Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Treyolí, del periodista, escritor y dramaturgo argentino Alberto Atienza. Nacido en 1940 en la ciudad de Mendoza, al pie del Aconcagua, donde sigue viviendo, Alberto Atienza, ya jubilado, sigue escribiendo cuentos y narraciones que publica en las redes sociales. También escribe, como redactor, en la revista progresista mendocina "La 5ªPata", sobre asuntos sociales y políticos. Fue periodista de "policiales" (sucesos y crónica negra) en su juventud, y redactor de los diarios Los Andes y Mendoza. Sufrió la represión y persecución de la dictadura militar por su encarnizada defensa de los derechos humanos. Ahora disfruta de su condición de esposo, padre, abuelo y de amante de los gatos y de sus amigos. Como yo, que me honro con su amistad, que va ya para diez años largos.
El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
En un inmenso honor para mí y para Desde el trópico de Cáncer traer hoy hasta aquí, a este que es también su blog y el de ustedes, su último cuento. Les dejo con Treyoli, de mi amigo Alberto Atienza. Disfrútenlo.
“¡Aoooj¡, ¡Que rico vinacho¡”. Fuertón el tinto. Arrancaba con cada trago un estremecimiento y una exclamación. A veces estallaba en un ruido gutural, como si el alma recibiera un sorpresivo gancho de izquierda. Hasta los veteranos “Filósofos del estaño” del boliche de Don Caicunca, no podían evitar el fugaz terremoto que pasaba por sus cuerpos, luego de un sorbo del tinto de Don Andrónico Sixto. Un néctar espeso. Caía como mercurio y dejaba en el grueso vidrio de los vasos una aureola oscura. Bajaba lento, sin apuro por las emocionadas gargantas ese vino viviente en densas sombras y furtivas luces.
Don Andrónico conocía su oficio. Lo ejercía como un verdadero creador. Acompañaba a las uvas desde los primeros brotes. Con sus manos sacaba malezas, orientaba incipientes pámpanos buscándoles la mejor ubicación. Acariciaba los cargados racimos y les contaba de su futuro. Cuando sus extensos viñedos alcanzaban la plenitud se pasaba horas contemplándolos. Amaba la belleza de las hileras cargadas que se cerraban en un punto que parecía fundirse con la cordillera de Los Andes. Otros vitivinicultores disfrutaban de esos momentos: la inminencia de la vendimia, otra vuelta de un ciclo de bonanza. Don Andrónico sentía tristeza. Ese cuadro, casi perfecto, daría paso a bandadas de cosechadores, el viaje a los lagares. El fin de una obra de arte de la naturaleza que apreciaba en todo su esplendor. Luego venia el gran consuelo y otra felicidad. Los momentos en que, cual antiguo hechicero, asistía a todos los pasos del nacimiento de su vino. El sueño del brillante y corpulento liquidó en las cubas de robles de Nancy. El cuidado diario, con el celo con que se rodea a un recién nacido. Las indicaciones, la actitud desprendida de un demiurgo que no escondía sus secretos y los prodigaba a sus ayudantes, quienes se harían cargo algún día del alumbramiento de ese elixir que a poco de tomarlo convocaba fantasmas amigables, risas sin tiempo y abría, otra vez, la surgente del amor.
Se insinuaba el invierno cuando Don Andrónico reunió a toda su gente, hijos, yernos, especialistas en vino a los que él llamaba “leídos” (enólogos con título) y les anunció su retiro. Les contó su determinación de pasarse unos meses en París. No faltó el comentario adverso de su vástago mayor, que veía eso como un gasto desmesurado. Estaba previsto ese frente opositor. Les dijo Andrónico que dudaba entre ir a la Ciudad Luz o emular a su amigo y colega Hermes Bolio que dejó la actividad y dilapidó todo su poder económico en la adquisición de automóviles que le llegaban todas las semanas de Europa, Estados Unidos o Buenos Aires. En un gran ámbito, en el que dormía Hermes, ya octogenario, reposaban relucientes Essex Six, Hudson, Bugatti, Reo, Pannhard, Lasalle, Packard. Y siempre surgía otro cabriolet o doble faeton que despertaba su afán de posesión. No sabía manejar. No le hacía falta. Los admiraba por su belleza. Don Andrónico visitaba a Hermes, ese anacoreta que había hecho de un enorme galpón un palacio repleto del refulgir de metales, olor a cuero de los tapizados y el aroma del caucho. Respetaba a su amigo. Entendía porque dejó a su familia. Nunca le dijo que iba a amanecer el día en que no compraría más un coche, por agotamiento de sus fondos, sol que llegó inexorablemente poco antes del fin de Hermes que ni se enteró del vacío de sus arcas. Murió, poco después de haber cursado el pedido de un proletario y diminuto Fiat Balilla.
El mayor de los hijos de Don Andrónico, heredero de su energía pero al que le tocó un corazón más duro en el reparto de atributos, le comentó con gran aplomo que la culpa de la bancarrota de Hermes y su familia no era del principal sino de sus descendientes que, al segundo auto que compró, debieron internarlo en un loquero.
Se dio cuenta Don Andrónico que tenía que correrlos con la vaina. No hacía falta pelar el facón, pero si demostrarles que el hierro existía con todo su filo y punta. Les comunicó algunos detalles de la jubilación que se aprestaba a asumir. Se iría a vivir al caserón deshabitado del casco de su primera finca, rodeada de viñas hasta donde se perdía la mirada.
Les contó algo sabido por todos: que con su esposa ya no tenía nada que ver. Luego de su viaje a París se mudaría a esa vieja mansión. No quería visitas. Quien fuera a molestarlo seria recibido a tiros. También les comunicó que dejaba todo el manejo de la empresa en manos de ellos. Se reservaba para sí un capital que no afectaría el desarrollo de la firma y un porcentaje sobre ganancias que le depositarían todos los meses en una cuenta a su nombre. Si eso no ocurría en una cláusula del contrato de cesión de sus derechos se estipulaba la caducidad del legado. Entregó una copia de los papeles donde constaba su voluntad y se fue.
Razonable la partición efectuada. El monto que se reservó era un dineral. Pero lo que dejó, también. Ninguno de los flamantes dueños de Bodega y Viñedos Don Andrónico sabía que estuvieron cerca de tantas posesiones, títulos, billetes y oro. La mensualidad no incidía en la marcha de la próspera fábrica de sueños. Quedaron tranquilos. Aliviados. El mayor pensó que el padre no mostró todas sus cartas. Supuso, mantenía cuentas muy importantes, en Buenos Aires y París. En un desván de su corazón de quebracho le deseó le mejor y tomó el timón de ese gran barco que navegaba sobre un mar de hojas de parra con olas de uva tinta.
No fueron tres meses sino medio año que duró la estadía de Don Andrónico en París. El primogénito no cumplió con el pedido del padre de mandarle un chofer a buscarlo y fue él a la estación de trenes. Creyó que era su obligación. Esa desobediencia le produjo una gran conmoción, un disgusto que luego fue la comidilla y la angustia de toda la familia.
Se bajó de “El Cuyano” Don Andrónico, exultante, rejuvenecido. Lucía como un figurín de catálogo de sastre. Sombrero de paja color crudo, traje blanco de hilo, zapatos combinados, un bastón con empuñadura de oro, chaleco a cuadros y una sonrisa que no se le borró ni cuando una de sus pesadas valijas le cayó sobre un pie. Ostentaba un aire lejano a “chanssonier”.
Detrás de él, un tanto envarada por el voluminoso “equipaje de mano” que portaba se recorto en la puerta del vagón una mujer, alta, rubia, ataviada a la última moda francesa que inmediatamente atrajo todas las miradas. Muy hermosa. Elegantísima. Fumaba tranquilamente con una larga boquilla de ámbar. Fumaba ante la atónita vista de muchas personas que ni imaginaban que una señora pudiera hacer eso. Corinne. Bailarina, para más señas. Podía levantar las piernas por sobre la altura de Don Andrónico. Esa fue la carta de presentación que trazó el bodeguero para su hijo. Y le hizo un gesto, un movimiento de manos que la linda mujer captó en el acto. Dejó su cartera bultos y paraguas sobre uno de los baúles de viaje que trajeron los maleteros, se arremangó el vestido hasta donde más pudo y comenzó a patear hacia el cielo acompasadamente mientras entonaba con voz suave los acordes del “Can Can”
Efectivamente sus zapatos superaban la cabeza de Don Andrónico. Pasaban ante su cara, como relámpagos dorados y contrastaban con el rojo de su ropa interior y con el blanco encandilante de sus perfectas piernas, apenas atenuado por la seda de las medias. Hizo un par de giros y completó su pie de danza. Espontáneamente, cientos de personas que llegaban de viaje, sus familias que las esperaban, aplaudieron la demostración.
Don Andrónico sonrió contento. El hijo sintió vergüenza por su padre. No pudo entender que venía de un mundo en que el surrealismo invadió la poesía, pasó por la pintura, el cine y se alojó otra vez en los sueños de la gente. No se dio cuenta que quien se marchó, tiempo atrás, era don Andrónico Sixto. Retornó un “bon vivant”, alguien que en lugar de desayunar con mate amargo lo hacía con champagne. Un hombre que a diferencia de Hermes Bolio, también amaba las líneas armoniosas, pero no las buscaba en los autos. Cambió Don Andrónico su fervor ante las filas de parrales teñidos de oro por la perspectiva de dos lindas piernas de mujer.
Sin dudas Corinne pertenecía al espectáculo. Y siguió en él. Alojada con Don Andrónico en el palacete criollo de Cruz de Piedra, una isla solitaria en medio de un océano de verdor, solía correr desnuda por la galería que circundaba la casa a veces cantando, otras insultando con gruesos términos del argot de su infancia. Don Andrónico, un tanto más recatado, en paños menores, trataba de darle alcance. Repetía sólo “Tréyoli, Tréyoli” en forma de ruego o de orden. La danzarina desaparecía por alguna de las puertas y detrás, el agitado sexagenario.
Cuerpo a tierra entre los surcos tres chicos, hijos de un contratista que tenía a cargo el viñedo, casi sin respirar, asistían todos los días a las funciones. A veces ella bailaba para él, con la música de un tocadiscos portátil a manija que situaban en una silla. Al lado, la mesa donde un solicito peón, anciano, de andar lento, depositaba un asado de costillas y chorizos, el plato preferido de Don Andrónico y de Corinne. Casi siempre permanecía desnuda. Se movía despacio, saboreando los manjares de esa nueva tierra. Don Andrónico comía de memoria, sin dejar de mirarla. Las corridas se reiteraban. Don Andrónico no la alcanzaba. Con esas largas y suaves piernas le sacaba ventaja al bodeguero que a la segunda vuelta, imploraba “tréyoli...tréyoli”. Esa era la parte que a los chicos, al público, más gustaba. No tanto los almuerzos, en los que a veces Don Andrónico se quedaba dormido y ella, sin ruido, se desplazaba como bella gacela de alba piel
Un año duró la permanencia de Corinne en la casa. Un día partieron juntos con baúles y valijas. Se acabó la diversión para los pequeños vecinos. Pero por poco tiempo. Al mes entró por la huella que desembocaba en la vivienda el Studebaker de Don Andrónico. La platea, muy atenta, esperó que irrumpiera en sus retinas “Tréyolì”. En Don Andrónico ni repararon. Pero no. Bajó del auto una morocha de pelo cortado a la “garçon” Largo echarpe rojo que casi rozaba el piso y un ajustado vestido color canela. Impresionaban sus ojos, enormes, de un celeste acuoso, que le ocupaban casi toda la cara. Como algunos pájaros, pensó uno de los chicos. El ritual se reiteró. Sin dudas el autor del libreto era Don Andrónico. Los almuerzos, ella sin ropas, él en calzoncillos. Las maratones en torno a la galería. Todo igual, menos la mujer. Pero también se llamaba “Tréyolì” Así la mencionaba Don Andrónico.
Ya crecidos los chicos, despiertos a temas adultos, esperaban más. No tuvieron suerte. Si algo pasaba, no lo dudaban, era en las habitaciones, en una, especialmente, en la que había una gran cama con columnas y un techo del que pendían telones de tul. Ese ambiente estaba orientado hacia un patio de la casa y desde la platea de los surcos no se veía.
Para ellos era como una película sin final. El villano, anciano, malvado, perseguía a una doncella a la que ya había mancillado arrancándole su tenue vestimenta. Ella, desesperada, entraba por una puerta detrás de la cual suponía se hallaba su salvación. Atravesaba ambientes con altos y oscuros muebles y desembocaba en una trampa sin escapatoria: el gran camastro sobre el que se arrojaba a llorar. Sus débiles quejidos eran tapados por los bufidos del perverso. Se entregaba resignada, como una presa que sabe, por algún misterio del alma, que había llegado la hora de la muerte.
Todos los años Don Andrónico se traía de Paris un perfumado “souvenir”. Para los chicos, cada vez más grandes, el show siempre era el mismo. Pero comenzaron a captar algunas sutiles diferencias. Una de las mujeres, cuando el anfitrión era ganado por el cansancio y el influjo de su propio vino y dormía, una de ellas, menudita, también rubia, se cubría con lo primero que encontraba a mano y comenzaba a sollozar sin emitir ni un sonido. Las lágrimas bajaban por su cara casi de niña. Algunas veces Don Andrónico despertaba, largo rato después y la encontraba sentada frente a él. Seria. Con los ojos enrojecidos, anclados en el lento hamacarse de las hojas de las vides. No se reiniciaba la acción. El encanto había desaparecido. Se levantaba despacio el hombre y arrastrando los pies entraba a la casa tal vez directo al puerto de la gran cama con doseles. No le preguntaba el porqué de su llanto. ¿Las otras lloraron alguna vez? ¿Dónde? ¿En el baño, a escondidas?, se preguntaba uno de los chicos. ¿Por qué tanta pena? ¿Estaban prisioneras? No lo parecía. Muchas veces se mostraban divertidas con las persecuciones. Y hasta le hablaban entusiastamente en francés en medio de un almuerzo a Don Andrónico que asentía con la cabeza sin dejar de mirarlas ni por un instante. Uno entendía un poco más y se los explicó a los otros.
El bodeguero las alquilaba. Les pagaba mucho dinero por acompañarlo y hacer lo que él quería, siempre lo mismo. Acaso una de esas chicas volvía a París y no tenía necesidad de trabajar más. O instalaba un negocio. La que aceptaba la propuesta, en el momento de decir si o cuando subía al buque que la traería, pensaba sólo en su buena fortuna.
Los días en la casona. La reiteración casi alquimista de la desnudez. El escape. El peso de un cuerpo anciano sobre el suyo, con olor a ropero antiguo y una mezcla de sudor y piel escamosa. El aliento a alcohol, a grasa. La cercanía de un rostro ajado, lascivo. El contacto íntimo con una carne amortizada.
Un vinito. Y la conversación. En realidad era un encuentro de homenaje al tinto y a las palabras.
-¡Que babosón el jovino¡- no pudo frenar su condena Víctor -mantenía cautivas a esas chicas por un puñado de pesos, las denigraba, las convertía en esclavas.
-Recuerde que ellas lo hacían por plata- le aclaró Recuana.
-Lo mismo ¡Pobrecitas¡ El pervertido era él. Esas mujeres jóvenes, hermosas, veían una salida de un mundo que no les gustaba y se prestaban para el sacrificio. Un año pasa pronto, habrán pensado. Si esa historia es verdad, porque con usted nunca se sabe, siento mucha pena. Lo mismo me da tristeza por ellas aunque lo que contó sea un alarde de ficción de su parte--- Víctor estaba conmovido.
-No lo tome así. Eso ya pasó- lo consoló sonriente Recuana -fue hace mucho tiempo.
-Discúlpeme. Ocurrió. Y vuelve a suceder si alguien lo cuenta. El sufrimiento, la alegría de un humano quedan inscriptos para siempre en algún lugar y comienzan a fluir cada vez que alguien los convoca, como usted, que trae un recuerdo que no es sólo suyo -pontificó Víctor.
-Me sorprende estimado. ¿De dónde viene esa teoría?-
-Alguien una vez la dijo y yo la recuerdo ahora. Y por favor no vaya a sacarle el cachete a la jeringa- volvía a ser el mismo Víctor. -¿Lo vio al cachafaz del Andrónico ese? ¿Usted era uno de los pibes espiones?
-Siempre con ese afán documentalista. Todo tiene que ser cierto para usted, si no, no vale. Necesita de testigos. Actas ¿Le gustan las actas hechas por escribano? Son muy creíbles.
-Hable. No se escape por la tangente. No haga mutis por el foro- lo reconvino Víctor.
-Lo vi a Don Andrónico. Lo confieso. La historia me la contó de grande uno de los chicos “voyeur” y fui hasta el lugar. Me costó, pasé por entré parrales secos. El desierto original se adueñaba de esas tierras. La casa estaba semiderruida con parte de su galería muy baja, pandeada porque habían cedido columnas de palo que la sostenían. Pocos vidrios en las ventanas. Parecía abandonada pero yo sabía que no era así. Me senté en los surcos y esperé. Al rato sentí una débil voz que decía “tréyolì...tréyolì” y apareció Don Andrónico. Se desplazaba muy despacio, con la ayuda de un aparejo de cuatro patas que llevaba delante de su cuerpo. Muy deteriorado físicamente, flaco, tembloroso, con su cuerpo inclinado, muy caído, hacia el lado izquierdo, una imagen repetida de la casa, pero en un cuerpo de anciano decrépito.
-¡Seguía en lo mismo el viejo carcamán¡- no pudo evitar la sorpresa Víctor.
-Sí, igual, aunque mucho más viejo.
-¿Y la chica era muy linda? ¿Era Corinne que había vuelto?- medio se había enamorado, a través de las palabras, Víctor de Corinne.
-Don Andrónico perseguía a una francesita desnuda. Almorzó con ella, ya no asado sino sopa de avena que le trajo un peón. Las cosas habían cambiado. Más me di cuenta cuando Don Andrónico, preguntó: ¿Por qué lloras querida? ¿Te hace falta algo? ¿Querés decirme qué te pasa?
-¿Y?- lo apuró Víctor.
-Estaba solo. No había nadie frente a él- dijo Recuana.
Una “Tréyoli” invisible, de puro aire, le habló de su pena, de su asco.
El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
En un inmenso honor para mí y para Desde el trópico de Cáncer traer hoy hasta aquí, a este que es también su blog y el de ustedes, su último cuento. Les dejo con Treyoli, de mi amigo Alberto Atienza. Disfrútenlo.
TREYOLÍ
por
Alberto Atienza
“¡Aoooj¡, ¡Que rico vinacho¡”. Fuertón el tinto. Arrancaba con cada trago un estremecimiento y una exclamación. A veces estallaba en un ruido gutural, como si el alma recibiera un sorpresivo gancho de izquierda. Hasta los veteranos “Filósofos del estaño” del boliche de Don Caicunca, no podían evitar el fugaz terremoto que pasaba por sus cuerpos, luego de un sorbo del tinto de Don Andrónico Sixto. Un néctar espeso. Caía como mercurio y dejaba en el grueso vidrio de los vasos una aureola oscura. Bajaba lento, sin apuro por las emocionadas gargantas ese vino viviente en densas sombras y furtivas luces.
Don Andrónico conocía su oficio. Lo ejercía como un verdadero creador. Acompañaba a las uvas desde los primeros brotes. Con sus manos sacaba malezas, orientaba incipientes pámpanos buscándoles la mejor ubicación. Acariciaba los cargados racimos y les contaba de su futuro. Cuando sus extensos viñedos alcanzaban la plenitud se pasaba horas contemplándolos. Amaba la belleza de las hileras cargadas que se cerraban en un punto que parecía fundirse con la cordillera de Los Andes. Otros vitivinicultores disfrutaban de esos momentos: la inminencia de la vendimia, otra vuelta de un ciclo de bonanza. Don Andrónico sentía tristeza. Ese cuadro, casi perfecto, daría paso a bandadas de cosechadores, el viaje a los lagares. El fin de una obra de arte de la naturaleza que apreciaba en todo su esplendor. Luego venia el gran consuelo y otra felicidad. Los momentos en que, cual antiguo hechicero, asistía a todos los pasos del nacimiento de su vino. El sueño del brillante y corpulento liquidó en las cubas de robles de Nancy. El cuidado diario, con el celo con que se rodea a un recién nacido. Las indicaciones, la actitud desprendida de un demiurgo que no escondía sus secretos y los prodigaba a sus ayudantes, quienes se harían cargo algún día del alumbramiento de ese elixir que a poco de tomarlo convocaba fantasmas amigables, risas sin tiempo y abría, otra vez, la surgente del amor.
Se insinuaba el invierno cuando Don Andrónico reunió a toda su gente, hijos, yernos, especialistas en vino a los que él llamaba “leídos” (enólogos con título) y les anunció su retiro. Les contó su determinación de pasarse unos meses en París. No faltó el comentario adverso de su vástago mayor, que veía eso como un gasto desmesurado. Estaba previsto ese frente opositor. Les dijo Andrónico que dudaba entre ir a la Ciudad Luz o emular a su amigo y colega Hermes Bolio que dejó la actividad y dilapidó todo su poder económico en la adquisición de automóviles que le llegaban todas las semanas de Europa, Estados Unidos o Buenos Aires. En un gran ámbito, en el que dormía Hermes, ya octogenario, reposaban relucientes Essex Six, Hudson, Bugatti, Reo, Pannhard, Lasalle, Packard. Y siempre surgía otro cabriolet o doble faeton que despertaba su afán de posesión. No sabía manejar. No le hacía falta. Los admiraba por su belleza. Don Andrónico visitaba a Hermes, ese anacoreta que había hecho de un enorme galpón un palacio repleto del refulgir de metales, olor a cuero de los tapizados y el aroma del caucho. Respetaba a su amigo. Entendía porque dejó a su familia. Nunca le dijo que iba a amanecer el día en que no compraría más un coche, por agotamiento de sus fondos, sol que llegó inexorablemente poco antes del fin de Hermes que ni se enteró del vacío de sus arcas. Murió, poco después de haber cursado el pedido de un proletario y diminuto Fiat Balilla.
El mayor de los hijos de Don Andrónico, heredero de su energía pero al que le tocó un corazón más duro en el reparto de atributos, le comentó con gran aplomo que la culpa de la bancarrota de Hermes y su familia no era del principal sino de sus descendientes que, al segundo auto que compró, debieron internarlo en un loquero.
Se dio cuenta Don Andrónico que tenía que correrlos con la vaina. No hacía falta pelar el facón, pero si demostrarles que el hierro existía con todo su filo y punta. Les comunicó algunos detalles de la jubilación que se aprestaba a asumir. Se iría a vivir al caserón deshabitado del casco de su primera finca, rodeada de viñas hasta donde se perdía la mirada.
Les contó algo sabido por todos: que con su esposa ya no tenía nada que ver. Luego de su viaje a París se mudaría a esa vieja mansión. No quería visitas. Quien fuera a molestarlo seria recibido a tiros. También les comunicó que dejaba todo el manejo de la empresa en manos de ellos. Se reservaba para sí un capital que no afectaría el desarrollo de la firma y un porcentaje sobre ganancias que le depositarían todos los meses en una cuenta a su nombre. Si eso no ocurría en una cláusula del contrato de cesión de sus derechos se estipulaba la caducidad del legado. Entregó una copia de los papeles donde constaba su voluntad y se fue.
Razonable la partición efectuada. El monto que se reservó era un dineral. Pero lo que dejó, también. Ninguno de los flamantes dueños de Bodega y Viñedos Don Andrónico sabía que estuvieron cerca de tantas posesiones, títulos, billetes y oro. La mensualidad no incidía en la marcha de la próspera fábrica de sueños. Quedaron tranquilos. Aliviados. El mayor pensó que el padre no mostró todas sus cartas. Supuso, mantenía cuentas muy importantes, en Buenos Aires y París. En un desván de su corazón de quebracho le deseó le mejor y tomó el timón de ese gran barco que navegaba sobre un mar de hojas de parra con olas de uva tinta.
No fueron tres meses sino medio año que duró la estadía de Don Andrónico en París. El primogénito no cumplió con el pedido del padre de mandarle un chofer a buscarlo y fue él a la estación de trenes. Creyó que era su obligación. Esa desobediencia le produjo una gran conmoción, un disgusto que luego fue la comidilla y la angustia de toda la familia.
Se bajó de “El Cuyano” Don Andrónico, exultante, rejuvenecido. Lucía como un figurín de catálogo de sastre. Sombrero de paja color crudo, traje blanco de hilo, zapatos combinados, un bastón con empuñadura de oro, chaleco a cuadros y una sonrisa que no se le borró ni cuando una de sus pesadas valijas le cayó sobre un pie. Ostentaba un aire lejano a “chanssonier”.
Detrás de él, un tanto envarada por el voluminoso “equipaje de mano” que portaba se recorto en la puerta del vagón una mujer, alta, rubia, ataviada a la última moda francesa que inmediatamente atrajo todas las miradas. Muy hermosa. Elegantísima. Fumaba tranquilamente con una larga boquilla de ámbar. Fumaba ante la atónita vista de muchas personas que ni imaginaban que una señora pudiera hacer eso. Corinne. Bailarina, para más señas. Podía levantar las piernas por sobre la altura de Don Andrónico. Esa fue la carta de presentación que trazó el bodeguero para su hijo. Y le hizo un gesto, un movimiento de manos que la linda mujer captó en el acto. Dejó su cartera bultos y paraguas sobre uno de los baúles de viaje que trajeron los maleteros, se arremangó el vestido hasta donde más pudo y comenzó a patear hacia el cielo acompasadamente mientras entonaba con voz suave los acordes del “Can Can”
Efectivamente sus zapatos superaban la cabeza de Don Andrónico. Pasaban ante su cara, como relámpagos dorados y contrastaban con el rojo de su ropa interior y con el blanco encandilante de sus perfectas piernas, apenas atenuado por la seda de las medias. Hizo un par de giros y completó su pie de danza. Espontáneamente, cientos de personas que llegaban de viaje, sus familias que las esperaban, aplaudieron la demostración.
Don Andrónico sonrió contento. El hijo sintió vergüenza por su padre. No pudo entender que venía de un mundo en que el surrealismo invadió la poesía, pasó por la pintura, el cine y se alojó otra vez en los sueños de la gente. No se dio cuenta que quien se marchó, tiempo atrás, era don Andrónico Sixto. Retornó un “bon vivant”, alguien que en lugar de desayunar con mate amargo lo hacía con champagne. Un hombre que a diferencia de Hermes Bolio, también amaba las líneas armoniosas, pero no las buscaba en los autos. Cambió Don Andrónico su fervor ante las filas de parrales teñidos de oro por la perspectiva de dos lindas piernas de mujer.
Sin dudas Corinne pertenecía al espectáculo. Y siguió en él. Alojada con Don Andrónico en el palacete criollo de Cruz de Piedra, una isla solitaria en medio de un océano de verdor, solía correr desnuda por la galería que circundaba la casa a veces cantando, otras insultando con gruesos términos del argot de su infancia. Don Andrónico, un tanto más recatado, en paños menores, trataba de darle alcance. Repetía sólo “Tréyoli, Tréyoli” en forma de ruego o de orden. La danzarina desaparecía por alguna de las puertas y detrás, el agitado sexagenario.
Cuerpo a tierra entre los surcos tres chicos, hijos de un contratista que tenía a cargo el viñedo, casi sin respirar, asistían todos los días a las funciones. A veces ella bailaba para él, con la música de un tocadiscos portátil a manija que situaban en una silla. Al lado, la mesa donde un solicito peón, anciano, de andar lento, depositaba un asado de costillas y chorizos, el plato preferido de Don Andrónico y de Corinne. Casi siempre permanecía desnuda. Se movía despacio, saboreando los manjares de esa nueva tierra. Don Andrónico comía de memoria, sin dejar de mirarla. Las corridas se reiteraban. Don Andrónico no la alcanzaba. Con esas largas y suaves piernas le sacaba ventaja al bodeguero que a la segunda vuelta, imploraba “tréyoli...tréyoli”. Esa era la parte que a los chicos, al público, más gustaba. No tanto los almuerzos, en los que a veces Don Andrónico se quedaba dormido y ella, sin ruido, se desplazaba como bella gacela de alba piel
Un año duró la permanencia de Corinne en la casa. Un día partieron juntos con baúles y valijas. Se acabó la diversión para los pequeños vecinos. Pero por poco tiempo. Al mes entró por la huella que desembocaba en la vivienda el Studebaker de Don Andrónico. La platea, muy atenta, esperó que irrumpiera en sus retinas “Tréyolì”. En Don Andrónico ni repararon. Pero no. Bajó del auto una morocha de pelo cortado a la “garçon” Largo echarpe rojo que casi rozaba el piso y un ajustado vestido color canela. Impresionaban sus ojos, enormes, de un celeste acuoso, que le ocupaban casi toda la cara. Como algunos pájaros, pensó uno de los chicos. El ritual se reiteró. Sin dudas el autor del libreto era Don Andrónico. Los almuerzos, ella sin ropas, él en calzoncillos. Las maratones en torno a la galería. Todo igual, menos la mujer. Pero también se llamaba “Tréyolì” Así la mencionaba Don Andrónico.
Ya crecidos los chicos, despiertos a temas adultos, esperaban más. No tuvieron suerte. Si algo pasaba, no lo dudaban, era en las habitaciones, en una, especialmente, en la que había una gran cama con columnas y un techo del que pendían telones de tul. Ese ambiente estaba orientado hacia un patio de la casa y desde la platea de los surcos no se veía.
Para ellos era como una película sin final. El villano, anciano, malvado, perseguía a una doncella a la que ya había mancillado arrancándole su tenue vestimenta. Ella, desesperada, entraba por una puerta detrás de la cual suponía se hallaba su salvación. Atravesaba ambientes con altos y oscuros muebles y desembocaba en una trampa sin escapatoria: el gran camastro sobre el que se arrojaba a llorar. Sus débiles quejidos eran tapados por los bufidos del perverso. Se entregaba resignada, como una presa que sabe, por algún misterio del alma, que había llegado la hora de la muerte.
Todos los años Don Andrónico se traía de Paris un perfumado “souvenir”. Para los chicos, cada vez más grandes, el show siempre era el mismo. Pero comenzaron a captar algunas sutiles diferencias. Una de las mujeres, cuando el anfitrión era ganado por el cansancio y el influjo de su propio vino y dormía, una de ellas, menudita, también rubia, se cubría con lo primero que encontraba a mano y comenzaba a sollozar sin emitir ni un sonido. Las lágrimas bajaban por su cara casi de niña. Algunas veces Don Andrónico despertaba, largo rato después y la encontraba sentada frente a él. Seria. Con los ojos enrojecidos, anclados en el lento hamacarse de las hojas de las vides. No se reiniciaba la acción. El encanto había desaparecido. Se levantaba despacio el hombre y arrastrando los pies entraba a la casa tal vez directo al puerto de la gran cama con doseles. No le preguntaba el porqué de su llanto. ¿Las otras lloraron alguna vez? ¿Dónde? ¿En el baño, a escondidas?, se preguntaba uno de los chicos. ¿Por qué tanta pena? ¿Estaban prisioneras? No lo parecía. Muchas veces se mostraban divertidas con las persecuciones. Y hasta le hablaban entusiastamente en francés en medio de un almuerzo a Don Andrónico que asentía con la cabeza sin dejar de mirarlas ni por un instante. Uno entendía un poco más y se los explicó a los otros.
El bodeguero las alquilaba. Les pagaba mucho dinero por acompañarlo y hacer lo que él quería, siempre lo mismo. Acaso una de esas chicas volvía a París y no tenía necesidad de trabajar más. O instalaba un negocio. La que aceptaba la propuesta, en el momento de decir si o cuando subía al buque que la traería, pensaba sólo en su buena fortuna.
Los días en la casona. La reiteración casi alquimista de la desnudez. El escape. El peso de un cuerpo anciano sobre el suyo, con olor a ropero antiguo y una mezcla de sudor y piel escamosa. El aliento a alcohol, a grasa. La cercanía de un rostro ajado, lascivo. El contacto íntimo con una carne amortizada.
Un vinito. Y la conversación. En realidad era un encuentro de homenaje al tinto y a las palabras.
-¡Que babosón el jovino¡- no pudo frenar su condena Víctor -mantenía cautivas a esas chicas por un puñado de pesos, las denigraba, las convertía en esclavas.
-Recuerde que ellas lo hacían por plata- le aclaró Recuana.
-Lo mismo ¡Pobrecitas¡ El pervertido era él. Esas mujeres jóvenes, hermosas, veían una salida de un mundo que no les gustaba y se prestaban para el sacrificio. Un año pasa pronto, habrán pensado. Si esa historia es verdad, porque con usted nunca se sabe, siento mucha pena. Lo mismo me da tristeza por ellas aunque lo que contó sea un alarde de ficción de su parte--- Víctor estaba conmovido.
-No lo tome así. Eso ya pasó- lo consoló sonriente Recuana -fue hace mucho tiempo.
-Discúlpeme. Ocurrió. Y vuelve a suceder si alguien lo cuenta. El sufrimiento, la alegría de un humano quedan inscriptos para siempre en algún lugar y comienzan a fluir cada vez que alguien los convoca, como usted, que trae un recuerdo que no es sólo suyo -pontificó Víctor.
-Me sorprende estimado. ¿De dónde viene esa teoría?-
-Alguien una vez la dijo y yo la recuerdo ahora. Y por favor no vaya a sacarle el cachete a la jeringa- volvía a ser el mismo Víctor. -¿Lo vio al cachafaz del Andrónico ese? ¿Usted era uno de los pibes espiones?
-Siempre con ese afán documentalista. Todo tiene que ser cierto para usted, si no, no vale. Necesita de testigos. Actas ¿Le gustan las actas hechas por escribano? Son muy creíbles.
-Hable. No se escape por la tangente. No haga mutis por el foro- lo reconvino Víctor.
-Lo vi a Don Andrónico. Lo confieso. La historia me la contó de grande uno de los chicos “voyeur” y fui hasta el lugar. Me costó, pasé por entré parrales secos. El desierto original se adueñaba de esas tierras. La casa estaba semiderruida con parte de su galería muy baja, pandeada porque habían cedido columnas de palo que la sostenían. Pocos vidrios en las ventanas. Parecía abandonada pero yo sabía que no era así. Me senté en los surcos y esperé. Al rato sentí una débil voz que decía “tréyolì...tréyolì” y apareció Don Andrónico. Se desplazaba muy despacio, con la ayuda de un aparejo de cuatro patas que llevaba delante de su cuerpo. Muy deteriorado físicamente, flaco, tembloroso, con su cuerpo inclinado, muy caído, hacia el lado izquierdo, una imagen repetida de la casa, pero en un cuerpo de anciano decrépito.
-¡Seguía en lo mismo el viejo carcamán¡- no pudo evitar la sorpresa Víctor.
-Sí, igual, aunque mucho más viejo.
-¿Y la chica era muy linda? ¿Era Corinne que había vuelto?- medio se había enamorado, a través de las palabras, Víctor de Corinne.
-Don Andrónico perseguía a una francesita desnuda. Almorzó con ella, ya no asado sino sopa de avena que le trajo un peón. Las cosas habían cambiado. Más me di cuenta cuando Don Andrónico, preguntó: ¿Por qué lloras querida? ¿Te hace falta algo? ¿Querés decirme qué te pasa?
-¿Y?- lo apuró Víctor.
-Estaba solo. No había nadie frente a él- dijo Recuana.
Una “Tréyoli” invisible, de puro aire, le habló de su pena, de su asco.
FIN