Hay quien pegó carteles de UCD, quien corrió delante de los grises, quien hubiera dado un brazo por hacerlo y quien llegó a pasar por el Demóstenes de su agrupación provincial. Mirar al propio pasado político devuelve a las esencias de tal modo que los mismos partidos no dudan, a la hora del fervorín, en invocar su verdad originaria, sean las plazas del 15-M en Podemos o la alquimia que, allá en el congreso de Sevilla, convirtió a la derecha de toda la vida en centroderecha moderno. Es cosa del tiempo que con los años no solo idealicemos lo que tuvo razón o éxito, sino que nos miremos con indulgencia en aquellas causas que terminarían por figurar como pecados de juventud. En el esquinazo entre los noventa y el año 2000, por ejemplo, antiguos militantes de Bandera Roja iban a servir como ministros de un PP previo al momento neocon. Hoy es fácil sentir algo de envidia hacia esos años: felices noventa en los que no había ni Putin ni Twitter. La década, en todo caso, fue propicia a la derecha, entre los diagnósticos de Fukuyama —o lo que llegó de oídas—, la caída del Muro y un descrédito del nacionalismo hijo tanto del espanto en los Balcanes como de las ventajas contantes y sonantes del proyecto europeo. En España el fenómeno coincidió con la abrasión del felipismo, lo que a su vez facilitó numerosas conversiones. En fin, si un vástago de la aristocracia como Gil de Biedma podía emocionarse en los homenajes a Pablo Iglesias —”te acuerdas, María, cuántas banderas”—, un adolescente de la burguesía venida a más con la Transición podía aplaudir una opción liberal-conservadora. Solo en nuestros días parece una opción punk.
Hacer hoy el elogio de Aznar sería algo tan a contracorriente como repartir tabaco en las guarderías o abogar por la extinción de los delfines. Prueba de esa impopularidad —si hiciera falta— es el contraste entre la apoteosis de Felipe González a los 40 años de ganar las elecciones y el silencio con que el año pasado se recibieron los 25 de la victoria del PP. Los efectos, claro, fueron distintos. La larga permanencia del felipismo convirtió a España en lo que aún es: un país de centroizquierda, en el que ni siquiera cuajaría, tras 15 años, la propia palabra “felipismo”. El arraigo fue tan hondo que, para gobernar la derecha, la izquierda tuvo que ganar por los pelos en el 93 y perder por los mismos pelos en el 96. El propio Aznar lo supo y tuvo una visión muy alta de lo que significaba su victoria: el triunfo del centroderecha cerraba, ahora sí, el proceso de la Transición. Por eso no entró en La Moncloa sin poner por delante a Azaña o a Cernuda. Son cosas que hemos olvidado, quizá también su protagonista, quien, sin embargo, reveló entonces algo ya tan intransitado como es un sentido de la Historia. Y resulta llamativo que, pese a la mala prensa posterior de Aznar, su primera legislatura haya permanecido durante muchos años casi como mito de las posibilidades del 78. España iba bien. Quien quería disimularse podía hacerse ratista. El Majestic pareció sellar la convicción de que España necesitaba de la comprensión de las élites de Madrid y Barcelona. ETA mataba, y el coraje cívico de tantos cargos de PP y PSOE dio a la entonces “joven democracia” madurez y hondura en la defensa de sus libertades.
No es solo cosa del tiempo que, quienes saludamos a Aznar como algo nuevo en el desgaste del felipismo, hayamos podido volver después al decenio largo de González con una mirada más halagadora. El AVE. Bidart. Aquella ilusión —del 92 al 2000— que nunca hemos vuelto a sentir, con el futuro como un lugar mejor. De la reconversión industrial al despliegue autonómico, la inserción en Europa o la proyección en el mundo, una labor de gobierno de tal volumen no podía hacerse sin sentar poso de régimen, nutrir una clase de poder y, si me apuran, una estética. González y su época se hacían ya difíciles de distinguir, como un personaje que se camufla con su fondo. Pero —lo importante—, la distancia permitía leer la progresión Suárez-González-Aznar como una continuidad.
Quizá por el óbolo que pagamos a la nostalgia, las encuestas siempre señalan el aprecio de los españoles por la Transición. Con algunos de sus protagonistas desaparecidos o, simplemente, difíciles de reivindicar, no hay muchos perfiles que esculpir en nuestro monte Rushmore: motivo de más para el santo subito de González. Pero si el centroizquierda patrio creó el espacio moral donde aún se mueve nuestra sociedad, en la historia de nuestra democracia también ha de estar la rúbrica del centroderecha. No siempre este lo ha puesto fácil: aún recordamos, años atrás, las peleas con Rivera para heredar el espíritu suarista. La “mayoría natural” de la que habló Fraga —¿puede existir tal cosa en las sociedades liberales?— nunca se articuló en torno a un centroderecha que ha triunfado cuando han perdido otros. Y después de 2004, un PP escaldado de dieta ideológica llegaría hasta a perder su fundación de ideas, algo necesario en un mundo en que la derecha no eran Reagan y Thatcher sino Boris y Trump.
El caso de González y Aznar ilustra el espacio ocupado por unos y el no defendido por otros, y la paulatina reducción del centroderecha a anécdota, cuando no a anomalía, en la visión de nuestra vivencia en democracia. Sería una gran inocencia esperar que esto interpelase a lo que aún llamamos los dos grandes partidos, pero es una inocencia aún mayor pensar que de las facturas de la división se libra alguno.
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