El 22 de noviembre es un fecha importante para mí: una fecha para el recuerdo. Han pasado cosas importantes en la Historia ese día. Si quieren ver una enumeración bastante exhaustiva de la efémeride les bastara con poner "22 de noviembre" en el buscador de Google y darle al botón de "Aceptar". Se sorprenderán, estoy seguro.
Para mí es una fecha imborrable porque el 22 de noviembre de 1963 yo tenía 17 años y ese día asesinaron en la ciudad de Dallas (Texas, EUA) al hombre que yo más admiraba en ese momento: el presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy.
No me resisto a reproducir lo que escribí hace justo tres años en este mismo Blog sobre dicho suceso. Un acontecimiento que en cierto modo cambió mi forma de ver el mundo y me hizo "adulto". Espero que les resulte interesante, y a los amigos y lectores que ya me lo hayan oído contar o leído con anterioridad, mis disculpas por este pequeño gesto de vanidad y de nostalgia. En el fondo uno siempre escribe sobre lo mismo, y con los años, la vida se convierte en una paráfrasis de sí misma. Yo ya estoy en ese momento. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt
"TAL DÍA COMO HOY...", por HArendt
Desde el Trópico de Cáncer, 22 de noviembre de 2006
¿Por qué hay acontecimientos y recuerdos que quedan fijados en la memoria como grabados a fuego y otros, en cambio, acaban difuminándose hasta perderse sin dejar rastro? ¿Cuáles son esos recuerdos preferentemente? ¿La primera experiencia sexual? ¿El descubrimiento de la existencia de la muerte? ¿El nacimiento del primer hijo?… Para mí, uno de esos acontecimientos que perduran para siempre en la memoria ocurrió tal día como hoy hace cuarenta y tres años. Viernes, 22 de noviembre de 1963, Madrid, hacia las siete de la tarde. Tengo 17 años y estoy llegando a la casa de mis padres, en la calle de Chile, en el barrio de la Hispanidad, distrito de Chamartín. Vuelvo hasta allí andando -para ahorrarme el billete de autobús-, desde el Hospital Militar de Maudes, en Cuatro Caminos, a unos seis kilómetros de casa. Vengo de visitar a mi madre, que está allí internada a la espera de ser operada unos días más tarde de la vesícula biliar. Javier, mi mejor amigo, hijo de guardia civil, como yo, me ha acompañado. Los dos estudiamos en el Colegio “Infanta María Teresa”, en la Prolongación de la calle del General Mola (hoy Príncipe de Vergara) Instrucción Pre-Militar Superior. Nuestra ilusión es entrar como alumnos en la Academia General Militar de Zaragoza. Ninguno de los dos sabemos ni intuimos que, apenas un mes más tarde, y después de un conflicto bastante cómico con nuestro profesor de francés, aprovechando las vacaciones de Navidad, abandonaremos los estudios militares y el mismo colegio para siempre. Es todavía de día en Madrid. La casa de mis padres está en un segundo piso. Nada más entrar en el portal de la misma me encuentro con mi hermano Alberto, diez años mayor que yo, que baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Al verme, sin apenas detenerse, me espeta: “-Han matado a Kennedy. Están poniéndolo por televisión”. No le hago ni caso. Él sabe que admiro a Kennedy; es mi héroe favorito. Le suelto un -”¡!Vete a la mierda, gilipollas!”. En casa solo está mi cuñada Mary, la mujer de mi hermano. No hay nadie más. Mi padre, comandante retirado de la Guardia Civil, se ha quedado en el hospital acompañando a mi madre. La televisión está encendida y, efectivamente, están dando la noticia: El presidente Kennedy ha sido tiroteado en Dallas, Tejas, hace unas horas. Me quedo abobado mirando la televisión. El mundo, al menos el mundo que yo conozco, se me ha caído encima de repente, pues nunca he vivido una situación como esta. Llamo por teléfono a mis padres al hospital y me pasan con mi madre: le cuento lo que ha pasado, lo que está diciendo la televisión. Se queda muda, y al instante, no se si me dice o me pregunta si “eso va a ser otra guerra mundial”. Ellos han vivido en Sevilla la proclamación de la República. Estaban en Asturias en octubre de 1934, cuando la revolución minera. Y en Barcelona, en julio de 1936. Los últimos meses de la guerra civil los ha pasado sola en Barcelona, con mi padre internado en un campo de concentración en Francia. La segunda guerra mundial la han pasado prácticamente en la isla de El Hierro, en Canarias, donde mi padre ha sido destinado, o castigado, aunque según mi madre, los cinco años allí vividos hayan sido para ella los mejores de su vida. Es lógico que esté aterrada. Me dice que no le cuente nada a mi padre, que ella se lo dirá ahora. Y cuelga el teléfono entre sollozos. Mi hermano, mi cuñada y yo nos pasamos la noche pegados al televisor, como, suponemos, gran parte de los españoles y del resto del mundo. Al día siguiente, sábado, mi amigo Javier y yo nos encontramos a la puerta del colegio. La calle del General Mola está en absoluto silencio a las nueve de la mañana. La gente hace largas colas en los quioscos de prensa esperando pacientemente para comprar un periódico. No llegamos a entrar en clase. Javier y yo hemos decidido que ese día tenemos cosas más importantes que hacer. Comentamos entre nosotros lo que ha pasado, las noticias que se van filtrando en las colas. Hay miedo en la gente de que hayan sido los rusos o los cubanos, pues la crisis de los misiles hace pocos meses que ha tenido lugar. Incluso compramos un periódico. Y decidimos ir andando hasta la Embajada de los Estados Unidos, en la calle Serrano, no lejos del colegio. Somos “viejos” conocidos de la Embajada pues ambos solemos ir a menudo a leer los libros de la Biblioteca de la Casa Americana, una institución cultural dedicada a propagar la imagen y la ideología norteamericana en Europa. Nos sabemos los nombres de todos los estados de la Unión y sus capitales respectivas, y jugamos a menudo a irlos nombrando uno a uno, de memoria, siguiendo su ubicación en el mapa. La Embajada está fuertemente custodiada, en el exterior, por la policía española. Entramos en ella mostrando nuestras tarjetas de socios de la Casa Americana y llegamos hasta el acristalado vestíbulo de su entrada principal. La bandera ondea a media asta sobre el techo de la Embajada. Nada más entrar en el vestíbulo, a la izquierda del mismo, han montado junto a una bandera de los Estados Unidos una pequeña mesa cubierta con un paño de terciopelo negro donde hay una bandeja de plata en la que vemos muchas tarjetas de visita. También hay un libro, grande, forrado de cuero azul marino donde vemos que la gente, después de hacer una pequeña cola, deja su testimonio de pésame escrito en el mismo. Delante de nosotros hay dos muchachas más o menos de nuestra edad, quizá uno o dos años mayores que nosotros, norteamericanas sin duda, que lloran desconsoladamente. Una es rubia, y la otra pelirroja. La rubia va vestida con falda gris claro y un jersey rojo sin mangas, sobre una blusa blanca. La pelirroja lleva unos ajustados pantalones azules y un jersey blanco. Junto a la mesita un soldado de infantería de marina de los Estados Unidos, con su uniforme de gala, hace la guardia en posición de descanso; con su brazo derecho sujeta un fusil que se apoya en el suelo, el brazo izquierdo está doblado, a la altura de su cintura, en la espalda. El soldado, sin mover un músculo de su rostro, está llorando mansamente. Mi amigo y yo nos quedamos impresionados por la escena, y al menos a mi se me forma un nudo en la garganta. Firmamos en el Libro de Pésames un escueto “Nuestro más sentido pésame”, y dejamos nuestras firmas. Salimos inmediatamente detrás de las dos muchachas al patio exterior de la Embajada donde está el aparcamiento y vemos que las dos se han parado ante un volkswagen (un escarabajo) amarillo. Lanzados, les preguntamos que si viven en Chamartin. Nos contestan, más serenas ya, que no, pero que si queremos nos alcanzan hasta allí. Les decimos que sí, y subimos los cuatro al coche. Ellas delante y nosotros detrás. Hablan bastante bien español. Nos cuentan que son estudiantes y que están pasando un año académico en España para aprender español. El trayecto es corto hasta Chamartin, por el Paseo de la Castellana hacia el norte hasta llegar a la calle de Alberto Alcocer y de allí, girando a la derecha, hasta la plaza de la República Dominicana, donde nos dejan. Intentamos quedar con ellas, pero nos dicen, amablemente, que no. Nuestro intento de ligue ha quedado abortado. Volvemos a nuestras casas después de pasar el resto de la mañana vagabundeando por las calles del barrio. Todo está paralizado, pero hay una gran serenidad en las gentes. Los días siguientes los paso pegado a la televisión y leyendo ávidamente los periódicos. Por televisión veo la emotiva escena a bordo del avión presidencial en que el vicepresidente Johnson, camino de Wáshington con el cadáver de Kennedy en la bodega del aparato, jura junto a la viuda de éste su cargo como nuevo presidente de los Estados Unidos. Más tarde, cuando ya todo el mundo sabe que han detenido al presunto asesino, Lee Harvey Oswald, estoy viendo en directo por televisión como van a trasladarlo desde el lugar donde está retenido hasta el juzgado. Un único pensamiento cruza mi mente en ese momento: ¡Ójala lo maten! Y ante mis ojos un señor con sombrero tejano, Jack Ruby, sale de entre el público con una pistola en la mano disparando a bocajarro sobre él… Esa premonición, cumplida inmediatamente de formulada, me ha acompañado siempre como una maldición y nunca podré olvidarme de ella. Al igual que me acompañará para siempre la imagen vista de nuevo por televisión días más tarde del solitario corcel negro, ensillado, que acompaña los restos mortales de Kennedy por las calles de Wáshington y el saludo militar de John-John, su hijo pequeño, acompañado de su hermana y de su madre, al pasar ante ellos el cortejo fúnebre… Ahí están, vívidos como si fueran hoy, todos esos recuerdos. Y supongo que ahí seguirán, mientras yo pueda seguir diciendo que tal día como hoy de hace nosecuantos años…
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Entrada núm. 1250 -
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