viernes, 25 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Otoño del 17. [Publicada el 26/11/2017]

 




En marcha ya sin demasiadas complicaciones la aplicación del 155 de la Constitución y confirmado que todos los partidos políticos catalanes se van a presentar las elecciones en Cataluña el 21 de diciembre (lo que supone, en la práctica, un 155 de mínimos y una salida política más que digna al embrollo catalán) podemos extraer algunas lecciones de los sucesos vividos en España en el agitado otoño de 2017 que entrará a formar parte de la Historia de nuestro país aunque ciertamente no del modo previsto por sus instigadores, comenta en El Mundo Elisa de la Nuez, abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del consejo editorial de ese diario.
El famoso principio -recogido por Karl Marx en su ensayo sobre el 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte-, comienza diciendo Elisa de la Nuez, según el cual la historia se repite siempre dos veces, primero como tragedia y después como farsa, se ha cumplido religiosamente en el caso del independentismo catalán del siglo XXI. Afortunadamente. La razón es que el momento histórico de este tipo de nacionalismos (en base a los cuales se construyeron muchos Estados-nación durante los siglos XIX y XX) ha pasado hace mucho tiempo al menos en los países desarrollados. De ahí el carácter inevitablemente retro y nostálgico de un independentismo que necesita para sobrevivir revivir clichés de siglos anteriores magnificando la importancia de "las estructuras de Estado" y negando la profunda transformación que ha experimentado la sociedad española en las últimas décadas. Una transformación que es mucho mayor que la del propio Estado dicho sea de paso. Nuestras instituciones necesitan una renovación urgente que deberíamos acometer en un plazo perentorio para adaptarlas a las necesidades y a las exigencias de una sociedad española muy distinta a la que vivió el franquismo y la Transición y no solo por obvios motivos generacionales. Es también la sociedad que acaba de vivir la gran recesión, lo que la ha convertido en una sociedad más resistente, más crítica, más consciente y más segura de sí misma. Baste recordar que durante los últimos meses ha sido básicamente la ciudadanía y la sociedad civil y no las instituciones la que ha protagonizado la defensa intelectual, mediática y social de los valores democráticos y constitucionales. La cantidad de análisis, reflexiones, manifiestos, concentraciones y manifestaciones propiciadas al margen o incluso en contra de los cauces oficiales en un cortísimo periodo de tiempo ha sido realmente espectacular, lo mismo que la decidida voluntad de suplir las deficiencias de la estrategia de comunicación oficial particularmente en relación con los medios extranjeros. Lo que demuestra la enorme vitalidad y recursos de los que disponemos como sociedad y, lo que es más importante, la convicción de que podemos y debemos usarlos sin esperar a que una mediocre clase política claramente sobrepasada por los acontecimientos nos saque las castañas del fuego. En definitiva, hemos vivido un proceso de maduración acelerada que nos ha permitido tomar la delantera a nuestros políticos e instituciones, lo que también nos permite ser mucho más críticos y exigentes con unos y con otras. Quizás el caso catalán siga siendo la excepción más notable frente a este cambio aunque hay que destacar la comparecencia in extremis de la mayoría silenciosa y algunas iniciativas de personas y colectivos que empiezan a romper la omertá nacionalista. Pero sin duda una de las características más llamativas del independentismo es que ha impedido que una parte significativa de sus electores haya experimentado el mismo proceso de maduración ciudadana al recurrir a un relato político infantilizado de malos y buenos sólo apto para consumidores acríticos.
La conclusión parece clara: no necesitamos ni queremos rebeliones institucionales y saltos en el vacío para mejorar nuestro entramado político e institucional. En el selecto club de las democracias liberales occidentales de la Unión Europea, al que afortunadamente pertenecemos, las cosas no se hacen así. Claro que hay muchas reformas que siguen pendientes, especialmente, las políticas e institucionales que son además las que permitirían abordar todas las demás en mejores condiciones. Pero mantener desde un poderoso Gobierno regional con cargo al erario público que la única posibilidad de mejora pasa por la independencia (incluso cuando la desidia y la incompetencia del Gobierno central vienen en tu ayuda) y que además una parte de la ciudadanía -precisamente la más privilegiada en términos sociales y económicos- está oprimida es bastante más complicado que sostenerlo desde el exilio, la cárcel, la guerrilla o las huelgas de hambre, por mencionar algunos de los instrumentos tradicionales a los que los realmente oprimidos no tienen más remedio que recurrir. Ni siquiera la prisión preventiva de Junqueras y otros consejeros o el autoimpuesto exilio de Puigdemont son suficientes para demostrar la existencia de ese Estado opresor que el separatismo necesita para justificar la vulneración de los principios y valores de nuestro pacto de convivencia nacional y europeo. En ese sentido, es muy comprensible el desprecio que suscitan los que denuncian injusticias y agravios imaginarios a los que han luchado y todavía luchan por combatir las injusticias y agravios reales como se ha puesto de manifiesto en las declaraciones de algunos representantes de la izquierda histórica española que saben de lo que hablan.
También se ha puesto de manifiesto el enorme valor del Estado de derecho en nuestras sociedades. La previsibilidad y la certeza que proporciona a ciudadanos y empresas en un momento dado no puede arrojarse por la borda a cambio de vagas promesas. Las leyes se pueden y se deben mejorar siempre, pero a través de los procedimientos establecidos. Sin duda nuestro Estado de derecho tiene imperfecciones pero el peor de los ordenamientos jurídicos democráticos es mejor que ninguno o que la pura y simple arbitrariedad de los gobernantes. Para un jurista no deja de ser una satisfacción comprobar cómo un concepto tan abstracto y tan complejo ha sido interiorizado por los españoles con ocasión de esta crisis. Y es que -como ocurre con tantas otras cosas importantes en la vida- sólo apreciamos su valor cuando corremos el riesgo de perderlo.
Por tanto, como sociedad madura que ya somos conviene desconfiar de los gobernantes que nos prometen alcanzar la tierra prometida (la famosa Dinamarca del sur) de un día para otro y a coste cero adulando nuestras más bajas pasiones. Hay que ser conscientes de que las grandes transformaciones jurídicas e institucionales pueden ocurrir, pero requieren de debate, de tiempo y de esfuerzo. Tratar a los ciudadanos con respeto supone reconocerlo así. Ocultar los costes y el esfuerzo de cualquier promesa que se haga a los votantes de saltos económicos, institucionales, jurídicos o incluso sociales para ponernos a la altura de los países más avanzados del mundo por arte de magia es pura y simple demagogia, y deberíamos empezar a denunciarlo. En este sentido, hay que hablar no sólo de la irresponsabilidad de los líderes políticos (sin duda clamorosa y que debería propiciar en algún momento su sustitución por otros que, aun manteniendo la misma ideología, sean más honestos con sus votantes) sino también de la de muchos brillantes académicos, economistas y expertos de toda índole cuya frivolidad (no siempre desinteresada) ha sido pavorosa. Estamos ante una versión moderna de la traición de los intelectuales criticada por Julian Benda en su famoso libro de 1927 La trahison des clercs. Efectivamente, se trata de una traición en toda regla a la principal misión de un intelectual: el compromiso con la verdad. Como siempre, el problema es que los platos rotos económicos e institucionales no los pagarán los más responsables porque suelen ser los que tienen el poder y los medios para evitarlo. Los pagarán los más débiles y los menos organizados. Más allá del recorrido judicial que tengan los procesos judiciales ya estamos viendo que la mayoría de los políticos responsables del destrozo repiten en las listas electorales. También los empresarios consentidores seguirán con sus negocios y los prestigiosos profesores en sus cátedras. La vida sigue pero los que perderán o verán amenazados sus puestos de trabajo serán otros desde los pequeños empresarios que quebrarán por el boicot a sus productos hasta los empleados de los negocios dependientes del turismo y en general todos aquellos trabajadores y empresarios a los que les irá un poco peor. Si algo podemos aprender como sociedad de esta gran crisis del otoño de 2017 es que la ineludible renovación de nuestro pacto de convivencia representado por la Constitución de 1978 exige tiempo, dedicación, esfuerzo y la participación de todos.  


Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 24 de noviembre de 2022

De democracias a la defensiva







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de democracias a la defensiva, porque como dice en ella el politólogo Fernando Vallespín, puede que, desde un ángulo geopolítico, el conflicto de nuestros días sea el de democracia frente a autoritarismo, una especie de nueva Guerra Fría entre sistemas políticos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Democracias a la defensiva
FERNANDO VALLESPÍN
20 NOV 2022 - El País
Grande fue el alivio cuando conocimos los resultados de las elecciones brasileñas y las estadounidenses de medio mandato. Antes ya nos ocurrió lo mismo con las presidenciales francesas. Los de las suecas e italianas, por el contrario, nos sumieron en la melancolía. Oscilamos, pues, del desánimo a la alegría sin casi solución de continuidad. En algunos casos, además, caemos en el autoengaño. Muchas de esas victorias son pírricas y nada nos asegura que no sean reversibles. Lo que es importante destacar es que, en mi caso al menos, estos vaivenes en el estado de ánimo no responden a una mera preferencia ideológica, sino a la preocupación por el devenir de la democracia. Puede que, desde un ángulo geopolítico, el conflicto político de nuestros días sea el de democracia frente a autoritarismo, una especie de nueva Guerra Fría entre sistemas políticos. Desde la perspectiva interna sigue bien viva, sin embargo, la disputa entre democracia liberal y democracia populista.
La situación es, pues, la contraria de la que caracterizó su expansión a lo largo de los años noventa, cuando la caída del socialismo de Estado le dejó el camino libre para su gran ofensiva internacional. Ahora estamos en una fase de contracción de todo ese impulso, la democracia ha pasado a la defensiva. No solo por el ya conocido giro hacia el autoritarismo que manifiestan muchos Estados que hasta ahora se hallaban en plena fase democratizadora; también, y sobre todo, por el aparente agotamiento de la cultura política liberal en el interior de un buen número de democracias occidentales. El enemigo está dentro. Lo solemos despachar con el término genérico de populismo, el gran culpable, pero con eso solo conseguimos tirar balones fuera; lo que de verdad importa son las razones que conducen a que casi la mitad de los ciudadanos de algunos países opten por candidatos o partidos de ese signo.
Desentrañar estas razones se ha convertido en un verdadero sudoku para los politólogos. Aquí solo puedo apuntar una posible. Paradójicamente, ese mismo éxito que exhibió la democracia durante su fase ofensiva. Libre de enemigos, parecía como si su mera implantación formal ya bastara para que floreciera por doquier. Fue también una etapa que coincidió con la globalización; es decir, nuevas interdependencias y limitaciones de la soberanía, migraciones masivas y aumento exponencial de la desigualdad. Todo un reto que exigía una nueva gobernanza y la audacia de salirse de los habituales canales en la relación entre gobernantes y gobernados. Una reinvención. Pero no. En gran medida seguimos con las habituales inercias, una clase política pacata y una ciudadanía autosatisfecha que subordina el valor de los procedimientos democráticos a la satisfacción de sus preferencias. Después de todo, quizá sea mejor que se vea amenazada. Así al menos nos veremos obligados a reaccionar. De nosotros depende.




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[ARCHIVO DEL BLOG] El honor debido a los muertos. [Publicada el 25/11/2019]

 




La desilusión y el desencanto pueden llevarme a la abstención pero me resulta difícil de creer que pueda llegar el momento en que la derecha reciba mi voto. A pesar de eso, quizá por influencia de mi maestro, Emilio Lledó, y del también profesor, Ángel Gabilondo, candidato socialista al gobierno de la comunidad autónoma de Madrid en las elecciones del pasado mes de mayo, reconozco que no veo a ningún partido político como mi enemigo, aunque sí como un adversario a vencer con palabras, razones y votos. 
Siempre me ha sorprendido y provocado cierta repulsión las reticencias del PP a reconocer, no solo los derechos, sino incluso la dignidad de los muertos republicanos durante la guerra civil y la posterior represión franquista. De los pseudohistoriadores patrocinados por la COPE y de la propia jerarquía católica española no cabe esperar gran cosa al respecto, así que tampoco está de más recordar que el 28 de noviembre de 1978, una semana justo antes del referéndum constitucional, el arzobispo de Toledo y cardenal primado, monseñor González Martín, hacía pública una carta pastoral en la que juzgaba muy negativamente el proyecto de Constitución. Está en las hemerotecas. Y no parece que desde esa época los señores obispos hayan progresado mucho en lo que se refiere al respeto debido a los principios democráticos, más bien todo lo contrario, pero esa es otra cuestión y no quiero entrar en ella ahora.
En agosto de 2008 la lectura de un artículo de Manuel Rivas titulado "Garzón, Antígona y la memora histórica" (El País, 07/08/08), sobre la decisión judicial de solicitar información a los ministerios de Defensa e Interior y a las asociaciones que trabajaban por la reparación histórica, de los datos que tuvieran sobre los asesinados durante y después de la guerra civil por los franquistas, me llevó a pensar sobre el respeto debido a los muertos -a todos los muertos- que Rivas sacaba a colación citando la "Antígona" de Sófocles (ca. 442 a.C.) y la versión mucho más moderna del autor francés Jean Anouilh (1942). No era la primera vez que Manuel Rivas escribía sobre ese asunto, asunto que yo también he mencionado en alguna que otra ocasión en el blog. 
Aquella tarde de verano de 2008 releí de un tirón la "Antígona" de Sófocles. Me impresionó de nuevo, y sigue impresionándome cada vez que la leo, como impresionó a los atenienses de hace dos mil quinientos años. He anotado los versos 1029-1030 de la edición de Cátedra: "Obras Completas. Esquilo, Sófocles, Eurípides" (Madrid, 2004), en los que el anciano adivino ciego, Tiresias, le reprocha al rey de Tebas, Creonte, su inflexibilidad en la orden de no dar sepultura a su sobrino Polinices y de condenar a muerte a la hermana de este, Antígona, que ha rendido honores fúnebres a su hermano desobedeciendo la orden real. Y lo hago porque me parece que viene absolutamente a cuento en esta cuestión: "¿Qué heroicidad hay en volver a matar al que ya está muerto?", le espeta Tiresias a Creonte con toda la razón...
Supe por vez primera de la "Antígona" de Sófocles cuando tenía once años. Fue gracias a mi profesor de Literatura en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid. Se llamaba Mariano Abánades, y ya he escrito sobre él en otras ocasiones. Era pequeñito de estatura, tan pequeño, que cuando se ponía al volante de su "600", apenas era perceptible el sombrero que siempre portaba. Pero tenía una enorme sensibilidad, erudición y paciencia para recrearnos todas las grandes obras de la literatura universal. Mucho más tarde, creo que hacia 1979, vi por TVE la "Antígona" del dramaturgo francés Jean Anouilh, interpretada por Nuria Torray. Una obra inmensa, y una actriz espléndida, que han quedado grabadas en mi mente para siempre.
Soy de los que piensan que después de los clásicos griegos todo lo demás es mera paráfrasis, así que vuelvo a ellos con frecuencia cuando flaquea mi fe en la racionalidad de los humanos. En aquella ocasión lo hice por el honor y respeto debido a los muertos, a todos los muertos, y no solo a los de un bando. ¡Ójala puedan descansar un día no lejano en paz!...
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt











Del Twitter de Musk




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Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la Twitter de Musk, que como dice en ella la escritora Marta Peyrano, cuando se acabe, nadie sabrá quiénes éramos allí, y para saber quiénes somos, nos hace falta desconectar. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




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Si no es por Twitter, repartirías

MARTA PEIRANO
19 NOV 2022 - El País

“En una cultura como la nuestra —empieza el ensayo más famoso de Marshall McLuhan— acostumbrada desde hace mucho tiempo a fragmentarlo y dividirlo todo para poder controlar, choca a veces recordar que, en realidad y en la práctica, el verdadero mensaje es el propio medio”. Cada medio crea su propio lenguaje, que es el material con el que interpretamos el mundo y actuamos en él. Comprender los medios se publicó por primera vez en 1964 y hablaba de la televisión. Es un hecho universalmente aceptado que es un instrumento aún más certero para comprender la red social.
En una época de verborrea globalizada, donde todo el mundo ejercía su derecho a expresar libremente sus opiniones en el nuevo ecosistema mediático digital, la genialidad de Twitter fue imponer un régimen de 140 caracteres, llevando la conversación a un escaparate donde pronto triunfaron los magos del titular: periodistas, políticos, predicadores y esa gente capaz de vender a su abuela por decir algo realmente incontestable. Entre todos levantamos un reino tóxico y fascinante, violento y cautivador. Ahora que Twitter podría ser destruido por la incompetencia de su nuevo dueño, ¿adónde irán sus habitantes? ¿Sobre qué piedra edificarán su iglesia los nuevos profetas, bajo qué piedra cocinarán las agencias sus campañas de desinformación?
Al otro lado hay gente que dice que va más al campo, pasa más tiempo con sus hijos y lee muchas novelas de ciencia ficción. Suena bonito. Pero cuando acabe Twitter, nadie sabrá que tuviste un hilo con 20.000 me gustas y 15.000 retuits. Nadie te creerá cuando digas que un ministro citó tus hilos sobre Ucrania, la crisis de la sanidad madrileña y el de no cerrar los parques durante la pandemia. De qué servirá que un famoso escritor de bestsellers te haya bloqueado tras un intercambio en el que 42 personas comentaron que tenías razón. Peor aún, ya no sabrás cuándo tienes razón ni si lo que dices tiene sentido porque no estará Twitter para cuantificarlo. Sin ayuda del número de followers, retuits y me gustas, ya no sabremos quiénes somos. Donde antes había un espejo, pronto habrá una pared.
Esta semana muchos me han preguntado si tiene sentido guardar el historial de Twitter por si algún día es exportable a la red Mastodon (para poder hacerlo, hace falta algo que llevamos peleando décadas, llamado interoperabilidad). Muchos consideran que sus followers, me gustas y retuits son objetos de prestigio que se han ganado gracias a su esfuerzo e ingenio a lo largo de toda una década. Pero, si fuesen suyos, no tendrían que pedírselos a Twitter. Neil Postman, el mejor alumno de McLuhan, dijo que en el nuevo régimen mediático “la gente aprendería a amar su opresión, a adorar las tecnologías que destruyen su capacidad de pensar”. Cuando acabe Twitter, nadie sabrá quiénes éramos en Twitter. Para saber quiénes somos, nos hace falta desconectar.




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[ARCHIVO DEL BLOG] Zuraya Pazkad. Una mujer valiente. [Publicada el 24/11/09]

 





Mañana, 25 de noviembre, se celebra en todo el mundo el Día Internacional contra la Violencia de Género. Hay una violencia de género, machista, personal, que se ejerce contra mujeres concretas, con nombres y apellidos. Pero también hay otra violencia de género institucional que se ejerce en algunas sociedades contra todo mujer por el simple hecho de ser mujer.
Contra este segundo tipo de violencia de género, institucional, luchan muchas mujeres. Entre ellas, Suraya Pakzad, una afgana de 38 años, casada desde los 14 y madre de seis hijos, y que vive en la ciudad de Herat, a la que hoy entrevista el periodista Fernando Peinado en Madrid [Alguien tiene que arriesgar su vida por la libertad. El Pais, 24/11/2009].
Amenazada de muerte por los talibanes ha creado en Afganistán una red de albergues para mujeres víctimas de maltrato, convirtiéndose a juicio de la prestigiosa revista Time en una de las 100 personas más influyentes del mundo. Aunque podría hacerlo, no quiere abandonar su patria. "Cada día cambio de coche, de horarios, de camino para ir a la oficina", dice resignada. "Echo de menos ser una persona normal. Me gustaría ir de compras por las calles de Herat de la mano de mis niños", le cuenta al periodista que la entrevista en un Hotel madrileño.
Me sumo al Día Internacional contra la Violencia de Género con mi sincero homenaje de respeto y admiración a la persona de Suraya Pakzad, y a la de tantas y tantas mujeres anónimas que luchan día a día no sólo por su dignidad como personas sino también por sus vidas ante la indiferencia más o menos cruda de la sociedad. HArendt









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miércoles, 23 de noviembre de 2022

De González, Aznar y la Transición

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de González, Aznar y el final de la Transición, pues como dice en ella el analista político Ignacio Peyró, si el centroizquierda creó el espacio moral donde aún se mueve la sociedad española, en la historia de nuestra democracia también ha de estar la rúbrica del centroderecha, que no siempre lo ha puesto fácil. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








40 de González… y 25 de Aznar
IGNACIO PEYRÓ
18 NOV 2022 - El País


Hay quien pegó carteles de UCD, quien corrió delante de los grises, quien hubiera dado un brazo por hacerlo y quien llegó a pasar por el Demóstenes de su agrupación provincial. Mirar al propio pasado político devuelve a las esencias de tal modo que los mismos partidos no dudan, a la hora del fervorín, en invocar su verdad originaria, sean las plazas del 15-M en Podemos o la alquimia que, allá en el congreso de Sevilla, convirtió a la derecha de toda la vida en centroderecha moderno. Es cosa del tiempo que con los años no solo idealicemos lo que tuvo razón o éxito, sino que nos miremos con indulgencia en aquellas causas que terminarían por figurar como pecados de juventud. En el esquinazo entre los noventa y el año 2000, por ejemplo, antiguos militantes de Bandera Roja iban a servir como ministros de un PP previo al momento neocon. Hoy es fácil sentir algo de envidia hacia esos años: felices noventa en los que no había ni Putin ni Twitter. La década, en todo caso, fue propicia a la derecha, entre los diagnósticos de Fukuyama —o lo que llegó de oídas—, la caída del Muro y un descrédito del nacionalismo hijo tanto del espanto en los Balcanes como de las ventajas contantes y sonantes del proyecto europeo. En España el fenómeno coincidió con la abrasión del felipismo, lo que a su vez facilitó numerosas conversiones. En fin, si un vástago de la aristocracia como Gil de Biedma podía emocionarse en los homenajes a Pablo Iglesias —”te acuerdas, María, cuántas banderas”—, un adolescente de la burguesía venida a más con la Transición podía aplaudir una opción liberal-conservadora. Solo en nuestros días parece una opción punk.
Hacer hoy el elogio de Aznar sería algo tan a contracorriente como repartir tabaco en las guarderías o abogar por la extinción de los delfines. Prueba de esa impopularidad —si hiciera falta— es el contraste entre la apoteosis de Felipe González a los 40 años de ganar las elecciones y el silencio con que el año pasado se recibieron los 25 de la victoria del PP. Los efectos, claro, fueron distintos. La larga permanencia del felipismo convirtió a España en lo que aún es: un país de centroizquierda, en el que ni siquiera cuajaría, tras 15 años, la propia palabra “felipismo”. El arraigo fue tan hondo que, para gobernar la derecha, la izquierda tuvo que ganar por los pelos en el 93 y perder por los mismos pelos en el 96. El propio Aznar lo supo y tuvo una visión muy alta de lo que significaba su victoria: el triunfo del centroderecha cerraba, ahora sí, el proceso de la Transición. Por eso no entró en La Moncloa sin poner por delante a Azaña o a Cernuda. Son cosas que hemos olvidado, quizá también su protagonista, quien, sin embargo, reveló entonces algo ya tan intransitado como es un sentido de la Historia. Y resulta llamativo que, pese a la mala prensa posterior de Aznar, su primera legislatura haya permanecido durante muchos años casi como mito de las posibilidades del 78. España iba bien. Quien quería disimularse podía hacerse ratista. El Majestic pareció sellar la convicción de que España necesitaba de la comprensión de las élites de Madrid y Barcelona. ETA mataba, y el coraje cívico de tantos cargos de PP y PSOE dio a la entonces “joven democracia” madurez y hondura en la defensa de sus libertades.
No es solo cosa del tiempo que, quienes saludamos a Aznar como algo nuevo en el desgaste del felipismo, hayamos podido volver después al decenio largo de González con una mirada más halagadora. El AVE. Bidart. Aquella ilusión —del 92 al 2000— que nunca hemos vuelto a sentir, con el futuro como un lugar mejor. De la reconversión industrial al despliegue autonómico, la inserción en Europa o la proyección en el mundo, una labor de gobierno de tal volumen no podía hacerse sin sentar poso de régimen, nutrir una clase de poder y, si me apuran, una estética. González y su época se hacían ya difíciles de distinguir, como un personaje que se camufla con su fondo. Pero —lo importante—, la distancia permitía leer la progresión Suárez-González-Aznar como una continuidad.
Quizá por el óbolo que pagamos a la nostalgia, las encuestas siempre señalan el aprecio de los españoles por la Transición. Con algunos de sus protagonistas desaparecidos o, simplemente, difíciles de reivindicar, no hay muchos perfiles que esculpir en nuestro monte Rushmore: motivo de más para el santo subito de González. Pero si el centroizquierda patrio creó el espacio moral donde aún se mueve nuestra sociedad, en la historia de nuestra democracia también ha de estar la rúbrica del centroderecha. No siempre este lo ha puesto fácil: aún recordamos, años atrás, las peleas con Rivera para heredar el espíritu suarista. La “mayoría natural” de la que habló Fraga —¿puede existir tal cosa en las sociedades liberales?— nunca se articuló en torno a un centroderecha que ha triunfado cuando han perdido otros. Y después de 2004, un PP escaldado de dieta ideológica llegaría hasta a perder su fundación de ideas, algo necesario en un mundo en que la derecha no eran Reagan y Thatcher sino Boris y Trump.
El caso de González y Aznar ilustra el espacio ocupado por unos y el no defendido por otros, y la paulatina reducción del centroderecha a anécdota, cuando no a anomalía, en la visión de nuestra vivencia en democracia. Sería una gran inocencia esperar que esto interpelase a lo que aún llamamos los dos grandes partidos, pero es una inocencia aún mayor pensar que de las facturas de la división se libra alguno.


















[ARCHIVO DEL BLOG] Hay pocas cosas nuevas bajo el sol. [Publicada el 23/11/2009]

 





Que hay pocas cosas nuevas bajo el Sol es una frase ciertamente manida, pero certera. Sobre todo en política. Y en teatro. En mi comentario de ayer en el Blog llegue a decir que a partir de determinado momento la vida de cada ser humano no es más que una paráfrasis de sí misma. Quizá pequé de exagerado, aunque no estoy muy seguro de ello. Desde luego en teatro y política todo lo que se ha dicho o escrito después del siglo V a.C. no es más una mera paráfrasis de lo que por aquellas fechas ya dejaron dicho Esquilo, Sófocles, Eurípides, Platón, Aristóteles, Tucídides, Heródoto y algunos otros atenienses más. 
El teatro y la democracia nacen casi al mismo tiempo y en el mismo lugar, en la Atenas del siglo V a.C., y no por casualidad. Hay un libro precioso titulado "La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega" (Antonio Machado Libros, Madrid, 2004), de la profesora norteamericana de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, Martha C. Nussbaum, que explica muy bien esa inextricable relación entre Tragedia y Política que encontramos en la Atenas de esa época.
El mismo tema, pero con un enfoque distinto, lo trata el profesor Ferrán Requejo, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en su artículo "Tragedia y democracia (Porque no somos dioses)", publicado el pasado día 18 de noviembre en el Boletín electrónico de la Safe Democracy Foundation-Foro para una Democracia Segura, y que pueden leer en este enlace.
Las tragedias clásicas, dice el profesor Ferrán Requejo, remiten al complejo mundo de las acciones humanas en cuanto éstas tienen de "representación" de valores muchas veces irreconciliables. Y lo mismo ocurre con nuestros actos políticos, nunca del todo decidibles de manera racional. En el núcleo de la democracia antigua, añade, se hallaba el intento de superar el despotismo y la anarquía a través de un sistema que permitiera la expresión de la pluralidad, pluralidad a la que el pensamiento liberal añadió la idea de los derechos individuales como fuente de legitimación y limitación del poder, convirtiendo a la democracia representativa y pluralista en algo "trágico" por necesidad.
No deberíamos tener tanto miedo al enfrentamiento político, pues ese enfrentamiento es la esencia de la democracia pluralista. Lo otro, la paz de los cementerios, es lo propio de las dictaduras y los estados totalitarios. Salgamos al ágora sin temor pues sólo a la luz pública de la controversia y la libre discusión la democracia tiene sentido. Pongámonos nuestra máscara de actores trágicos, nuestro "πρόσωπον" (prósopon), la que nos convierte de individuos en "personas" y ciudadanos y representemos nuestro papel en la escena pública. Como nos enseñaron los atenienses hace 2500 años. HArendt









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