Astrónomo y director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN), Rafael Bachiller rememora en un reciente artículo algunas de las más representativas controversias de la historia de la ciencia para destacar la importancia que el debate entre diferentes autores ha tenido en el desarrollo del método científico.
La Historia de la ciencia, comienza diciendo Bachiller, siempre se ha desarrollado plagada de grandes y pequeñas controversias. Y no me refiero aquí a los debates entre conocimiento científico e ideas no científicas, pues éstas realmente no son controversias científicas. Me refiero a los desacuerdos omnipresentes entre los propios científicos, los que aluden a diferentes interpretaciones de datos y de resultados de medidas, los que se refieren a qué conceptos o ideas encuentran apoyo en la evidencia que puede observarse en la naturaleza o en el laboratorio.
Un ejemplo clásico de gran controversia científica es la que sostuvo el sabio y explorador Alfred Wegener sobre la deriva de los continentes. Hacia 1911 este visionario alemán quedó intrigado por las similitudes entre fósiles, de animales y de plantas, hallados a ambos lados del Atlántico, lo que le impulsó a iniciar una cuidadosa compilación de coincidencias entre organismos de los distintos continentes. La ciencia ortodoxa de la época explicaba estos casos suponiendo que, en algún tiempo, las grandes masas terrestres habían estado conectadas por puentes de tierra que se habían hundido después. Pero Wegener se dio cuenta de que el perímetro de la plataforma continental (que es ligeramente diferente del perfil costero) del oeste de África encajaba bien con el del este de Sudamérica y, más aún, que las plataformas continentales de la Antártida, Australia, India, Madagascar y Sudáfrica, como las piezas de un rompecabezas, encajaban entre sí casi exactamente. Comenzó así a elaborar la idea de que los continentes actuales habían estado agrupados en el pasado en un supercontinente único al que denominó Pangea. Durante cuatro años compiló argumentos en favor de su teoría y redactó el magnífico libro El origen de los continentes y los océanos que fue publicado en 1915.
La ciencia ortodoxa acogió estos argumentos de manera hostil y Wegener se vio obligado durante décadas a desarrollar más y más argumentos en favor de su teoría. Finalmente sería la exploración exhaustiva de los fondos oceánicos a partir de 1950 lo que aportaría una prueba contundente en favor de la teoría de la deriva continental. Se comprendió entonces que continentes y fondos oceánicos forman parte de unas entidades mayores denominadas placas tectónicas y se descubrió que las placas tectónicas flotan y se desplazan sobre la capa inferior de la Tierra (la astenosfera), creando regiones de gran actividad sísmica y volcánica en las zonas en que concurren dos placas. En total, esta controversia, que quedó restringida al ámbito científico, había durado medio siglo y la resolución definitiva de la disputa vino de la mano de los nuevos datos que resultaron concluyentes.
Pero no todas las controversias quedan delimitadas al marco de la ciencia, sino que el medio social interviene a menudo en el debate. Quizás el ejemplo más clásico de este tipo de desacuerdo es el que se refiere a la teoría heliocéntrica enunciada por Copérnico en su libro De Revolutionibus Orbium Coelestium publicado póstumamente en 1543. No hace falta recordar cómo la Iglesia católica participó muy activamente en esta polémica. Por ser partidario de esta nueva teoría, Galileo fue procesado y condenado por la Inquisición y Giordano Bruno fue quemado en la hoguera tras enunciar unas ideas visionarias (hoy certificadas como correctas) de que el Universo podía contener innumerables estrellas similares al Sol y que estas estrellas podían estar acompañadas de muchísimos mundos habitables semejantes a la Tierra. Nuevamente estos litigios se zanjaron con la aportación de nuevos datos más concluyentes: observaciones astronómicas que demostraron de manera patente la validez de las nuevas ideas.
Los debates entre científicos a veces se extienden a sus instituciones, a sus mecenas o a sus defensores y pueden llegar a tener un gran alcance público. Así sucedió con el encarnizado debate que mantuvieron Newton y Leibniz a finales del siglo XVII sobre el invento del cálculo infinitesimal. Fue Leibniz quien primero desveló sus trabajos sobre el tema (denominado cálculo diferencial) en 1684. Mientras que Newton no publicó los suyos (que él denominaba método de fluxiones) hasta tres años después en sus famosos Principia. En la primera edición de este libro histórico, Newton se refería cordialmente a sus intercambios previos con Leibniz que se habían prolongado durante una década, unas alusiones que el genio inglés hizo suprimir en ediciones posteriores de la obra, tras el desencadenamiento del gran debate. Un tal John Wallis, matemático británico conocido tanto por sus dotes en criptografía como por su exacerbado chauvinismo, comenzó a envenenar el ambiente al asegurar que Leibniz había copiado el método de Newton. El gran matemático de Basilea Johann Bernouilli respondió airadamente a tales alusiones saliendo en defensa de Leibniz. Y la polémica pronto se convirtió a un intercambio de ataques directos entre Newton y Leibniz.
Resulta descorazonador constatar cómo estos dos grandes genios de las matemáticas vivieron muchos años amargados por esta polémica que desbordó a sus personas para alcanzar a instituciones como la Royal Society (que se limitó a defender a Newton) y a pensadores ajenos a este tema concreto, como Voltaire, que escribió apasionadas páginas en favor del sabio inglés. Hoy se reconoce que el cálculo infinitesimal fue desarrollado de manera simultánea e independiente por ambos científicos que utilizaron formalismos diferentes, pero equivalentes entre sí.
Ha habido controversias muy técnicas, como la de la edad de la Tierra que enfrentó a Lord Kelvin, que había calculado en 1860 una edad planetaria de menos de 100 millones de años, con los seguidores de Darwin que argumentaban que el Planeta debía ser mucho más viejo. El debate se resolvió con el descubrimiento de la radioactividad en 1896, lo que permitió estimar la edad del Planeta en 4.500 millones de años. Pero muchas otras controversias han sido menos técnicas, y ello ha permitido la participación de un gran sector de la sociedad. Por ejemplo, la posible relación entre inteligencia y raza ha sido debatida tanto en los medios académicos como en el ámbito popular, desde que a principios del siglo XX se introdujo el test para determinar el cociente intelectual. La interpretación de los resultados de realizar dicho test a diferentes colectivos se prestó a variadas interpretaciones durante décadas. Además de los posibles sesgos en su aplicación, aún hoy sigue subyaciendo la ambigüedad en definiciones de los términos raza e inteligencia, que adolecen de falta de objetividad. Así pues, esta controversia muy posiblemente surge de un planteamiento insuficientemente científico.
Actualmente muchas controversias no se refieren al conocimiento científico propiamente dicho, sino a sus aplicaciones y a su traslación al ámbito social. Organismos modificados genéticamente, la producción de energía nuclear y el tratamiento de sus residuos, los posibles efectos de las ondas electromagnéticas, la conveniencia de utilización de las vacunas, son algunos de los temas que suscitan encendidos debates, a veces violentos, que a menudo se desarrollan en ámbitos alejados del mundo de la ciencia. Son debates en los que intervienen actores de índole muy diferente al científico: asociaciones de ciudadanos, empresas con intereses económicos directos, partidos políticos, agrupaciones religiosas y otros tipos de organizaciones sociales.
Uno podría pensar que a los científicos les gusta debatir y pelearse, y que es su carácter peculiar y apasionado el que crea las numerosas controversias de la historia de la ciencia. Sin embargo, hemos visto cómo hace tiempo que las controversias científicas no están restringidas al ámbito estrictamente técnico. No obstante, conviene subrayar que el debate está en el meollo del método científico que, incansablemente, busca la verificación de las hipótesis y de las teorías mediante la observación y la experimentación sistemáticas. La controversia es un auténtico motor del progreso científico, un acreditado procedimiento para obtener nuevos conocimientos. Como bien expresó Ortega y Gasset "ciencia es todo aquello sobre lo cual siempre cabe discusión".