viernes, 25 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Otoño del 17. [Publicada el 26/11/2017]

 




En marcha ya sin demasiadas complicaciones la aplicación del 155 de la Constitución y confirmado que todos los partidos políticos catalanes se van a presentar las elecciones en Cataluña el 21 de diciembre (lo que supone, en la práctica, un 155 de mínimos y una salida política más que digna al embrollo catalán) podemos extraer algunas lecciones de los sucesos vividos en España en el agitado otoño de 2017 que entrará a formar parte de la Historia de nuestro país aunque ciertamente no del modo previsto por sus instigadores, comenta en El Mundo Elisa de la Nuez, abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del consejo editorial de ese diario.
El famoso principio -recogido por Karl Marx en su ensayo sobre el 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte-, comienza diciendo Elisa de la Nuez, según el cual la historia se repite siempre dos veces, primero como tragedia y después como farsa, se ha cumplido religiosamente en el caso del independentismo catalán del siglo XXI. Afortunadamente. La razón es que el momento histórico de este tipo de nacionalismos (en base a los cuales se construyeron muchos Estados-nación durante los siglos XIX y XX) ha pasado hace mucho tiempo al menos en los países desarrollados. De ahí el carácter inevitablemente retro y nostálgico de un independentismo que necesita para sobrevivir revivir clichés de siglos anteriores magnificando la importancia de "las estructuras de Estado" y negando la profunda transformación que ha experimentado la sociedad española en las últimas décadas. Una transformación que es mucho mayor que la del propio Estado dicho sea de paso. Nuestras instituciones necesitan una renovación urgente que deberíamos acometer en un plazo perentorio para adaptarlas a las necesidades y a las exigencias de una sociedad española muy distinta a la que vivió el franquismo y la Transición y no solo por obvios motivos generacionales. Es también la sociedad que acaba de vivir la gran recesión, lo que la ha convertido en una sociedad más resistente, más crítica, más consciente y más segura de sí misma. Baste recordar que durante los últimos meses ha sido básicamente la ciudadanía y la sociedad civil y no las instituciones la que ha protagonizado la defensa intelectual, mediática y social de los valores democráticos y constitucionales. La cantidad de análisis, reflexiones, manifiestos, concentraciones y manifestaciones propiciadas al margen o incluso en contra de los cauces oficiales en un cortísimo periodo de tiempo ha sido realmente espectacular, lo mismo que la decidida voluntad de suplir las deficiencias de la estrategia de comunicación oficial particularmente en relación con los medios extranjeros. Lo que demuestra la enorme vitalidad y recursos de los que disponemos como sociedad y, lo que es más importante, la convicción de que podemos y debemos usarlos sin esperar a que una mediocre clase política claramente sobrepasada por los acontecimientos nos saque las castañas del fuego. En definitiva, hemos vivido un proceso de maduración acelerada que nos ha permitido tomar la delantera a nuestros políticos e instituciones, lo que también nos permite ser mucho más críticos y exigentes con unos y con otras. Quizás el caso catalán siga siendo la excepción más notable frente a este cambio aunque hay que destacar la comparecencia in extremis de la mayoría silenciosa y algunas iniciativas de personas y colectivos que empiezan a romper la omertá nacionalista. Pero sin duda una de las características más llamativas del independentismo es que ha impedido que una parte significativa de sus electores haya experimentado el mismo proceso de maduración ciudadana al recurrir a un relato político infantilizado de malos y buenos sólo apto para consumidores acríticos.
La conclusión parece clara: no necesitamos ni queremos rebeliones institucionales y saltos en el vacío para mejorar nuestro entramado político e institucional. En el selecto club de las democracias liberales occidentales de la Unión Europea, al que afortunadamente pertenecemos, las cosas no se hacen así. Claro que hay muchas reformas que siguen pendientes, especialmente, las políticas e institucionales que son además las que permitirían abordar todas las demás en mejores condiciones. Pero mantener desde un poderoso Gobierno regional con cargo al erario público que la única posibilidad de mejora pasa por la independencia (incluso cuando la desidia y la incompetencia del Gobierno central vienen en tu ayuda) y que además una parte de la ciudadanía -precisamente la más privilegiada en términos sociales y económicos- está oprimida es bastante más complicado que sostenerlo desde el exilio, la cárcel, la guerrilla o las huelgas de hambre, por mencionar algunos de los instrumentos tradicionales a los que los realmente oprimidos no tienen más remedio que recurrir. Ni siquiera la prisión preventiva de Junqueras y otros consejeros o el autoimpuesto exilio de Puigdemont son suficientes para demostrar la existencia de ese Estado opresor que el separatismo necesita para justificar la vulneración de los principios y valores de nuestro pacto de convivencia nacional y europeo. En ese sentido, es muy comprensible el desprecio que suscitan los que denuncian injusticias y agravios imaginarios a los que han luchado y todavía luchan por combatir las injusticias y agravios reales como se ha puesto de manifiesto en las declaraciones de algunos representantes de la izquierda histórica española que saben de lo que hablan.
También se ha puesto de manifiesto el enorme valor del Estado de derecho en nuestras sociedades. La previsibilidad y la certeza que proporciona a ciudadanos y empresas en un momento dado no puede arrojarse por la borda a cambio de vagas promesas. Las leyes se pueden y se deben mejorar siempre, pero a través de los procedimientos establecidos. Sin duda nuestro Estado de derecho tiene imperfecciones pero el peor de los ordenamientos jurídicos democráticos es mejor que ninguno o que la pura y simple arbitrariedad de los gobernantes. Para un jurista no deja de ser una satisfacción comprobar cómo un concepto tan abstracto y tan complejo ha sido interiorizado por los españoles con ocasión de esta crisis. Y es que -como ocurre con tantas otras cosas importantes en la vida- sólo apreciamos su valor cuando corremos el riesgo de perderlo.
Por tanto, como sociedad madura que ya somos conviene desconfiar de los gobernantes que nos prometen alcanzar la tierra prometida (la famosa Dinamarca del sur) de un día para otro y a coste cero adulando nuestras más bajas pasiones. Hay que ser conscientes de que las grandes transformaciones jurídicas e institucionales pueden ocurrir, pero requieren de debate, de tiempo y de esfuerzo. Tratar a los ciudadanos con respeto supone reconocerlo así. Ocultar los costes y el esfuerzo de cualquier promesa que se haga a los votantes de saltos económicos, institucionales, jurídicos o incluso sociales para ponernos a la altura de los países más avanzados del mundo por arte de magia es pura y simple demagogia, y deberíamos empezar a denunciarlo. En este sentido, hay que hablar no sólo de la irresponsabilidad de los líderes políticos (sin duda clamorosa y que debería propiciar en algún momento su sustitución por otros que, aun manteniendo la misma ideología, sean más honestos con sus votantes) sino también de la de muchos brillantes académicos, economistas y expertos de toda índole cuya frivolidad (no siempre desinteresada) ha sido pavorosa. Estamos ante una versión moderna de la traición de los intelectuales criticada por Julian Benda en su famoso libro de 1927 La trahison des clercs. Efectivamente, se trata de una traición en toda regla a la principal misión de un intelectual: el compromiso con la verdad. Como siempre, el problema es que los platos rotos económicos e institucionales no los pagarán los más responsables porque suelen ser los que tienen el poder y los medios para evitarlo. Los pagarán los más débiles y los menos organizados. Más allá del recorrido judicial que tengan los procesos judiciales ya estamos viendo que la mayoría de los políticos responsables del destrozo repiten en las listas electorales. También los empresarios consentidores seguirán con sus negocios y los prestigiosos profesores en sus cátedras. La vida sigue pero los que perderán o verán amenazados sus puestos de trabajo serán otros desde los pequeños empresarios que quebrarán por el boicot a sus productos hasta los empleados de los negocios dependientes del turismo y en general todos aquellos trabajadores y empresarios a los que les irá un poco peor. Si algo podemos aprender como sociedad de esta gran crisis del otoño de 2017 es que la ineludible renovación de nuestro pacto de convivencia representado por la Constitución de 1978 exige tiempo, dedicación, esfuerzo y la participación de todos.  


Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

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