro de Balthus que he visto tantas veces, sino por prestar oído a los comentarios de los visitantes que llegaban hasta él. Jubilados y excursionistas pueblan entre semana los museos. Unas mujeres comentaban, mírala ella, qué a gusto está. Un hombre informaba a otro de que en Nueva York ese cuadro está prohibido. ¿Por? “Porque a la niña se le ven las bragas”, respondía el informado. Y los dos se quedaban absortos, sopesando si la censura tiene alguna lógica o es otra excentricidad de los americanos. ¡Ajá!, así que para algunos se trata de un cuadro prohibido. Eso, sin duda, añade un aliciente a la visita, porque no hay mayor satisfacción que contemplar algo que a otros les es negado.
No andaba descaminado el hombre: la adolescente que dormita y abre las piernas distraídamente mostrando al espectador su ropa interior, soportó el año pasado una campaña de acoso ante la que el Metropolitan se vio finalmente forzado a responder. Una ejecutiva de las finanzas, viendo en el retrato que Balthus le hizo a su vecinita en 1938 la inequívoca mirada de un pedófilo, emprendió una recogida de firmas para que el cuadro fuera retirado. “¡No pido su destrucción!”, aclaró, pero sí al parecer una cámara acorazada para todas aquellas obras de arte que pueden perturbar nuestro sano juicio e incitarnos a la perversión. La iniciativa tuvo éxito de público, 10.000 firmas, pero no de crítica, ya que el museo estuvo firme al responder que el cuadro jamás sería retirado por una cuestión moral. Ahora, la célebre Thérèse ronronea en las salas del Museo Thyssen, y también otras púberes a las que el pintor retrató en esas posturas perezosas, felinas y sensuales tan propias de la preadolescencia, cuando aún no se sabe el alcance de lo que el propio cuerpo expresa. Para disculpar al artista, a cualquier artista que pise este campo minado, se suele apelar a la inocencia del pintor, que no alberga la suciedad que los puritanos le atribuyen. Pero, irónicamente, esa defensa bienintencionada de un artista contiene también otra perspectiva moral: el pintor jamás pensó en plasmar los primeros avisos de la sexualidad, es la mirada retorcida de mentes obsesionadas con el sexo la que vulnera la pureza de la niña.
Y yo me pregunto, ¿seguimos con que el sexo es sucio? Recuerdo con precisión mis primeras singulares fantasías, y haber observado luego con curiosidad y humor las expresiones de la revolución hormonal en los adolescentes a los que he educado. Me resisto a negarle a un artista el derecho a retratar este momento bellísimo de la vida, interesante por lo que tiene de fugaz y por la rara mezcla entre la actitud descarada y la involuntaria. A ver si para librar a las niñas de las intenciones de los perturbados les negamos aquello a lo que tienen tanto derecho como los varones: su sexualidad, esa fuente de goce y alegría que no se debe esconder ni negar. Y eso es lo que vio Balthus, esto es lo que retrató. Eso, que no es pecado sino maravilla.
Dudo mucho que un cuadro provoque en alguien la necesidad imperiosa de salir corriendo a vulnerar la inocencia de una crisálida. En un presente en el que los padres debieran controlar el tipo de “educación” sexual que están cediéndole al porno, es ridículo mezclar a Balthus con el MeToo. Igual que extender la idea de que todas las feministas somos unas puritanas.